Si a lo suyo se le podía llamar «rapto», Bineka calculó que llevaba ya tres semanas atrapada dentro de aquel grupo de chimpancés que nunca dormía en el mismo lugar a causa de las obligadas incursiones diarias en busca de comida, sobre todo fruta, o determinadas plantas y hojas producidas por los más variados árboles y arbustos. Ese ir y venir de un lado a otro, dentro de aquella inabarcable selva, complicaba sus posibilidades de orientación, aunque no dejaba de pensar en escapar.
De su vida con los simios, seguía aprendiendo a interpretar determinados gestos o sonidos, y en algunos casos intentaba reproducirlos. Observaba con decidido interés a todos sus miembros agrupándolos en razón a sus comportamientos.
Entre las hembras, había tres tan cariñosas que resultaba raro no encontrarlas acariciándose, fundidas en largos abrazos cuando no dándose besos de reconciliación. Sin embargo, había una especialmente pesada: una hembra preñada que andaba el día entero olfateándolo todo, el suelo, un arbusto, cualquier flor..., pero lo que más le apasionaba eran los cuerpos, el suyo, el de Bineka y el de todas las demás. Tan insistente era que terminó llamándola como lo hacían en la aldea a quien resultaba demasiado cargante: Kusisitiza.
Había ido poniendo nombres a casi todos en un intento de individualizarlos. A un macho que tenía una oreja rasgada por tres sitios lo había llamado Tatumatu, que en su dialecto significaba «tres orejas». Al otro, Panya —«rata» en suajili—, por su peculiar color de pelo, entre grisáceo y marrón.
Algunos machos todavía jóvenes actuaban de forma arisca y eran de trato difícil; incluso preferían dormir separados del grupo y era raro verlos acicalándose. Uno de ellos se había convertido en el peor enemigo de la pequeña Furaha. Los demás se pasaban el día jugando y parecían no tener descanso. A Bineka le asombró la paciencia de sus madres, mucho mayor que en las mujeres de su aldea. Imaginó a su amiga Sanza arreando a su hijo mayor con una rama si hubiera dado tanta guerra.
Ciertos individuos eran más dados a cuidar de los demás. Uno de sus desvelos era una hembra que apenas podía moverse debido a su excesivo peso. Bineka la había llamado Mafuta, «gorda» en su lengua, y debía de haber sido la chimpancé más prolífica del grupo, a la vista de la especial atención y cuidados que recibía de las seis hembras más jóvenes, entre ellas la pesada de Kusisitiza. Siempre tenía a alguna de ellas cerca para ayudarla a comer, a romperle las nueces y darle una pieza de fruta que no alcanzaba. Bineka llegó a la conclusión de que el grupo respetaba una ley casi sagrada: la de proteger a sus miembros más débiles y mayores.
Cuando uno enfermaba, los demás acudían a abrazarlo con más frecuencia de lo habitual, y solían darle un sinfín de palmaditas en la espalda como para insuflarle ánimos.
Pero si había un comportamiento adorable, ese era el de Mashira.
Se pasaba el día entero pendiente de ella, llevándola sobre su espalda cada vez que tenían que subir a un árbol, vigilando a Takuro de cerca, inspeccionando su pelo horas y horas en busca del último insecto aterrizado en él, ofreciendo su barriga como almohada para descansar o abrazándola nada más despertarse. Le traía fruta para que no tuviera que cogerla de los árboles, y siempre contaba con Furaha, para la que añadía una ración extra.
Mashira se había convertido en su fiel protectora. A veces, por la noche, Bineka hablaba con ella muy bajito, igual que hacía con su madre cuando era una niña, en la oscuridad de su cabaña. Apenas se acordaba de sus padres. Había perdido muy pronto a su madre, que había muerto cuando Bineka aún era muy pequeña, a causa de unas fiebres. Y luego a él, que se fue a trabajar a una mina hacia el este, poco después de haberle regalado su amuleto mágico, su nkisi, de la que nunca volvió. Desde entonces solo había tenido a su abuelo, y en cierta medida a las demás familias de la aldea.
Mirando ahora a sus nuevos compañeros de selva, no pudo evitar ver ciertos paralelismos, a pesar de que allí no todos parecían dispuestos a velar por ella por igual, aparte de Mashira. No tenía duda de que era su principal defensora, pero seguía sin saber si, llegado el momento, podría protegerla. Porque a pesar de convivir con animales que se mostraban pacíficos y hasta cariñosos, de vez en cuando aparecía su condición salvaje.
Como cuando Takuro se enfrentó con Panya, el del pelo grisáceo, que hasta entonces había demostrado una total sumisión hacia él y lo acompañaba en todo. Apenas habían pasado cinco días de ello. En un gesto incomprensible y sin venir a cuento, el imprudente Panya se encaró con él después de haberle quitado una serpiente que estaba mordisqueando feliz. La violencia con que respondió Takuro, la ferocidad de sus dentelladas al aire y la brutalidad de su pelea posterior dejaron encogida a Bineka. Y más aún cuando al poderoso macho no le bastó con demostrar su superioridad física y dejar bien sentado quién era el jefe del grupo; tuvo que matarlo a la vista de todos, aplastándole el cráneo con una enorme piedra que usó una y otra vez hasta hacer casi desaparecer la cabeza, antes de erguirse sobre sus patas traseras y trepar a la rama más alta de un ozigo para contemplar a su manada con gesto retador.
Pero si aquel comportamiento ya la aterrorizó bastante, tampoco se quedó corto el que demostraron a continuación los demás: cuando los vio enloquecidos, a la caza y captura de un pedazo de carne del muerto, en un espantoso festín de sangre y gritos que terminaron haciéndola temblar de arriba abajo, cerrar los ojos y taparse los oídos. Lo peor fue ver entre ellos, como una más, a su querida Mashira. Comprendió entonces, con cierta tristeza, que a pesar de haberla humanizado, no dejaba de ser un simio.
Entonces decidió que era hora de escapar.
Lo intentó esa misma tarde, mientras dormitaban todos tras el atracón de carne de chimpancé que se habían dado. Quizá fue la premura con que lo hizo, sin el sigilo necesario. Aunque la mayor culpa la tuvo Furaha al unirse a ella en cuanto la vio correr, chillando como una loca, sin perder su paso. Después de dejar que se le subiera encima y emprendieran una veloz carrera hacia el oeste, vista la posición de la sombra que daban los árboles, no tardaron más de tres minutos en oír los primeros aullidos, y poquísimo tiempo después, percibió sus carreras a escasa distancia.
Bineka se volvió para calcular sus posibilidades y reconoció con espanto a Takuro, adelantado a otros cuatro a los que no llegó a identificar. Nunca se había medido en velocidad con un chimpancé, pero le bastó esa experiencia para darse cuenta de la desproporcionada ventaja que tenían. Algo que no iba a olvidar jamás en caso de afrontar otro intento de huida.
El gran macho, que podría pesar la mitad más que Bineka, se abalanzó sobre sus piernas y consiguió derrumbarla, quedándose ella boca arriba y con el simio encima. Sus amenazantes chillidos la ensordecieron, y con solo mirar el tamaño de aquellos colmillos imaginó una muerte inmediata, parecida a la del desventurado Panya. Cerró los ojos y al instante sintió un dolor tan brutal en un muslo que le hizo soltar un grito. Takuro le había dado un primer mordisco. El segundo lo recibió en una mano, la que usó para defenderse de él. Dada la fuerza de sus mandíbulas, dudó si no se la habría arrancado. Entre ataque y ataque, Takuro la contemplaba enfurecido, golpeando el suelo con los puños, henchido de rabia. Ella no tenía tiempo ni de llorar, asistía impotente a su fatal destino.
Miró a su alrededor y reconoció varias caras, pero no la de Mashira; encontró gestos de incredulidad en algunas hembras, en otras de incertidumbre. Pero ninguna movía un dedo por ella, salvo Furaha, que de forma insensata se había lanzado a morder a Takuro en la nuca después de haberlo arañado por donde buenamente supo; gesto que emocionó a Bineka. Para sorpresa del encolerizado macho, la reacción de la cría desencadenó un ataque conjunto del resto de los chimpancés contra un desprevenido Takuro, que hubo de defenderse y separarse de Bineka para escapar de la agresión, momento que aprovechó Mashira para recogerla entre sus brazos y llevársela corriendo lejos de allí.
Aquella tarde, por culpa de la reacción que Furaha había despertado en los demás, Takuro perdió su indiscutido poder tras ser vencido por Tatumatu, el macho que se mostró más fuerte y enérgico y logró hacerlo huir de forma humillante.
Lejos de saber si la nueva situación iba a ser definitiva, Bineka no volvió a ver a Takuro hasta el anochecer, pues este se mantuvo a distancia del clan, observándolo.
Mashira subió a su ahijada a un árbol y la dejó sobre un lecho de hojas junto con otras tres hembras, que la rodearon muy nerviosas y puede que impresionadas por las serias heridas que tenía en el muslo y en la mano, que sangraba profusamente.
Consciente de su gravedad, Bineka arrancó una rama bastante flexible y se la ciñó sobre la pierna, por encima de la mordedura, para detener la hemorragia. Pero no pudo frenar el intenso dolor que casi la quemaba y empezó a gritar necesitada de algo que pudiera aliviarla. Mashira, ansiosa, golpeó el tronco una y otra vez al escuchar sus quejidos, hasta que saltó a una rama más baja, y de allí a otra, y a una más después, para terminar desapareciendo por el bosque.
Bineka fijó la atención en su mano izquierda. El dibujo semicircular de la dentadura del simio había quedado perfectamente marcado sobre la piel. Intentó mover los dedos, pero apenas conseguía que el meñique y el anular respondieran. Recordaba haber visto cómo su abuelo había vendado la mano a una mujer después de ser mordida por un pangolín. El problema era que allí no disponía de un pedazo de tela con el que envolver los dedos bajo un entramado de palitos. Miró a su alrededor en busca de alguna solución.
Furaha, que seguía con interés todo lo que hacía, dirigió su atención al mismo punto que ella, intentando entender qué podía necesitar. Bineka identificó unas grandes hojas cerca de la base de un árbol, de firme estructura y grosor, y le hizo gestos para que fuera a por unas cuantas.
La pequeña cría no lo entendió. Se acercó, la abrazó cariñosa y no se movió.
Bineka no se atrevía a bajar tal como estaba, y cayó en la cuenta de lo que tenía debajo de su propio trasero: las mismas hojas grandes que había visto por el suelo. Escogió la que parecía más recia, rompió una rama en ocho pedazos, los colocó a lo largo de la superficie de la hoja y se envolvió la mano con aquel invento. Conseguir atar aquello por dos o tres sitios le supuso no pocos intentos, porque algunas ramitas se le partían, y apenas podía manejarse con una sola mano. Pero entre agudos pinchazos de dolor, un largo coro de resoplidos y el tesón que le puso a la faena, logró un resultado bastante aceptable.
Su abuelo daba mucha importancia a embadurnar la herida con una pasta obtenida con unas plantas muy concretas aplastadas, que según decía evitaban que el mal de los animales pasara a contaminar la sangre de los humanos. Tendría que esperar a sentirse mejor, o a que Mashira la transportara en su espalda para ir con ella a buscarlas.
Mashira tardaba en volver.
Bineka había congregado a su alrededor a un grupo de curiosos que seguían su evolución sin perderse un solo detalle. Cuando gemía de dolor, desencadenaba una cierta agitación entre el colectivo, que se sumaba a ella con un curioso grito que más de uno alargaba hasta detenerlo de golpe y regresar al silencio. Si exploraba la herida de su muslo, en un solo segundo tenía otros seis ojos encima, y tan cerca que tanto pelo de tanto espectador terminaba haciéndole cosquillas. Si no fuera porque eran lo que eran, Bineka habría pensado que actuaban con ella como los médicos que de mucho en mucho aparecían por la aldea para valorar el estado sanitario de la población.
Había empezado a sentir mucha sed y las piernas cada vez más entumecidas, junto a un agudo dolor de cabeza. Pero en menos de un suspiro se le olvidaron todos los males cuando divisó el perfil de una serpiente reptando por una rama, demasiado próxima a ella. Su público la había abandonado hacía rato, aburridos por la falta de novedades, y solo tenía a Furaha. La cría también vio el reptil, y Bineka supo que se trataba de una especie muy peligrosa. La pequeña chimpancé, movida por su instinto, empezó a emitir un sonido semejante a un ladrido, uno que Bineka nunca había oído. Rompió una rama y se enfrentó a ella a pesar de las órdenes en contra que le lanzaba Bineka.
—¡Déjala! ¡No la toques! —Se sintió impotente. No se podía mover y veía a la inconsciente cría acercándose demasiado a la serpiente—. ¡Ven! ¡Estate quieta! —Sus gritos captaron la atención del resto.
Furaha golpeaba una y otra vez el tronco del árbol con aquella rama, hasta que de repente la serpiente alzó la cabeza y se puso a la misma altura del cuello de su atacante. Furaha se acercó todavía más, y la serpiente se mantuvo inmóvil y con la mirada clavada en ella. Bineka volvió a llamarla de forma desesperada, temiéndose lo peor. Agarró su nkisi y pidió ayuda al dios Kalunga. Y como respuesta a sus ruegos oyó un aullido ahogado, el de una de las hembras, que cogió a la serpiente por la cola y, de un fuerte tirón, la lanzó volando por los aires.
Furaha empezó a saltar emocionada con el resultado. Bineka respiró más tranquila, contempló a su auxiliadora y agradeció lo que acababa de hacer golpeándose el pecho. La chimpancé respondió de la misma manera.
Poco a poco la noche fue robando la escasa luz que conseguía atravesar las frondosas copas de los árboles, y todos iniciaron los trabajos previos al descanso, con la búsqueda de materiales para fabricar los nidos en los que descansar. Furaha, al notar la imposibilidad de que su madre adoptiva lo hiciera por ella, se metió en faena y al poco tiempo apareció con un montón de hojas entre los brazos.
Bineka estaba temblando. Mashira no había vuelto, y ella se notaba cada vez más caliente.
Cerró los ojos con intención de dormir, recibió a Furaha en su vientre, la rodeó con los brazos y escuchó los sonidos de la noche: los últimos cantos de algún pájaro, los primeros ronquidos del grupo y la respiración de su hija adoptiva.
A la media hora acusó un primer ataque de temblores, tenía los labios y la boca resecos, y notaba a la vez un agudo dolor de espalda, aparte de los permanentes en pierna y mano.
—¿Dónde estás, Mashira? ¡Te necesito! —exclamó en voz alta.
Mashira seguía buscando, ahora en medio de la oscuridad, una determinada planta y llevaba en la mano una raíz que había podido localizar. Pero todavía tardó un rato en reunir lo necesario.
Para cuando regresó, encontró a Bineka profundamente dormida. Se sentó a su lado con un esmerado sigilo. Masticó las hojas junto con la raíz hasta formar una pasta, descubrió las heridas y empezó a cubrirlas con aquel engrudo verdoso hasta taparlas por completo. Luego acarició la barbilla de la humana, se le escapó un suave ronroneo y se quedó tumbada a su lado, con intención de velarla el resto de la noche.