7

Oficinas centrales de Greenworld, Kinsasa, República Democrática del Congo
Finales de abril de 2010

Colin Blackhill era un tipo más bien flemático, poco dado a la improvisación, generoso, cabal e inteligente. Achacaba a su origen británico no ser de los que levantan la voz para imponer su criterio en una discusión, ni tampoco de los que se enfadan a la primera de cambio; en realidad tenía tan buen talante que pocas veces se le había visto perdiendo los papeles.

Con todo eso, aquella tarde sus patrones de comportamiento estaban siendo pulverizados a medida que avanzaba la conversación con su superior de Greenworld, en el despacho que este último tenía en uno de los rascacielos del distrito financiero de Kinsasa.

—No tendrías que haberla dejado ir a esa región, Marc. Ni siquiera acompañada por los nuestros. Sabías que lo estaba haciendo en contra de mi criterio y aprovechando mi ausencia. Y encima en esa zona, la más peligrosa del país, donde campan a sus anchas las milicias ugandesas, los mafiosos del coltán, un puñado de guerrilleros de nadie sabe qué ejército, insurgentes y más de un militar que se ha venido arriba bajo las órdenes del último pirado con mina en su poder. Por no hablar de los mercenarios contratados por ciertas empresas que tú y yo sabemos. ¡Ha sido una auténtica imprudencia por tu parte!

Marc, de origen holandés, se removió en su asiento, incómodo ante la falta de noticias de la española, y no tanto porque creyera que había cometido un error con ella.

—A ver, Colin, que tú la conoces... ¿Has trabajado con alguien más terco que ella? ¿Te viene a la cabeza alguna otra persona a quien le importe menos el coste de sus propias decisiones? Porque a mí no, te lo aseguro.

El hombre calló, dándole la razón con su silencio.

—Pues eso, los dos sabemos que Beatriz Arriondas no es de las que aceptan un no como respuesta, y créeme que tuvo que escuchar unos cuantos de mi parte. Al final, Colin, la gente es libre de hacer lo que quiera; incluso de ponerse en riesgo.

Marc se levantó para coger dos cervezas de la nevera y le ofreció una, para dejarse caer después en un sofá, bajo un amplio ventanal desde el que se divisaba media ciudad. Nueve pisos más abajo, el tráfico animaba el bulevar 30 de Junio, la principal arteria urbana, cuyo nombre conmemoraba el fin del período colonial belga con la independencia del país en 1960.

—Es verdad que aprovechó tu ausencia de la oficina para llevar a cabo sus planes. A mí me los medio contó, traté de evitarlos, actué como pude, pero dio igual... Lo que tenía decidido lo hizo.

Se llevó la botella a los labios y la dejó mediada.

Colin se revolvió en su asiento, todavía poco convencido.

—Al menos, podrías haber elegido mejor a los cooperantes que la acompañaron; te aseguro que los hay más espabilados. Ni se enteraron cuando Beatriz abandonó el campamento aquella mañana y decidió ir sola en busca de..., en busca de problemas. Lo que no entiendo es cómo puedes estar tan tranquilo.

Marc se recogió la melena rubia en una coleta, se le encendieron las mejillas y arrugó la frente, afectado por los juicios del inglés.

—Pero ¿qué estás diciendo? Pues claro que me siento responsable de lo que le pueda suceder... —Negó con la cabeza—. No sé tú, pero yo no me creo nada en este secuestro y menos a quienes aseguran retenerla.

—¡Es humo, Marc! Tampoco yo la veo en manos de esa mierda de guerrilla que no sabe ni cómo funciona un móvil por satélite. He conocido a alguno, solo son unos críos liderados por un espabilado que tampoco tiene recursos para hacerse con esa tecnología. Apenas han salido de sus aldeas. Estoy seguro de que esa llamada de rescate solo pretendía distraer nuestra atención.

—La policía está tratando de rastrear la señal, pero no tienen nada.

—¡En menudas manos estamos, madre mía!

Colin se rascó la barba. Si existía una policía inepta, sin duda alguna era la congoleña.

Marc miró su reloj.

—Tengo que ir al aeropuerto a recoger a sus familiares. Esa es otra; a ver qué les decimos... —Aunque sabía que iba a coincidir con algún representante de la embajada española, quería ser el primero en dar la cara ante la familia.

Se incorporó, recogió las llaves del todoterreno y su móvil, y preguntó a Colin si quería acompañarlo.

—Os veré después, cuando regreséis. Me he propuesto terminar ese informe que te debo desde hace semanas.

—¿Al fin voy a tener el famoso estudio sobre las turberas?

—Eso pretendo, pero te adelanto que los hallazgos en la provincia de Équateur son una ínfima parte de los depósitos de turba que tiene este país. Acabo de recibir el dron que encargué en Leeds, y espero poder acelerar mis estudios en otras dos regiones, las de Tshuapa y Tshopo.

Colin hablaba solo de tres de las veintiséis provincias que forman la República Democrática del Congo: Équateur, Tshuapa y Tshopo estaban al nordeste de Kinsasa, y cubrían entre las tres más de 435.000 kilómetros cuadrados. Solo Tshuapa era tan grande como su Inglaterra natal.

—Quiero identificar qué zonas podrían reunir más acúmulos de turba, para después organizar un extenso equipo que mapee bien el terreno.

Marc prefirió no insistir en su oferta de ayudantes; cuando los necesitase, ya se los pediría. Además, sabía que Colin adoraba trabajar con una cierta independencia, cuando no soledad, y que su poderosa familia le financiaba los gastos, incluida la avioneta con la que se movía por el país. Y también tenía claro que era uno de sus mejores colaboradores, aparte de coordinar la oficina que Greenworld tenía abierta en Lokutu.

—Entonces, nos vemos luego.

Marc tomó un ascensor para bajar al garaje, buscó su todoterreno, identificado con el logo de la ONG, lo arrancó y dos minutos después atravesaba la ciudad para tomar la carretera hacia el aeropuerto con el estómago encogido.

Aeropuerto N’Djili, Kinsasa

Lola Freixido y el padre de Beatriz empezaron a desesperarse en medio de la interminable cola que aún tenían por delante para el control de pasaportes, dentro de la terminal internacional. Después de diez horas de vuelo, otras dos antes de embarcar en el aeropuerto Charles De Gaulle y una absurda escala en Bruselas, tener que esperar de pie no sabían cuánto tiempo más les estaba suponiendo un auténtico martirio.

—Son ya las seis y media de la tarde. A este paso, no vamos a poder hacer nada hoy —dedujo Valentín, detrás de una pareja de góticos rusos.

Eran dos jóvenes con la clásica indumentaria victoriana y simbología religiosa en orejas, cuello y labios, con los ojos contorneados en negro y algún que otro piercing repartido por los lugares más insólitos de su anatomía. Chico y chica habían desencadenado en él una serie de comentarios, a cuál más ácido, que Lola fue lamentando.

—¡A estos no los van a dejar pasar!

—Y a nosotros, ¿qué nos importa?

Lola miraba su smartphone de forma mecánica e inconsciente, porque hacía un rato que ya había terminado de leer los mensajes que le habían entrado de golpe nada más aterrizar, y ninguno había sido demasiado excitante. Nada podía distraerla del motivo de ese viaje, un desastre en sí mismo y con razonables dudas de éxito. Ni siquiera tener que pasar tantas horas al lado de aquel hombre. Y para empeorar más las cosas, le había venido la regla en pleno vuelo. A esas alturas del día, el cuerpo le gritaba que se olvidase de todo, se diera una buena ducha y terminara haciéndose un ovillo en la cama después de haberse metido un analgésico potente que no estaba segura de haber incluido en su neceser. Pero Beatriz era más importante que nada.

La cola fue acortándose durante la siguiente media hora hasta que se encontraron por fin frente a las cabinas de cristal donde los funcionarios estudiaban con deliberada parsimonia los documentos de los viajeros.

—¿Cuánto dinero me has dicho que llevabas en la mochila? —preguntó Valentín acercándose a su oído.

—Seis mil euros; un poco más de lo permitido, creo. Los otros tres mil los escondí en la maleta. —Lola se echó la mochila al hombro y la apretó contra las costillas.

La pareja de góticos pasó sin problemas, lo que ayudó a que ellos abordaran el trámite oficial mucho más confiados. Los problemas llegaron con el siguiente control, después de haber recogido el equipaje. Antes de enfilar la salida, Lola fue interceptada por dos policías que quisieron ver el contenido del bolso de mano y su mochila. Las maletas, como las llevaba Valentín en un carro y a él no lo habían parado, no fueron requisadas.

Lola intentó disimular el temblor de manos.

—¿Algo que declarar? —le preguntó el agente en francés. Ya estaba vaciando el contenido de su bolso sobre una bandeja, y Lola temió que repitiera la misma operación con la mochila.

No se manejaba igual que con el inglés, pero era capaz de hacerse entender.

—Bueno, sí... Llevo algo de dinero —dijo ella con toda la intención.

—Interesante... —contestó en tono misterioso—. Sígame a esa salita.

Lola pensó a toda velocidad. La situación podía ponerse incómoda, pero más aún si el agente la notaba nerviosa. Templó la mirada, rebajó el ritmo de su respiración, estiró el cuello, enderezó el cuerpo, observó de frente al policía y respondió con voz firme:

—Se lo enseño aquí mismo.

El intento de escamoteo se vio frustrado con la firme actitud del policía, que sin ningún miramiento la agarró del brazo y tiró de ella hacia el minúsculo habitáculo. Cerró la puerta.

—Mire, señorita, se lo voy a explicar una sola vez y no me haga perder el tiempo. Ponga encima de esa mesa el dinero que trae, y espero por su bien que no se deje nada escondido entre la ropa. Si sospecho que me engaña, la obligaré a desnudarse por completo. Y cuando digo «por completo» es por completo. ¿Le queda claro?

Lola no tardó más de diez segundos en vaciar la mochila sobre la mesa. Sacó tres mil euros del bolsillo de una sudadera, mil quinientos de una bolsita con útiles de maquillaje y otros tantos del interior de la funda de su pequeño portátil. Se quitó la cazadora vaquera para mostrar que no tenía ningún bolsillo más y vació el contenido de sus pantalones.

El policía se puso a contar el dinero sin mirarla, mientras le explicaba que introducir tal cantidad de divisa sin haberla declararlo previamente podía significar la devolución inmediata a su país. Ella, acostumbrada a superar ese tipo de trámites en algún que otro destino con merecida fama de corrupto, imaginó cómo concluiría todo. Solo le quedaba ser hábil en la negociación, y de eso sabía un poco.

—Déjeme ver qué lleva debajo de la camiseta.

Ella se cruzó de brazos para oponerse a sus intenciones, incómoda pero firme.

—¡No me toque! —gritó con todas sus fuerzas.

El policía le tapó la boca con ojos furiosos.

—O cierra la boca o sabrá lo que es tener problemas de verdad.

Lola reflejó en su mirada que le iba a hacer caso. El hombre la soltó y ella le planteó:

—Dígame cuánto quiere y terminemos con esto de una vez.

El policía relajó su expresión luciendo una brillante dentadura blanca.

Un minuto después, Lola salía de la sala con cuatro mil euros menos de los que tenía al entrar y la promesa de guardar silencio —bajo la amenaza de represalias— mientras el policía se despedía en la puerta con un «que tenga una feliz estancia».

En la salida localizó a Valentín junto a dos tipos. Fue hacia ellos.

—¿Qué ha pasado?

Lola disimuló su tensión con un calculado suspiro. Su mundo de hombres la obligaba a no enseñar del todo sus cartas.

—Señorita, soy Patricio Lodosa, embajador del Gobierno español. No pretendo incomodarla, pero si alguno de esos policías la ha importunado, dígamelo para intervenir de inmediato. Pondremos una queja y les pediremos las pertinentes explicaciones de forma oficial.

—Discúlpenme, me siento agotada. Acabo de sufrir un control de lo más exhaustivo y penoso, pero eso ha sido todo. Agradezco su interés.

Valentín le presentó a Marc Voemer, el director de Greenworld en el país.

—Siento conocerla en estas circunstancias, señorita. —Se estrecharon las manos—. En nombre de la organización, deseo trasladarles todo nuestro apoyo. Somos los primeros en querer una rápida solución a este gravísimo asunto y volver a tener a Beatriz con nosotros.

—¿Saben algo nuevo? —preguntó Lola sin rodeos.

—Lo lamento, no hay noticias. —El embajador negó con la cabeza mientras el grupo echaba a andar hacia la salida—. Estamos a la espera de recibir el informe de las autoridades locales. Nos aguardan en las oficinas del Ministerio de Interior. Si les parece, pasaremos por allí antes de llevarlos a su hotel.

Valentín asintió sombrío y nadie más añadió nada hasta que alcanzaron un coche con matrícula diplomática. Había caído la noche y apenas se veía nada.

En el trayecto se cruzaron con muchísimas motocicletas, tan enclenques como viejas, ocupadas por tres personas como mínimo y conducidas con un evidente menosprecio por la vida de sus ocupantes a la vista de su irresponsable velocidad mientras sorteaban enormes baches o charcos. A Lola, recostada contra la ventanilla, le sorprendió ver que durante los últimos ocho o diez kilómetros todas las calles eran de tierra, con una muestra de casuchas a cuál más miserable, que tampoco mejoraron cuando se adentraron en el centro de la capital.

Había conocido lugares humildes, pero Kinsasa los superaba a todos.

Estaba tan cansada que se le cerraban los ojos. Miró al padre de Beatriz y le pareció ver en su expresión un punto de pavor que lo hacía más humano, seguramente más preocupado por la suerte de su hija de lo que había demostrado hasta entonces.

Invitaba a ofrecerle consuelo. Pero no lo hizo. Bastante tenía con su pena.