Dependencias
Give a house half a chance and it’ll answer back.
«A Bruise the Size and Shape of a Door Handle»
Daisy Johnson
El columpio siempre los confunde. Hace que nos pregunten cosas que no queremos contestar. Pero ninguno de los dos se ha animado a sacarlo. Venía con la casa y, la primera vez que nos visitaron las sobrinas de Lucas, se quedaron tanto rato jugando ahí, felices, que luego nos dio pena quitarlo.
Eso, cuando aún pensábamos que esta casa era una buena idea.
Habíamos esperado mucho para tenerla. A ella, a la casa. Meses rondándola, revisando posibilidades de pago, pensando que en cualquier momento alguien iba a comprarla antes que nosotros. Era perfecta. Un lugar lleno de luz, con un patio muy verde (tantos árboles, había dicho una de las sobrinas), en un barrio lindo y tranquilo.
Era, también, el último requisito que nos habíamos puesto antes de ser padres.
Siempre habíamos vivido en espacios pequeños. No necesitábamos mayores comodidades, era más fácil la limpieza, estábamos poco rato allí. Siempre en el trabajo o en el cine, en la casa de parientes o amigos.
Una estación de paso. Un lugar donde no echar raíces.
Por esos días siempre contestábamos lo mismo: que no nos animábamos, que no estábamos seguros, que más adelante, quizás.
Pero no era verdad.
Cuando quien preguntaba era de confianza, le decíamos que un hijo no nos cabía. Lo decíamos mostrando esa pieza que hacía las veces de escritorio, cuarto de invitados e, incluso, en tiempos de desorden, bodega.
Algún día tendremos una casa y entonces…, decíamos.
De pronto, ese entonces había llegado.
Y la casa nos recibió con un columpio que nos pareció un signo auspicioso.
Nos dijeron los doctores, y les habíamos escuchado decir a los amigos, que a veces estas cosas tomaban su tiempo. Un año, incluso. O más. Y fue chistoso, al principio, jugar a concebir a nuestra hija (Lucas estaba convencido de que sería niña) en cada uno de los rincones de la casa. En nuestra cama, en la de invitados, en el sillón de la sala, del living, en el patio, junto a la piscina, y algo nerviosos de que nos vieran los vecinos o nos filmaran para quedar inmortalizados en YouTube.
Pasaron varios meses y nada.
No nos preocupamos. Por mientras decoramos la cocina, cambiamos los baños, pintamos la piscina. Hicimos varias fiestas de inauguración. Recibimos plantas de regalo que invariablemente matamos (por mucha agua, por poca, por exceso de luz). Sacamos los libros de las cajas. Los doctores decían que todo estaba bien. Que los exámenes no arrojaban nada raro, que era cuestión de tiempo. Que yo era joven todavía (y acá siempre era yo a la que miraban, la edad de Lucas parecía nunca importar).
Compré pruebas de fertilidad y bajé una app para el teléfono. Cada cierto tiempo recibía los mensajitos. Low chance. High chance of conceiving. Y, en los palitos que marcaban mi ovulación, después de esperar los tres minutos de rigor, un círculo blanco o una carita feliz.
La primera vez que vi una de esas, corrí a mostrársela a Lucas.
Creo que incluso le saqué una foto.
Al principio nos entusiasmaban esas cosas.
Pero tampoco pasó nada. Ni un atraso. La app servía para comprobar que mi ciclo era de una precisión siniestra.
Ni siquiera alcanzaba a ilusionarme.
Your period is expected today, anunciaba la pantalla.
Y ahí llegaba la mancha. Siempre puntual.
En mi cabeza hacía listas. De nombres para nuestra hija (Sofía, Leonor, Martina, y me los imaginaba escritos, con torpeza, o con crayones de muchos colores), de cosas para esa pieza que ahora era de invitados y luego sería para ella. Más de una vez me ganó la ilusión y compré vestidos pequeñitos, libros acolchados y de plástico para meter al agua. Mantas. Móviles. Los guardaba en cajas al fondo del closet, entre mis carteras y pañuelos, o en algún rincón del entretecho.
Fuimos a los doctores y dijeron que tal vez había que revisar algunas cosas. Nos hablaron de congelar óvulos, de la posibilidad de una fertilización in vitro. Nos dijeron, con poco tino, que yo ya no estaba tan joven. Los mensajitos de high chance y las caritas felices nos pillaban cada vez más desmotivados.
Pintamos la cocina.
Compramos nuevos veladores.
Retapizamos nuestro sillón favorito.
El sexo se volvió aburrido y sin deseo.
Como tomar una cucharada de jarabe.
Una por la mamá.
Llegó un nuevo verano insoportable. En la semana, mientras Lucas estaba en el trabajo, yo aprovechaba de leer junto a la piscina. Entonces comenzaron las primeras invasiones. Pequeñas, al principio. Como esa hilera interminable de hormigas en la cocina. O los gatos que dejaban ratones y pájaros muertos en la entrada de la casa. Una tarde en que me quedé dormida en la toalla y con los brazos sobre el pasto, desperté con toda la piel llena de ronchas.
Por las noches hacíamos el amor, cansados.
Lucas pasó por semanas de insomnio.
Yo imaginaba que él también iba marcando los días en su calendario. Que llevaba la cuenta de mi fracaso. Que me culpaba de haber querido esperar de más.
Los intentos fueron sacando lo peor de nosotros. Unos amigos colombianos lo llamaban «salir a buscar». A mí me gustaba más esa expresión. Salir a buscar a un hijo, como quien lo recoge en el colegio o le va a dar encuentro.
Pero este hijo no aparecía.
Y yo nos imaginaba en esa puerta, esperando, viendo cómo salían todos los niños mientras los profesores se iban a sus casas y comenzaban a hacer la limpieza por los patios y pasillos, hasta que ya no quedaba nadie más.
Mis papás venían a acompañarme algunos días de calor –siempre les gustó tomar el sol como lagartijas– y yo pasaba largo rato escondiendo las evidencias: los tests de ovulación, los de embarazo (comprados más por esperanza que por necesidad), los juguetes y los libros infantiles. Las cajas de pastillas de ácido fólico.
Una vez que llegaron de sorpresa, saqué de la basura los tests de ovulación mojados y los guardé adentro de mi mochila. Eran capaces de revisar mis cosas en cualquier momento. Así, al menos, había crecido. Con esa vigilancia disfrazada de amor. No hubo caso de limpiarla y tuve que deshacerme de ella poco tiempo después. Sabía que, si les contaba, insistirían en ayudar a pagar los tratamientos (en el mejor de los casos) o me retarían por haber esperado tanto (en el peor).
Pero la casa tenía esquinas que ayudaban a esconder lo secreto.
Era mi cómplice.
Quizás toda casa está siempre embrujada si en ella vive una pareja desesperada por tener un hijo.
Nos felicitaban. Siempre. Por la casa. Por lo lindo de la decoración, lo bien aprovechado de los espacios. Porque desde todas las ventanas se veían árboles y flores. Porque la luz, la luz, la luz. Yo cada vez bajaba menos del segundo piso, donde había puesto mi escritorio. Todo ese verde me daba alergia. Me tenía con los ojos llorosos, la nariz congestionada. Apoyar los pies en el pasto era llenarse de un sarpullido insoportable.
El cloro de la piscina me resecaba el pelo; me desteñía.
Sentada frente al escritorio me inyectaba las hormonas. Por las tardes, nos encontrábamos con Lucas en la consulta de ese doctor que me estudiaba por dentro, que contaba mis óvulos, que nos miraba con desaprobación por haber esperado tanto. De nada servían nuestras excusas, se nos estaba acabando el tiempo, sí, pero también nos estábamos llenando de medicamentos. De vitaminas y hormonas que me tenían como poseída, de antidepresivos que ayudaban a Lucas a navegar sus días pero hacían imposible el deseo.
Tal vez la loca del ático era una mujer embarazada.
A veces intentaba distraerme leyendo a escritoras que no hubieran tenido hijos o los hubiesen perdido pronto. Como Virginia Woolf, a quien se los prohibieron.
El techo de uno de los baños se llenó de hongos. También las cortinas de la ducha. Un portazo enojado –uno de muchos– dejó una marca fea en la pared. Los cojines de las sillas de comedor ya estaban de un color irreconocible. No nos dábamos mucha cuenta, Lucas y yo comíamos cada uno cuando podía y frente a la pantalla de turno.
Los implantes no funcionaban. Palabras como mórula y viable empezaron a llenar nuestras conversaciones. Pero sí, cada vez que llegaba la sangre, los dos llorábamos. Era un llanto raro, mezcla de tristeza con decepción y que me dejaba en la boca un como resabio de resentimiento.
Era difícil, además, que nadie supiera nada.
Desde el comienzo lo habíamos decidido: no contar, no generar expectativas ni invitar consejos o presiones.
Nos teníamos solo el uno al otro para pasar la pena.
La rabia.
Una de esas tardes de pérdida en que estaba sola en la casa y no me animé a llamar a Lucas para contarle, leí un cuento de Daisy Johnson en el que una adolescente, que se lleva mal con su padre y no tiene con quien hablar, le confiesa sus miedos y deseos a la casa en la que vive. Pone los labios sobre una grieta en la pared y le habla. Mi casa no tenía grietas, no todavía, pero de todas formas empecé a hablarle. Me acostaba en el suelo y hablaba hacia arriba. Imaginaba que mis palabras iban subiendo, como el humo. Que quizás podrían salir por la ventana o la chimenea y tal vez entonces alguien podría verlas; podría verme.
Estuve un mes hablándole. A la casa.
Creía que en cualquier momento podría responderme.
Que en sus paredes guardaba esas palabras que no le decía a nadie más.
Con Lucas cada vez conversábamos menos. Hacíamos lo posible por evitarnos. Quizás porque vernos se había convertido en un recordatorio de todo lo que no estaba.
Nos reconocíamos en el cansancio.
Ese mes no nos tomamos ni la mano. Pero ese mes no llegó la sangre. Tampoco al siguiente. Yo compraba de las pruebas de embarazo más caras, esas que indicaban el número de semanas y nada. Ahí en la pantalla la sentencia de siempre. No entendíamos. Los doctores tampoco. Virginia Woolf también los odiaba. Porque no supieron diagnosticar bien a sus padres, porque no pudieron salvar a su hermano, a su hermana. Porque le prohibían a ella la ciudad y la escritura (solo tandas de quince minutos, en tiempos complicados), porque le extrajeron dientes para que no enloqueciera. En todos sus libros los doctores son fraudes o francos villanos. Como el doctor Holmes en La Señora Dalloway, que le grita «cobarde» a Septimus mientras va cayendo hacia su muerte, o el Doctor Bradshaw que, en vez de escuchar a este joven traumatizado por la guerra, solo insiste en repetirle la importancia del orden y guardar un sentido de proporción.
Pero en esa novela también está Rezia, obsesionada por tener un hijo.
Esa mujer extranjera en una ciudad donde no habla el idioma.
Que mira a los niños ilusionada como esperando que la vida se lleve al fantasma del horror. Ese que tiene envenenado a su marido, Septimus.
Yo seguía hablándole a la casa. Con el frío de la madera en mi espalda. Era la única que me escuchaba, la única que sabía todo. A Lucas los remedios lo tenían como zombie. Uno para dormir, otro para despertarse, para la concentración, para el ánimo. Todas las mañanas un puñado de pastillas y cápsulas de distintos tamaños. Yo, con las inyecciones dejando moretones.
Se echaron a perder los baños; el agua salía fría. En la semana nos la pasábamos llenos de distintos especialistas intentando reparar todo lo que no funcionaba.
En la casa.
En nosotros.
El techo empezó a lloverse en los inviernos y el agua de la piscina se puso verde.
El pelo se me llenó de canas que, al principio, me sacaba con furia y luego dejé estar.
Empezaron a llegarme menos trabajos de traducción. Lucas se pidió unas semanas de licencia. La casa perfecta se sentía enorme. La luz (la luz, la luz) nos molestaba en la cara. Mi cuerpo no volvía a su ciclo. Ya no servían ni la aplicación del teléfono ni los tests de ovulación. Todo se convirtió en una seguidilla de estudios, de exámenes en ayunas, de ecografías tristes y sangre.
No sé cuánto tiempo pasó.
La casa se lo iba comiendo junto con nuestras esperanzas.
Fue Lucas quien puso el aviso. Y quien me mostró las fotos de los departamentos.
Pequeños e impecables. Nuevos.
Proponía cosas con un amague de sonrisa, aunque los surcos junto a sus ojos delataban los llantos del último tiempo.
Mi cuerpo se sentía agotado.
A veces me miraba desnuda frente al espejo y la rabia me hacía rechinar los dientes. No podía comer. Lucas me preparaba sopas para que así me alimentara sin tener que masticar. Todo esfuerzo me dolía.
El rosal se llenó de pulgones y no me importó.
Al principio evité las visitas de las corredoras. Salía a dar una vuelta o al cine mientras alguien enumeraba las ventajas de mi casa. Me sumergía en la oscuridad de la sala e intentaba concentrarme en tramas y personajes que no se parecieran a mí. Entonces podía dormir, dejándome mecer por la música de fondo, por los diálogos.
Un ruido blanco. Una tregua.
Pero un día llegaron.
En cuanto la vi junto a su marido y su hija lo supe.
Que se quedarían con nuestra casa.
Con su luz y todo lo que no había funcionado en su interior.
Mientras él investigaba la cocina con Lucas, ella subió al segundo piso y se quedó como hipnotizada frente a la ventana de la pieza de mi escritorio. Ese donde aún estaban esparcidos mis bocetos, mis libros, mis lápices. Esos cajones en los que, bajo cuadernos y papeles, se escondían aún libros infantiles y pequeños juguetes que no me sentía capaz de empacar.
Dijo que pondría estanterías en todas las paredes.
Que era escritora.
Ahora bajamos las escaleras que parecen crujir en una despedida anticipada.
Al salir al patio, le grito a su hija que por favor tenga cuidado con la piscina.
Que está muy cerca.
Pero la niña no se mueve y se queda quieta frente al columpio.
Ese que a nosotros también nos había confundido.