Cuerpo presente





Nunca más su risa ronca de fumadora empedernida. Ni el sonido de su voz respirada hacia adentro. Ni el destello de sus dientes. Ni sus ojos limpios... Se atropellan las palabras, fundiéndose en ecos dolorosos sin que se advierta en nuestros labios siquiera un leve tremor. Los zapatos levantan el polvo adherido al pavimento en estas calles tristes y silenciosas. Ladran los perros, como lo hicieron la noche entera. Los pájaros cantan, callan, vuelven a cantar y vuelan de árbol en árbol en la plaza. Las nubes, mojadas aun antes de llover, ocultan un sol que poco a poco se tiñe de negro. Nunca más su olor de toronja espolvoreada con sal, ni el tosco tamborileo de su pecho en el instante preciso. La temperatura de su piel, exacta para el consuelo. Su boca jugosa. Ya jamás su aliento: ese vaho de tabaco y cebolla cruda apenas disimulado con chicles de menta. Sus restos esperan en la parroquia el traslado a la tumba donde se pudrirán dentro de una caja de lujo que no estaba destinada a ella, pues en cuanto el dueño de los Funerales Malo supo de su muerte ordenó aprontar el ataúd que había traído de Monterrey previniendo el deceso de doña Lilia, la madre del presidente municipal, que nomás no acaba de estirar la pata, dijo Pascual con un carraspeo. Él pasó por la funeraria cuando los empleados preparaban el cuerpo, y no pudo reconocerla. Con esa falda negra y un suéter de monja parece la esposa de cualquiera de ustedes, hasta gorda se mira, dijo. Además le pusieron una pañoleta para taparle los pelos rojos, ¿a quién se le ocurriría semejante barrabasada? Pascual se santiguó tres veces, murmuró una plegaria y preguntó quién era el cadáver. Al oír el nombre, corrió a divulgarlo en el mercado, en la cantina y en el casino, y pronto muchos hombres dejaron sus quehaceres para raspar las suelas camino de la iglesia, envejecidos de golpe como si en las últimas horas hubieran vivido treinta o cuarenta años, arrastrando los pies al sentir cómo el luto es un gusano que poco a poco roe las alegrías. Nunca más su quejido experto, oportuno siempre. Ni sus murmullos amorosos cerca del oído, ni las cosquillas de su lengua de mariposa. No. Ya no sus muslos estrangulando la cintura. Sus movimientos de coralillo. Ni su abrazo trunco. Sólo el dolor y la soledad. Nunca más Macorina.

Estaba buena todavía ayer noche, dijo Pascual Landeros y entrecerró sus ojillos que parecen repujados en cuero duro. Quién iba a decir que acabaría en la caja de la mamá de Silvano, ¿no? Tras noticiar suceso y pormenores a cuanta oreja se topó en la calle, vino al casino. Traía el semblante pálido. Los ojos rojos, como si la tristeza por el fallecimiento de la Tunca, en mezcla con el orgullo de ser vocero de una nueva tan sonora, le provocara ardor en torno a las pupilas. Esperó sin chistar que Cirilo le ahorcara la de seises a Ruperto, pero cuando Demetrio terminaba de escribir la puntuación ya no pudo aguantarse y soltó en seco con voz mellada: Se murió la Macorina.

Silencio largo. Landeros saboreaba el impacto de su noticia. Nos veía con dolor, curiosidad, satisfacción y lástima. Muchas veces nos había escuchado, ahí, alrededor de esa mesa, comentar nuestro cariño hacia la Tunca, la mujer más querida de Hualahuises. Ahora, en un intento por asimilar el golpe, bebíamos grandes tragos de cerveza para diluir la amargura, fumábamos jalando hondo el humo por ver si se rellenaba ese vacío repentino debajo de las costillas. Y mientras escondíamos la mirada vidriosa en las vigas del techo, Pascual se arrancó con una de sus peroratas de costumbre. Entre el ronroneo del aire acondicionado, nosotros lo oíamos sin escuchar, cada quien encerrado en su pensamiento, igual que todas las tardes, cuando más allá del dominó las calles sólo ofrecen sol, polvo y hastío y Pascual se apersona en el casino para contarnos los chismes nuevos. Nomás atravesaban nuestros tímpanos palabras aisladas, frases incompletas, como el cuerpo de Macorina. Anoche fue. Sí, paro cardiaco. Por su vida disoluta, pues. La hallaron las güilas este mediodía. Los perros no dejaron de ladrar. La agarró dormida la muerte. Acababa de estar con el Arcadio. Y el nudo en la garganta engordaba y el vacío del pecho se corría al estómago y se volvía más ancho a pesar de la cerveza y los cigarros y las fichas revueltas sobre la mesa en tanto la voz pastosa y carcomida de Landeros insistía en desgranar detalles sin importancia. Así ha sido siempre Pascual. Con la boca llena de saliva y palabras, se traga ambas al mismo tiempo. Aunque se dedica a la talabartería y diseca piezas de caza, tiene vocación de reportero. Lástima que aquí no haya periódico. Se le va la existencia en correr del mercado a la peluquería, de la cantina al casino, con el fin de enterarse de hechos y asegunes para diseminarlos con sus añadidos entre la gente. Pero a la hora de la hora sus informes resultan parciales porque no puede conservar mucho rato las ideas en la cabeza y, si llega a recordarlas bien, se le borran las palabras. Entonces se ríe con una risa atrabancada, tosijosa, y mira los ojos de su interlocutor como si buscara en ellos lo que le falta para continuar hablando. Sin embargo ahora no reía ni nos miraba. Igual que los demás, parecía concentrado en la mula de seises, bocarriba sobre la mesa, que nos clavaba sus doce ojos semejantes a pozos sin fondo y nos sonreía con su sonrisa de calavera mientras recordábamos cómo, muchos años atrás, también fue Pascual quien vino a anunciarnos la llegada de una muchacha nueva a la casa de doña Pelos.

Está buenísima, pronunció a trompicones luego de voltear adonde el vitral de la puerta hacía guiños con el sol de la tarde que recalentaba el área de juegos del casino. Siempre le han llamado la atención los rojos, violetas y verdes de la escena mitológica que entre emplomados grises decora la entrada. Lo intriga el pastor que espía la desnudez de la diosa Diana; también los cambios de tono en los cristales, según la diagonal de la luz, y por más que se esfuerza nunca ha conseguido descifrar el prodigio. ¿O verá ahí algo que nosotros no? Buenísima, repitió y los demás nos burlamos sin interrumpir la partida: Landeros encontraba deseables a todas las mujeres menores de cuarenta que tuvieran sus partes en el lugar preciso y estuvieran completas y, aunque nosotros también las veíamos guapas, fingíamos indiferencia. ¿Como la Chole?, preguntó Cirilo aludiendo a una criada de casa de Berna que jugaba a coquetearnos. Pascual era unos años mayor y se decía experto en pirujas, cosa que nosotros entonces aún no dudábamos. Se quitó el sudor de la frente con la palma de la mano y maldijo el calor. Nhombre, Chole no es nadie al lado de ésta. Ruperto y Demetrio se interesaron. ¿Es la que iba a llegar de Tampico? Ésa mera, y ya sabes cómo son las costeñas. Ésta es delgadita, pero con unas caderas que ya quisieras. Y menor de edad, seguro. Yo le echo unos dieciséis. Rondábamos la frontera de la adolescencia, pronto iríamos a Monterrey, de donde traeríamos un título universitario a manera de trámite para casarnos con las novias de infancia y heredar las propiedades y la posición de nuestros padres, los importantes del pueblo. Éramos jóvenes con el cuerpo consumido en ansias y las carteras repletas de dinero. Silvano lo propuso apenas Pascual se retiró de la mesa con el fin de volver a estudiar el vitral. Pos no sé ustedes, pero yo sí caigo temprano anca doña Pelos. Este cabrón ya debe haber regado el chisme de la nueva y no quiero que se me adelanten. Pensativos, el silencio daba pie a que la tentación rondara nuestras mentes. De pronto Berna chasqueó la de seises en el centro de la mesa y sin alzar la vista preguntó: ¿A qué hora vas a ir?

No éramos mochos, ni puritanos. No a esa edad. Quizá si a alguno de nosotros se le hubiera ocurrido ir con doña Pelos dos o tres años antes, los demás lo habríamos visto con cara de horror porque la simple mención de ese lugar constituía una falta de respeto a las novias, porque ahí acechaban la gonorrea, los chatos y la sífilis, porque sólo pensarlo nos convertía en candidatos al infierno. En cambio, al filo de los dieciocho, con las ganas a punto de desbordarse, ni el pecado ni las enfermedades ni las novias representaban freno suficiente. No obstante, al llegar a las puertas del burdel nos miramos unos a otros incómodos, como si su cercanía nos ensuciara, como si tuviéramos atorado en el gaznate algo inconfesable, vergonzoso, excitante. El local tenía un nombre que nadie, salvo los fuereños, usaba: El Marabú. De ser un galerón solitario y cacarizo durante el día, desde las primeras horas de la noche se transformaba en un sitio mágico del cual brotaban risas de muchachas, perfumes pegajosos, música bailable y barullo de fiesta. Las luces exteriores lo envolvían en un aura de misterio y el arco de su entrada metálica adquiría connotaciones de pasaje a la incertidumbre. Tras unos minutos afuera, nos armamos de valor y empujamos la puerta.

Adentro olía a creolina, y debajo de ese olor flotaban restos de un efluvio dulce. La sinfonola reposaba su silencio en un extremo. A esa hora no había nadie del pueblo, sólo dos desconocidos con traza de agentes viajeros recargados en la barra. En cuanto nos acomodamos alrededor de una mesa de lámina igual a las del casino, se arrimó una morena aindiada con el cabello amarillo y las raíces negras. Qué les sirvo, fue su pregunta. Nos miraba con suspicacia, como si calculara si teníamos edad para beber. Cervezas, dijo Silvano. Los demás reprimimos la risa nerviosa mientras repasábamos el sitio, maravillados de estar ahí. En eso comenzaron a aparecer más mujeres. Rubias oxigenadas, morenas, unas jóvenes y otras no, deambulaban cerca de la sinfonola, iban a la barra, regresaban, nos sonreían. Empieza el desfile, dijo Demetrio con un hilo de voz que se le trozó al llegar la cerveza. Bebimos y, sin ponernos de acuerdo, nos encajamos la botella entre las piernas para sentir un poco de frialdad junto a los huevos. Más relajados, hablamos de cualquier tontería en tanto los ojos se nos iban tras las mujeres. ¿Será ésa?, Ruperto señaló a una joven que acababa de bajar unas escaleras. No, no es. No tiene nalgas. Acuérdate de lo que dijo Pascual. Quién sabe, con los gustos de ese güey puede ser incluso aquélla, y Demetrio movió la nariz hacia una gorda de por lo menos sesenta años. Reímos. Después del primer golpe de alcohol nos brillaban las pupilas. Comenzábamos a sentirnos cómodos. Ordenamos la segunda ronda y Silvano pidió un tequila. Esta vez nos trajo el servicio una señora guapa de cabello hirsuto. Buenas, muchachos. Bienvenidos. Yo soy la abadesa de este convento, ¿cómo la ven? Me llamo Carlota, aunque seguro ustedes conocen mi apodo, ¿no? Doña Pelos, rio Cirilo y al darse cuenta de la descortesía su risa ascendió a carcajada. La doña también rio antes de preguntar si nomás queríamos trago o si íbamos a subir a la recámara. Al rato, señora, dijo Silvano, primero tenemos que tratar asuntos de negocios. ¿De qué negocios hablas, mhijo? No digas sandeces. Ustedes a lo que vienen es a embodegar el quiote. Si quisieran nomás trago hubieran ido a la cantina, ¿me equivoco, Silvanito? En vez de sorprenderse porque lo conocía, a Silvano lo turbó esa manera de hablar, burda y directa. Respiró con calma, asimilando las palabras de la mujer. Luego la miró de reojo y dijo: Tiene razón, a eso venimos, a embodegar el quiote, y yo quiero embodegárselo a la nueva. Tráigala, pues. La doña permaneció unos segundos en silencio, observándonos con el labio superior atorado en la resequedad de los dientes. No sonreía, más bien era una mueca irónica, como si en nuestros ojos viera la inocencia a punto de sucumbir. Se llevó la mano a la cara para atusarse un bigote imaginario. Mejor vénganse al reservado, dijo. No vaya a ser que alguien los reconozca y se me pongan nerviosos. Suban, ai les llevan los tragos. Allá arriba está la nueva, en el cuarto.

Se trataba de una estancia limpia, acondicionada con un par de sofás y sillones individuales en torno a una chaparra mesa de centro, lámparas de luz tenue en los rincones, un abanico batiendo el aire caliente desde el techo, semejante a la sala de cualquiera de nuestras casas. Lo diferente eran los cuadros en las paredes, desnudos femeninos en diversas poses, y el olor a jabón mezclado con perfume. La falsa rubia trajo las cervezas y el tequila de Silvano y luego apareció doña Pelos para preguntarnos si nos sentía­­mos a gusto. No podíamos hablar. Ante la inminente presencia de quien pondría fin a nuestra condición virgínea, los nervios nos habían secado la boca, convirtiendo la lengua en un pedazo de esponja. Silvano tartamudeó un sí, estamos bien, que pareció dejar satisfecha a la doña, pues cruzó la habitación con paso marcial y golpeó los nudillos en la puerta del fondo. Era la recámara. Con la vista fija en el picaporte, nos reacomodamos en los asientos. Entonces escuchamos el nombre que durante décadas repetiríamos en cuartos clandestinos y cantinas, en borracheras solitarias y explosiones de euforia a manera de conjuro contra el tedio, la náusea y la tristeza: Macorina, mhija, hay clientes esperándote en el reservado. Ándale, sal. Un murmullo se filtró a través de la puerta y la doña se volvió hacia nosotros. Ya viene. No se me vayan a desesperar. Se está arreglando. Yo bajo y les mando más bebida. ¿No quieren otras muchachas? No, respondió brusco Silvano. Nomás a ella. Los tacones de la dueña del burdel repiquetearon en los mosaicos de la escalera emparejándose con los latidos de nuestros corazones. El calor se tornaba acuoso, molesto. Sudábamos. Las botellas de cerveza estaban vacías desde hacía un rato y los cigarros se consumían en tres o cuatro fumadas. Cuando el silencio amenazaba con ahogarnos, Demetrio dijo: ¿Y quién va a entrar primero? La pregunta nos agarró desprevenidos. Hasta ese instante nos sentíamos a resguardo en la complicidad, mas entonces comprendimos que tendríamos que separarnos para quedar desnudos, expuestos y a solas con una mujer a quien ni habíamos visto. Demetrio, Berna y Cirilo cruzaron miradas. Silvano prendió un cigarro y expulsó el humo hacia el techo. Ruperto se encogió de hombros, como diciendo me da igual. ¿Y si entramos en bola?, preguntó Cirilo, pero nadie se tomó el trabajo de responderle. Fue mi idea, dijo Silvano, yo lo propuse y yo voy primero. Mejor lo dejamos a la suerte, intervino Berna. ¿Cómo? Sí, el primero al que ella le pregunte su nombre, ése gana. Silvano intentó protestar, aunque lo pensó mejor y guardó sus palabras. Cuando la morena güera subió con una nueva bandeja aún contemplábamos, mudos y con los dedos de las manos entrelazados, la puerta de la recámara.

Pascual Landeros no había mentido. Macorina era muy joven, delgada, y poseía unas nalgas combas que antes sólo habíamos imaginado en algunas mulatas del trópico. De rasgos agradables, cierta timidez agazapada en los pliegues del rostro le otorgaba un aire de inocencia extraño en casa de doña Pelos. Al abrir la puerta nos cortó la respiración y en aquel silencio pudimos escuchar incluso el roce de su ropa. La cubría un vestido ligero cuya falda se entallaba a la altura de la cadera para de ahí caer amplio hasta las rodillas. Sus piernas sin medias brillaban a la luz de las lámparas y sus sandalias dejaban al descubierto las uñas de los pies sin rastro de pintura. El cabello negro, recogido en una cola de caballo, acentuaba su sencillez. Carajo, dijo Silvano pensando en quién sabe qué cosa. Los ojos de Macorina, bajos, como avergonzados, recorrían nuestros zapatos y botas sin ir más allá. Entonces intuimos que cuando en realidad nos viera algo cambiaría para siempre dentro de nosotros: estaríamos sin remedio a su merced, nuestra vida giraría en torno suyo. Temblamos. En Berna y Silvano el estremecimiento fue notorio. Tras correrse un poco en el sofá, Demetrio palpó con la palma el hueco entre Cirilo y él y, sacando los sonidos del fondo del estómago, la invitó a tomar asiento. No tiene que ser ahí, intervino Silvano. Puedes sentarte donde mejor te acomode. La voz de quien había nacido para mandar resonaba firme de nuevo. Los demás nos quedamos inmóviles, no por la autoridad en las palabras de nuestro amigo, sino porque ella nos miró, y al hacerlo su rostro se fue iluminando con el fulgor de unos ojos enormes cuyas pestañas revoloteaban igual que alas de mariposa negra. Por fin nos veía, uno a uno, y en sus rasgos se reflejaba el dominio de la situación. La ruleta había comenzado a girar. Ella escogería al lado de quién iba a sentarse, luego preguntaría el nombre del elegido. Quietos, los pies bien plantados en el suelo, las manos sueltas sobre los asientos, la vimos dar dos pasos al frente, titubear un poco, y caminar hacia Silvano. Se montó en el descansabrazos del sillón y su vestido encogió para mostrarnos parte de esos muslos cubiertos de una pelusa transparente que en cosa de minutos nos rodearían la cintura. Macorina sonreía. Sus pupilas iban de la cara de Cirilo a la bragueta de Demetrio, y de ahí a las manos de Berna, como si calibrara el placer que obtendría de cada uno. La timidez y la inocencia se le habían huido del semblante dando paso a una lujuria sin disimulos. Ya no era la jovencita sencilla que abrió la puerta del cuarto, sino una verdadera puta, una profesional experta que anticipaba el gusto de dar gusto a sus clientes. Sin haber dicho ni una palabra, se inclinó para agarrar el tequila; vació el caballito de un trago y se relamió los labios. Sintiéndose el elegido, Silvano no pudo contenerse y le rodeó la cintura con el brazo. Mas cuando la atraía hacia sí, Macorina fijó sus grandes ojos en Berna. ¿Y tú?, preguntó recorriéndolo con la vista de arriba abajo, ¿cómo te llamas, grandote?

Muchas veces hicimos el recuento de aquella noche. Primero en las semanas que nos faltaban para irnos a estudiar, al encontrarnos en algún café o bar de Monterrey, o durante las vacaciones en el pueblo. Después, tras volver título en mano a inaugurar nuestra vida adulta, en las despedidas de soltero a las que por supuesto asistía Macorina, en las cenas de matrimonios jóvenes al dejar a las señoras solas para que hablaran de sus asuntos, en las fiestas infantiles, en las graduaciones de los hijos, en el casino, en la cantina o hasta fuera de la iglesia algunos domingos. De tanto repetir la anécdota cambiando las versiones, llegó un momento en que sólo Pascual Landeros, quien no había estado presente, se la sabía con fidelidad.

Él nos recordaba nuestro ataque de carcajadas al ver salir a Berna de la recámara, despeinado, sudoroso y enrojecido, pero con la sonrisa más ancha del mundo; los cinco minutos, reloj en mano, que tardó Cirilo con ella; los berridos de Macorina al coger con Demetrio; la temblorina que desmoronó el aplomo de Silvano al llegar su turno, y la bárbara borrachera que se puso Ruperto durante la espera, al grado de necesitar casi una hora para poder acabar. Pero sobre todo fue Pascual Landeros quien nos impidió olvidar lo que entre nosotros llamábamos la sobremesa: esa larga madrugada de tragos en el reservado, cuando Macorina fue más amiga que amante y nos conquistó con su sentido del humor, con su camaradería y hasta con su abnegación, ya en el amanecer, al cuidarnos mientras también por turnos vomitábamos el alcohol ingerido y los últimos rescoldos de niñez que aún albergaba nuestro cuerpo.

La parroquia repleta de caras conocidas. Ancianos nostálgicos, hombres maduros, jóvenes resentidos con la muerte, chamacos saliendo de la adolescencia, igual que nosotros aquella vez, más enamorados de la leyenda que de la mujer de carne y hueso. El ataúd cubierto de flores y coronas anónimas. Algunos tímidos suspiros se arrastran por el piso junto a las paredes, como ratones asustados. Silvano carraspea en la primera banca. Se ajusta los lentes que han resbalado sobre su nariz grasosa a causa del calor, y aprovecha el ademán para masajearse la calva. El semblante serio, igual que si estuviera en algún acto de la presidencia municipal. Él convenció al cura de decir esta misa de cuerpo presente. No importa cuál haya sido su ocupación en vida, padre, Macorina fue cristiana y merece un entierro como Dios manda, con misa y bendición. Se lo pide la autoridad. No necesitó insistir, el cura estaba convencido desde antes. La quería, como todos aquí. Por eso ahora, en tanto entona letanías, la tristeza le aflora a los ojos y sus labios tiemblan. Como los de todos. Allá en el rincón, junto a la pila bautismal, está Demetrio con sus cuatro hijos. Berna vino solo, su prole estudia fuera. Ruperto y Cirilo comparten banca con Pascual Landeros y Arcadio Beltrones, el último en gozar los medios abrazos de la Tunca, quien no despega la mirada del piso por el peso de la culpa, aunque él no haya tenido nada que ver con su muerte. El templo huele a sudor y a cera, a madera vieja, a sueño, a dolor encerrado en cada cuerpo, a melancolía. Huele a tantas cosas a pesar de que por la puerta se cuela una corriente húmeda. La mezcla se asemeja al aroma salvaje de Macorina, a esos humores que despedía en el orgasmo, cuando el follaje interno de la sangre hinchaba sus senos. Un olor furioso, denso. Macorina. Mal sitio es éste para pensar en ti. ¿Cómo evocarte en una iglesia? ¿Cómo recordar en un lugar sagrado tus aromas, tus palabras sucias, la textura de tus muslos, los pliegues de tu sexo? Mejor deberíamos pensar en tu muñón. En ese brazo que al troncharse te ganó el respeto de quienes te aborrecían. Es imposible. Tu nombre, tu presencia, aun desde la muerte, nomás nos traen imágenes pecaminosas, repeticiones de cuando gozábamos enredados en tu cuerpo.

La memoria respinga, nos pone los recuerdos enfrente y no le interesa cuál es su origen, si los dimes y diretes, los inventos de quienes no se atreven a soltar las riendas de su lujuria y crean historias que expliquen la ajena, o las confidencias verdaderas de quienes los vivieron. Creemos aquello que creemos sin necesidad de pensarlo y en la mente se nos hacen bolas las voces que alimentaron esas creencias. Se trata de un asunto de fe. Por eso sabemos que nuestra amiga tuvo una infancia feliz junto al mar, con un padre lanchero y dos hermanos varones que se encargaron desde muy temprano de hacerla sentir deseada. Por encima de las oraciones del padre Bermea, incluso sobre el rumor acompasado de nuestra respiración, escuchamos el tono grave, monocorde, de Macorina atravesando la muerte. Sí, fui feliz, dice. No iba a la escuela, corría libre por la playa, jugaba con mis hermanos. La vemos tomar un cigarro y encenderlo con la colilla del anterior. No saben cómo adoraba a Walter y a Yuri, suspira. A mi padre no. A lo mejor no era mi padre, ni ellos mis hermanos. No nos parecíamos en nada. Yo me quedé ahí porque mi madre murió. De ella no me acuerdo. Él salía temprano en su lancha y no regresaba hasta muy tarde. Borracho, claro, y los labios de la Tunca se arrugan con desprecio. Eso nos dejaba el día entero para querernos mucho los tres. Luego una noche fueron a decirnos que se había ahogado. No hubo sorpresa, ni dolor. Nomás alivio. Éramos todavía chicos, pero la orfandad nos iba a dejar querernos más. El padre Bermea pide perdón por los pecados del mundo y la voz y el rostro de Macorina se desvanecen de la memoria. En su lugar aparece entonces el papá de Silvano, quien también cruza la barrera de la muerte para seguir azuzando la maledicencia. Uno de mis choferes fue a Tampico a llevar carga, dice, y se dio una vuelta por Pueblo Viejo para ver de dónde salió esa güila. No saben lo que le contaron. A ver si así la siguen defendiendo, muchachos cabrones. Que se cogía a sus propios hermanos la muy perdida. No, si yo siempre supe el monstruo que era. Quesque hasta la iban a empalar, pero se les peló. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, susurra el señor cura mientras nosotros nos golpeamos el pecho procurando no alzar la vista hacia el crucifijo del altar.

Fue su consagración, dijo Pascual Landeros una vez que recreamos esa primera madrugada. Es cierto, dijo Cirilo, con nosotros agarró fama y le siguió con los otros huercos conforme crecían. Así que de nosotros pa bajo todos se estrenaron con ella. No, si cabrona era, terció Berna. Ay, Tunca, Ruperto sonreía, nunca sabrá este méndigo pueblo cuánto te debe. Pero entonces aún no era la Tunca sino Macorina a secas, e íbamos a verla casi a diario, según el dinero que le sacáramos a nuestros padres y el tiempo que le dejaban otros clientes. De ser la muchacha nueva, se había transformado en mito. Nadie disfruta su trabajo como ella, decían los decires, es la única que te trata como si fuera la esposa de tu mejor amigo. Atraía igual a maduros o jóvenes, locales o de pueblos cercanos, madrugadores o desvelados, siempre dispuesta y de buen humor. Nosotros la buscábamos a cualquier hora y no era raro encontrarnos a los demás en el reservado, donde platicábamos como si estuviéramos en la antesala del médico. No había celos de por medio; no éramos posesivos y ella nos trataba del mismo modo, con pasión, con la camaradería cachonda de una amante de toda la vida. No obstante, comenzamos a espaciar las visitas luego de toparnos con las trocas de nuestros padres afuera del burdel. Más tarde partimos a la universidad y nada más la veíamos en vacaciones. Como en los matrimonios viejos, el ardor inicial dio paso a un deseo sosiego que dejaba tiempo a otros intereses. No fue sino hasta nuestro regreso de Monterrey, para instalarnos de manera definitiva en Hualahuises, que nos enteramos de que Macorina era la nueva dueña de la casa de doña Pelos.

La vieja dobló las manitas, dijo Landeros. No tuvo remedio. Muchas güilas le renunciaron porque los clientes sólo quieren con la Macorina. Ai quedan las que no tuvieron adónde ir, o las muy jodidas, ésas donde estén agarran puro briago perdido. ¿Y de dónde sacó la lana?, preguntó Cirilo. ¿Cómo de dónde?, pos de entre las piernas, Pascual lanzó una carcajada. Con tanta cogida esa vieja tiene más billetes que tu papá. Era cierto. Durante las primeras semanas de nuestro retorno supimos que, poco a poco, sin proponérselo, Macorina le había arrebatado clientes de toda a la vida a las otras putas, al grado de que por las noches se formaban colas de cinco o seis hombres frente a su cuarto, mientras el resto de las pupilas del burdel se aburría abajo contemplando su cerveza. Algunos ricos intentaron hacerla su querida. El padre de Silvano incluso le ofreció la mejor casa de Hualahuises, un escuadrón de sirvientas y las ganancias de la ferretera. No quiero compartirla, mi alma, dijo Pascual Landeros que dijo el papá de Silvano. Estoy harto de andar revolviendo el atole de otros cabrones. Usted tiene que ser para mí. Ella al principio le dio largas, mas cuando don Aureliano terqueó, terminó por desanimarlo. Mire, don, yo no hago lo que hago nomás por dinero, sino también por gusto, y aunque usted tiene hartos billetes es muy poco el gusto que me da. Así era la Macorina de claridosa. Nunca dejarás de ser una triste piruja, y Pascual engolaba la voz. Sí, don, soy muy puta, la más puta de todas. Pos yo creo que tu madre fue más, y por mí te puedes ir a la chingada, concluyó el viejo con la voz de Pascual enmedio de nuestras carcajadas. Esa discusión entre Macorina y don Aureliano le dio la vuelta al pueblo hasta llegar a oídos de la madre de Silvano. Pascual aseguraba que, al escucharla, la doña había sonreído muy altiva, pero esa tarde la vieron en la parroquia, llorando frente a la imagen de la virgen de los Remedios. De agradecimiento sería el llanto, opinó Landeros. Y a lo mejor no andaba errado. Quizás ese día se despertó en la señora cierta simpatía por la prostituta. Acaso desde entonces se afirmó entre ellas una unión oculta que ahora llega a su fin con el cuerpo de Macorina ocupando el ataúd que debía ser de doña Lilia.

Otros machos quisieron ponerle casa, y ella los rechazó. No le interesaba ninguna. La residencia a la que le había echado el ojo era nada menos que El Marabú. Daba ya pocas ganancias, dijo Landeros. Los hombres ni chupaban por no descompletar la tarifa de Macorina. Ella aumentaba su precio seguido para ver si así le bajaba la clientela. Andaría cansada, la pobre. Y aunque doña Pelos le cobraba la comisión de costumbre y el uso del cuarto, como no le salían los gastos le pidió consejo al ardido de don Aureliano. Mira Carlota, dijo Landeros imitando la voz del viejo, si no despachas a esa puta incestuosa de aquí te va a joder el negocio. Córrela. El pueblo estaba mejor antes de que llegara. En ese tiempo Macorina recibía un día sí y otro también a don Neto, entonces presidente municipal y papá de Berna, y no le fue difícil obtener su protección. Óigame bien, doña Pelos, esta vez Landeros hizo la voz chillona, si usté corre a mi muchacha me cae que le cierro su pinche changarro, ¿queda claro? Ai tengo un chorro de multas acumuladas. Sí, señor presidente, a Pascual le temblaron las palabras por contener la risa. Cállese, no he terminado, carajo, atajó don Neto. Ora que me acuerdo, hay una orden de aprehensión en su contra por promover el vicio y el sexo ilícito, así que vaya pensando en ahuecar el ala usté mera, porque Macorina me gusta pa matrona de este congal. Véndaselo, o véndamelo a mí. Usté se me larga de Hualahuises.

En cinco años Macorina había ganado más de lo necesario para comprar el burdel, por lo que no escatimó en cambiar la decoración y construirle una sala de lujo y más cuartos, hasta dejarlo por dentro semejante a la mejor casa de citas de Monterrey. Mandó hacer un anuncio luminoso con el nombre de El Marabú, que los del pueblo ignoramos para seguir llamando al congal la casa de doña Pelos. Trajo muchachas de Veracruz y de la frontera, y subió el costo de la bebida y el servicio. Aumentó de nuevo su propio precio, que ya sólo los ricos pagaban, aunque nunca le faltaron menesterosos que ahorraban durante meses con tal de pasar un rato en su cama. Eso sí, se reservaba la primera vez de los muchachillos. No por chacala, sino porque se había tomado muy en serio su papel de desvirgadora, de madrina de primera comunión pues, decía Pascual Landeros, de todos los varones del pueblo.

En esos años nosotros nos mantuvimos a distancia. Muy de cuando en cuando caíamos por el burdel, de prisa, sin platicar mucho, a lo que íbamos y ya. Habíamos formalizado relaciones con las novias y ellas se portaban más complacientes. Entonces, con tiempo libre y dinero para gastar, Macorina empezó a dar largos paseos por Hualahuises en su troca último modelo, iba de compras a Monterrey y a McAllen, o contemplaba la tarde desde una mesa de la nevería, escandalizando a las buenas conciencias. Cómo se atreve, decían las señoras. ¿Creerá que no sabemos quién es? Se burla de nosotras. ¡Pero hay un Dios! Macorina apenas pasaba de los veinte, vestía bien, hasta con cierta elegancia, su trato era agradable y sus modales discretos. Mas de tanto ver caras agrias, de tanto sentir la aversión de las mujeres y la hipocresía de los hombres en público, comenzó a encallecerse por dentro. Incluso nosotros, sus camaradas, desviábamos la vista al cruzarnos con ella en la calle, y si la novia estaba presente hasta nos atrevíamos a hacer algún comentario mordaz. Ella no podía con el rechazo. Había dedicado su vida a procurar placer y condicionaba el suyo a la satisfacción de sus prójimos. Era una puta; no una mercenaria. Nada la llenaba como la felicidad de la gente a su alrededor. Por eso sufría con el repudio. Por eso se endureció. Algo se iba comprimiendo en su interior: una suerte de soberbia, un delirio de grandeza. Se pintó el pelo de rojo y se volvió pedante, retadora. Si las mujeres le sacaban la vuelta en la calle, ella desviaba a su vez el camino con el fin de provocar el encuentro y, frente a frente, las miraba como diciéndoles: Hoy en la noche me voy a coger a tu marido. En esos días se convenció de que para ella cualquier cosa era posible, porque tenía al pueblo agarrado en un puño. O en el coño, concluyó Pascual Landeros.

El señor cura nos pide una oración por el eterno descanso del alma de nuestra hermana y nosotros, entre esta suciedad sagrada, con la sensación del incesto encima, nomás podemos recordar su cuerpo. Su piel caliente que rueda en todos nuestros recuerdos reprimidos. Es raro un templo lleno de puros hombres. Hacen falta voces de mujer para murmurar los rezos. Tanto se extraña la presencia femenina que hasta los pasos de los demás nos suenan a taconeo de zapatos altos. Cuando me largué de Pueblo Viejo, oímos la voz de Macorina sobreponiéndose de nuevo a los murmullos dentro del templo, tenía quince años. En Tampico trabajé de criada de casa de ricos. Ahí vi cómo me gustaría vivir, con cosas caras, en habitaciones amplias, con harto aire, vistiendo ropa fina. Estuve meses piense y piense la manera de conseguir una vida así, hasta que el señor de la casa me la enseñó al ofrecerme mil pesos por acostarse conmigo. No acepté, entonces me creía decente. Al contrario, le advertí indignada que si volvía a proponerme cochinadas lo iba a acusar con su esposa, dice entre risas. Ay, qué pendeja, pero qué retependeja era, ¿no? Y todo por estar enamorada del chofer del señor. El idiota estaba casado, pero yo me vine enterando hasta que la señora me corrió según ella por andar de ofrecida con su marido. Bueno, de todo se aprende. Con esa experiencia me curé de dos cosas muy perjudiciales: del amor y de la supuesta dignidad. Desde esos días soy libre y volví a ser feliz como cuando niña.

El viento arrecia. Seguro las nubes ya cubren por completo el cielo. Las últimas corrientes de aire metieron un olor de azahar parecido a algunos perfumes. Ésta va a ser una buena cosecha de naranja. No, no es el viento: deveras huele a talco, a afeites de mujer. Todos lo notamos. Viene de atrás. Pascual Landeros se alborota en su sitio sin atreverse a voltear. Silvano se rasca la oreja igual que si le zumbara una mosca. Otros se ven inquietos. Miran fijo el féretro de Macorina como si esperaran verla de pronto recobrar la vida y levantarse con la sonrisa que ilumina nuestro recuerdo. Nada pasa. Es el sacerdote quien nos muestra la verdad al volverse para dar la bendición. Sus ojos sorprendidos, fijos en el fondo, indican que hay mujeres en el templo. Jamás hubiéramos creído que pudieran sonar tan fuerte los tacones de una anciana. La fragancia cobra cuerpo; huele a ropa lavada con suavizante, a perfume caro, a mujer moviéndose con pasos de mujer. Se escucha una voz ahogada, pero segura: Ese féretro era para mí. En la primera fila Silvano se estremece al reconocer las palabras de su madre. No me mire así, señor cura, no vengo a echar pleito. El rostro arrugado de doña Lilia, inmóvil, es una piedra escarpada que refleja sin embargo cierta dulzura, una luz interior serena, generosa. Yo misma aprobé la decisión de darle el ataúd a esa muchacha, continúa. Estoy aquí porque quiero ofrecerle mi último adiós, como las señoras que me acompañan. Entonces, tras oír un leve crepitar de voces, todos giramos la cabeza para ver que en la entrada de la parroquia hay varias mujeres. Nuestras esposas, nuestras madres, algunas de las hijas. Llevan manojos de flores en las manos, flores de sus jardines, ofrendas personales que van a depositar sobre la cubierta del ataúd. Sólo esperan que el padre finalice la misa de cuerpo presente antes de llevar a Macorina al camposanto.

La maldición va a caer sobre el pueblo por causa de esa piruja, dijo Landeros que le había dicho su esposa al nuevo presidente municipal, un político advenedizo enviado de Monterrey que no pertenecía a las familias importantes. Nosotros reímos revolviendo las fichas mientras el administrador del casino, demasiado joven para el puesto, supervisaba la instalación del aire acondicionado. Entre los martillazos de los albañiles que hacían el agujero y la verborrea de Pascual resultaba imposible concentrarse en el juego. Carajo, apúrenle, dijo Demetrio. Debo pasar por mhijo a la secundaria. ¿No va en la mañana? Juega futbol y sale a las seis, búiganle. ¿Y por qué no mandas a tu ñora?, Cirilo y sus preguntas tontas. Demetrio no respondió. Berna abrió el partido. El presidente se quedó callado, continuó su relato Landeros, y la vieja se puso a echar madres. No te creas, chillaba, a veces me da por pensar que eres de los que se revuelcan con esa puta y por eso no haces nada, degenerado. ¿Cómo crees, vieja?, respondió el munícipe según Landeros. ¿Y sí es?, preguntó Berna. Pos claro, es de los más asiduos; además le compra toda la cosecha de naranja y mandarina. Nuestra amiga era ya terrateniente. Sus naranjales se extendían hasta los límites de Linares y daban trabajo bien pagado a más de cien peones que la adoraban y le decían patrona con veneración. Entre tanto negocio, a su antiguo oficio le dedicaba apenas un rato al día, nomás con clientes muy importantes y con los amigos. Sin contar los estrenos, que ahora les salían gratis a los huercos, por el puro placer. Oye, Demetrio, ¿y cuándo vas a llevar al primogénito a desquintarse con la Macorina? Ya viene siendo hora, ¿no? Qué pendejo eres, Cirilo. ¿Qué? ¿A poco no lo llevas para luego no encontrártelo ahí, como la vez que llegamos y estaba tu papá esperando turno? Deveras eres pendejo, remachó el aludido. Tras un rato durante el cual sólo se escucharon los martillazos en la pared y los chasquidos de las fichas, Berna se volvió hacia Demetrio. ¿Sí sigues yendo?, preguntó casi en un susurro. Como tú, fue la respuesta, como este cabrón, como Silvano, como todos. Dime quién puede decir yo no después de haberse encamado con ella. Yo puedo, contradijo Landeros. Sí, tú sí, Pascual, pero seguro eres el único en Hualahuises que nunca ha cogido con Macorina. Has de ser puto.

La frecuentábamos de nuevo, cada vez más seguido. Conforme transcurrían los años y nacían y crecían los hijos, los matrimonios se fueron enfriando hasta caer en una distancia cordial semejante a la que ya habíamos visto entre nuestros padres. El pueblo progresaba, incluso algunos se referían a él como la ciudad, y el aumento de actividades propiciaba cierto anonimato. Además, para vernos con ella ya no era necesario ir a casa de doña Pelos; Macorina nos citaba en su cabaña del rancho, alejada de la población y de la carretera, enmedio de cientos de naranjos, donde hacíamos el amor envueltos en el aroma de los azahares. Por esas fechas el rechazo de las señoras hacia nuestra amiga empezaba a diluirse. Su presencia se había vuelto común en algunos lugares, y ellas tenían otras preocupaciones aparte de andar viendo con quién se acostaba el marido. Nomás las amargadas seguían al pendiente de qué hacía o dejaba de hacer, pero hasta éstas le reconocían sus virtudes como empresaria que ayudaba a los más pobres. Comenzaba a ser respetada. Pero nosotros la conocíamos bien y sabíamos que eso no le era suficiente. Ansiaba ser querida. Quién sabe si de tanto desearlo hizo algún pacto con Dios en el que, a cambio de ver su anhelo cumplido, tuvo que perder parte de su cuerpo de pecadora.

Sucedió al final de la pizca. Cuando las bodegas se atascan de fruta y llegan camiones de todas partes para llevársela a los mercados de Monterrey y del otro lado. En costales, en rejas o a granel, los macheteros llenan contenedores hasta el tope mientras las moscas zumban, las mujeres preparan naranjadas frías, los choferes fuman y los niños andan vueltos locos corriendo y gritando como si se tratara de un día de feria. Esa temporada los naranjales de Macorina dieron para más de treinta tráilers y ella en persona supervisaba el vaciado de la bodega, la carga, el pesaje y la partida de la mercancía. Nadie supo cuál fue la causa: cuando el último tráiler se alejaba de la zona de empaque arranado por el peso, lleno de temblores y bufando como toro en corrida, al pasar por un enorme bache la caja lanzó un largo rechinido, luego se tambaleó un poco hasta zafarse del tractor y comenzó a irse hacia atrás con lentitud. Todo mundo se dio cuenta, mas nadie hizo nada; estaban paralizados. El contenedor, con sus treinta y pico toneladas de naranja adentro, lanzaba un pillido intermitente en tanto se aproximaba al muro de las bodegas junto al que había varios autos estacionados, entre ellos la camioneta de Macorina que ya tenía el motor andando. Ella, inmóvil también, contemplaba el desplazamiento sin preocuparse demasiado, pues su camioneta quedaba fuera de la trayectoria. Pero al notar cómo, tras un fuerte crujido, el contenedor agarraba velocidad a causa de un desnivel del suelo, un mal presentimiento la hizo voltear a los vehículos a su lado. En el mismo instante en que una mujer gritaba histérica ¡el niño!, Macorina alcanzó a ver de reojo una carita oculta entre la defensa de un jeep y el muro. El huerco jugaba a las escondidas con sus amigos y no había notado la caída de la caja del tráiler. Ella casi no tuvo tiempo de abrir la puerta y saltar fuera de la troca. Se tupieron los gritos. La madre del chiquillo lloraba histérica. Macorina llegó junto al muro cuando tronaron los cristales de los faros, logró empujar al niño antes de los primeros gemidos de la carrocería y brincó a un lado mientras los ladrillos retumbaban con el impacto. Al diluirse al fin aquella estridencia de vidrios rotos y fierro apachurrado, ya sólo se oían en el lugar el llanto del escuincle y un quejido sordo de Macorina que, tras repetirse dos veces, se extinguió. Alcanzó a sacar el cuerpo al golpe, pero su brazo izquierdo quedó prensado por encima del codo y la sangre le cubría hasta el cabello.

No pudieron salvárselo, dijo Pascual Landeros abatido y con aire de culpabilidad unas horas después del accidente. Se lo acaban de amputar. Esa noche no estábamos en el casino, sino en la cantina, y Silvano, quien era secretario general del municipio, les pidió a los parroquianos que por favor no escandalizaran, y al cantinero que apagara la televisión y desenchufara la sinfonola. ¿Y ella cómo está?, preguntó Berna. Yo también vengo de la clínica, dijo Demetrio. Parece estable. El doctor Larios me contó que mañana viene una avioneta para trasladarla a un hospital de Houston. ¿Le van a pegar el brazo allá? No, eso no tiene remedio. Le van a hacer cirugía plástica y no sé cuántas chingaderas más. Seguro queda bien, dijo Cirilo, nomás que mocha. Y aunque el aprecio por Macorina creció a raíz de lo que la gente consideró un hecho heroico, desde esa noche todos comenzaron a llamarla la Tunca.

El accidente había provocado conmoción entre la población femenina de Hualahuises. La mamá del niño fue a ver a la herida al hospital y lloró agradeciéndole haber salvado la vida de su hijo. Otras la imitaron. Y hasta el señor cura dijo unas palabras al respecto durante un sermón dominical. Se habían acabado los anatemas. Igual que la Magdalena, Macorina de prostituta pasó a ser casi santa. Semanas más tarde, a su regreso del otro lado, sin su brazo izquierdo pero más guapa y joven, algunas señoras fueron a su casa a darle la bienvenida, las del club de jardinería la invitaron a sus sesiones y algunas más a tomar café. Seguro creían que, al haber quedado manca, sus días de piruja habían concluido; que los hombres ya no la buscarían y que, por lo tanto, podían aceptarla entre ellas.

Se equivocaron y no. Tras la pérdida del brazo, Macorina se volvió más puta que nunca. Era como si junto con él hubiera perdido su aplomo, la seguridad en sí misma, y ahora necesitara el sexo a manera de afirmación. Le urgía sentirse aún deseada por los machos. Pronto dejó de aceptar las invitaciones de las damas. Le traspasó sus huertas y bodegas a Silvano, liquidó todos sus intereses y fue a instalarse de tiempo completo en la casa de doña Pelos. En lo que sí acertaron las señoras fue en que los hombres la rechazaríamos. Ninguno quería saber nada de una mujer con un brazo menos. Macorina nos enviaba recados con los mozos del burdel, nos hablaba al celular, y cuando lograba establecer contacto pretextábamos trabajo o algún pendiente de familia. No cejaba. Volvía a insistir. Su voz a través del aparato era una quejumbre cachonda que nos recordaba nuestros gustos específicos, secretos, y la manera en que ella sabía satisfacerlos. Varias veces estuvimos a punto de ceder, mas a la mera hora nos rajábamos al imaginarla desnuda, sin el brazo, y en lugar de éste un muñón grotesco lleno de puntadas oscuras. No sean ojetes, nos decía Pascual Landeros, quien desde la tarde del accidente parecía perseguido por un misterio o por un remordimiento. ¿No que la querían tanto? No estés chingando, cabrón. ¿Por qué no vas tú? Porque a mí no me llama. Quiere con ustedes, sus primeros novios en Hualahuises.

Esa situación no podía durar. La nostalgia jalaba fuerte y el recuerdo de los momentos al lado de Macorina eran un afrodisiaco que nos mantenía nerviosos e irritables días enteros. Pronto comenzamos a hablar de ella de nuevo, a contarnos detalles que jamás nos habíamos atrevido a hacer públicos, a recordar sus posiciones predilectas, sus habilidades fuera de lo común, complacencias que nuestras esposas ni en sueños. Éramos cuarentones y la cosquilla del segundo aire comenzaba a mordernos ciertas zonas del cuerpo. La carne se nos volvía más y más débil. Una tarde en el casino Berna alzó la vista de sus fichas y miró a Demetrio con satisfacción. Pos yo ya no me aguanté, dijo. Fui anoche anca doña Pelos. Sin mucho interés, Demetrio puso su ficha en la mesa y preguntó: ¿Y qué tal las morras? ¿Hay nuevas? Ni las miré. Al escucharlo, detuvimos la jugada. ¿Te metiste con ella? La respuesta de Berna fue una sonrisa semejante a la de veinticinco años atrás: la más ancha del mundo. Así serás de caliente, dijo Ruperto. ¿Y no te dio cosa?, preguntó Cirilo. ¿Qué me iba a dar? No sé, asco, supongo. No, ni madre. Algo le hicieron en el gabacho que la puso igual que rifle nuevo: las tetas duras, las piernas lisas, nalgas de esponja. Da unos apretones de quinceañera, tiene movimientos de coralillo, pide a gritos que le des más, te besa como tu esposa en la noche de bodas. ¿Qué quieren saber? ¿Y el brazo?, insistió Cirilo. Nhombre, ni te acuerdas del cabrón brazo. Esa vez no nos acompañaba Pascual Landeros, pero de cualquier modo el relato de Berna le dio la vuelta al pueblo. Primero nosotros, luego los demás, los hualahuilenses volvimos a hacer antesala en el reservado de la casa de doña Pelos. Berna tenía razón, a sus cuarenta y pocos, mocha, Macorina lucía más bella y mejor formada que cuando la conocimos. Con el añadido de que, ahora, cada noche ponía en práctica la experiencia adquirida en tanto tiempo de encamarse con nosotros. Nos dejaba exhaustos, sin fuerza ni para levantarnos del colchón, tiritando de sensaciones. Nomás los adolescentes continuaron de remilgosos por unos meses. Cómo vamos a ir nuestra primera vez con una lisiada, decían, y además vieja. Pero en cuanto las leyendas acerca de las habilidades renovadas de la Tunca alcanzaron sus oídos y prendieron su calentura, todos volvieron a considerar un privilegio perder la castidad con ella.

Inmóviles, mudos, medio ocultos en el follaje de los naranjos, los pájaros miran con ojos de asombro el cortejo fúnebre. Hemos avanzado dos cuadras y aún no se le ve fin. Quienes no marchan tras el féretro nos contemplan desde el zaguán de su casa, o desde el mostrador de su negocio. La mirada baja, parecen absortos en nuestros pies, en la tierra suspendida unos centímetros encima del suelo, apenas los suficientes para espolvorear el cuero de zapatos y botas. Nunca el pueblo había visto semejante multitud en un entierro. Nunca tanta gente caminó codo con codo rumbo al camposanto. Una ráfaga de viento envuelve la procesión y levanta un poco más de polvo. Nadie lo nota. Sólo algunos de los caminantes alzan la vista por un segundo al cielo ennegrecido, y enseguida la devuelven a la calle. Encabezan la columna el padre Bermea, quien lleva su incensario, Silvano y doña Lilia, como hace una década encabezaron el cortejo de don Aureliano, aunque en aquella ocasión no hubo ni la mitad de concurrencia. Desde donde contemple la marcha, Macorina ha de estar feliz: dirigen su entierro nada menos que el presidente municipal, el señor cura y la dama más respetada de Hualahuises. Se le rinden honores. Ya nomás falta que le erijan un busto en la plaza principal o frente a la casa de doña Pelos. Una estatua mocha, igual que la Venus de Milo.

Detrás del trío importante vamos sus amigos cercanos, quienes le dimos la bienvenida aquella noche. Berna, grandote y correoso, lleva la cabeza gacha y los hombros caídos quizá por primera vez en su vida. Ruperto va en silencio, los ojos vueltos hacia las remembranzas que bullen en su interior. Demetrio resuella y se soba los brazos como si resintiera el frío del aguacero que está por caer. La cara de niño tonto de Cirilo ha adquirido madurez, y ahora su traza es la de un viudo que de pronto se sabe solo por el resto de su existencia. Pascual Landeros no viene en el montón. Se desgajó de nosotros al salir de la iglesia con aspecto de querer ocultarse para que no lo viéramos llorar. Seguro llegará después al cementerio. Un poco más atrás va Lauro, aquel niño a quien la Tunca salvó. Ya es un hombre, pasa con mucho de los veinte. Lo acompañan su padre, su madre, su esposa y su hijo. Su retoño era ahijado de Macorina, se lo ofreció a manera de agradecimiento, y la mañana del bautizo fue la primera vez que alguien vio brillar sus pupilas con lágrimas de alegría. Según Pascual, el padre Bermea dijo entonces: Si una mujer es capaz de expresar su sentir con lágrimas, no importa a qué se dedique ni cuánto haya pecado, tiene alma dentro del cuerpo. En esta vida el llanto es de gente noble, dijo Landeros imitando la voz de sermón admonitorio del cura, sin saber que tan sólo citaba una canción de José Alfredo Jiménez. Lauro ha sido un hombre feliz, envidiado por los hombres del pueblo. Lo del bautizo del niño no fue sino el último vínculo que estableció con Macorina. Además de deberle la vida, también es su ahijado, nos dijo una tarde Pascual Landeros. ¿De bautizo o confirmación?, preguntó Ruperto incrédulo. Se me hace raro. El señor cura... ¡Ah, cómo serás güey!, lo interrumpió Cirilo. ¡De primera comunión! ¿No ves que ella se lo desquintó? Carajo, ¿a él también? Demetrio fingió escandalizarse. ¡A huevo! En cuanto cumplió catorce se lo pasó por las armas, informó Silvano. Aunque esta vez fue con el consentimiento público del papá, y hasta de la mamá. Sí será cabrona la Tunca, dijo Landeros con sonrisa burlona. Primero le salva la vida al mocoso y luego le enseña a disfrutarla. Eso es servicio completo, ¿qué no?

Ya cuando los adolescentes de aquí y de Linares y de Montemorelos y hasta algunos de Monterrey la empezaron a buscar de nuevo para que los iniciara en los menesteres de la cama, Macorina era considerada una institución regional. Su nombre servía de referencia en todos los burdeles, casinos, cantinas y plazas. Se trataba de nuestra gloria local, la persona más conocida de Hualahuises. Partía las calles como si fuera dueña de todas las voluntades; saludaba por igual a hombres y mujeres, y ellos y ellas le devolvían el saludo con orgullo de codearse con un personaje tan famoso. Su carácter se volvió más suave, amigable, incluso dulce. Entraba a los comercios a platicar con los dependientes, intercambiaba recetas de cocina con las señoras y les daba consejos sobre cómo mantener el interés del marido. Si se topaba a un niño en la calle le alborotaba el greñero o le pellizcaba los cachetes sin que nadie se maliciara nada ni pensara que la Macorina pensaba lo que de seguro estaba pensando: Crece pronto, huerco, para estrenarte...

Nunca supimos qué le hacían en sus misteriosos viajes al gabacho, pero mientras ella se conservaba joven, lozana y con el cuerpo flexible, a nosotros se nos endurecían los huesos, se nos colgaban los pellejos, nos volvíamos lentos, pesados. Algunos, como Berna y Silvano, habían llevado ya a sus propios hijos a conocer a Macorina sin advertir que con eso le daban una vuelta más, la definitiva, a la manivela del tiempo, reviviendo aquella noche de tantos años atrás: el hijo de Berna salió del cuarto con una sonrisa anchísima y Silvanito estuvo a punto de no cumplir con hombría a causa de un temblor súbito. Aunque ni siquiera el relevo generacional nos hizo alejarnos de la querencia. Si bien ya no con la constancia de antes, seguíamos yendo a casa de doña Pelos, al cuarto de la Tunca, porque ése era el único sitio del mundo donde nos sentíamos jóvenes, con toda una vida por derrochar aún.

Caen las primeras gotas de un aguacero que se anticipa rabioso. Aplacan el polvo en la entrada del camposanto; repiquetean en el fieltro de los sombreros. Nadie abandona el cortejo. Ni las mujeres. Cada uno continúa rumiando su propio recuerdo de Macorina en tanto esquiva hoyos abiertos, cruces, tumbas de lápidas agrietadas que han estado sin una flor por décadas. La lluvia al fin se deja venir en serio y la columna comienza a dispersarse, pero no por el agua, sino porque los estrechos andadores del panteón no nos permiten seguir juntos. Luego de cruzar la zona de criptas donde reposan los restos de don Aureliano, don Neto y otros prohombres, llegamos al lote que la Tunca compró hace apenas unos meses como si presintiera su fin.

Nos lo dijo cuando, esta vez por pura casualidad, coincidimos de nuevo todos en la antesala de su cuarto. Contenta de vernos ahí reunidos, ella propuso que en lugar del esperado acostón pasáramos la noche en plan de camaradas. Yo invito, dijo y le ordenó a una de sus muchachas un pomo de whisky para cada uno. Silvano empezó a decir que él prefería coñac, mas ella lo apaciguó con una sola mirada. Y si les urge coger, agregó Macorina, mando llamar a cualquiera de las mocosas de allá abajo. Hoy descanso y quiero hacerlo en compañía de ustedes.

Fue una reunión de viejos compinches. La última. Y, cosa rara, lo que esa noche se dijo quedó fuera del alcance de las orejas de Pascual Landeros. Los primeros tragos y las primeras horas se nos fueron en recordar anécdotas de otros tiempos, las mismas de siempre, que nos hacían reír cada vez más conforme corrían los años. Después, con el cerebro un tanto alborotado por el alcohol, saltaron a la plática episodios más íntimos. ¿Te acuerdas, Berna?, preguntó Macorina, ¿cuando me propusiste que huyéramos juntos porque ya no querías compartirme con éstos? Ey, me acuerdo. Yo te hubiera dado lo que quisieras, mujer. ¿Y tú, Silvano? ¿Cuando me amenazaste con matar a tu papá si lo recibía otra vez? Ah, cabrón, saltó Cirilo. ¿A poco era en serio? Sí, dijo Silvano, fue en serio. Pero era por tu mamá ¿no?, preguntó Demetrio. Por mi madre, por mí, la voz de Silvano sonó cavernosa, porque no soportaba que sus puercas manos tocaran lo que para mí era sagrado. Macorina se arrimó a Silvano, lo abrazó con su único brazo y le dio un beso en el cuello. Tenía expresión de llanto, aunque sus ojos seguían secos. Ah, qué mi presidente municipal, resolló, pos no sé qué opines de esto, pero tu padre y yo vamos a pasar la eternidad muy juntos. ¿Por?, Silvano la veía sin comprender. Acabo de agenciarme un lote en el panteón a unos cuantos pasos de la cripta de don Aureliano. Entonces, Macorina, sonrió Silvano arrimándole los labios a la mejilla, yo me voy a mandar construir otra tumba más cerca de ti.

El whisky llenaba los vasos, los recuerdos brotaban uno tras otro, nos abrazábamos, le reiterábamos nuestro aprecio a la Tunca y ella se apretaba a nosotros, nos cubría el rostro de besos y enseguida lanzaba otra remembranza al ruedo de las memorias. De madrugada, muy borrachos, necios y llorosos, nos empeñamos en que ella confesara a quién de nosotros quería más. Es obvio que quien te gustó desde el primer día fue Berna, dijo Silvano, quien más te hace reír es Cirilo, el que te enloquece en la cama es Demetrio, Ruperto te provoca una ternura maternal y yo te hago sentir segura. Macorina nomás asentía con mirada confusa, como si aprovechara las palabras de Silvano para repasar sus sentimientos. Pero, ¿a quién quieres? A todos, respondió luego de pensarlo un segundo. A todos igual. No, no, mujer, protestaba Demetrio arrastrando la lengua. Debe haber uno, si no de noso­tros, del pueblo, que te haya movido algo aparte de las ganas, de la risa, del amor de madre o del gusto por los billetes. Sí, alguien, interrumpió Cirilo de pronto muy serio, a quien hubieras querido conocer mejor, entrar en su vida y hacerlo feliz nomás a él. Ella entonces fijó los ojos en un cuadro colgado en la pared, semejante al vitral de la puerta del casino, donde una mujer se baña desnuda en el río mientras un hombre la contempla oculto entre unos matojos. Notó que su cigarro se había consumido y encendió otro aspirando el humo con un gesto de placer. Sí, dijo. Hay alguien así. Su rostro adquirió una expresión soñolienta que no le habíamos visto. Todavía se demoró unos segundos antes de soltar el nombre. Pascual Landeros, dijo. ¡No puede ser!, tronó Berna. ¡Ese cabrón es puto! ¿Tú crees?, Macorina sonrió irónica. A mí no me parece. ¿No es cierto que es el único macho del pueblo que nunca se te ha acercado?, preguntó Ruperto. Sí, es cierto. ¿Entonces? La Tunca alzó su muñón como si señalara algo al frente, enseguida se puso de pie y dio unos pasos tambaleantes por la sala. La borrachera la hacía lucir mayor, estableciendo cierta coherencia entre su aspecto y su edad. A él le debo lo que soy, ¿qué no?, preguntó. Desde el principio ha hablado de mí. Gracias a él ustedes vinieron aquella noche y siguieron viniendo estos años. Me hizo famosa y luego extendió mi fama a otros pueblos y ciudades de la región. La gente conoce mi vida por sus palabras. Macorina volvió a sentarse, tomó un trago, fumó. Además, ese hombre me quiere más que todos ustedes juntos. Me ama deveras. ¿Te lo ha dicho?, preguntó Silvano. Nunca he hablado con él, respondió Macorina. Pero esas cosas se sienten. No es necesario oírlas.

El aguacero, que con sus truenos nos impidió escuchar la última bendición del señor cura y ahora dobla las ramas de los árboles hasta el suelo, terminó por vencer la devoción del pueblo hacia la Tunca. Primero se retiraron las señoras, entre ellas doña Lilia. Con el vestido y los cabellos empapados, puso una rodilla en el lodo, se persignó y dejó una flor sobre la caja antes de salir del panteón acompañada de su nuera. Las escoltaba el padre Bermea, quien repartía palabras de resignación y palmadas en los hombros de los varones. Luego se fueron los jóvenes y los viejos. A unos la muerte los aburre, a los otros los asusta. Además, apenas si la conocieron. Los ancianos le deben su despedida de la carnalidad. Los muchachos su iniciación, y eso no se olvida, es cierto, aunque pronto encontrarán otras macorinas para llenar el hueco que les dejó ésta, la nuestra. Lauro partió detrás de ellos con su familia. Los hombres maduros aguantaron el agua un poco más, pero en cuanto vieron que la tormenta parecía reventar los techos de las criptas quizá pensaron que, ya mostrados sus respetos, no tenían por qué arriesgar la salud exponiéndose a una pulmonía. Arcadio Beltrones fue de los que más resistió. Al final, aún con cara de culpabilidad, salió brincando charcos, sosteniéndose el sombrero con las dos manos. Se cruzó frente a la cripta de don Aureliano con Pascual, quien venía a la carrera con un paquete bajo la chaqueta. Seguro al ver a la gente abandonar el cementerio Pascual creyó que todo había terminado y no iba a encontrar más que a los encargados de tapar el hoyo.

Ese hombre me quiere más que todos ustedes juntos, dijo Macorina. Sus palabras nos rebotan en la memoria al verlo acercarse con el semblante torcido por la angustia. Se arrodilla junto al féretro, impidiendo la labor de los panteoneros que ya comenzaban a bajarlo con el fin de regresar rápido al abrigo de sus techos. Esas cosas se sienten. No es necesario oírlas, dijo. En tanto vemos cómo Landeros solloza sin hacer nada para ocultarnos su tristeza, el resplandor de un relámpago nos trae un recuerdo lejano: cuando aún éramos niños, Pascual gozaba de una fama de putañero sin igual en la región. Las muchachas de doña Pelos lo consideraban su mejor cliente y aún extrañaban su presencia cuando nosotros comenzamos a ser asiduos. ¿Y el señor Landeros?, decían decepcionadas al vernos entrar al burdel, ¿por qué no vendrá? Nosotros contestábamos cualquier cosa sin pensar mientras buscábamos a Macorina entre las mesas deseando que no estuviera ocupada.

De los párpados de Pascual Landeros ruedan unas gotas densas que se confunden con la lluvia. Sus labios se mueven. Aprieta los puños. Permanece unos minutos así, metido en su dolor y su impotencia, y después saca el bulto de la chaqueta y lo deposita en el suelo junto al ataúd. Se trata de un envoltorio alargado, semejante a una escopeta ancha forrada por una funda de cuero. Todos lo miramos, mas nadie se atreve a preguntar qué es ahora que Landeros acaricia con las dos manos la cubierta de la caja. Hasta gorda se mira, nos dijo irónico hace unas horas, y sólo ahora comprendemos que sus comentarios mordaces, sus burlas y sus preguntas constantes alrededor de la Tunca eran algo así como una cortina que cubría su sentir verdadero. Pascual suelta un broche de la tapa, el otro, el otro, y abre el féretro.

Macorina parece dormida. Luce en paz, hermosa bajo la lluvia. Su cadáver sonríe igual que cuando la vimos por primera vez, igual que la última. Tiene aspecto de adolescente; o tal vez se trata de las gotas que salpican su rostro, o de nuestra imaginación teñida por la tristeza. Nos acercamos, y el gemido que se niega a brotar de la boca se convierte en palabras repetidas muy adentro del cráneo. Nunca más sus murmullos amorosos cerca del oído. Ni las cosquillas de su lengua de mariposa. Nunca más su quejido experto. Landeros planta un beso en esa frente que jamás había besado. Recorre con el índice la juntura de las cejas, el puente de la nariz, los labios mojados. Nunca más su aliento: ese vaho de tabaco y cebolla cruda mezclado con menta. Ni su risa ronca, ni el sonido de su voz como si hablara hacia adentro. Sus dientes blancos y parejos. Pascual le acaricia el cuello, la ruta de su dedo nos provoca un sobresalto, pues por un instante creemos que va a profanar el cuerpo, pero se detiene en el muñón. Lo delinea. Traza el contorno imaginario de la mano, de cada uno de los dedos, igual que si los hubiera tocado muchas veces. Ya nunca su abrazo trunco. Esta vez las palabras se agudizan en un lamento, adquieren el tono de una voz que no es de Pascual, ni de Silvano, ni de Demetrio, ni de Ruperto, ni de Cirilo, ni de Berna, sino de todos nosotros juntos: Ya jamás el tamborileo de su pecho en el instante crucial. Tampoco la temperatura de su piel. Landeros respira muy largo y hondo, se agacha, recoge el envoltorio del suelo, le sacude el agua, lo abraza contra su pecho. Luego nos lo muestra y lo acomoda junto al cuerpo. Comprendemos entonces que el único de nosotros que no se atrevió a comprar el cuerpo público de Macorina fue quien siempre, desde el accidente, durmió en privado con él. Al menos con un fragmento. Mientras Pascual baja la cubierta, da una orden a los trabajadores del camposanto y se retira unos pasos del ataúd, lo visualizamos aquella noche colándose al hospital igual que un ratero, regresando a su casa envuelto en el sigilo y trabajando en su mesa de taxidermia hasta el amanecer con un cariño y una dedicación de los que nunca lo creímos capaz. Los enterradores corren las cuerdas por debajo del féretro, lo colocan en el hueco y lo bajan entre jadeos en tanto la lluvia redobla su ímpetu. Es el llanto del cielo. Por un segundo la imagen de Pascual Landeros solo en su cama, abrazando parte de Macorina noche tras noche durante tantos años, es un nudo de envidia en nuestras gargantas. Me quiere más que ustedes, dijo ella. Esas cosas se sienten... A lo lejos un perro aúlla abriéndole paso a la muerte. Cuando caen las primeras paladas de lodo sobre la caja, damos media vuelta y comenzamos a caminar rumbo a la salida del camposanto sin pensar, sin decir nada, sólo escuchando el rebote de la lluvia en los sombreros, en las lápidas, en los charcos. No podía dejar que la enterraran así, incompleta, dice Pascual, pero el sonido de sus palabras se diluye en el torrente y, muy dentro de nosotros, se confunde con la letanía atropellada que se repite en el eco de una sentencia inapelable. Nunca ya sus muslos estrangulando la cintura. Ni la mirada de sus ojos limpios. Ya no sus movimientos de serpiente de piel tibia. Ni el jugo de su boca. No. Ya jamás su aroma de toronja espolvorea­da con sal. Sólo la nostalgia y la soledad. Nunca más Macorina.