El término barroco, que debe proceder del francés baroque (tomado del portugués barrôco), significa ‘perla irregular, falsa’, al igual que el español barrueco (este del latín verruca). Comenzó a utilizarse a finales del siglo XVIII por autores académicos con sentido despectivo para designar aquello que se opone a lo clásico, al equilibrio de las formas, de manera pasional y exagerada, un arte de mal gusto y decadente que atiende de modo exclusivo a las pasiones del individuo tras una época de serenidad y armonía como fue el Renacimiento.
Cronológicamente, su nacimiento y fin en la historia del arte es fluctuante, al igual que sucede en todos los estilos a la hora de indicar límites. En términos generales, el Barroco se desarrolla durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII.
Estéticamente, es un arte realista, puesto que profundiza en el sentimiento del individuo (el pathos) para plasmar las pasiones internas. Es también un arte popular en el sentido de que su destinatario, no su autor, era el pueblo, especialmente en los países católicos, como España, un reflejo de las directrices del Concilio de Trento y del espíritu de la Contrarreforma, ya que el Barroco surgió en contestación al protestantismo, que se extendía por Europa.
Se trata de un arte propagandístico, al servicio tanto de la Iglesia como de las monarquías absolutas, sus principales clientes. Su lenguaje es artificioso, ampuloso, engañoso, por lo que el sentido teatral domina en la obra de arte a través de elementos ilusorios; por ejemplo, el dramatismo a base de efectos de sangre, cuchillos o heridas en la imaginería; o los éxtasis, que excitan la relación del santo con la divinidad.
Existe también una corriente naturalista que se interesa por la realidad cotidiana, expresada, a veces, con crudeza: pobreza, vejez, fealdad.
Para algunos teóricos, como Eugenio D’Ors o Focillon, el Barroco es una liberación de las normas, la etapa final en la evolución de todo estilo después de las fases de inicio o arcaica y de plenitud o clásica. Así sucede con el helenismo posterior al arte clásico griego o con el manuelino e isabelino al final del gótico, ya que se trata de etapas en las que el estilo pierde su armonía y sentido de las proporciones para buscar los virtuosismos, es decir, hacerse llamativo a través de la decoración recargada o las líneas sinuosas, aspectos teatrales que pretenden captar la atención de los espectadores.
Características respecto al período renacentista:
El Vaticano será el principal cliente de los artistas italianos con el fin de terminar la basílica de San Pedro, cuya fachada –que en su parte central evoca el Panteón– fue realizada por Carlo Maderno; su iglesia de Santa Susana en Roma (1603), inspirada en la del Gesú, supone la primera arquitectura barroca. Asimismo, tras ser nombrado arquitecto de la basílica de San Pedro del Vaticano transformó en latina la planta de cruz griega que había diseñado Miguel Ángel.
Con el papa Urbano VIII, Bernini acaparó todos los encargos, con lo que desarrolló una obra muy abundante en la Ciudad Eterna: entre otros, el baldaquino de San Pedro del Vaticano, de cuyo diseño, original de Francesco Borromini –arquitecto de quien hablaremos más tarde–, se apropió. Empleó las columnas helicoidales características del Barroco, llamadas salomónicas porque imitan las del antiguo templo de Salomón.
La columnata que rodea la plaza de San Pedro podría interpretarse como unas alas, en forma de tenaza, que simbolizan los brazos del papa que acogen a la cristiandad. Un gran sentido teatral se observa también en la iglesia de San Andrés del Quirinal, con una planta oval en la que la luz entra dirigida al altar para la glorificación del santo.
Vista de la gran plaza de San Pedro del Vaticano, obra de Bernini, cuya columnata, en forma de tenaza, simboliza los brazos del papa que acogen a la cristiandad.
Bernini dejó al margen las innovaciones técnicas que otros contemporáneos estudiaron, como el citado Borromini, quien en San Carlino alle Quattro Fontane (1639) y en el oratorio de los Filipenses introduce fachadas «vivas», a base de líneas tensas, superficies cóncavo convexas que dan la sensación de dinamismo en el edificio. Para los interiores emplea tonos claros –blanco, rosa, crema–, que junto con el juego de la luz, preludian el rococó y el Art Nouveau. En su afán por desarrollar formas geométricas y por innovar, utiliza bóvedas de nervios cruzados tomadas del mundo árabe. El papa Inocencio X lo ampara bajo su protección y le encarga, entre otras construcciones, San Ivo alla Santa Sapienzia, cuya planta está formada por la superposición de dos triángulos que simbolizan la Trinidad o Suma Sabiduría y la estrella del pontífice. Remata la obra un zigurat que representa la torre de Babel y, en la cúspide, una cruz «que brilla sobre todo el mundo».
En esta línea se inscribe la obra de Guarino Guarini, que basa sus edificios en las posibilidades espaciales, desechando la concepción monumentalista de Bernini. Se relaciona con la arquitectura gótica en la elevación de cuerpos y en el uso de la luz; así como con el mundo islámico: bóvedas estrelladas de nervios cruzados. Para las plantas busca la intersección de elipses y círculos. Sus principales obras son la capilla del Santo Sudario y la iglesia de San Lorenzo en Turín.
Pietro da Cortona, con sus fachadas de línea tensa en las que simula un dinamismo óptico, se acerca a esta corriente dinámica, aunque parte de una concepción monumental del edificio que le relaciona con Bramante y Palladio. Sus principales obras son Santa Maria della Pace, en Roma, perfectamente encuadrada en el conjunto urbanístico de la plaza que la alberga, y Santa Maria in Via Lata, también en Roma, cuya fachada presenta un frontón partido de aire manierista. Realizó también diversos proyectos que no se llevaron a cabo, como el de una ciudad subterránea y algunos planos para el Museo del Louvre en París, al igual que Bernini.
Carlo Fontana, en la Ciudad Eterna, en la fachada de San Marcello al Corso, también introduce la línea curva y el movimiento cóncavo en la superficie de la fachada, inscribiéndose así entre los arquitectos que buscan atraer la mirada del espectador por el juego óptico de sus edificios.
Nicola Salvi fue un maestro de la escenografía, talento que se refleja en la Fontana de Trevi, en la que creó un conjunto arquitectónico-escultórico cuya figura central es el dios Neptuno, que aparece domando dos caballos de mar. Una leyenda asegura que quien arroja una moneda al agua de la fuente asegura su regreso a Roma.
En Venecia, Baltasar Longhena, siguiendo la concepción monumental, construyó para Santa María de la Salud una gran cúpula de media esfera –visible desde cualquier punto de Venecia– sobre un tambor octogonal con ventanas pareadas, entre las que se disponen grandes volutas. Situada a la entrada del Gran Canal, se levantó como ofrenda a la Virgen en acción de gracias por el fin de una epidemia de peste que asolaba la ciudad.
Filippo Juvara continuó la tradición monumentalista y dominó el arte de la decoración escenográfica, lo que marcará su manera de entender la arquitectura. Llevó a cabo obras de un barroco grandilocuente, como se observa en la basílica de la Superga de Turín. Fue llamado a España por Felipe V para encargarse de la construcción de los Palacios Reales de Madrid y La Granja de Segovia.
La escultura barroca italiana está totalmente acaparada por Bernini. El artista dota a sus obras de una teatralidad que encandila los sentidos, como se observa en Éxtasis de santa Teresa, que pretende la comunicación entre el ángel y la santa en un misticismo excesivo. En Apolo y Dafne logra la instantaneidad cuando la ninfa empieza a transformarse en laurel según la toca el dios.
En el antiguo circo romano de la plaza Navonna, esculpió la fuente de los Cuatro Ríos, cuatro ancianos que simbolizan los continentes conocidos entonces: el Nilo, África; el Ganges, Asia; el Danubio, Europa; y el Plata, América; sobre ellos retozan niños que representan sus afluentes. Fue autor también de numerosos bustos de los más egregios personajes: reyes, papas, cardenales.
El tenebrismo es una técnica pictórica que acentúa violentamente el contraste entre las zonas iluminadas y las de sombra, proyectando la luz desde un foco único. Su creador fue Michelangelo Merisi da Caravaggio, cuya corta vida (1573-1610) estuvo envuelta en el escándalo y la provocación, tanto en el terreno artístico como personal. Caravaggio se opuso a todo lo establecido buscando llamar la atención; por ello, pinta seres depauperados y enfermos o toma cadáveres como modelos. Por ejemplo, para Muerte de la Virgen, dibuja a una prostituta recién ahogada en el Tíber, a la que viste de rojo en lugar del azul de la pureza mariana. Después de algunos temas populares como La buenaventura, Niño con un cesto de frutas, La cabeza de Medusa, Juan Bautista (Joven con un cordero), retrata a los santos como personajes vulgares, calvos, sucios, harapientos, por lo que su arte se rechazó oficialmente, como ocurrió con La vocación de San Mateo, Crucifixión de San Pedro, La degollación de San Juan Bautista… Se autorretrata en David y Goliat, en la tosca cabeza cortada del gigante. Sus fuertes contrastes lumínicos («luz de bodegón»), que resaltan ciertas partes de la obra, y su realismo crearon un estilo, el caravaggismo, que se extenderá por Europa: Italia, Francia y España. Acusado del asesinato de su mujer, tuvo que huir y falleció cuando intentaba volver a Roma.
MERISI DA CARAVAGGIO, Michelangelo. La degollación de San Juan Bautista (1608). Concatedral de San Juan, La Valeta, Malta. Pintura tenebrista en la que la luz violenta, contrastada, ilumina la escena para crear los volúmenes dejando el resto en la penumbra.
En el polo opuesto, encontramos a los Carracci, familia de pintores boloñeses entre los que se encuentran Ludovico, Agostino y Annibale, que representan la corriente academicista y ecléctica en la pintura barroca italiana. Con claras influencias de los venecianos y de Correggio, crearon una escuela efectista y clásica, en la que trabajaron Albani, Domenichino, Guido Reni, Guercino y Lanfranco.
Francesco Albani cultivó sobre todo el tema mitológico y, además, en sus cuadros el paisaje cobra especial relevancia, porque las figuras resultan un mero acompañamiento de la escena. Tiende hacia la temática galante e incluso frívola, dirigida a la nobleza y a la alta burguesía que, ávidos de estas escenas, le hacen numerosos encargos.
Domenichino, afincado en la línea clásica academicista, realiza también composiciones mitológicas y otras de temática religiosa.
Guido Reni comenzó con algunas influencias caravaggiescas durante su estancia en Roma, pero después tomó partido por una línea clásica y armoniosa. Asimismo llevó a cabo decoraciones de techos (La Aurora), en los que aporta un gran dinamismo.
Il Guercino empezó realizando obras de poco artificio, de connotaciones realistas, así como un paisaje de pincelada rápida. Pero durante su estancia en Roma se vio influido por el estilo de Guido Reni y tendió hacia un cierto clasicismo en los personajes sin intentar la artificiosidad de los rostros y las figuras, apartándose de su pasada época de instantaneidad. Destaca, igualmente, por sus composiciones al fresco en la decoración de techos, lo que abrió el camino al barroco decorativo.
Giovanni Lanfranco, formado en el clasicismo de los Carracci, durante sus estancias en Parma y Roma, sufrió después la influencia de Correggio y se decantó por una línea barroca, que se manifestó principalmente en su sentido decorativo, a base de un buen dominio de la perspectiva y fuertes escorzos.
Pietro da Cortona, también pintor, será el creador del Barroco decorativo, que consiste en la pintura al fresco de techos y salones con gran espectacularidad, efectos ilusorios (di sotto in su o quadratura) y una exuberante riqueza ornamental. Le sigue Luca Giordano, que en España (donde fue conocido como Lucas Jordán) decoró la bóveda del Casón del Buen Retiro y trabajó en el palacio de Oriente.
En Venecia durante el siglo XVIII, enlazando con el estilo rococó, pintan Canaletto, Guardi y Piazzetta, captando espléndidas estampas con la luz y el colorido de su ciudad natal que son como instantáneas fotográficas.
La presencia española en Flandes mantiene vivo el tema religioso, si bien predominan los costumbristas –fiestas aldeanas, bodegones–, junto con la mitología y el paisaje, al igual que en Holanda, característica favorecida por el protestantismo.
El mejor exponente es Pedro Pablo Rubens (1577-1640). Formado en Amberes, su ciudad natal, estudió en Italia los grandes maestros renacentistas (Miguel Ángel, los venecianos), de quienes adquirió la concepción heroica de la figura humana, la luz y el colorido, como se aprecia en sus primeras obras: La Adoración de los Magos o La Epifanía, Descendimiento de Cristo. Al fallecer su esposa, Isabel Brant, se hundió en una depresión. Visitó España e impresionado por las grandes dotes del joven Velázquez le aconsejó que se trasladase a Italia para estudiar su pintura.
Ya hombre maduro, se casó con Elena Fourment (una joven de dieciséis años) y su pintura se tornó alegre y sensual, con matices eróticos, vitales. Pinta temas mitológicos, copia cuadros de Tiziano, bacanales, llenos de movimiento y colorido. En Las Tres Gracias retrata a sus dos esposas –robustas, explosivas–: a la derecha, morena, Isabel, a la izquierda, rubia, Elena. Creó una gran escuela cuyo mejor discípulo fue Van Dyck, quien terminó cultivando una línea elegante y personal, con figuras alargadas y un toque de embellecimiento en los rostros, resaltando la mirada y cuidando los gestos del personaje: retrato de Carlos I de Inglaterra, país en el que su estilo dejará resonancia desde que se instaló en 1632.
Jordaens y Teniers se interesaron por lo popular, el primero con una pincelada ancha y suelta, como en Los tres músicos ambulantes, y, a veces con intenciones satíricas, como en El rey bebe, cuadro que recoge la tradición de coronar a un personaje cualquiera el día de Reyes y beber todos a su salud. El segundo pintó numerosas kermeses o fiestas de aldeanos y naturalezas muertas.
En la escuela holandesa, destaca Rembrandt van Rijn, creador del retrato colectivo: Lección de anatomía, Los síndicos de los pañeros, Ronda nocturna. En esta última, los personajes no posan, sino que están en movimiento. Influido por el caravaggismo, presenta contrastes de luces y sombras, visibles en sus autorretratos de madurez, como el de 1660, y en el retrato de su anciana madre, uno de los mejores estudios físicos y psicológicos de la última etapa de la vida en el ser humano.
Frans Hals tiene una pincelada pequeña y rápida, muy movida, con la que capta en tono alegre tipos populares, como se ve en La gitanilla.
En la faceta intimista destaca Vermeer van Delft, pintor de interiores sencillos, en los que la iluminación penetra por una ventana lateral. Tuvo mucha repercusión en artistas posteriores, como Dalí, quien le estudió a fondo.
En Holanda destacó la pintura paisajística. Además de Vermeer van Delft en su famosa Vista de Delft, hay que señalar a Hobbema y su La avenida de Middelharnis, donde la convergencia de las hileras de árboles aumenta la sensación de lejanía y la figura humana desaparece. Hay que hablar también de Van Ruysdael y su obra El molino, símbolo patrio, bajo un cielo plomizo, cuyo interés por la naturaleza en su aspecto sublime influyó en Delacroix y los románticos ingleses.
Francia es la primera potencia europea del siglo XVII. De ahí que, aun permaneciendo católica, su arte sea más palaciego que religioso. No obstante, también se levantan iglesias monumentales, como la de los Inválidos de París, obra de Hardouin-Mansart, de estructura romana, cubierta con una enorme cúpula miguelangelesca. En París realizó la plaza de la Victoria y la plaza Vendôme.
Mansart da las trazas del gran conjunto palaciego de Versalles, la mejor expresión del absolutismo francés. En su interior, realizó el salón de los Espejos, de gran suntuosidad, en contraste con los exteriores, donde la sobriedad es manifiesta, quizá para no ofender a un pueblo hambriento. En la obra trabajaron otros arquitectos, como Le Vau y Le Nôtre, quien trazó los jardines distribuyendo geométricamente espacios y adornos –parterres, estatuas, fuentes–, en la idea de subordinar la naturaleza a la mente humana, como también hizo en Vaux-le-Vicomte.
La iglesia de los Inválidos de París, obra de Mansart, se inició en 1680, y cuenta con una gran cúpula, inspirada en la del Vaticano, de Miguel Ángel, aunque más estilizada, que destaca sobre el conjunto del edificio. Foto: A. Galindo.
Charles Perrault edificó la columnata exterior de la fachada del Museo del Louvre, proyecto que había presentado el italiano Bernini, que se rechazó.
La escultura francesa se divide entre el antiacademicismo de Puget –Milón de Crotona, de gran dinamismo–y la línea oficial, en la que se cultiva tanto el retrato de las personalidades de la corte como el tema mitológico, muy apetecido entre la frívola aristocracia. Entre estos últimos artistas se hallan Girardon con Apolo y las ninfas y el sepulcro del cardenal Richelieu, y Coysevox con Diana cazadora.
En pintura se dan varias corrientes: la tenebrista, en la que se encuadran Valentin de Boulogne y Georges La Tour, famoso este último por sus pinturas a la luz de una vela. La corriente naturalista, que como su nombre indica cultiva temas campestres; aquí destacan los Le Nain, pintores de campesinos para consumo de la aristocracia, que los ve pintorescos. Otra línea es la academicista, favorita de la corte, donde tienen eco Vouet, Le Brun y Champaigne. Por último, la corriente clasicista, en la que se halla la pintura de Poussin y Lorena.
Nicolás Poussin, después de unos comienzos academicistas, inició sus cuadros mitológicos con efectismos venecianos (El Parnaso), muy bien acogidos por la aristocracia, que le hizo rico y famoso. Llamado a España por Felipe IV, pintó el San Jerónimo, que ofrece rasgos prerrománticos en el paisaje. De vuelta a París, es nombrado «primer pintor del rey», lo que desató las envidias de la corte. Un tanto deprimido, viajó a Roma y estudió a fondo la Antigüedad para inspirarse, sumergiéndose en la meditación sobre la naturaleza y lo humano: Los pastores de la Arcadia («et in Arcadia ego», se lee en la inscripción de la tumba en el cuadro, lo que posiblemente reflejaba su estado de ánimo). Cultiva el paisaje, que centra todo el interés de la obra, mientras que las personas se hacen diminutas y se pierden. Llegó al puntillismo, dos siglos antes, en las Cuatro estaciones.
Claudio Lorrain, llamado de Lorena en España, coincide en el paisaje como lo fundamental de la obra, en la cual las figuras humanas son meros aditamentos de la composición. Por su tratamiento de la atmósfera, la luz y el color, se adelanta dos siglos al impresionismo como en Paisaje con el embarque en Ostia de Santa Paula Romana llamado popularmente Embarco de Santa Paula.
La arquitectura barroca inglesa tendió hacia el clasicismo y se interesó por las formas monumentales de tipo palladiano introducidas por Iñigo Jones, quien realizó la Queen’s House de Greenwich e intervino en la restauración de la Catedral de San Pablo, cuya enorme y doble cúpula, inspirada en Brunelleschi, y a imitación de la del Vaticano, fue construida por Christopher Wren.
En Alemania y Austria, el punto de referencia también es Italia, como se ve en la iglesia de San Carlos Borromeo de Viena, obra de Fischer von Erlach, cuya cúpula, aunque alargada, está emparentada con la de Santa Inés de Borromini; las columnas con relieves en espiral que la flanquean recuerdan la Trajana de Roma.
Mientras el país vivía una grave crisis económica y una decadencia política que marcaría el declive del imperio español, paradójicamente, las letras y las artes se hallaban en su máximo esplendor, a lo que contribuyó, además de la calidad de los autores, la influencia de la Contrarreforma católica, que tuvo en España uno de sus mejores baluartes y la llenó de construcciones, sustrayendo a la actividad productiva gran número de recursos económicos y humanos. También contribuyó el apoyo de la monarquía por motivos propagandísticos, con el deseo de fingir una suntuosidad que no se correspondía con la realidad miserable, mientras su apatía y desinterés por los asuntos de gobierno les llevaron a abandonarles en manos de sus validos.
En el siglo XVII, la capital de España acapara la mayor parte de las obras arquitectónicas. Uno de los primeros arquitectos es el carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, autor de la fachada del convento de la Encarnación, que sirvió de modelo para las iglesias de la orden: austeridad en consonancia con la pobreza que predican los Descalzos, y remate de frontón triangular en cuyo tímpano se abre un óculo claroscurista por toda decoración.
Juan Gómez de Mora, a quien durante mucho tiempo se atribuyó la anterior obra, dio las trazas de la Plaza Mayor y el Ayuntamiento, que terminaría Alonso Carbonel, autor también del palacio del Buen Retiro, del que sólo se conserva el Casón. Obras de Gómez de Mora son también la Cárcel de Corte –actual palacio de Santa Cruz– y el antiguo Alcázar de Madrid –destruido por un incendio–, así como las trazas de la Clerecía de Salamanca, en las que son constantes sus fachadas lisas, de escasa decoración.
En la iglesia de San Andrés, trazada por Pedro de la Torre, se halla la capilla con las reliquias de San Isidro Labrador, patrón de la villa.
La céntrica iglesia, hoy catedral, de San Isidro para la Compañía de Jesús, se terminó siguiendo el modelo jesuítico, por el hermano Bautista.
En el foco andaluz sobresale Alonso Cano, que realizó la fachada de la Catedral de Granada, en el anterior templo renacentista, dispuesta como un gran arco triunfal de tres vanos rehundidos que producen los típicos juegos barrocos de luz y sombra. En Sevilla, Leonardo de Figueroa, a caballo entre ambas centurias, construyó el hospital de los Venerables y el palacio de San Telmo para los huérfanos de los marineros que habían muerto en América; su fachada está realizada en el estilo barroco del siglo XVIII, caracterizado por sus portadas profusamente decoradas y los atlantes o figuras masculinas que sostienen un elemento sobre sus cabezas.
Lo mismo se observa en el barroco levantino: fachada de la Catedral de Valencia, por Francisco Vergara y Corrado Rudolfo (de origen alemán), que juegan con las formas cóncavas y convexas heredadas de Borromini y Guarini, concretamente de la iglesia de San Lorenzo de Turín. Se sabe también que Rudolfo estuvo en Viena y se sintió influido por el barroco tardío austriaco.
Fachada del Obradoiro en la Catedral de Santiago de Compostela, obra del arquitecto local Fernando de Casas Novoa. Foto: Oliver Fernández.
Otro Vergara, Ignacio, realizó la fachada del palacio del Marqués de Dos Aguas sobre un dibujo de Hipólito Rovira, en la que se personifican por medio de dos gigantes musculosos de aire miguelangelesco, los ríos de la ciudad: el Turia y el Júcar.
En Murcia, Jaime Bort, también combinando líneas cóncavo convexas para romper la sensación de frontalidad, construye la fachada de la catedral, recubierta de abundante decoración y columnas corintias entre las que se albergan estatuas.
Otro importante foco arquitectónico se halla en Galicia, cuya obra cumbre es la fachada del Obradoiro en la catedral compostelana, ejecutada por Casas Novoa en una concepción ascensional, con lo que consigue a la vez proteger el pórtico de la Gloria e iluminar la nave central a través de sus cristaleras.
También trabajó este arquitecto en el monasterio de San Martín Pinario, rematando la fachada, que se atribuye, en su clasicismo, a fray Gabriel de las Casas o a Fernández Lechuga. Este último realizó la cúpula sobre el crucero de la iglesia y dio las trazas del claustro de las Procesiones, en cuyo centro se abre «la más hermosa de las fuentes de Galicia». Domingo de Andrade, dueño de un estilo un tanto clasicista, había preparado el camino para el desarrollo barroquista de Casas Novoa a lo largo del siglo XVIII y realizó la torre del Reloj de la catedral, rematada con cúpula y linterna, que se da un aire con la Giralda de Sevilla.
En Castilla, destacan varios arquitectos. Pedro de Ribera realizó en Madrid la fuente de la Fama, la iglesia de Montserrat y la fachada del Hospicio. Sus fachadas están dotadas de un gran dinamismo efectista a través del juego ornamental y no de las líneas arquitectónicas, es decir, a base de una decoración dinámica, el edifico parece cobrar vida. En sus juegos arquitectónicos y decorativos pueden verse recuerdos de los italianos Francesco Borromini y Guarino Guarini.
Los Tomé –Antonio, Narciso y Diego– que realizaron, para glorificar al Santísimo, el Transparente en el interior de la Catedral de Toledo, abriendo una ventana para que entre un torrente de luz, esculpieron, asimismo, la fachada de la Universidad de Valladolid, en su línea ostentosa y muy ornamental.
Detalle de la Plaza Mayor de Salamanca (arriba) y de la fachada de la Universidad de Valladolid (abajo). La primera fue diseñada por Alberto Churriguera y terminada por García de Quiñones, quien también llevó a cabo el edificio del ayuntamiento, que se observa parcialmente al fondo. La segunda, ostentosa, fue esculpida por los Tomé y en ella se representan estatuas de reyes y de las disciplinas que se impartían. Fotos: Oliver Fernández y autor.
Los Churriguera –José Benito, Joaquín y Alberto– dieron nombre a un estilo (el churrigueresco), caracterizado por la profusión decorativa tanto en fachadas como en interiores y retablos, combinando influencias nacionales, como el plateresco, e italianas, procedentes del estilo de Borromini y Guarini.
Además de realizar diversas obras en las catedrales de Segovia y Salamanca, en esta ciudad, el primero de ellos llevó a cabo el retablo de la iglesia de San Esteban, en el que abundan las columnas salomónicas, y Alberto diseñó la Plaza Mayor, que terminó otro arquitecto, García de Quiñones, autor también del Ayuntamiento en un ala de la misma.
El estilo churrigueresco tuvo una gran difusión en Iberoamérica, manifestándose en las catedrales y edificios civiles coloniales a través de un gran recargamiento decorativo.
Algunos autores, como Menéndez Pelayo y José María Quadrado, han considerado que se trata de una degeneración delirante, excesiva, del arte barroco. Sin embargo, en los tiempos actuales, se contempla como una experiencia artística o un ensayo hacia nuevas formas en el desarrollo del barroco español.
En Barroco clasicista o monumental, que combina interiores fastuosos con fachadas armónicas aunque grandiosas que exhiben los órdenes gigantes, se construyeron los Palacios Reales de Madrid, Aranjuez y La Granja de Segovia, a imitación de Versalles. En el primero trabajaron los italianos Juvara y Sachetti; en el segundo Sabatini y Bonavía; y, en el último, también Juvara y el español Ardemans. En sus interiores, articulados en torno a una gran escalera, se desborda el rococó en la decoración de techos y salones. Los jardines cobran un gran protagonismo y, a imitación del modelo versallesco, se basan en una organización geométrica de la naturaleza, distribuyendo setos, parterres y fuentes; el agua alcanza, así, un papel efectista, espectacular, en estas grandiosas obras palaciegas.
Vista exterior de El Pilar de Zaragoza, obra de Ventura Rodríguez. Los volúmenes entrantes y salientes en el edificio buscan efectos claroscuristas, teatrales, dentro aún de una estética barroca. Al fondo, se observan las cúpulas.
El último gran arquitecto del barroco fue Ventura Rodríguez, aunque con notas de monumentalidad propias de su tiempo. Estuvo influido por modelos italianos, como se observa en el Pilar de Zaragoza, donde juega con los volúmenes entrantes y salientes para lograr claroscuros. Colaboró en la construcción del Palacio Real de Madrid y llevó a cabo, asimismo, otras obras, como la fachada de la Catedral de Pamplona, el convento de Agustinos Filipinos de Valladolid o la iglesia de San Marcos de Madrid.
La imaginería de madera policromada –es decir, figuras a tamaño real decoradas con aspecto humano e incluso con cabello natural, en todo su patetismo– caló en el fervor popular, que sacó a la calle los «pasos» de Semana Santa. Existieron dos escuelas principales: la castellana y la andaluza.
La escuela castellana se caracteriza por su dramatismo y crueldad, como se observa en heridas sangrantes, ojos y bocas entreabiertos, venas, tendones, rostros dolientes, que contribuyeron a exacerbar los sentimientos. Su principal representante fue Gregorio Fernández, discípulo de Francisco del Rincón. Desde su taller de Valladolid realizó numerosos retablos y pasos procesionales, como Cristos crucificados o yacentes, Piedad, Vírgenes, santos, de agudo patetismo y gran potencia emotiva, con paños duros y acartonados para imprimir mayor rigor a las figuras, en dispersión y apertura de líneas propiamente barrocas.
El portugués Manuel Pereira trabajó en España, realizando un San Bruno para la Cartuja de Miraflores (Burgos) de gran realismo que, según vox populi, «sólo le falta hablar, pero no lo hace por ser cartujo».
A comienzos del siglo XVIII destacó Juan Alonso Villabrille y Ron, con un estilo plenamente barroco, de fiel realismo y búsqueda constante de los efectos dramáticos, como puede apreciarse en la Cabeza de San Pablo.
Detalle del crucificado, obra de la segunda y última gran etapa como escultor en activo de Gregorio Fernández. Se observa el tremendo patetismo de fuerte potencia emotiva.
La escuela andaluza se caracteriza por un realismo menos patético y cruel, si bien la tónica dramática es la misma, ya que las imágenes se concebían para excitar el fervor popular.
Martínez Montañés, en su taller sevillano, caracterizó sus figuras, tanto Cristos como Vírgenes, por una cierta elegancia de líneas en su dramatismo, por lo que fue admirado ya en su época. En 1635 se trasladó a Madrid para encargarse del retrato de Felipe IV para la estatua ecuestre en bronce del rey que hoy se halla en la Plaza Mayor, realizada en Florencia por no haber en España una buena escuela de fundidores.
Su discípulo, el cordobés Juan de Mesa, muestra, junto con el elevado patetismo de sus pasos procesionales, delicadeza y expresividad, visibles en San José con el Niño.
En Granada, Alonso Cano y Pedro de Mena, hijo del también escultor Alonso de Mena, realizan santos y Vírgenes que tienden hacia un patetismo espiritual. La Inmaculada del primero alcanzó gran difusión por su dulzura. El segundo, a partir de su traslado a Málaga para realizar la sillería de coro de la catedral, fundó en esta ciudad uno de los talleres más importantes, con piezas como la Magdalena penitente.
Su discípulo, Pedro Roldán, y sobre todo la hija de este, Luisa «La Roldana», aportaron una observación más cercana de las actitudes de los personajes, en un naturalismo idealizado y una gracia que preludian el rococó.
En el siglo XVIII, el dramatismo se aminora, tanto con Luis Carmona en Castilla, como con Gómez de Mora en Granada. Francisco Salzillo, en Murcia, tiende a una religiosidad sentimental con intención de acercar el mundo celestial, combinando la perfección italiana con el dramatismo hispano; junto a sus pasos procesionales –La Última Cena, la Oración en el Huerto, la Verónica– destacan las figuras del Belén.
La principal característica de la pintura barroca española es el gusto por la realidad cotidiana, a veces, en toda su crudeza. A ello se unió la corriente oficial en torno a la monarquía y la Iglesia, que cultiva una pintura de carácter propagandístico para exaltar la grandeza real y el sentimiento religioso, estimulando la devoción y llamando a la piedad de los fieles. La temática mitológica es escasa, así como los paisajes y los temas históricos; por el contrario, irrumpen con fuerza el retrato y, en menor medida, el bodegón.
España, a diferencia de los Países Bajos, careció de una burguesía que encargase obras de arte para consumo propio. Por ello, no se dio la figura del artista itinerante que establecía su taller en los principales centros urbanos o de negocios, en los que esperaba los encargos que le permitiesen vivir de su pintura.
Influenciada por el tenebrismo caravaggiesco, su iniciador fue Francisco Ribalta, quien formado en el ámbito escurialense con los pintores manieristas, a partir de un viaje a Italia, entró en contacto con la iluminación claroscurista e importó esta corriente a España, haciendo gala, además, de una gran fuerza expresiva y un tratamiento del espacio a la manera barroca como en Cristo abrazando a San Bernardo y en Los preparativos de la Crucifixión.
José de Ribera, Lo Spagnoletto, se afincó en Nápoles, donde le dieron ese apodo. Su pintura es fruto de la reacción naturalista frente al idealismo renacentista. En su primera etapa, de realismo crudo y juego de luces y claroscuros, recuerda el estilo caravaggiesco (Martirio de San Andrés). Introduce luego los fondos claros. Deforma los tipos de una manera cruenta, como hace en ancianos inválidos o niños lisiados, lo cual se observa en El pie varo llamado popularmente El patizambo, hemipléjico en su mitad derecha por lesión del hemisferio cerebral izquierdo, donde se halla el centro rector del habla, con lo que también padece afasia (sin lenguaje) y tiene que llevar un papel escrito para pedir limosna. En las ambientaciones escénicas y el paisaje se observan sensaciones atmosféricas. Es un gran retratista y colorista que resalta los rostros de las figuras mientras los cuerpos se pierden envueltos en masas: Martirio de San Bartolomé.
Sevilla, al concentrar el comercio con las Indias, cuenta con la presencia de ricos mercaderes que favorecen el desarrollo del arte.
Aquí se instaló el extremeño Francisco de Zurbarán y fundó un taller que atendió gran número de encargos, tanto para el monasterio de Guadalupe en Cáceres como para la Cartuja de Jerez o el Casón del Buen Retiro madrileño. Formado en el estilo naturalista de aire tenebrista, una luz viva crea los volúmenes y modela las figuras, arqueándolas ligeramente hacia un fondo oscuro para imprimir plasticidad, lo que da la sensación de que se podrían coger con la mano. No evolucionó con el paso del tiempo y su pintura quedó al margen de las innovaciones atmosféricas que desarrolló su contemporáneo y amigo Diego Velázquez.
Sus mejores cuadros son las escenas de frailes (San Bruno, uno de los doce apóstoles de la serie que pintó el artista, San Hugo en el refectorio de los Cartujos, Fray Gonzalo de Illescas…) y de María (Virgen niña dormida, La Virgen de las Cuevas), junto con algunos bodegones, género en el que también había destacado Sánchez Cotán.
Alonso Cano, como pintor, presenta un sentido clasicista a base de equilibrio e idealización, como muestra en Cristo muerto sostenido por un ángel. Influido durante su estancia en Madrid por las colecciones reales, asimila las influencias de Van Dyck para tender hacia un estilo elegante, tal como hace en Virgen con Niño.
En Bartolomé Esteban Murillo son muy frecuentes las escenas infantiles y de género, en las que busca la anécdota, no la crítica social: unos niños comiendo melón, harapientos, representan un hecho gracioso por su espontaneidad, no una estampa miserable. En su faceta religiosa, siguiendo las directrices de la Contrarreforma, capta el fervor a través de lo tierno y delicado, intimista, como se observa en Virgen con el Niño, Sagrada Familia del pajarito, La Inmaculada de Soult...
En el lado opuesto se halla Valdés Leal, fundador de la Academia de Sevilla junto con Murillo, pero autor de una pintura de aire fantástico (Jeroglíficos de las postrimerías, Finis gloriae mundi) y macabro (esqueletos, ataúdes abiertos mostrando los despojos) que podría alargarse hasta Goya y el surrealismo.
Diego de Silva Velázquez nació en Sevilla en 1599 y murió en Madrid en 1660. A los doce años entró como aprendiz en el taller de Francisco Pacheco, pintor que destacó en la técnica del retrato, así como por introducir aspectos realistas en sus obras. Tuvo también importancia como teórico; escribió un tratado, El Arte de la Pintura, donde se ocupa de la elaboración de los temas religiosos.
El joven Velázquez, inspirado por el naturalismo caravaggiesco, cultivó una pintura de aire tenebrista, tanto religiosa (La adoración de los Magos) como popular (Vieja friendo huevos, El aguador de Sevilla), en la que se autorretrata, y comienzan a manifestarse sus grandes dotes técnicas en la transparencia de los vidrios o el brillo del aceite.
VELÁZQUEZ, Diego. Vieja friendo huevos (1618). Galería Nacional de Escocia, Edimburgo. Obra de la primera etapa del artista, caracterizada por el realismo y la influencia del tenebrismo. El pintor se autorretrata en el muchacho de la izquierda.
En 1623, casado con Juana Pacheco, la hija de su maestro, se trasladó a Madrid y, por recomendación de este, consigue retratar al rey Felipe IV, a quien causa tan buena impresión que le toma bajo su protección nombrándole pintor de cámara. Su mejor cuadro de esta época es de tema mitológico: El triunfo de Baco o Los borrachos, en el que se aprecian ya los síntomas del gran Velázquez: la ambientación de la escena y el tratamiento individual de los personajes, siendo, además, el primer pintor que enfoca a quienes se hallan en el núcleo de la acción y desdibuja a los secundarios, al igual que hace el ojo humano cuando centra su mirada en un punto.
Por encargo del rey, en 1629, viajó a Italia, donde estudió las grandes pinturas del Renacimiento; de las venecianas capta la ambientación lumínica, el colorido y el tratamiento del paisaje. Su mejor obra en esta etapa fue La fragua de Vulcano, en cuyo tratamiento de los desnudos y dignificación del dios Apolo se nota la influencia clásica.
En 1631 regresó a España y realizó gran número de retratos: ecuestres, con pentimentos en las patas de los caballos; en pie o en traje de caza, tanto de Felipe IV como del príncipe Baltasar Carlos o del conde duque de Olivares, valido del rey; así como de los bufones de la Corte: El Primo, El niño de Vallecas, El bobo de Coria. Pintó también La rendición de Breda o Las lanzas, que conmemora la entrega de esa plaza holandesa; en una composición sencilla, muestra sus grandes dotes para abrir el espacio, como se aprecia en el escorzo del caballo, y para captar la profundidad por medio de la perspectiva aérea, así como para el tratamiento del paisaje (en los grises y celajes característicos del pintor), viéndose al fondo, entre el humo de la pólvora, la ciudad; tanto los protagonistas, entregando y recibiendo las llaves, como los soldados, son una gran muestra de retratismo (uno de ellos se identifica con el propio Velázquez).
En 1649 inició su segundo viaje a Italia, donde retrató al papa Inocencio X y a su ayudante, Juan Pareja, así como las vistas de la Villa Médicis, en las que se anticipa al impresionismo.
Reclamado por el rey, quien veía en Velázquez un amigo personal, regresó a España en 1651 para iniciar su gran última etapa, que quedará plasmada en Las hilanderas y Las Meninas. El primero es un cuadro de tema mitológico en el que destaca su genialidad para plasmar la atmósfera del lugar. Utiliza por vez primera recursos ópticos propios del cómic moderno, como pintar varios dedos en las manos para dar la impresión de que se están moviendo; o no dibujar los radios de la rueca para simular velocidad; y, para que baile la imaginación, parece mezclar en el tapiz del fondo los personajes de la escena con quienes la observan.
VELÁZQUEZ, Diego. La rendición de Breda o Las Lanzas (1634). Museo del Prado, Madrid. En este cuadro destacan las grandes dotes del pintor para abrir el espacio, como se ve en el escorzo del caballo, y para captar la profundidad a través de la perspectiva aérea. Se autorretrata en la última figura a la derecha de la escena.
Las Meninas recogen un momento de la vida palaciega, con una puesta en escena propia de las comedias del Siglo de Oro. El pintor en su trabajo mientras una doncella presenta el búcaro a la infanta Margarita y otra inicia una reverencia, junto a los bufones de la corte –Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato– y otros personajes –dos guardas menores de dama–, con la quietud intemporal del perro en primer plano. La magia del cuadro está en la ambientación espacial a través de la perspectiva aérea y en los detalles: la puerta que se abre al fondo, con los escalones y la luz que reverbera, nos introduce en otra dimensión; el espejo en el que se reflejan los reyes, con la incógnita de si estaban posando o acababan de llegar a la sala y, en tal caso, ¿qué pintaba Velázquez? En el pecho del autor, el rey mandó dibujar, post mórtem, la cruz de los Caballeros de Santiago en reconocimiento a su persona.
De esta última época es la Venus del espejo, único desnudo de la casta pintura barroca española, con el novedoso recurso de mostrar el rostro de la diosa través del objeto que le da título. Su último cuadro, La infanta doña Margarita de Austria, quedó inacabado, aunque su yerno, Juan Bautista del Mazo, pintó las manos y el rostro. Del Mazo destacó en el arte del retrato así como en algunos paisajes, pero dejó sin firmar varios cuadros, quizá para que se confundieran, con mucho gusto, con el arte del maestro.
Su mejor discípulo fue Carreño de Miranda, de pincelada suelta y deshecha que tiende a perder los contornos en el espacio. En sus retratos reales muestra la influencia elegante de Van Dyck. Tiene también varios cuadros sobre los bufones de la corte: La monstrua, una niña de cinco años con cincuenta y siete kilos de peso que padecía adiposis generalizada por probable síndrome de Cushing, uno de los fundadores de la neurocirugía, debido a una alteración de la hipófisis: cara redonda en forma de luna llena, ojos pequeños, abdomen enorme, adiposis en las cuatro extremidades; fue pintada desnuda personificando a Baco por orden del rey Carlos II el Hechizado.
Antonio de Pereda domina los efectos escenográficos, como se observa en Socorro de Génova, y los contraluces, el detallismo y la riqueza de los ropajes por influencia veneciana. Además de sus bodegones, destacó en los cuadros «de vanitas» (El sueño del caballero), que contienen elementos para reflexionar sobre lo efímero de la vida: el reloj de arena, la vela que se consume, un esqueleto, la guadaña junto a las vanidades terrenales, como la corona (el poder), las monedas (riqueza), los libros (el saber), los manjares (placeres).
El último pintor del siglo XVII es Claudio Coello, cuya mejor obra se halla en la Sacristía de El Escorial: Carlos II adorando la Sagrada Forma, en la que, además de la ambientación escénica y la galería de retratos, resalta el preciosismo de los ropajes.
Este estilo, nacido en Francia, se desarrolló durante la primera mitad del siglo XVIII, en una exageración de la decoración barroca. Se caracteriza por el empleo profuso de la curva y contracurva, tanto en arquitectura como en las artes decorativas, donde halló un amplio campo de acción. El término procede de la abundancia de rocaille, ‘pequeñas conchas irregulares’.
El desarrollo del Barroco tuvo un momento de serenidad en el clasicismo que se dio en Francia durante su etapa final, Sin embargo, en los últimos años del reinado de Luis XV, se produjo una reacción contra esta calma artística y el arte francés se recarga abundantemente, lo que dio origen al estilo rococó.
La aristocracia dieciochesca profesaba un gran gusto por los ambientes recargados y el lujo excesivo: guirnaldas, palomas, amorcillos, espejos con marcos retorcidos y asimétricos, etc. Tuvo su apogeo en época de los Luises (XIV, XV y XVI).
En escultura dominan temas frívolos, sensuales, cuyos mejores representantes fueron Pigalle, con sus obras Eros, Amor, Amistad, y Lemoyne, ambos autores también de retratos realistas de los ilustrados: Voltaire y Diderot, el primero, y Montesquieu, el segundo.
En pintura, predominan los tonos pastel y los colores claros: verde manzana, azul cielo, rosa, crema; se representan temas galantes, femeninos, fiestas, jardines idílicos. Los principales representantes fueron Watteau (Fiesta en un parque), Boucher (Diana después del baño), Fragonard (El columpio) y Chardin, quien cultivó además escenas campestres y bodegones.
La arquitectura rococó tuvo un gran desarrollo en Centroeuropa, volcándose en palacios, conventos y salones. En Múnich, destacan el palacete de Amalienburg, cuyo Salón de los Espejos representa la inspiración versallesca, y el Palacio Arzobispal, que integra el clasicismo francés con el gusto decorativo germano.
En la iglesia de los Catorce Santos (Alta Franconia), arquitectura y decoración se funden caprichosamente de la mano de Baltasar Neumann. La obra más representativa es la abadía de Ottobeuren, remodelada por Johann Fischer, un conjunto de edificios con el sobrenombre de «El Escorial de Suabia», en el que descuella la iglesia, exultante de decoración en el interior: rocallas en techos y paredes, angelitos entre los retablos, policromía oro y tonos claros en paredes y techos, perspectivas en trompe-l’oeil…
El italiano Tiépolo, que trabajó en la decoración del Palacio Real de Madrid, empleando todo tipo de recursos ópticos, enlaza la exuberancia barroca con la estética rococó.
En España, el principal pintor rococó es Luis Paret y Alcázar, que muestra influencia francesa e italiana en su trabajo para la Corte de Carlos III: Parejas reales. A veces sus tonos son algo fríos: La tienda.
La arquitectura y la escultura rococó se funden en el camarín y el transparente de la cartuja de El Paular (Madrid) y, sobre todo, en el sagrario de la catedral y la sacristía de la Cartuja de Granada, obras de Hurtado Izquierdo, que recarga al máximo una decoración abigarrada: curvas, contracurvas, pilastras salomónicas, abundancia de rocalla, etc., importando el rococó.
En Inglaterra se da en este siglo una corriente pictórica influida por los paisajistas holandeses que cultiva también el retrato con la elegancia adquirida de Van Dyck. Destacan Reynolds, Gainsborough y Hogart, quien posee otra faceta de crítica social.
A partir del descubrimiento, en Hispanoamérica se van dando los mismos estilos que en la metrópoli: Renacimiento, Barroco y churrigueresco, con influencia decorativa mudéjar mezclada a veces con elementos precolombinos. El primer monumento fue la Catedral de Santo Domingo, de fachada plateresca.
Se construyeron las catedrales de México, Puebla y Guadalajara. En el antiguo Perú las de Quito (hoy Ecuador) y también las de Cuzco y Lima.
El Barroco decorativo triunfa en Santa Prisca de Taxco y en la capilla del Rosario de Oaxaca (México), así como en la iglesia de la Compañía de Cuzco y San Francisco y San Agustín de Lima, concebida como fachada retablo.
El principal arquitecto fue Pedro de Noguera, natural de Barcelona, que trabajó en el templo de San Francisco de El Callao y en la sillería de coro de la Catedral de Lima, donde se hizo también cargo de la fachada al ser nombrado maestro mayor.
En imaginería, alcanzaron gran difusión las figuras de Martínez Montañés, importadas desde España para despertar el fervor popular. En pintura, destacan las escenas religiosas con iconografía indígena («arte indio cristiano»).