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El arte en el Creciente Fértil

MESOPOTAMIA ENTRE EL TIGRIS Y EL ÉUFRATES

La región de Mesopotamia se halla situada entre los ríos Tigris y Éufrates; su denominación, de origen griego, significa precisamente «en medio de ríos». Forma parte, junto con el valle del Nilo, del área conocida como Creciente Fértil debido a su figura geográfica de luna creciente. Fue cuna de importantes civilizaciones como la sumeria al sur y la acadia al norte. Sobre la primera se establecería, posteriormente, el Imperio babilónico, mientras que el asirio lo hizo sobre la segunda. El territorio fue ocupado más tarde por los persas, hasta que Alejandro Magno lo conquistó (s. IV a. C.) y, finalmente, se incorporó al Imperio romano. Sus etapas históricas son las siguientes:

El arte sumerio. El estandarte de la victoria

Las primeras muestras del arte sumerio son vasos, placas decoradas con relieves y esculturas exentas de pequeño tamaño, realizadas tanto en piedra como en metal, que exaltan la majestad del gobernante a través del tamaño jerárquico, esto es, de mayor envergadura que el resto de los personajes. Entre ellas, encontramos las del patesi Gudea de Lagash (h. 2200 a. C.), unas de cuerpo entero, otras sedentes, que muestran tipos rechonchos, con los ojos muy exagerados y la clásica sonrisa arcaica, expresionistas, de torso y pies desnudos, con los dedos entrelazados, vestidas con túnica en cuyo faldellín constan inscripciones cuneiformes; algunas fueron labradas en basalto, otras en diorita negra, rocas muy duras, por lo que se han conservado perfectamente. Otras figuras sedentes, con torso desnudo, faldellín de plumas, cabeza rapada y rostro barbado muy expresionista (grandes ojos desorbitados), representan personajes principales, como la del llamado el intendente Ebih-il cuyas manos se unen a la altura del pecho en señal de majestad. Habían sido restauradas, pero en el transcurso de la guerra de Irak de 2003 muchas sufrieron importantes destrozos a causa del pillaje en el Museo de Bagdad.

Entre las placas, hacia mediados del III milenio, se encuentra la estela de Ur-Nammu –en la que el rey aparece sometiendo al enemigo y como constructor del país–, la Estela de los Buitres –así llamada porque bajo los pies de los soldados aparecen los cadáveres de los enemigos, a los que se acercan perros y buitres– y el bajorrelieve de Ur-Niná, que representa en su parte superior la construcción de un templo, mientras que en la inferior se muestra la ceremonia de consagración del mismo; el monarca aparece sedente, con tamaño jerárquico y no hay perspectiva tridimensional.

A esta época (comienzos del III milenio), pertenece el estandarte de Ur (h. 2700 a. C.) en el que se narran los hechos de uno de los patesis o reyes sacerdote de la ciudad. Se trata de una caja de mármol, marfil y lapislázuli, labrada por sus dos caras: en una se representa la batalla y en otra la paz. Las escenas deben leerse de derecha a izquierda y de abajo a arriba, porque así es como escribían los sumerios. Las figuras se hallan dispuestas horizontalmente en diversos registros, la fila superior está ocupada por el grupo social dirigente y, además, el rango de los personajes se representa por el tamaño jerárquico, así como por la vestimenta: los vencedores se representan con ropas elegantes mientras que los vencidos se hallan harapientos e incluso desnudos.

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Una de las dos caras del estandarte de Ur (h. 2700 a. C.), en la que se representa la victoria de los sumerios frente a sus enemigos.Láminas de conchas de moluscos, lapislázuli y marfil. Museo Británico de Londres.

En la primera cara, se representa un banquete festejando la victoria. En la segunda cara, en la franja inferior, se desarrolla el combate: se ven los carros de guerra y los enemigos que han sucumbido. En la franja intermedia desfilan los prisioneros conducidos por sus vencedores vestidos de gala; y en la tercera y última, en el centro, aparece el monarca con los vencidos a un lado y sus soldados al otro. Las figuras se disponen en simetría traslatoria o procesional e isocefalia, es decir, todas las cabezas están a la misma altura. Los rostros muestran un gran expresionismo que se manifiesta en sus ojos exagerados, uno en cada cabeza. Esta pieza constituye un valioso documento histórico, pues nos ha transmitido una muestra auténtica de la indumentaria y las costumbres de su época.

La torre escalonada hacia el cielo

En arquitectura, los materiales empleados fueron el adobe y el ladrillo, por lo que apenas han llegado más que algunos restos hasta nosotros. Para embellecer los edificios se revistieron de azulejos esmaltados, decorados muchas veces con imágenes de animales fantásticos. Entre sus aportaciones, destaca la disposición de piezas radialmente, con lo que surgen por vez primera elementos constructivos basados en la línea curva: el arco y su proyección en el espacio, la bóveda.

La construcción por excelencia fue el zigurat, torre escalonada en cuya cima se levantaba el templo dedicado a la divinidad, que hacía también las veces de observatorio astronómico. Uno de los más importantes fue el de la ciudad de Ur, del que aún se conservan los restos del primer piso. Tenía más de veinte metros de altura y en su cima se hallaba el santuario del dios lunar Nanna, protector de la ciudad; el acceso se realizaba a través de una escalinata principal, a la que se unían otras dos secundarias en la primera planta. Los sumerios llamaban a su zigurat la «casa del fundamento del cielo y de la tierra», expresión que simbolizaba la unión de los seres humanos con la divinidad celestial.

Estas construcciones escalonadas, que se levantaban a base de plataformas superpuestas, guardan paralelismo con algunas pirámides egipcias, como la del faraón Zoser de la III dinastía (2686-2613 a. C.). La gran diferencia entre ambos monumentos reside, además de en el plano constructivo –puesto que las obras egipcias se rematan en vértice–, en el aspecto simbólico, sobre todo, ya que en Mesopotamia su función era de tipo religioso, al estar coronado el conjunto por un templo dedicado a la divinidad, mientras que en Egipto el único cometido era de tipo funerario, dedicadas a enterramiento. Sí guardarían los zigurats mesopotámicos relación por su finalidad religiosa con los teocallis mayas y aztecas del Nuevo Continente –un tipo de construcción del que hablaremos en el capítulo correspondiente–, ya que allí también estaban presididos por un templo. No obstante, existe una diferencia notable, ya que los precolombinos sirvieron también de tumba a distintos soberanos mientras que los mesopotámicos solamente fueron lugar de culto y observación astronómica. Por ser estos muy anteriores en el tiempo, deberían haber influido sobre los americanos, pero los contactos nunca se han probado, y establecerlos fuera de la ciencia ficción resulta imposible.

En el país de Akkad, situado en la Mesopotamia central, hacia 2300-2150 a. C., se desarrolló un arte más tosco, del que se han conservado pocas piezas exentas (algunos rostros muy expresionistas, como la cabeza de Sargón, que fue el fundador del imperio); la mayoría, por desgracia, se perdieron o deterioraron gravemente durante la referida guerra de Irak, en 2003, entre ellas, las doce tablillas de la Biblioteca de Asurbanipal que contenían el Poema de Gilgamesh (h. 2000 a. C.), considerado la narración escrita más antigua de la historia, que trata sobre las aventuras de este mítico rey-héroe, que probablemente vivió cerca del año 2600 a. C., y su amigo Enkidú, así como de un episodio similar al diluvio universal al que se refiere la Biblia.

La obra artística más importante de este período es la estela de Naram-Sin, en la que se representa en relieve al rey acadio victorioso ante los enemigos, que sucumben a sus pies. Estéticamente, presenta una adaptación de las figuras al esquema de marco (el artista anónimo buscó acoplarlas dentro del espacio existente), el tamaño jerárquico (el rey más grande que el resto de los personajes), la introducción del paisaje y la consecución del movimiento por medio de las posturas, en las que se aprecia cierta tendencia dinámica. El motivo solar, en la cima de la obra, representa el contacto entre el rey –con casco astado, símbolo de poder, y tres tipos de armas– y la divinidad.

El código que paga con la misma moneda

Durante el II milenio, destaca el arte desarrollado en la ciudad de Babilonia. El nombre, dado por los griegos, procede del acadio Bab-ilani: ‘puerta del cielo’. Los sumerios la llamaron Kadin-Gi-Ra: ‘puerta de dios’.

Entre los escasos restos que se conservan, debido a que el material más empleado fue el barro cocido, poco consistente, la obra principal es una pieza escultórica, en basalto, de más de dos metros de altura, conocida como estela de Hammurabi, famoso rey que fue contemporáneo del patriarca hebreo Abraham, hacia 1790-1750 a. C. según diversas cronologías, cuya labor fundamental fue el Código de Leyes que lleva su nombre y que figura grabado en dicha estela. En la parte superior, entre representaciones del Sol y la Luna, aparece el soberano de pie ante la figura sedente del dios Samash –con tiara de cuernos, símbolo de poder–, que le hace entrega del rollo que contiene la legislación –compuesta por 282 artículos escritos en caracteres cuneiformes–, en la cual se establecía, en materia penal, el pago con la misma moneda, o sea, la famosa Ley del Talión: «ojo por ojo y diente por diente», que aún hoy rige como costumbre en algunas partes de Oriente. En su virtud, cuando se infligía algún daño al prójimo, se recibía en castigo una sanción equivalente al perjuicio causado; por ejemplo, si el delincuente había quemado la casa de la víctima, se incendiaría la suya; si le había privado de un ojo, una mano o cualquier otra parte del cuerpo, se le amputaría a él la misma.

Junto a esta vengativa ley, se establecieron diversos derechos civiles de cierta modernidad (viudedad, orfandad) y mercantiles (la cuantía de los salarios o el interés prestatario, que alcanzaba el 38 %).

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Estela de Hammurabi (h. 1750 a. C.), con la representación del monarca recibiendo el código de leyes de manos del dios Samash, sedente, con falda de volantes. Diorita negra. Museo del Louvre, París.

Asiria: toros alados y bajorrelieves de caza y guerra

En cuanto al arte asirio, desarrollado a partir del III milenio a. C., el período de esplendor se halla entre los siglos X-VII a. C., fundamentalmente en las ciudades de Assur, Nínive y Khorsabad.

Entre sus restos artísticos de carácter arquitectónico, sobresalen los palacios monumentales, edificados en materiales frágiles pero ricamente decorados con ladrillos esmaltados, como el de la última ciudad mencionada, en el que pueden observarse toros alados androcéfalos de cuarenta toneladas de peso y más de cinco metros de altura –con cabeza humana barbada, cinco patas y alas aquilinas–, así como genios alados protectores –de cuerpo humano y cabeza de ave rapaz–, a modo de guardianes ante las puertas.

En el campo escultórico, se conservan diversos relieves y figuras de bulto que representan a reyes guerreros o en escenas de cacería, en las que cobran todo el protagonismo y, siguiendo las costumbres propias de la civilización asiria, de carácter rudo y belicoso, exaltan la fuerza y el coraje. Destacan las imágenes de Asurbanipal (s. VII a. C.), que aparece con la típica barba recta en una estética de hieratismo, expresionismo, frontalidad, falta de perspectiva, y volumen.

La gran pieza en bajorrelieve es la leona herida (Nínive, s. VII a. C.), por su crudo realismo, apreciable en el esfuerzo que hace para arrastrar las patas traseras, paralizadas por una flecha incrustada en su columna vertebral. El rugido de la fiera parece escucharse contemplándola: se conserva en el Museo Británico londinense.

Babilonia: una de las siete maravillas del mundo antiguo

La última etapa importante del arte babilónico se desarrolla durante el reinado de Nabucodonosor II (605-562 a. C.), hijo del rey Nabopolasar, que había vencido a los asirios y conquistado su capital, Nínive.

En este tiempo, los restos artísticos hallados se centran en el embellecimiento de la ciudad con el fin de mostrar el esplendor del imperio y la majestad y el poder del monarca. Se construyen en ladrillo las dos líneas de murallas que rodeaban la ciudad, divididas por ocho monumentales puertas de acceso, cada una dedicada a una divinidad. La más importante es la puerta de Isthar, decorada en azul intenso con representaciones a tamaño natural de leones y animales fantásticos (toros alados, dragones), realizados en ladrillos esmaltados de tonalidades verdes, azules y amarillas.

Desde esta puerta nacía la «Vía Sacra», que terminaba en el templo del dios Marduk, principal divinidad babilónica; incluía el palacio real y el zigurat o Etmenanki, definitivamente identificado con la mítica torre de Babel.

La otra obra importante de este reinado son los Jardines Colgantes de la ciudad, tenidos por una de las siete maravillas del mundo antiguo, una construcción escalonada de vergeles en honor a la reina Semíramis, que, según la tradición, añoraba la vegetación exuberante de su país. Los jardines daban al río, por lo que podían admirarse fuera de la línea de murallas y llamaban la atención por el exotismo y la variedad de sus hermosas plantas y grandes árboles.

El Imperio persa aqueménida: palacios y tumbas

Hacia el siglo VII a. C., los pueblos persas se extendieron rápidamente por toda Asia Menor, el valle del Indo y zonas de Tracia y Egipto, formando un vasto imperio.

El arte persa aqueménida, cuya denominación proviene de la dinastía reinante entre los años 560-331 a. C.,
iniciada por Ciro el Grande, se desarrolló principalmente en terreno iraní, aunque bajo su órbita quedó toda Mesopotamia. Anterior a los aqueménidas tuvo lugar el Imperio de los medos (650-560 a. C.), que ha dejado pocos restos.

La religión persa fue el mazdeísmo, reformado por el profeta Zaratustra o Zoroastro. Se basaba en la existencia de dos divinidades de signo contrario cuya pugna era constante: Ormuz –el bien– y Arimán –el maligno–. El rito más sublime era el del fuego, símbolo del Ahura Mazda, la divinidad suprema.

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Detalle del friso de los Arqueros, o Inmortales (ss. VI-V a. C.). Museo del Louvre, París. Adornaba el palacio de Susa, en ladrillo vidriado y policromado. Obsérvese la típica barba persa en forma triangular.

En arquitectura, las construcciones principales fueron los palacios y las tumbas. Entre los primeros, destacan el de Pasagarda –construido por el emperador Ciro– y el de Persépolis –bajo el mandato de su hijo Darío y de su nieto Jerjes–, que es el mejor conservado. Está edificado sobre un basamento de piedra al que se accede por una doble rampa con escalinatas que conducen hacia una entrada monumental, adintelada, flanqueada por toros alados de cabeza humana barbada –similares a los asirios, pero de cuatro patas en lugar de cinco como aquellos–, y alas vueltas hacia arriba. Cerca, se encuentran las grandes salas hipóstilas de recepción o apadanas, de cubierta plana sobre entablamentos de madera, cuyas columnas presentan capitel con volutas y toros arrodillados unidos por el dorso, modelo que llegará al valle del Indo. El conjunto, adornado con relieves, se articulaba en torno a un gran patio central de planta cuadrada, al que daban las dependencias reales.

Entre las tumbas, destacan la del emperador Ciro, cerca de Pasagarda, formada por un edículo de piedra sobre una estructura escalonada, con cubierta a dos aguas; y la de Darío, en Persépolis, de tipo hipogeo, excavada en la roca, con gran fachada cruciforme y puerta adintelada, flanqueada por columnas adosadas que sujetan el entablamento, en las que se representan, en relieve, escenas de guerra y conquista, así como personajes que hacen referencia a las satrapías o provincias que llegó a gobernar Darío, tal como reza una inscripción: «[...] mira a las gentes que sostienen mi trono y comprenderás cuán lejos fue la lanza del persa».

La escultura es similar a la asiria en cuanto a los tipos, aunque mucho más esbelta. Destacan los relieves decorativos en tumbas y palacios, entre los que sobresale el friso de los arqueros o de los inmortales (520-486 a. C.) del palacio de Susa, en ladrillo vidriado y policromado, cuyas figuras, que lucen la clásica barba persa triangular cortada a pico –en lugar de recta, como las asirias–, muestran simetría procesional e isocefalia. Representan a los diez mil hombres de la guardia del rey y llevan el apodo de «inmortales» porque cada vez que caía alguno en combate era sustituido por otro, de manera que siempre hubiera el número inicial luchando.

Los restos en pintura son escasos; lo más característico se halla en la policromía de las esculturas y los ladrillos esmaltados.

LA CIVILIZACIÓN EGIPCIA EN TORNO AL NILO

En el antiguo Egipto la vida sólo fue posible gracias a las aguas del Nilo. Fuera de esa franja irrigada que se extiende por el país de sur (Alto Egipto) a norte (Bajo Egipto), siguiendo el curso del río, sólo existen las tierras rojas del desierto. Hacia el mes de junio, el Nilo se desborda e inunda el valle. Tras la retirada de las aguas, una fértil capa de tierras húmedas, o limo, permitía la siembra de los campos y el desarrollo de otras actividades agrícolas.

Un mundo presidido por el más allá

El arte egipcio se halla estrechamente relacionado con la religión y la muerte. Decía el historiador griego Herodoto que «los egipcios son los más religiosos de todos los hombres».

En la religión egipcia se pueden distinguir dos grandes temas: culto a los dioses y creencias funerarias. Respecto al primero, practicaban el politeísmo, es decir, creían en muchos dioses; los principales eran Ra o Amón Ra (dios del Sol), Osiris (dios de la resurrección), su hermana gemela y esposa Isis (madre de los dioses), Hathor (representada con cabeza de vaca), Anubis (cabeza de chacal) y Toth (benefactor, con cabeza de ibis). Asimismo, el faraón se consideraba un dios viviente en la tierra que se identificaba con Horus en este mundo y con Osiris en el más allá.

En cuanto al culto funerario, en él se funden tres aspectos diferentes: el subterráneo, basado en la creencia de que los muertos siguen viviendo en las entrañas de la tierra, por lo que ha de proveérseles de todo lo necesario para su subsistencia hasta el regreso del alma o ; el sideral, relacionado con el alma del difunto, la cual se refugia en las estrellas del cielo del delta; y el solar, relacionado con el faraón, quien alcanza la «barca del sol» de Osiris para viajar eternamente de oriente a poniente.

Creían en la otra vida y por ello preservaban el cuerpo con el fin de que a él retornara el después de superar el juicio de los muertos. De ahí los complicados ritos de momificación y embalsamamiento de los cadáveres, así como la construcción de las grandes tumbas: mastabas primero, luego pirámides. Una estatua del difunto montaba guardia por si el juicio se demoraba y el cuerpo, a pesar de la momificación, llegaba a corromperse. En igual sentido deben entenderse las numerosas inscripciones jeroglíficas y pinturas que ilustraban la última morada.

Los principales períodos históricos de Egipto y sus datos más significativos se hallan en el siguiente cuadro resumen:

AÑOS (a. C.)

ETAPAS

DINASTÍA

FARAONES

OBRAS

3100-2686

Arcaica o tinita

I-II

Narmer o Menes

Bajorrelieves

2686-2181

Imperio antiguo o menfita

III-VI

Zoser, Keops, Kefrén, Micerino

Pirámides,

esfinge de Gizeh

2181-2040

I fase intermedia

VII-X

2040-1786

Imperio medio tebano

XI-XII

Menthuotep, Amenemeht

1786-1567

II fase intermedia

XIII-XVII

Invasión hicsos

1567-1085

Imperio nuevo tebano

XVIII-XX

Hatshepsut,

Tutmés III, Amenofis IV: Akhenatón, Tutankhamón, Ramsés II

Templos: Luxor, Karnak, Abú Simbel, Deir-el-Bahari. Escuela de Tell-el Amarna

1085-1030

Época tardía saíta

XXI-XXX

Psamético

Capital Sais

525

Invasión persa

XVII

Cambises, Darío

332

Período ptolemaico

XXX

A. Magno, Ptolomeo

30

Cleopatra

Conquista romana

La época tinita: el faraón de doble nombre

Hacia el año 3100 a. C., un legendario caudillo, al que se ha dado el nombre de Narmer, también conocido como Menes, logra unificar todo el país, que se hallaba dividido en dos grandes zonas: el Alto Egipto, al norte, en el área del delta, y el Bajo Egipto, al sur, en el valle. Crea, así, el primero de los imperios que se sucederán en la historia del país del Nilo: el Imperio arcaico o tinita, que comprende las dos primeras dinastías faraónicas y recibe ese nombre porque su capital era la ciudad de Tinis.

Entre los escasos restos artísticos de esta época destaca la paleta de Narmer, hacia 3050 a. C., una placa de pizarra decorada con bajorrelieves en cuyo anverso se representa, golpeando a los enemigos, la figura del faraón con la tiara imperial sobre su cabeza, en tamaño jerárquico –más grande que el resto de los personajes–, mientras que en el ángulo superior derecho, un halcón –símbolo del dios Horus– vigila y preside la escena; en la cara posterior, situados en la franja central, aparecen dos animales entrelazados por sus cuellos.

Otra pieza destacable de esta época es el cuchillo de Gebel el-Arak, en cuyo mango, decorado en relieve, se muestran escenas bélicas en una composición escalonada en cuatro pisos.

En cuanto a las tumbas, consistían en simples oquedades en la roca o en el mismo suelo, donde se introducía el cadáver envuelto en piel de vacuno. Luego, se cubría con tierra o se taponaba el orificio, según fuera el enterramiento en el suelo o en la roca.

Las primeras edificaciones funerarias fueron mastabas, término de origen árabe que significa ‘banco’. Son construcciones en forma de pirámide truncada, realizadas con grandes sillares de piedra rectangulares; poseen una puerta falsa, de despiste, y la entrada real se encuentra en la parte superior del edificio. En el interior, un corredor lleva hasta una pequeña estancia, llamada sirdab, donde se guardaba la estatua del difunto; en el subterráneo, un pozo conduce a la cámara sepulcral, en la que se depositaba el sarcófago con la momia y se tapiaba con una gran losa.

El Imperio antiguo: la altura de las pirámides por la sombra de un palo

Hacia el año 2650 a. C., sube al poder el faraón Zoser, que traslada la capital desde Tinis a la ciudad de Menfis, iniciándose así el llamado Imperio antiguo o menfita, que se extenderá hasta el año 2200 a. C. aproximadamente, abarcando las dinastías III a VI. A partir de este reinado es cuando comienza la construcción de las grandes pirámides que servirán de impresionantes tumbas para los monarcas.

Las pirámides tuvieron su apogeo con los faraones de la IV dinastía, que edificaron en Gizeh las tres que llevan sus nombres: Keops, Kefrén y Micerino, y desde entonces, las mastabas quedaron destinadas a la clase noble. La pirámide constituye la máxima expresión de la arquitectura egipcia por su colosalismo; y encontramos tres variantes: triangular, que es la más común, como las citadas de Gizeh; de doble perfil o romboidal, para evitar su derrumbamiento, como la de Snofru, en Dahshur, hacia 2550 a. C.; y escalonada, como la que se alza en Saqqarah, correspondiente al citado faraón Zoser, y que puede interpretarse como una sucesión de mastabas superpuestas y coronadas por un bloque cúbico hasta los sesenta metros de altura.

Las pirámides están constituidas por una puerta de entrada, otra falsa y una serie de intrincados pasillos que llevan a la cámara mortuoria donde está el sarcófago del faraón, con su fabuloso ajuar funerario. Próxima, se halla la cámara de la reina. Existe también un pequeño templo aéreo anexo. La pirámide más impresionante por su tamaño es la del faraón Keops, cuyos ciento cuarenta y nueve metros de altura no fueron superados por ninguna obra humana hasta que el ingeniero Eiffel construyó en París la torre que lleva su nombre en 1889.

Es conocido que Tales de Mileto, estando en Egipto, por su fama de sabio, fue requerido para medir la altura de dicha pirámide. Pidió un palo, una cuerda y un ayudante. Calculó que la sombra proyectada por su propia altura debería guardar una proporción similar a la sombra de la pirámide. Dibujó en la arena un círculo con un radio equivalente a su estatura y se situó en el centro. Cuando la longitud de su sombra llegó al borde de la circunferencia, indicó al ayudante que colocara el palo en el extremo de la sombra de la pirámide. Con la cuerda midieron la distancia que lo separaba de la base de la pirámide y supieron la altura de la gran obra.

El auge de estas edificaciones funerarias entre los egipcios se debió a su creencia en la vida de ultratumba, primero reservada sólo para los faraones, y más tarde, también para las clases privilegiadas. En estas imponentes construcciones, el cuerpo del difunto debía esperar el «Juicio de los Muertos» para pasar a la vida del más allá. Por ello, proveían a los cadáveres de alimentos y todo lo necesario para subsistir durante su espera, mientras el defendía su causa ante el tribunal de Osiris. En sus tumbas, los nobles egipcios colocaban figuritas que representaban a sus criados, creyendo que podrían despertarles en la otra vida para que les sirvieran.

Las pirámides constituyen un excelente reflejo de la jerarquía social egipcia, una sociedad fuertemente estamentada en cuya cima se hallaba el faraón; debajo, las clases aristocráticas, religiosas y civiles; después, los campesinos y artesanos; y, en el último estrato, los siervos, puesto que en Egipto no existieron esclavos propiamente dichos, aunque los mismos campesinos, a causa de las deudas contraídas, acabaron siendo esclavizados. Sí se consideraron como tales los enemigos capturados en las guerras frente a otros países, que contribuían a la construcción de obras monumentales (pirámides, templos), junto con los labriegos, los cuales durante unos tres meses al año no tenían trabajo a causa de las crecidas del Nilo.

La desnarigada esfinge de Gizeh

La gran esfinge de Gizeh –realizada en roca caliza, de unos cincuenta y cinco metros de longitud y veinte de altura, de los cuales cinco corresponden a la cabeza– es una monumental escultura de carácter fantástico que se encuentra cerca de la ciudad de su mismo nombre. Esta esfinge representa, según se cree, al faraón Kefrén, y combina una cabeza humana –símbolo de la inteligencia del rey– con el cuerpo de un león –símbolo de la fuerza del sol–. Estuvo policromada: en rojo el cuerpo y la cara, y con rayas amarillas y azules el nemes o cofia que cubría la cabeza.

Para los egipcios, una esfinge era «la imagen viviente». Según narra un historiador del siglo XV, al observar cómo los campesinos adoraban la hierática y solemne belleza de la esfinge, un jeque mameluco, celoso, mandó desfigurarla. En el hueco de la nariz puede observarse la entrada de dos grandes cinceles, uno desde arriba y otro desde la aleta derecha, que rompieron el majestuoso rostro. La barba postiza se encuentra en el Museo Británico de Londres.

Artísticamente, no es más que la expresión del colosalismo que presidía las construcciones egipcias. Andando el tiempo, durante el Imperio nuevo, volverán a realizarse otras obras de este tipo, como por ejemplo, los colosos de Memnón, dos estatuas sedentes gigantescas (dieciocho metros de altura), en cuarcita, que representan al faraón Amenhotep III, de la XVIII dinastía.

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La enigmática esfinge de Gizeh, cuyo rostro fue desnarigado por un mameluco celoso de su hierática belleza, se cree que representaba al faraón Kefrén. Al fondo, la pirámide de Keops. Foto: Ramiro Flórez.

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Uno de los llamados colosos de Memnón. Imperio nuevo. Se trata de dos estatuas sedentes gigantescas que representan al faraón Amenothep, de la XVIII dinastía y alcanzan los dieciocho metros de altura, símbolo del colosalismo del arte egipcio. Foto: Ramiro Flórez.

La escultura, presente en los tres imperios

La escultura egipcia cultivó los dos tipos: exento o de bulto redondo y relieve. Respecto al primero, es en el Imperio antiguo cuando se realizan las obras más conocidas: los grupos del príncipe Rahotep y su esposa Nofret, del enano Seneb o del faraón Micerino –que adelanta un pie para simular movimiento–, al igual que la figura en madera de Cheik-el-Beled, conocida como el Alcalde.

Destaca también, en su captación de la vida cotidiana, la del escriba sentado, pequeña escultura sedente de 53 centímetros de altura, en piedra caliza policromada, de carácter funerario y autor anónimo, fechable hacia los años 2480-2350 a. C. Se descubrió, en 1850, en el interior de una tumba de la necrópolis de Saqqarah. De composición piramidal, los pies son la base y el vértice, la cabeza. La tonalidad de la piel, rojiza, es la habitual para las representaciones masculinas; el color claro se empleaba para el cuerpo de las mujeres. La atención del artista se centró en el rostro, en el que destaca la viva mirada de sus ojos, realizados con pasta vítrea, así como la prominencia de sus pómulos para realzar la mirada. Su postura fría, distante, llama al hieratismo, mientras el realismo se apodera de manos y pies –en los que pueden apreciarse hasta las uñas trabajadas– y de brazos y piernas, en los que llegan a resaltarse músculos y tendones. Por su carácter funerario, recuerda al difunto a quien debió de sustituir en las ceremonias; era la manera para que el ká, a su regreso, hallara mejor el cuerpo para habitarlo si la momia se había ido deteriorando con alguna tardanza excesiva. La postura sedente, con los pies cruzados, era la habitual para realizar su trabajo, uno de los más valorados en la sociedad egipcia, como demuestra el testimonio de un padre que intenta convencer a su hijo de que el mejor oficio es el de escriba:

¿Te acuerdas de la condición del campesino cuando se tasa la cosecha? Las hormigas se comen la mitad del grano y el hipopótamo se le lleva el resto. Viene el funcionario del impuesto y dice: «Danos el grano». Pero ya no hay. Lo golpean y lo tiran al pozo [...].

He visto al herrero con las manos como la piel de un cocodrilo, apestaban más que un pescado [...]. El picapedrero acaba su faena con los brazos destrozados [...]. El barbero va de calle en calle buscado clientes y se rompe los brazos para llenar el estómago [...]. El tejedor, acurrucado con las rodillas en el pecho, se ahoga en el aire irrespirable [...]. El panadero se quema las manos con el fuego [...]. El pescador está peor que nosotros, trabaja sobre el río, donde le esperan los cocodrilos [...].

Papiro Anastasio, 1500 a. C.

En el Imperio medio, la estatuaria, como las artes en general, decae enormemente y los restos son escasos. Los retratos se vuelven más realistas, como se puede apreciar en los de Sesostris y Mentuhotep. Asimismo, aparecen las que se conocen como estatuas-cubo, imágenes en serie talladas en piedras duras que representan geométricamente el cuerpo humano, del que sólo se individualizan la cabeza y los pies.

Durante el Imperio nuevo, descuellan las estatuas de Tutmés III y de Ramsés II. En la época del faraón Amenofis IV, la primacía artística pasó a la escuela de Tell-el-Amarna, lugar en la margen derecha del río Nilo a donde se trasladó la capital del país. En esta escuela se da una tendencia a la representación de cabezas rapadas y ovaladas, con algún rasgo realista, y en ocasiones rostros negroides, fruto de los contactos que por esos tiempos mantuvieron los egipcios con pueblos del interior de África. Como ejemplos, diversos rostros del faraón Amenofis IV y, especialmente, el busto policromado de la reina Nefertiti o Nefertari, que a pesar de faltarle un ojo ha llegado hasta nosotros en perfecto estado de conservación.

En cuanto a los relieves, estos aparecen en las paredes de tumbas y templos como elemento esencial de la arquitectura, junto a inscripciones jeroglíficas que hablan de los poderes de los dioses, las hazañas del faraón y los esfuerzos cotidianos del pueblo obrero y campesino. Se utiliza la técnica del rehundido o huecorrelieve –mediante el vaciado de los contornos de las figuras– y la del alto, medio o bajo relieve, según los cuerpos sobresalgan más de la mitad, la mitad o menos de la mitad de su bulto. Característica general en todas las representaciones es la llamada ley de la frontalidad, por la que la cabeza y el cuerpo se representan de perfil, mientras el único ojo de la cara y el tronco están de frente al espectador.

El Imperio nuevo: los hipogeos del Valle de los Reyes

En el Imperio nuevo surge un tipo de templo, excavado en la roca de la montaña, conocido como speos, cuya finalidad era únicamente funeraria y se dedicaba al recuerdo de un faraón. Los más destacados son los de Abú Simbel y Deir el-Bahari.

Abú Simbel: cuatro veces Ramsés II

En este lugar existen dos templos, excavados en la roca, que fueron construidos por Ramsés II para conmemorar su victoria –el tratado de paz– frente a los hititas después de la batalla de Kadesh (h. 1274 a. C.). El mayor de ellos está dedicado al culto del propio Ramsés y de los dioses Amón, Ra Horajti y Ptah. El otro templo se dedicó a la diosa Hathor y a la esposa del faraón, Nefertari Meritenmut.

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Sobre la ardiente arena del desierto, fachada del gran templo de Abú Simbel, muy frecuentado por los turistas, con las cuatro estatuas colosales que representan sedente al faraón Ramsés II, artífice de la obra. Foto: Ramiro Flórez.

El gran templo de Ramsés, terminado hacia 1265 a. C., posee una fachada de treinta y tres metros de altura por treinta y ocho metros de ancho, en la que, esculpidas en la roca, se hallan cuatro grandes estatuas sedentes que representan al faraón en su trono con la doble tiara del Alto y Bajo Egipto. Cada una mide unos veinte metros. A los pies de los colosos, se realizaron otras estatuas de pequeña estatura –tamaño jerárquico– que representaban a la madre, la esposa y los primeros hijos del faraón.

Sobre la entrada se halla un bajorrelieve que muestra al rey adorando a Ra Horajti con cabeza de halcón, un jeroglífico en su mano derecha y la pluma de Maat (diosa de la verdad) en la izquierda. La fachada está encabezada por veintidós babuinos, cuyos brazos, extendidos en el aire, adoran al sol naciente. En una estela se observa el matrimonio entre Ramsés y una hija del rey de los hititas, convenido para sellar la paz.

En el interior, la sala hipóstila –con dieciocho metros de largo y diecisiete metros de ancho– se halla sostenida por ocho grandes pilares que representan a Ramsés como Osiris, dios de los muertos y la resurrección. Las estatuas de la izquierda llevan la corona blanca del Alto Egipto, mientras que las de la derecha, la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. En los bajorrelieves de los muros se observa al rey en su carro lanzando flechas contra enemigos en retirada. En la sala siguiente se representan a Ramsés y Nefertari en las barcas sagradas de Amón y Ra Horajti. En la cámara santa, talladas en la roca, se encuentran las estatuas sedentes del faraón y los dioses Ra Horajti, Amón y Ptah.

Los egipcios, grandes observadores del firmamento, supieron orientar la construcción de manera que durante los días 21 de octubre y 21 de febrero (61 días antes y 61 días después del solsticio de invierno) los rayos solares penetraran hasta el santuario, iluminando las estatuas sedentes, excepto la del dios Ptah, que, por pertenecer al inframundo, siempre permanece en penumbra.

En la fachada del templo de Nefertari, talladas en la roca, se esculpieron seis estatuas: cuatro de Ramsés II y dos de su esposa. Todas son de igual tamaño, algo inusual ya que al faraón siempre se le representaba más grande. La entrada conduce a una sala con seis columnas de capiteles hathóricos (decorados con la cabeza de la diosa Hathor).

En la sala contigua se observan escenas que muestran a Ramsés y a su esposa ofreciendo sacrificios a los dioses. Tras esta sala se encuentra otra que muestra motivos similares. Al fondo del templo se halla el santuario, que contiene una estatua de la diosa Hathor.

La tumba de Hatshepsut, la reina faraón

En Deir el-Bahari –que literalmente significa ‘el convento del Norte’–, en el Alto Egipto, frente a la antigua ciudad de Tebas, existe un complejo de templos funerarios y tumbas que se excavó en la roca, precedido de patios con columnas construidas sobre sucesivas terrazas, a las que se accede mediante rampas que se integran con la escarpada ladera de la montaña. Esta espectacular simbiosis entre arquitectura y naturaleza fue un alarde del arquitecto Senenmut (h. 1500 a. C.) con la intención de asombrar con su pericia.

El templo funerario de Hatshepsut (h. 1490-1470 a. C.), construido en el lugar donde cinco siglos antes se levantó el de Mentuhotep, consta de tres terrazas que guardan la estructura clásica: pilono, sala hipóstila, capilla y santuario. En el interior del templo, los relieves narran el nacimiento divino de la reina faraón, quien proclamó al pueblo que su verdadero padre era el dios Amón. Los textos y temas pictóricos también cuentan asuntos relacionados con su reinado. Existe igualmente una imagen de Hatshepsut representada como faraón masculino, realizando ofrendas a Horus y, a su izquierda, el símbolo del dios Osiris. Su nombre significa «la primera de las nobles damas». A la muerte de su padre, Tutmosis I, se sentó en el trono un hermanastro bastardo, Tutmosis II, pasando ella a convertirse en gran esposa real. Tras la pronta muerte de Tutmosis II, accedió al trono Tutmosis III, también bastardo; pero Hatshepsut consiguió dar un golpe de Estado con la ayuda del arquitecto Senenmut, entre otros, y se autoproclamó faraón, asumiendo atributos masculinos y haciéndose representar incluso con barba postiza.

Los templos aéreos: Luxor y Karnak

Los templos egipcios, aunque edificados ya en los primeros tiempos, no alcanzaron su tipología definida hasta el Imperio nuevo, con las dinastías XVIII y XIX. Se trata de construcciones adinteladas, basadas en la línea recta, ya que los egipcios no utilizaron el arco ni la bóveda. Las piedras se extraían con mazos de las canteras en bloques que se transportaban a través del Nilo hasta el lugar de la obra. No empleaban la polea, sino que levantaban las enormes piezas con palancas.

El templo era el centro de los asuntos políticos así como de la actividad espiritual: conectaba el planeta Tierra y el cosmos. En él se almacenaban grandes cantidades de cereales, cerveza y carne. Se edificaban en las proximidades del río precedidos del dromos o avenida de esfinges con cabeza de carnero –alusivas a Amón en su forma animal–, que conducía a los pilonos o puertas monumentales, en las que se representaba al faraón matando a sus enemigos para impresionar a los embajadores extranjeros. Delante, se disponían dos grandes obeliscos monolíticos de más de veinte metros de altura –que ejercían, además, como pararrayos–, también esculpidos con escenas alusivas a la vida del faraón o a hechos sobresalientes de su reinado. Las puertas de entrada se labraban en madera de cedro. Traspasando los pilonos, se entraba a la sala hipetra, descubierta; a continuación, la sala hipóstila, cuyas columnas se elevaban más en la zona central para facilitar la iluminación del recinto; y, al fondo, la cámara santa, con la estatua del dios y una dependencia para guardar la barca en la que se sacaba en procesión a Amón los días festivos (a esta estancia sólo tenían acceso el faraón y los sacerdotes). Se trataba de un culto de carácter privado, no de tipo público como el cristiano, por ejemplo.

Los templos más importantes fueron Luxor y Karnak (en egipcio, Ipet-Isut, ‘el lugar más divino de todos’). La sala hipóstila de Karnak se construyó en tiempos de Ramsés II. Cuenta con 134 columnas, algunas de veinticuatro metros de altura, para señalar el poder del faraón, magnificado por sus doce estatuas en granito de hasta catorce metros de altura. Los capiteles papiriformes o campaniformes –ambos en forma de flor abierta– simbolizan la separación entre la tierra y el cielo. También los hay lotiformes, palmiformes y hathóricos, en alusión a la diosa. Los fustes de las columnas se adornaban con relieves que narran las gestas del faraón. Existían otros templos y capillas menores dentro del conjunto, dedicadas a distintas divinidades.

LA TUMBA INTACTA DE TUTANKHAMÓN

El 4 de noviembre de 1922, el británico Howard Carter, en una expedición sufragada por lord Carnarvon, encontró, en el Valle de los Reyes, la tumba del joven faraón –muerto a los diecinueve años– que a partir del primer aniversario de su reinado restauró el culto al dios Amón, cambiando su primer nombre, Tutankhatón –que representaba el monoteísmo de su padre y antecesor, Amenofis IV, llamado Akenatón: servidor de Atón, el disco solar–, por el que significaba la vuelta al culto del dios de siempre: Tutankhamón. A partir de estudios de ADN y radiológicos, efectuados en 2010, se han podido comprobar, por un lado, la edad aproximada que tenía a su fallecimiento –basándose en que los huesos de sus extremidades no habían alcanzado a soldarse totalmente y las suturas de su cráneo aún no se habían cerrado– y, por el otro, la paternidad de su antecesor en el trono. Asimismo, han logrado despejarse las dudas que siempre existieron sobre su temprana muerte: no fue asesinado, como llegó a creerse al haber una fractura craneal –que en realidad era un fragmento óseo, quizá desprendido cuando Carter sacó la momia del sarcófago–, sino que la muerte le sobrevino por una infección de malaria, causada a través de una fractura del fémur izquierdo que se terminó necrosando.

Fue uno de los descubrimientos más notables de la arqueología, debido a la gran cantidad de restos que contenía. «Sí. Veo cosas maravillosas», fue la respuesta de Carter a la pregunta que su mecenas le hizo cuando le seguía a corta distancia mientras se introducía en la antecámara.

El plano de la tumba es el siguiente: una vez traspasada la estrecha entrada de 1,60 metros, se accede por una escalera de cuatro metros de largo, atravesando la primera puerta, a un corredor de 1,70 x 7,60 metros; una segunda puerta conduce a la que se llamó antecámara, de ocho metros de ancho y 3,60 metros de largo, en la que se hallaron cofres con ropa y objetos personales, así como armas, vestidos e incluso comida, que los sirvientes habían depositado para la larga espera que quizá el cuerpo del faraón difunto tenía por delante hasta el regreso del . Hacia el oeste, otra pequeña puerta conduce a un habitáculo bautizado como anexo, de 2,90 x 4 metros, en el que se disponían camas, sillas, vasijas, ungüentos, juegos y cajas con alimentos. En la pared norte de esta estancia, una puerta conduce a la cámara funeraria, de 6,40 x 4,03 metros,
donde se hallaban tres ataúdes antropomorfos, uno dentro de otro, de madera chapada en oro los dos primeros y de oro macizo el último, encajados en su sarcófago de cuarcita roja que contenía la momia del faraón, con la cabeza y los hombros cubiertos por una impresionante máscara de oro y lapislázuli con ojos de obsidiana. Cuando creían que ya todo estaba descubierto, adosada al este, tras una puerta disimulada en el muro, se encontró, al fin, la cámara del tesoro, de 3,50 x 4 metros, donde se hallaban, junto a los vasos canópeos, que contenían las vísceras de Tutankhamón, estatuillas, armas (46 arcos), carruajes de madera revestida con oro e incrustaciones de cristal, joyeros, barcas y hasta 130 cetros y bastones diferentes de ébano, marfil, plata y oro, no por amor al coleccionismo, sino porque el faraón, por un defecto en ambos pies –que ha podido observarse radiografiando su momia–, los necesitaba para caminar. En un trono de madera revestido en oro, con pastas vítreas de diversos colores y piedras preciosas, se representa al faraón con su esposa en una escena cotidiana.

Sobre todas las piezas, destaca la ya citada máscara, que representa el rostro hierático del joven faraón tocado con su neme de rayas azules y doradas, y que muestra sobre la frente las imágenes del buitre y la cobra, símbolo de la destrucción de sus enemigos. La barba alargada, que pende de su mentón, representa la fuerza. Llevaba un pectoral de oro colgado al cuello, con la imagen del dios Horus para protegerle y, en la cadera derecha, un cuchillo de oro. En las manos, cruzadas sobre el pecho como era de rigor, sujeta el cetro, que recuerda la estabilidad del reinado, y el flagelo, el poder sobre los productos del país.

Los ajuares funerarios nos han prestado una importante ayuda para conocer la joyería y las artes menores: broches, brazaletes, pulseras, collares y piezas de adorno que se lucían en la corte egipcia.

La pintura al fresco: características

A pesar de cultivarse en todas las épocas de la historia egipcia, los mejores restos de pintura al fresco proceden del Imperio nuevo y nos han llegado, fundamentalmente, por las decoraciones que se realizaban en tumbas y palacios, en las que se muestra una rica variedad cromática. Los colores son planos, carentes de gradación, con preferencia por el negro (obtenido de ahumados) para delimitar contornos, el blanco (cal o tiza), el verde (malaquita) y el rojo (arcilla).

Además del fresco se empleó la técnica del temple opaco, que consiste en mezclar la pintura con agua de goma y clara de huevo, aplicando encima un barniz para proteger la obra y proporcionarle brillos y matices.

En dicha época se desarrolla una corriente que tiende a la temática religiosa y a la plasmación de escenas costumbristas y anecdóticas: cazas, banquetes, las orillas del Nilo, etc. Los mejores ejemplos pueden verse en las paredes de las tumbas de Sennefer (h. 1410 a. C.), Sennedjem (h. 1290 a. C.), Nebamón y Najt, Tebas (h. 1400 a. C.), así como en algunos fragmentos del tema conocido como «banquete de la fiesta del Valle».

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Detalle de un fresco egipcio correspondiente al Imperio nuevo, en el que se aprecia la disposición de los personajes siguiendo la ley de la frontalidad.

Alcanzó una gran expansión el Libro de los Muertos, rollos de papiro que contenían escenas sobre el pasaje al otro mundo, que los sacerdotes colocaban entre las tiras de la momia del difunto. Se representaba al difunto compareciendo ante el tribunal de Osiris, conducido por el dios Anubis (cabeza de chacal), quien extraía el corazón y lo colocaba en una balanza, en la que el contrapeso era la pluma de Maat (diosa de la verdad). A medida que iba haciendo memoria de sus obras, el corazón iba ensanchándose. Si al final, puro de cargas, pesaba menos que la pluma, pasaba a la vida eterna; de lo contrario, sería devorado por el monstruo Ammit, que, expectante, abría sus fauces. El dios Toth, con cabeza de ibis –considerada un ave benefactora porque limpiaba de carroña las riberas del Nilo–, iba anotando el resultado. El encausado se defendía ante Osiris, dios de los muertos, con esta oración:

No cometí ningún fraude contra los hombres.
No atormenté a la viuda,
no mentí ante el tribunal,
no conozco la mala fe,
no hice nada prohibido…
¡Soy puro, soy puro, soy puro!

Pueden citarse como ejemplos los papiros de Hunefer (h. 1275 a. C.) o de Ani (h. 1300 a. C.).

La composición de los papiros y frescos sigue los mismos pasos que el relieve, es decir, el principio básico es la ley de la frontalidad: solamente se representa un ojo en el rostro, que mira de frente al espectador, con un tamaño exagerado porque pretende simbolizar el alma o ; hieratismo y expresionismo, tamaño jerárquico, adaptación al marco –situando los personajes en los espacios libres de la escena a base de posturas– y cierto estatismo que se va superando a partir del Imperio nuevo, adelantando el pie, recurriendo a algún ilusionismo, pero sin buscar la tercera dimensión. Por la tendencia –no habitual– a rellenar todos los huecos de la composición, puede apreciarse horror vacui. El faraón aparece con sus atributos: la doble corona, alta y blanca –símbolo de poder sobre el Alto Egipto–, y baja y roja –símbolo del dominio sobre el Bajo Egipto–; en la frente lleva la cobra sagrada y el buitre –que representan la destrucción de los enemigos–, mientras que la barba encarna la fuerza. Sobre el pecho cruza ambos brazos portando el cetro, símbolo del poder terrenal, y el sistro o látigo, emblema del poder sagrado y el dios Osiris.

La muerte de Cleopatra es la de Egipto

A partir de la dinastía XXI comienza la denominada Época Baja, la decadencia. Primero serán los libios y luego los temibles Pueblos del Mar –licios, sardos, aqueos, sicilianos–, quienes prácticamente darán el golpe de gracia al Imperio egipcio. El país se divide en varios reinos y se produce la entrada de los etíopes en el 725 a. C. y, más tarde, en el 671 a. C., la de los asirios del rey Asarhadón y su hijo Asurbanipal.

No obstante, dentro de este caos, surge el faraón Psamético, quien reorganiza el país y lleva la capital a Sais, produciéndose durante su reinado un breve renacimiento cultural denominado renacimiento saíta. Durante esta época, se busca en las artes la elegancia, pero, en ocasiones, se cae en una gran solemnidad y realismo. Arquitectónicamente, hay escasos restos, ya que los monumentos se realizaron en la zona del delta, donde el clima húmedo no favoreció su conservación. Este renacimiento fue cortado en el 525 a. C., con la invasión de los persas del rey Cambises.

En el 332 a. C. llegaron a Egipto las tropas de Alejandro Magno, quien se proclama faraón y, vestido a la usanza egipcia, rinde culto a Amón para identificarse, según era su costumbre, con los pueblos conquistados. En los jeroglíficos del templo de Karnak se conserva un relieve con la inscripción «Alejandro faraón». Entre las numerosas ciudades que fundó por todo su imperio, la principal estuvo en Egipto: Alejandría, en el delta del Nilo.

A la muerte de Alejandro, reinará en Egipto la última dinastía, la de los ptolomeos o dinastía ptolemaica, época en la que el helenismo domina las corrientes artísticas. Se produce una disminución del tamaño de los templos, que pierden el colosalismo, como se observa en Esna o Philae; asimismo, los capiteles de las columnas adquieren una mayor variedad de formas.

La última emperatriz, Cleopatra, que sube al trono en el año 51 a. C., sufrirá la llegada de las tropas romanas, que anexionarán el país al imperio en el 30 a. C. Su muerte significará también la del Egipto milenario.