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El arte islámico

SÓLO HAY UN ARTE Y MAHOMA ES SU PROFETA

El arte islámico se halla totalmente condicionado por la religión. Su expansión territorial fue rápida al calor de las conquistas militares desde que en el año 622 tuvo lugar la Hégira (‘huida’) del Profeta desde La Meca a Medina, fecha que marca el comienzo del calendario musulmán. Sus sucesores, los califas ortodoxos –Abú Baker, Omar, Utman y Alí–, así como las dinastías omeya y abasí, crearon un imperio que se extendía desde Oriente –la India– por todo el norte de África y, tras la conquista de al-Ándalus, llegó a amenazar las puertas de Europa hasta que fue detenido por los francos en la batalla de Poitiers (año 732).

Esta extensa difusión territorial le permitirá conocer diversas influencias, como la mesopotámica, la bajorromana y la bizantina, que irán configurando una gran mezcla estética, conformando un estilo que prácticamente permanecerá invariable a lo largo de todo su desarrollo, apreciable fundamentalmente en su arquitectura, que fue el principal campo artístico y presenta las siguientes características:

LA MEZQUITA: EL EDIFICIO POR ANTONOMASIA

La mezquita, término que deriva del árabe masyid (‘lugar de postración’), es el templo en el que los fieles adoran a Alá. El viernes es su día sagrado. Su estructura, establecida ya en el siglo VII, ha sufrido desde entonces escasas variaciones: planta rectangular hipóstila. Aunque existen otros dos modelos: de planta central con cúpula en el centro y de patio con cuatro iwanes o salas, uno en cada eje.

La mezquita consta de diversas partes. En su muro sur o qibla –orientado en dirección a La Meca– se abre un nicho, denominado mihrab, donde se deposita el libro sagrado: el Corán.

En la parte opuesta se halla el alminar o minarete, torre desde la que el almuédano toca la campana para llamar a la oración.

Traspasada la entrada, se accede a un patio porticado o sahn donde se halla la fuente o sabil para las abluciones de los fieles, que antes de la oración deben lavarse «la boca hasta los ojos… las manos hasta los codos…».

El interior, o haram, semeja un bosque de palmeras por la densidad de sus columnas. La oración la predica el imán desde el púlpito o mimbar. El califa o el emir asisten al culto desde su propio espacio reservado, la macsura.

Caligrafía, geometrismo, ausencia de la figura humana

La escultura, la pintura, las artes menores y las artes plásticas se vieron enormemente afectadas con la prohibición de representar tanto a seres humanos como a animales, ya que los musulmanes no quieren emular a los seres creados por Alá. Dicha prohibición es bastante posterior a Mahoma y, aunque no se cita en el Corán, se siguió prácticamente a rajatabla en el arte religioso, con ciertas excepciones en el arte cortesano, como la sala de los Reyes de la Alhambra de Granada.

Esta circunstancia llevó a los musulmanes a desarrollar otras formas decorativas. Entre ellas destaca la caligráfica que, al estar basada en las letras del alfabeto árabe, se extendió por toda el área islámica.

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Bote de Zamora (964), regalado por al-Hakam II a su favorita, Aurora. Delicada eboraria califal, que muestra figuras de animales y tallos vegetales entrelazados. Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

Coexisten dos tipos de escritura: cúfica, de estilo sobrio y trazos rígidos, y nasjí, de trazos curvos. La primera, cuyo nombre proviene de la ciudad de Kufa (Irak), era la que ofrecía mejor aspecto estético, por lo que hasta el siglo XII fue la única utilizada en la decoración arquitectónica; con el tiempo, tendió a la complejidad: se incorporaron a las letras finales adornos florales de gran elegancia (cúfica florida). En los interiores, caracterizados por una exuberancia barroquista que tiende a rellenar todos los espacios, alcanzó gran profusión tanto la decoración geométrica como la de tipo vegetal, realizadas ambas en materiales blandos y fácilmente moldeables, como el yeso (yeserías). Respecto a la geométrica, son características las lacerías, constituidas por líneas entrecruzadas que forman figuras poligonales muy imaginativas.

Entre las vegetales, es típica la decoración en ataurique, una especie de hoja de acanto estilizada. También de aspecto natural son los mocárabes, decoraciones en forma de prismas colgantes del techo que semejan estalactitas.

En las artes decorativas destacan delicados trabajos en marfil (eboraria), como el bote de Zamora (964), la arqueta de Fitero o el cofre de Leire (Navarra). En orfebrería, hermosas piezas en bronce como un cervato cordobés del siglo X, o el grifo de Pisa, de escuela fatimí, que también sobresalió en el trabajo de la cerámica y del cristal de roca. En el arte textil, Egipto y Bagdad fueron los grandes centros: alfombras, tapices y los tiraz (‘telas de calidad’) de Bagdad. En el tejido hispanomusulmán debe citarse el palio de las brujas (Museo Episcopal de Vich, Barcelona), del siglo XIII, así como las telas de Almería, Jaén y Sevilla.

La llama del arte islámico se propaga

A partir de la muerte de Mahoma, con la expansión territorial de los árabes, sus manifestaciones artísticas se fueron extendiendo al mismo tiempo que lo hizo su amplísimo imperio, tanto por Asia Menor como por el norte de África de la mano de las diversas dinastías que se sucedieron en el mundo islámico. A pesar de algunas variantes que se produjeron en las diversas áreas, en general, el arte islámico mostró características similares en todas sus manifestaciones y tipologías, con la excepción de algunas representaciones de la figura humana que tuvieron lugar.

La dinastía omeya

Durante el reinado de la dinastía omeya (661-750), la capital del califato se trasladó desde La Meca hasta Damasco, en Siria. A este período corresponden dos de las más importantes construcciones islámicas: la cúpula de la Roca en Jerusalén –que algunos llaman mezquita de Omar– y la mezquita de Damasco.

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Cúpula de la Roca o mezquita de Omar –en Jerusalén, construida hacia el año 690, época en la que reinaba la dinastía omeya–, sobre un tambor cilíndrico para cubrir un edificio de planta octogonal.

La primera se construyó hacia el año 690 dentro del espacio que ocupaba el antiguo templo hebreo del rey Salomón, a modo de relicario para guardar la roca sagrada relacionada con el sacrificio de Isaac o del primogénito Ismael, según la versión de los musulmanes, ya que Abraham es padre común de todos los semitas, pues de su unión con la esclava Agar nació este último mientras que el primero era hijo de su esposa Sara, quien, ya de mayor recuperó la fertilidad. Desde la cúpula de la Roca, según la tradición, el profeta Mahoma habría ascendido al cielo acompañado por el arcángel Gabriel. Arquitectónicamente, se trata de un edificio de planta octogonal, inspirado en los martiria paleocristianos, coronado con una cúpula dorada que se eleva hasta los treinta metros sobre un tambor cilíndrico; contiene una rica decoración a base de mosaicos de influencia bizantina, como se puede observar si se compara con la decoración de, por ejemplo, San Vital de Rávena.

La mezquita de Damasco (h. 710) se construyó, según la tradición, en el lugar donde se encontró la cabeza de Juan el Bautista, sobre el antiguo solar de un templo romano y una posterior iglesia bizantina, siguiendo la norma habitual de la arquitectura islámica de aprovechar el material de edificaciones anteriores. Cuenta con un gran patio rodeado de soportales, en cuya ala norte se encuentra el minarete de planta cuadrada. Su haram consta de tres naves paralelas al muro de la qibla, separadas por arquerías dobles sustentadas sobre columnas romanas con capiteles corintios aprovechados, al igual que los mosaicos y mármoles bizantinos, haciendo gala del eclecticismo propio del mundo islámico.

Además de las mezquitas citadas, corresponden también a esta época algunas construcciones civiles como el alcázar de Qusayr Amra (h. 715), que conserva restos de pinturas murales en las que se representan escenas de monarcas derrotados por los musulmanes, se trata de uno de los raros ejemplos de figuraciones humanas en el arte islámico.

El califato abasí

Los califas abasíes o abasidas (750-1258), que destronaron a la dinastía de los Omeya, trasladaron la capital del califato a Bagdad, en Irak –«la de las mil mezquitas» en Las mil y una noches–, una ciudad de planta circular en cuyo interior se ubicaban las viviendas, el zoco, el palacio y la mezquita. Las principales características de la arquitectura abasí son el uso del ladrillo como material de construcción y el empleo del pilar como medio de soporte, junto con la decoración en estuco.

Entre sus obras más significativas, se halla la construcción en la ciudad de Samarra, hacia el año 850, de una gran mezquita, de la que sólo se conserva su alminar helicoidal de cincuenta y cinco metros de altura, que recuerda los zigurats mesopotámicos.

La disgregación del poder musulmán

En torno a los siglos IX y X, surgen otras dinastías que, aunque reconocen al poder califal abasí, adquieren gran autonomía.

En Bokhara, ubicada en la antigua Ruta de la Seda, Asia Central, los samaníes construyeron el mausoleo de Ismail, fundador de la dinastía; un pabellón de planta cuadrada cubierta por una cúpula sostenida sobre trompas.

En Egipto, los tuluníes, a comienzos del siglo IX, construyeron la mezquita de Ibn Tulun, en El Cairo, que presenta un patio con doble pórtico de arcos apuntados y una sala de oración o haram formada por cinco naves paralelas al muro de la qibla.

Entre las actuales naciones de Túnez y Argelia, surgieron los aglabíes, que en la ciudad de Kairuán edificaron una gran mezquita (836) de tipo hipóstilo en cuyo interior se construyó una nave perpendicular a las cinco paralelas a la qibla, remarcada en altura, con forma de T, que recuerda las basílicas paleocristianas. Sus grandes cúpulas en la nave central iluminan el interior, dividido por arcos de herradura sobre columnas romanas de mármol. El alminar, de planta cuadrada, quizá el más antiguo de los que se conocen, consta de tres pisos coronados con cúpula.

A partir del año 1055, todo el Oriente Próximo cae en poder de los turcos selyúcidas, que crean el tipo arquitectónico denominado madrasah, un edificio para estudiantes del Corán, formado por una serie de dependencias abiertas a un patio. De esta forma, surge el iwán o gran sala abovedada, como puede apreciarse en la Gran Mezquita del Viernes de Ispahán (1073).

Se inicia también la construcción de mausoleos, como el de Tamerlán (jefe de una tribu turco-mongólica que pretendió restaurar el antiguo imperio de Gengis Khan), en Samarcanda. De forma octogonal en el exterior, su interior tiene planta cruciforme y el conjunto está cubierto por una doble cúpula azul intenso, sustentada sobre un altísimo tambor recorrido de inscripciones cúficas continuas, recubiertas de lujo y colorido exuberante a base de azulejos y mosaicos.

En el siglo XV, se hacen con el poder en Constantinopla los turcos otomanos, que cambian la denominación de Bizancio por Estambul. Obra del famoso arquitecto Sinán, que funde las influencias bizantinas con las características islámicas, será la mezquita de Solimán el Magnífico (1550-1557) en Estambul, presidida por sus cuatro elevados minaretes que se alzan en las esquinas. Sus enormes cúpulas se vuelven a manifestar, entre 1609-1617, también en Estambul, en la denominada mezquita Azul, que tiene este nombre por el color dominante de los azulejos que la adornan, si bien el interior resulta monótono en contraste con la policromía de edificios anteriores.

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Taj Mahal, blanco edificio en mármol del siglo XVI construido para mausoleo de la elegida del palacio. Su gran cúpula doble en forma de bulbo se apoya sobre un elevado tambor; cuatro minaretes troncocónicos flanquean el conjunto. Foto: Nicanor Martínez.

En la India, conquistada por los mongoles en el siglo XVI, el emperador Sha Jahan mandó edificar, en Agra, el Taj Mahal (1631-1648) o ‘corona de la corte’, para mausoleo de su bella esposa, Mumtaz-Mahal (‘la elegida del palacio’), fallecida inesperadamente. Construido en mármol blanco pulido por el arquitecto Ustad-Isa con la ayuda de más de veinte mil obreros, está presidido por una gran cúpula doble, bulbiforme, que se apoya sobre un tambor elevado. Cuatro minaretes troncocónicos se elevan en las esquinas realzando aún más, si cabe, la espléndida estampa, diáfana y transparente, de uno de los monumentos más bellos y delicados del mundo, que destaca por su cuidada decoración vegetal y caligráfica e incrustaciones de piedras semipreciosas y nácar. Centra el conjunto, reflejado en el espejo de su estanque, un gran arco ligeramente apuntado enmarcado bajo un alfiz rectangular.

EL ARTE HISPANOMUSULMÁN: LA PERLA DE OCCIDENTE ES AL-ÁNDALUS

En la península ibérica, que los musulmanes denominaron al-Ándalus (‘tierra de vándalos’), a lo largo de los casi ocho siglos de presencia islámica –desde el año 711 en el que se produce la entrada de las tropas de Tarik por el estrecho de Gibraltar, hasta el año 1492 en el que los Reyes Católicos conquistan Granada–, tuvieron lugar numerosas aportaciones científicas y culturales: astronomía, medicina, matemáticas, geografía, historia, ingeniería.… Bajo el reinado de Abderramán III, Córdoba se convirtió en un importante foco cultural, por lo que era conocida como la «perla de Occidente».

El arte hispanomusulmán se desarrolló a lo largo de las diferentes etapas históricas que se dieron durante la dominación árabe en al-Ándalus, como veremos en los siguientes epígrafes.

Etapa del califato cordobés

La etapa del califato cordobés comienza cuando Abderramán III se proclama califa en el año 929 y perdura hasta 1031, año en el que se produce su disgregación. La obra principal de este período es la ampliación definitiva de la mezquita de Córdoba, levantada en tiempos del emir Abderramán I (786) sobre la antigua iglesia visigótica de San Vicente, de la que se aprovecharon las columnas de procedencia romana. Fue ampliada posteriormente, en dirección sur, por Abderramán II –que construyó también el minarete– y Alhakén II y, en dirección oeste, por Almanzor (Al-Mansur el Victorioso, hayib o visir del califa Hisham II), al impedir el Guadalquivir la prolongación por el mediodía. Traspasada la puerta hoy llamada del Carmen, se accede al patio de los Naranjos que, como su nombre indica, se halla poblado de estos árboles frutales –perfectamente alineados con las naves del haram–, cuyo aroma y fresca sombra, junto con el murmullo del agua del aljibe, crean el ambiente paradisiaco que ansían los musulmanes. Para conseguir una mayor iluminación en las diecinueve naves del interior, a las que se accede por otras tantas puertas, sus columnas, que semejan un inmenso bosque de palmeras, se hallan sobreelevadas por medio de pilares construidos encima de las impostas (o línea desde la que arranca el arco) de sus arcos de herradura, lo que da lugar a un segundo piso de arcadas semicirculares que consiguen subir la altura hasta los 11,5 metros. Es característica la alternancia de dovelas rojas de ladrillo y blancas de caliza, a imitación del acueducto romano de Los Milagros, en Mérida, del que también se tomó seguramente la superposición de arcos. En el muro sur, descentrado por las sucesivas ampliaciones, se halla el mihrab, pequeño octógono cubierto con cúpula en forma de concha o venera, al que se accede por un magnífico arco de herradura sobre columnas de mármol, enmarcado por doble alfiz; delante, la macsura, iluminada por cuatro cúpulas de ventanas dispuestas en forma radial y levantadas sobre arcos polilobulados entrelazados, cuyos nervios, al no cruzarse en la clave, dejan espacio libre para rematar la cubierta con pequeñas cúpulas gallonadas, una aportación técnica que imitarán arquitectos barrocos del siglo XVII.

En 1527, a causa del fanatismo religioso imperante, se levantó en el interior de este maravilloso conjunto musulmán –en la zona ampliada por Abderramán II–una catedral que supuso la destrucción de sesenta y tres columnas, lo que provocó no pocas protestas de buena parte de la población.

Otras obras destacables de este período son el Palacio de Medina Azahara (936) en las cercanías de la capital del califato, y la mezquita de Bab al-Mardum (999), hoy iglesia de El Cristo de la Luz, en Toledo.

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Interior de la mezquita de Córdoba, cuyo bosque de columnas, en las que descansan arcos de herradura y sobre ellos un segundo piso, semeja el palmeral de los oasis, descanso de los creyentes.

El primero, llamado también Ciudad de Azahara, se conoce con ese nombre porque fue mandado edificar por Abderramán III en honor de su favorita, al-Zahra, derrochando tantos dispendios que tuvo que justificarse alegando que invertía los fondos recaudados recorriendo las fronteras de sus dominios que no había podido dedicar a la remisión de cautivos. Su existencia resultó efímera, porque antes de un siglo, esto es, en 1010, fue saqueado y destruido por los bereberes. Se trató de un lujoso palacio organizado en tres terrazas superpuestas que albergaba la mezquita, los baños, los jardines y las estancias reales, como el Salón Rico, profusamente decorado. Tan placentera debió de ser la vida en este lugar que el califa fue recriminado por dejar de acudir a la Gran Mezquita de la capital para la oración de los viernes. Entonces, decidió presentarse con todo su séquito, por lo que sufrió los celos de la madre de su heredero, ante lo que, enfurecido, regresó a Medina Azahara. Pero los sofocos de julio le dejaron traspuesto, así que su médico dispuso que había que sangrarlo. En ese momento, un mirlo blanco, educado por la reina, cantó que sus venas corrían peligro: esa fue la señal para que el califa comprendiera que el verdadero amor se hallaba en su primera esposa.

La mezquita de Toledo se cristianizó en el siglo XII con el nombre de El Cristo de la Luz, según la leyenda, porque cuando Alfonso VI conquistó la ciudad, en 1085, su caballo se arrodilló frente a este edificio, donde encontró un crucifijo y una lámpara ardiendo. Sus materiales, en ladrillo y mampostería, sentarán las bases de la arquitectura mudéjar toledana.

De planta cuadrada y reducidas dimensiones, el interior está dividido por arcos de herradura sobre columnas visigóticas aprovechadas y consta de tres naves cubiertas por bóvedas califales de nervios entrecruzados y su cúpula central más elevada. A occidente, la fachada, en ladrillo visto, consta de tres arcos: de medio punto el central, de herradura y polilobulado los laterales. Encima, un friso de arquillos de herradura entrelazados y, sobre ellos, una tupida red de rombos y la inscripción fundacional en caracteres cúficos, que indica que el templo se terminó de construir en el mes de almoharrán del año 390 de la hégira (diciembre del año 999). En el siglo XII se añadió un ábside mudéjar.

La atomización de la etapa de los reinos de taifas

Tras la ruptura del califato en 1031, numerosas ciudades-Estado, conocidas como reinos de taifas, atomizan el territorio andalusí; en ellas tiene lugar un desarrollo artístico en general de carácter palaciego y defensivo.

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Giralda de Sevilla, antigua torre alminar de la mezquita, coronada por la imagen en bronce que le da nombre al girar (Giraldillo) al albur de los vientos. Foto: Oliver Fernández.

Uno de los mejores ejemplos conservados es la Aljafería de Zaragoza, originariamente Dar al-Surur (‘casa del regocijo’). Se trata de un castillo-palacio construido en la segunda mitad del siglo XI en la ciudad donde reinó una de las más importantes dinastías del momento, cuyo segundo miembro, Abú Yafar, dio nombre al monumento. Tiene planta rectangular rodeada por una muralla con dieciséis torres cilíndricas más una rectangular conocida como la del «trovador», por una ópera de Verdi. En el interior, tanto el palacio como la mezquita muestran hermosas arquerías lobuladas, entrelazadas, mixtilíneas, de herradura, apuntadas, etc., decoradas con finas labores de yeserías y atauriques.

También pertenecen a esta época las alcazabas o castillos fortificados de Málaga y Almería, así como los edificios para baños, entre los que se pueden citar los de Medina Mayurqa (Palma de Mallorca) y El Bañuelo (Granada), construidos con planta rectangular con un pequeño patio y tres salas (fría, templada y caliente), como las termas romanas.

La época de los almohades

En 1153, los almohades entran en la península y unifican los reinos de taifas. Su arquitectura se caracteriza por una mayor sobriedad decorativa. En Sevilla ampliaron el Alcázar y edificaron la Gran Mezquita, de la que apenas se conserva más que su antiguo alminar, de planta cúbica, conocido como la Giralda por su figura superior que, a modo de veleta, gira con el viento. Construida en ladrillo, sus muros presentan una minuciosa decoración en forma de rombos que se denomina paño de sekba. Según la Crónica General de Alfonso X el Sabio, con una altura superior a cien metros, «estaba rematada por cuatro globos, uno sobre otro, en bronce dorado, cuyo resplandor se veía a ocho leguas». Un terremoto los derribó en 1393 y, en 1568, Hernán Ruiz remató la torre con los cuatro cuerpos renacentistas que albergan las veinticuatro campanas de la catedral, coronados por el «triunfo de la fe», popularmente conocido como «Giraldillo». Interiormente no cuenta con escaleras sino con treinta y cinco rampas espaciosas que permiten ascender a caballo.

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La torre del Oro, en Sevilla, se llama así por los dorados destellos que produce al recibir los rayos del sol. Durante algún tiempo se creyó que entre sus materiales se había incluido gran cantidad de paja, que le daba ese tono dorado.
Foto: Oliver Fernández.

En 1220 se construyó la torre del Oro, albarrana o torre exenta de la línea de muralla que formaba parte de las murallas de la ciudad y debe su nombre a los destellos dorados que produce con el reflejo del sol. De planta dodecagonal, se halla formada por tres cuerpos, el primero de época almohade, el segundo mandado edificar por Pedro I el Cruel en el siglo XIV, y el tercero, cilíndrico y rematado en cúpula, del siglo XVIII. Su hermana, la torre de la Plata, de la misma época aunque de planta octogonal y de un solo cuerpo, formó parte también del antiguo Alcázar, cuyo patio del Yeso es de probable origen almohade. De época almohade son también otras torres albarranas como las de Badajoz y Cáceres.

Época nazarita: la Alhambra, que arrancó lágrimas al sultán Chico

La última etapa de la presencia árabe en España se conoce como época nazarí o nazarita (1237-1492), en la que se edificaron el palacio de la Alhambra y los jardines de El Generalife.

La primera (Qal’at al-hamra: ‘el castillo rojo’, por el tono de sus muros) no es extraño que arrancara los lamentos de Boabdil el Chico, según una leyenda, camino del exilio. La respuesta áspera de su madre no se hizo esperar: «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre».

El conjunto se halla dividido en tres partes: Alcazaba, Casa Real –con sus jardines– y Alhambra alta. Cuenta con cuatro puertas de entrada: la de la Justicia, la de los Siete Suelos, la de las Armas y la del Hierro. Sus elementos arquitectónicos están armónicamente distribuidos, alternando los huecos con las masas simétricamente:

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Patio de los Leones de la Alhambra, cuya fuente, formada por doce leones de bronce, guarda diversos simbolismos y conjuga arquitectura y naturaleza al introducir el agua en el interior del recinto.