—¿De verdad es tan sencillo como lo cuentas? —preguntó José Luis a Marta a las puertas de la empresa VFS Global, que iba a gestionar el visado que le habían robado a Marta.
—Es lo que me han dicho en el hotel. No hay embajada española en Ho Chi Minh, está en Hanói, y esta empresa se dedica a solicitar los papeles sin necesidad de que me desplace hasta allí.
—Yo creo que deberíamos haber llamado a la editorial para contárselo.
Marta lo miró con desconfianza. ¿Y quedar como una tonta delante de los demás redactores? Por nada del mundo les iba a dar esa satisfacción. Ni siquiera tenía que habérselo contado a José Luis; si no llega a ser por que él insistió en empezar a recorrer el país al día siguiente, ni se habría enterado de lo sucedido. Si se hubieran quedado en Ho Chi Minh unos días más, se las habría apañado para conseguir sus papeles sin que él supiera nada del robo.
—No veo la razón. La editorial no puede hacer nada desde España.
—No pareces preocupada. —José Luis puso cara de tener una idea genial—. Esto lo estás haciendo para incluirlo en tu guía, es por el trabajo, ¿verdad? Ahí me has dado. No se me había ocurrido. Buena estrategia.
—¿Cómo dices? —saltó enfadada—. ¿Crees que me he dejado robar para ver qué pasos hay que dar para solucionarlo o piensas que estoy fingiendo?
—¿Lo estás haciendo? —intervino Ángela, que también los acompañaba para su desgracia.
Marta le echó una mirada asesina. José Luis, por primera vez, suavizó los ánimos:
—No, lo del robo no ha sido adrede, pero esto de venir aquí para enterarte de primera mano de lo que hay que hacer, sí.
El gesto de hastío de Marta fue muy esclarecedor. Su compañero abrió la puerta de la oficina y entró. Ellas pasaron también.
Les hicieron esperar. La chica que atendía la oficina estaba muy ocupada: tecleaba y contestaba llamadas de teléfono sin cesar. Un cuarto de hora después les ofreció asiento frente a su mesa.
A Marta no le quedó más remedio que dejar que José Luis llevara la conversación. Se prometió retomar las clases de inglés en cuanto regresaran a Barcelona. Mientras tanto, puso todos los sentidos en enterarse de lo que decía la chica.
Primer problema: para solicitar copia del visado necesitaba el pasaporte. Segundo: ella no gestionaba pasaportes.
Les señaló otra mesa con un teléfono y pudieron llamar a la embajada española en Hanói. La lista de requisitos para conseguir un nuevo pasaporte era larga.
Empezaba por denunciar el robo en la Policía Local. En voz baja, el funcionario de la embajada indicó que no era extraño que la Policía se negara a tramitar la denuncia y que él le aconsejaba denunciarlo como pérdida en vez de como sustracción. Marta recordó que, a pesar de la aparente apertura social y económica, Vietnam seguía siendo un régimen totalitario. Y no le interesaba en absoluto que se supiera que las calles de sus ciudades eran inseguras.
Después tenían que acceder a la página web de la embajada, sección Servicios Consulares, descargarse un formulario y rellenarlo. Necesitaban también una fotografía «del mismo tamaño y requisitos que les pidieron en España para el pasaporte» y abonar la tasa correspondiente para mostrar el recibo a la recogida del documento.
Marta casi se echó a llorar cuando supo que la entrega del pasaporte podría demorarse unos quince días. ¿Significaba eso que no podría moverse por el país? Por si eso no fuera todo, aunque podía recoger el pasaporte en la Oficina Económica y Comercial de España en Ho Chi Minh, «O Saigón, como seguimos llamando nosotros a la ciudad», para la expedición del mismo era obligatorio personarse en la embajada de Hanói.
—¿Cómo?
No pudo ocultar su desconcierto; estaban en el otro extremo del país, a más de mil setecientos kilómetros de la capital vietnamita.
—Tendrás que cambiar el plan de viaje —planteó José Luis enseguida. No se le veía apenado—. Todos los hoteles están reservados. Tendrás que gestionarlo todo de nuevo. ¿Crees que Carmen podrá encontrarte un vuelo para mañana o pasado y cambiar las reservas?
Marta se quedó lívida, pero se recuperó pronto. Nadie se enteraría de la imprudencia que había cometido ni de sus consecuencias. Era la primera vez que le encargaban una guía de viaje completa. Normalmente se limitaba a corregir, dar coherencia y ordenar los textos que le pasaban. Era su primer trabajo como autora y, además, tenía el encargo de hacer algo especial. No iba a perder aquella oportunidad, no por haber sido un poco temeraria. «O confiada, según se mire.»
La empleada de VFS Global cortó su reflexión cuando preguntó:
—Any problem?
Marta le aseguró que no y contactó con la Oficina Económica y Comercial de España. Tuvo que explicar su caso a tres personas. Mencionó la editorial, las guías de viaje y la suerte que tenía al poder escribir en ellas todas sus experiencias, «las buenas y las malas». Añadió que estaba trabajando y no podía quedarse más de los días estipulados. Repitió varias veces el nombre de la editorial y la necesidad de recorrer el país «a la mayor brevedad posible». Era absolutamente imposible que se desplazara a Hanói para tramitar el pasaporte. Sí podía recogerlo a la salida, puesto que el viaje terminaría en la capital. ¿No habría alguna posibilidad de que la Oficina Económica —puesto que se trataba de un asunto de trabajo— lo gestionara de alguna manera?
—Pasen ustedes por aquí y podremos tratar el asunto —contestó la tercera persona con la que habló—. Pero antes acudan a la Policía, tal y como les han indicado en la embajada.
Daniel llegaba tarde. No había quedado con Santiago Morales, pero sabía que lo estaba esperando. Eran ya más de cinco años que el día 15 de cada mes acudía a la Oficina Económica y Comercial para gestionar la salida de los productos que exportaba a España. Eran más de las doce y Santiago estaría pendiente de la hora para compartir su tercer café del día y la comida posterior.
Esa cita mensual a Dan le servía de unión con la parte que había dejado atrás. Su decisión de fijar la vida y los negocios en Vietnam no había sido tan difícil. En España dejaba a su hermana Mai y a la abuela Nieves —el abuelo hacía ya más de una década que había fallecido—, pero en Hanói lo esperaban su madre y la madre de esta. Viajaba a España una vez al año con la excusa de tratar con sus clientes y de paso disfrutar de unos días de vacaciones en Alicante, en casa de su hermana, y ver a la abuela paterna. No le costaba adaptarse a las comidas ni a los horarios y, mientras estaba en Saigón o en Hanói, no extrañaba su otro país. Sin embargo, esperaba el 15 de cada mes como si fuera la brisa en primavera, era su pequeño oasis particular. Ese día adaptaba su jornada laboral a los horarios españoles.
Llegaba tarde; sin embargo, Santiago no estaba esperándolo.
—Está ocupado —le informó Maribel, una murciana muy simpática que había llegado hasta allí en busca del exotismo de Oriente.
—¿Y eso?
—Una española que ha perdido el pasaporte y el visado. Ella dice que le han robado, pero la denuncia es por pérdida. Ya sabes lo que ocurre en estos casos.
Dan elevó una ceja. Por desgracia, era perfectamente consciente de que su país, por mucho que hubiera avanzado en las últimas décadas hacia la apertura económica, seguía gobernado por un partido a todas luces controlador.
—¿Y qué ha venido a hacer aquí?
—Está trabajando, viene con una pareja. Ya sabes cómo va esto, para conseguir el pasaporte tiene que irse a Hanói y no quiere desplazarse hasta allí.
—Y ha acudido al único organismo español que hay en Saigón por si acaso tiene suerte. ¿Crees que podrá hacer algo?
—No te voy a contar a ti cómo funciona esto. «Quien tiene un amigo tiene un tesoro.»
El teléfono de la secretaria de Santiago sonó en ese momento.
—Maribel, ¿no habrá llegado Dan por un casual?
—Por un casual no —contestó él por el manos libres directamente—, sino porque es día 15.
—Pasa un momento, a ver si me puedes echar una mano con un asunto.
Maribel movió la cabeza y repitió:
—«Quien tiene un amigo…». Anda, trae esas solicitudes, que las voy gestionando mientras tú le echas una mano al jefe.
Dan le pasó la carpeta y abrió la puerta del despacho de Santiago.
El «asunto» eran un hombre y dos mujeres.
—Les presento: Dan Acosta Nguyen, ellos son Marta Barrera Rey, Ángela Bergara Martín y José Luis Santisteban Parra.
Dan, en un alarde de simpatía, se inclinó con las manos unidas. El recreo le duró mucho más cuando notó sus caras de confusión. Ningún rasgo físico delataba que fuera vietnamita; solo los ojos le daban un toque indígena.
—¿Habla español? —le preguntó con decisión una de las chicas.
Era la más bajita. Vestía vaqueros y una camisa blanca sin mangas. La tira del bolso le cruzaba por el centro del pecho. Era morena, con una melena corta y lisa que destacaba sus vivos ojos. A Dan no le pasó desapercibido que la otra chica se pegaba al hombre. Estaba claro que eran pareja.
—Dan es hijo de un español y una vietnamita y habla perfectamente nuestro idioma —fue la única explicación que Santiago les dio para justificar su presencia en el despacho—. ¿Sabes si todavía sigue en la embajada aquel amigo de tu padre? ¿Cómo se llamaba?
—Antonio, Antonio González Zamora. Creo que sí, era de la edad de mi padre y todavía le quedará un año para jubilarse.
—Esperemos que no se haya cansado del país o haya cogido la jubilación anticipada —deseó Santiago con el auricular en la mano—. Venga, tú llama a Antonio, a ver lo que puedes conseguir.
Dan dibujó una rayita en el aire: «Me debes una». Santiago aceptó con un levantamiento de ceja.
En cuanto este pulsó el número de la embajada, pasó el teléfono a Daniel. Cuando le dijeron que Antonio seguía en la embajada, pidió hablar con él.
—Antonio, soy Dan, el hijo de Manuel Acosta. Bien, bien, mi madre sigue bien; en Hanói con mi abuela. No te preocupes, se los daré de tu parte. Pensé que quizá te habías jubilado a estas alturas. ¿Un año solo? ¿Te quedarás en el país? Veo que nuestra tierra te ha calado hondo. Me alegro mucho, de verdad. Te prometo que la próxima vez que me acerque a Hanói paso por ahí a saludarte. Yo… —miró a los españoles, que seguían la conversación con gran expectación—, mira, te llamo de parte del responsable de la Oficina Económica y Comercial de España en Ho Chi Minh. Se llama Santiago Morales y tiene un problema con unos compatriotas nuestros que no pueden acercarse a Hanói. Te lo paso. Encantado de haberte saludado. Sí, yo también.
El teléfono cambió de manos otra vez. Santiago sacó su mejor tono.
Dan perdió el interés en la conversación y la centró en los españoles. Se habían levantado de la silla cuando él entró y continuaban de pie. La chica rubia seguía cogida del brazo del hombre. Ambos tenían la mirada clavada en Santiago. La morena no sabía dónde poner los ojos. Los posaba en todas partes menos en él.
—Así que estáis aquí por trabajo.
A ella no le quedó más remedio que mirarlo.
—Sí, bueno.
Él señaló la bolsa de la cámara de fotos.
—¿Qué tipo de trabajo?
—José Luis y yo escribimos guías de viaje.
—¿Los dos?
—Sí, los dos. Dos guías distintas, más… o menos.
—¿Y ella? —Dan señaló a Ángela.
—No, ella no.
A Dan le quedó claro que eso de que se encontraban allí por motivos de trabajo era decir demasiado. Esperó que Santiago no se hubiera dejado engañar por aquella gente y se metiera en un lío.
—¿Qué te pasó?
—Me salí de las calles principales. Quería hacer unas fotos.
—Entiendo, tu intención era ver la parte trasera de la casa.
—Algo así —confirmó Marta.
A Dan le agradó saber que aquella mujer no estaba allí solo para contar que Vietnam era un país con las mejores playas de arena blanca, palmeras y atardeceres de ensueño, sino que la movía algo más.
—¿Crees que conseguirá que me manden el pasaporte aquí?
—Lo veo complicado. Para empezar, tardan más de quince días.
—Eso me han dicho.
—Llega por valija diplomática desde España. —Dan notó las dudas de Marta—. Pensabas que lo imprimían aquí.
—Sí, no. Bueno, no me lo había planteado.
Dan miró a su amigo, que seguía intentando convencer a Antonio de que le hiciera el favor.
—Tendrás que quedarte en el país hasta entonces.
—No hay problema, venimos para un mes.
—Claro, el trabajo. ¿Cuál es vuestro plan de viaje?
—Ho Chi Minh y alrededores, el delta del Mekong y después, ir subiendo hacia Hanói por la costa.
—Dà Lat, Nha Trang, alguna playa, Hué, Hanói y una visita a las tribus étnicas del norte —recitó Dan con apatía.
—Algo así. Lo dices como si no fuera correcto. ¿Qué ocurre?
—Nada, simplemente que me sé a la perfección la ruta que suelen hacer los turistas.
Marta se inquietó. Él pudo imaginar la causa; había llegado a Vietnam pensando en descubrir un nuevo continente y se limitaría a comportarse como otros turistas, comiendo en McDonalds, durmiendo en hoteles de lujo y tumbándose en las playas a tomar el sol. Ese era su plan: hacer exactamente lo mismo que si estuvieran en la costa andaluza, en las islas Canarias o en Jamaica. «Y con el encargo de hacer una guía de viaje.»
Santiago colgó el teléfono con cara de alegría.
—El pasaporte la estará esperando en Hanói cuando llegue. En unas horas, me mandarán un documento justificativo de que lo están gestionando. Será el papel que tendrá que enseñar, junto con la copia de la pérdida del pasaporte, si en algún momento las autoridades vietnamitas le piden la documentación. Por su parte, tiene que enviar por correo a la embajada española una fotografía, una copia de la denuncia compulsada por mí y su DNI. ¿Lo tiene?
—Por suerte, lo había dejado en el hotel. ¿Y el visado?
—No le hará falta, ya está dentro del país, ¿no? Eso sí, no la dejarán salir así como así. En Hanói tendrá que solicitar una autorización de salida. Junto al pasaporte, pida a la embajada una nota verbal y con ella tendrá que ir al Departamento de Control de Inmigración y abonar la tasa correspondiente. Una vez la pague, podrá volver a España.
—Muchísimas gracias por la ayuda —repitió Marta—. No tenías que molestarte, podíamos haber bajado solos.
—Ya has oído a Santiago, todavía tiene que solucionar unos asuntos antes de comer conmigo.
El ascensor se abrió ante ellos. Dentro había ya cuatro personas. Se colocaron entre ellas como pudieron; Ángela del brazo de José Luis; ella y él, en la otra esquina. Nadie dijo nada. Tuvo que ser Dan quien pulsara el botón de bajada, a pesar de no estar al lado de los botones.
Habría sido muy sencillo esperar a bajar las cinco plantas y despedirse en la calle. Pero la cercanía la puso nerviosa y no pudo callarse.
—Tu presencia ha sido providencial. Si no hubieras venido hoy aquí…
—Estoy seguro de que habríamos acabado encontrándonos.
Un silencio.
—¿Tú crees? Ho Chi Minh es muy grande.
—Conozco a Santiago y sé que, de no estar aquí hace un rato, me habría llamado de todas maneras. Es la primera vez que le veo hacer algo así. Normalmente se atiene estrictamente a las normas de la embajada. No entiendo cuál es la diferencia en tu caso.
José Luis la miró a hurtadillas y se le escapó una sonrisilla. A Marta le molestó la soterrada insinuación de que «sus encantos» hubieran tenido algo que ver.
—He descubierto el punto flaco de Santiago.
El juego le alegró el momento a Daniel, que acercó la cara a la suya.
—¿Qué le has prometido?
Marta vio el número uno en el visor digital del ascensor y se apresuró a contestar:
—Un asiento en el palco del Camp Nou la próxima vez que vaya a España —murmuró para que ni José Luis ni Ángela se enteraran.
—¡Si serás…! —masculló él divertido—. Debería ser yo quien se sentara en él.
Las puertas se abrieron y ellos dos fueron los últimos en salir.
—Pues vas a tener que ofrecer algo mucho mejor que un pasaporte.
Pero antes de que le diera tiempo a abrir la boca, José Luis ya estaba con la cantinela:
—Muchísimas gracias por la ayuda. ¿Tienes un rato para tomarte un café con nosotros?
Marta lo vio vacilar. Hasta que la miró a ella.
—Por supuesto, estaré encantado —dijo mientras desplegaba una sonrisa digna de un actor.
Ángela le tocó un brazo a Marta cuando los dos hombres se adelantaron.
—Estaba a punto de decir que no, pero te ha mirado y… —susurró.
—No digas tonterías.
—Es muy guapo. Con cara de europeo y esos ojillos rasgados.
—Te va a oír.
—Muy pero que muy guapo.
—¡Vale ya!
—Yo que tú, me lo pensaba.
No había nada que pensar. Conocer a aquel tipo solo era un accidente. «Estoy aquí para trabajar», pensó.
La calle nada tenía que ver con el bullicio del centro. Los altos y modernos edificios, las casas con jardines y las placas en las puertas dejaban claro que estaban en un barrio exclusivo. Si no hubiera sido por los rasgos de la mayoría de las personas que se cruzaban, podrían encontrarse en cualquier ciudad europea. La cafetería tampoco tenía nada de asiática.
Se sentaron alrededor de una mesa en unos taburetes más bajos de lo que a Marta le hubiera gustado.
El café resultó ser un café bombón como los que tomaba ella de vez en cuando. «Con menos leche y más café. Estupendo.» No fue tan estupendo que José Luis, sin consultarla, decidiera que su novia no tomaba nada.
—Así que eres medio español —le dijo a Dan.
—Oficialmente no. Soy de nacionalidad vietnamita, solo que mi padre era español. Vino a trabajar y se quedó.
—En la embajada —lo interrumpió Marta.
—Fue agregado cultural durante muchos años. Más de treinta.
—¿Tu madre es de aquí? —se interesó ella.
—Sí, trabajó como secretaria de la embajada unos años. Allí conoció a mi padre.
—Hablas muy bien nuestro idioma.
De nuevo aquella sonrisa cautivadora.
—Me enviaron con mis abuelos para que fuera a la universidad en España. Estudié la carrera en Valencia y me quedé unos cuantos años más. No se me ha olvidado todavía.
—¿Tienes familia allí? —intervino otra vez sin pararse a pensar que lo estaba interrogando.
A él pareció no importarle y respondió con naturalidad, como si le hubieran preguntado lo mismo infinidad de veces.
—Mi abuela paterna y mi hermana, que se quedó allí a vivir.
—Entonces, irás de vez en cuando.
—No tanto como quisiera.
La ambigüedad de la respuesta hizo a Marta darse cuenta de que su insistencia rayaba la mala educación.
—¿A qué te dedicas? —José Luis cambió el curso de la conversación.
—Tengo una empresa de venta de productos de artesanía. Los distribuimos aquí en los hoteles y en España en tiendas de comercio justo. También hay algunas ONG interesadas para sus tiendas en Internet y físicas.
—Por eso estabas en la Oficina Comercial hoy —siguió José Luis.
—Sí, por eso. —Pero miraba a Marta cuando contestó.
Un millar de mariposas le revolotearon en el estómago. Aunque desaparecieron con la sonrisa burlona de su compañero. Dan despegó los ojos de los de Marta y volvió a centrarse en la pregunta. Ella comenzó a dar vueltas al vaso vacío entre los dedos.
—Mandamos por barco medio contenedor de productos al mes. En la Oficina nos gestionan los papeles de entrada de la mercancía en el puerto de Barcelona.
El silbido de José Luis dejó claro que le había impresionado.
—¿Medio contenedor cada mes? Pues sí que tenéis un buen mercado.
—No lo creas. Tenemos acuerdos con bastantes tiendas, sobre todo en Madrid, Cataluña y Valencia, pero este no es un negocio para hacerse rico. Los artesanos reciben un precio justo por sus obras, pero los precios finales no pueden ser muy altos para que los clientes se animen a comprarlas. El margen que nos queda es pequeño.
—¿No eres tú solo?
—Tengo un socio. Somos dos y hay que sacar dos sueldos de todo esto. —Le costó confesar lo siguiente—: Y últimamente nos da solo para cubrir gastos. La crisis, ya sabéis.
—Buf. ¡Qué nos vas a contar! En España estamos jodidos.
Marta se sintió obligada a poner un poco de optimismo:
—Las cosas parece que se van solucionando.
—Sí, pero hasta que la recuperación de Europa llegue aquí, pasarán varios años.
El esfuerzo de Marta por ofrecer a Dan un poco de aliento se fue a la basura por culpa de José Luis:
—Tendremos que apretarnos el cinturón mientras tanto y esperar no ir a peor. —Su cara se iluminó de pronto—. ¡Oye, tío! Se me está ocurriendo una cosa. ¿Tú estás muy liado con la empresa estos días?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿No dices que tienes un socio? ¿No podría él hacerse cargo del negocio durante un mes? Necesitamos un guía para nuestra estancia. La editorial corre con ese gasto. ¿Te animas a acompañarnos?
Dan parecía ofendido, por eso terció Marta:
—Es un empresario, no un chófer.
Pero su compañero la ignoró completamente.
—No es hacer de chófer, sino de acompañante y asesor. Nos llevas, nos ayudas con el idioma y me hablas del país y de los cambios en cultura, sociedad y política que ha habido estos últimos años. Tú te llevas un dinero, yo consigo la información que necesito y todos contentos.
«Pasar varios días con este hombre tan… interesante —se obligó Marta a elegir el adjetivo en su pensamiento—, podía ser interesante.» Que fuera tan guapo y que pareciera un buen tipo no tenía nada que ver. Por un instante, juraría haber visto en sus labios el esbozo de una sonrisa; sin duda, el inicio de la aceptación.
Sin embargo, dijo: «No».