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Marta vació todos los cajones del armario y colocó la ropa sobre la cama. La maleta permanecía abierta mientras intentaba poner un poco de orden antes de meterlo todo en ella. De fondo, el ruido de la tele en un canal internacional con documentales sobre el país. En los cinco días que llevaba allí ya había visto varios en inglés, francés, ruso —o al menos eso creía— y español. «Control de los medios de comunicación», se llamaba a eso. Nadie veía, nadie oía ni decía nada en público que no fuera políticamente correcto a menos que quisiera que su libertad quedara seriamente restringida. «Una dictadura en toda regla, vamos.»

Se centró en su tarea. Al día siguiente saldrían de viaje. No sabía el tiempo que pasaría hasta tener cobertura de nuevo y le entró el deseo de hablar con los suyos. Seleccionó el número en el móvil, activó el manos libres y lo dejó sobre la cama mientras doblaba una camisa.

Su hermana Espe no tardó nada en responder.

—¿Estabas con el teléfono en la mano? —la saludó con alegría.

—¡¿Marta?! ¿Qué tal todo? ¿Cómo estás? ¿Es tan bonito como en las fotografías? ¿Dónde estás ahora? ¿Qué…?

—Para un poco —la calmó—. Estoy perfectamente. Todo es estupendo. Estoy en la capital, al sur del país. Hace un calor y un bochorno horroroso que se te pega en la piel y hay muchos mosquitos. Fin del parte. ¿Qué tal todo por ahí? ¿Qué es esa megafonía? —Marta detuvo la labor—. ¿Estáis otra vez en el hospital? ¿De nuevo papá…?

—No te alarmes. No es nada. Esta mañana le costaba respirar y la médica ha preferido que viniéramos, pero ya nos ha dicho que es solo algo de líquido en los pulmones. Le ha dado una pastilla diurética. En un rato nos mandará a casa.

—¿Ha ido mamá contigo?

—No he conseguido que se quedara en casa. Ya sabes cómo es, decía que iba a estar más intranquila allí que aquí. Así que la he ayudado a vestirse y hemos venido en un taxi.

Le oyó susurrar: «Es Marta». Con un suspiro, se sentó en la cama y cogió el teléfono.

—Luego me la pasas. No tenía que haber ido. Ya sabía yo que iba a pasar algo. Tú bastante tienes con lo que tienes, el trabajo, los niños y ahora los padres a tiempo completo.

—Es lo mismo que tengo todos los días, Marta. Tú vives en Barcelona, no en el pueblo.

—No, no es lo mismo. Si pasa algo, yo me planto en Fraga en dos horas; a las malas, me lo traigo a Barcelona a urgencias como hicimos después del susto.

—Bueno, no te preocupes, ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora cuéntame, ¿qué tal todo?, ¿es tan bonito como parece?

—En parte sí y en parte no. Si no quieres ver lo malo, no lo ves. Ya sabes cómo funciona, es precioso hasta que pasas a la trastienda y te das cuenta de que lo que parecía un paraíso natural tiene mucho de decorado. El primer día me asal… —estuvo a punto de contarle lo del robo, pero pensó que su hermana estaba en el hospital haciéndose cargo de las enfermedades de sus padres y no pudo echarle más problemas encima—. Es muy exótico. Hemos estado unos días en el delta del río Mekong. Hay mercados sobre el agua donde las mujeres venden los productos y los pasan de barca en barca. Es muy curioso. También hemos pasado por la sede oficial de Cao Dai, una religión que solo se profesa en Vietnam. Es un templo enorme, una especie de Vaticano. Y hemos visto Ho Chi Minh, claro. Pero esta ciudad no es distinta a cualquier gran urbe moderna, con rascacielos de infarto y todo el mundo con prisa. Lo que es horrible es la circulación. Hay tantas motocicletas que no se ve ni un centímetro de asfalto. Intentar cruzar una calle es como tirarse de cabeza por un precipicio; sales viva de milagro.

—Jajaja. Mira que eres exagerada. Ya será para menos, seguro que tanto ese Vaticano que cuentas como el Mekong te han encantado.

—Es todo muy interesante. Y conmovedor.

De la santa sede Cao Dai se había llevado la imagen de los arrozales, los manojos de incienso alineados para secar junto a la carretera y una enorme catedral en color rojo y azul intenso; el suelo de azulejos más bonito que había visto, la perspectiva de las inmensas columnas con cabezas de dragones saliendo de ellas y el firmamento dentro del templo. Hacía mucho tiempo que no visitaba una iglesia, y la marea de fieles vestida de blanco, sentada en el suelo, moviendo las cabezas al mismo ritmo cual espigas mecidas por el viento, la impresionó mucho más que las coloridas vestiduras de los sacerdotes. La paz interior que reflejaba aquella gente le removió algo por dentro, algo que creía no tener. Salió de allí con un desasosiego inundándole el alma.

Del Mekong, en cambio, se volvió con las pupilas llenas de luz y color, inundadas del rojo de sandías y pitayas, del amarillo de los plátanos, el verde de las limas y el naranja de las papayas, entre los sombreros de paja y la muchedumbre. Regresó con la sensación de que fuera lo que fuese lo que viniera después, nada sería comparable a un paseo por el delta al atardecer, cubierto de nenúfares y con una cúpula de palmeras sobre su cabeza. Del Mekong se trajo el sol muy dentro de ella, la libreta repleta de recuerdos y la cámara abarrotada de imágenes.

—¿Has hecho muchas fotos?

—Tengo que hacerlas, mi trabajo depende de ellas.

—Me gustará mucho verlas. Sería fantástico que nos las pudieras enviar para que las vieran los niños. De esa manera, seguiríamos tu ruta. Sería como estar un poco contigo y que tú estuvieras con nosotros.

Marta se sentía tan culpable por haber cargado toda la responsabilidad como hija sobre la espalda de su hermana que aceptó.

—Voy a hacer un blog. En los hoteles hay Internet. Cada vez que pueda, subiré fotos. Así podrás enseñárselas a los niños. ¿Qué te parece?

—¡Qué ilusión! Será genial. Les va a encantar, ya verás. Se me ocurre un nombre: «Muy cerca del paraíso». ¿A que es estupendo?

Marta se acordó del robo, de la pobreza, de la falta de libertades, de la contaminación, de… Sin embargo, accedió a sabiendas de que con ese título no iba a poder colgar nada —ni imágenes ni comentarios— que desmintiera la imagen idílica de aquel país.

—Un título precioso. Pásame con mamá, venga. Un beso muy fuerte para ti y otro muy gordo para mis sobrinos. ¡Espe! —alzó la voz para que la oyera antes de ceder el teléfono a su madre—, llámame con cualquier cosa que les pase a papá o a mamá.

—Te va a costar una millonada.

—Me da igual. Tú llámame.

—Vale —concedió su hermana—. Pero no te preocupes demasiado. En Navidad se vienen a mi casa, así que los tendré controlados. Te paso con ella.

A Marta se le hizo un nudo en la garganta cuando recordó que el día siguiente era 23 de diciembre. Sin embargo, supo controlar la voz para que su madre no notara lo que le afectaba estar aquellos días tan señalados lejos de la familia. Tras las tres anginas de pecho que le habían dado a su padre seis meses antes, Marta fue consciente de que cada año que pasara podía ser el último para disfrutar de ellos.

—¡Hola! —exclamó muy animada—. ¡Feliz Navidad, mamá!


Recorrieron cuarenta kilómetros y cruzaron dos ríos antes de llegar a Biên Hòa. Marta no había dejado de observar a Dan. No le había visto ni una sola sonrisa desde que subieron a la furgoneta y se colocó al volante, tras recogerlos en el hotel. Al principio pensó que era porque necesitaba poner todos los sentidos en la carretera, pero cuando Ho Chi Minh y sus cinco millones de vehículos quedaron atrás, tampoco relajó su expresión.

José Luis parloteaba en el asiento delantero. Marta se preguntó si se daría cuenta de que el conductor estaba perdido en sus pensamientos. Dan mantenía la mandíbula rígida a pesar de la cantidad de anécdotas divertidas que su compañero contaba sin parar. «Será la presión de ver a su… familia.»

¿Estaría casado? No había anillo por ningún lado, pero tampoco sabía si era costumbre en Vietnam que las personas casadas se identificaran de alguna manera.

—Ya entramos en Biên Hòa —les anunció de repente.

A Marta le pareció que estaba más tenso aún que antes, y se preguntó si no estaría divorciado y la posibilidad de volver a ver a su ex lo ponía de aquel humor.

Culebrearon unos veinte minutos más antes de detener la furgoneta ante un edificio oficial. Marta no pudo distinguir qué era, un colegio o la sede del partido comunista, imposible saberlo a menos que hiciera un curso intensivo de vietnamita. La sensación de que si se quedaba sola no sabría salir de allí la puso muy nerviosa.

Aunque no tanto como estaba Dan. De eso no tenía ninguna duda. Él tardó en quitar la llave del contacto y esperó todavía a que el motor dejara de sonar. Lo vio inspirar hondo un par de veces antes de desprenderse del cinturón de seguridad y abrir la puerta.

—Espero no tardar demasiado.

Nadie dijo nada. Él pegó un portazo y cruzó la calle en dirección a un grupo de casas en las que Marta no había reparado hasta entonces.

Lo vio golpear una puerta y esperar. Tuvo que volver a llamar hasta que le abrieron. A Marta le sorprendió ver a una anciana que se inclinó para saludarlo.

—Viajar con tres enanos no me hace ninguna gracia —declaró José Luis, que tenía también los ojos clavados en lo que sucedía ante la casa.

—No podíamos negarnos.

—No podías tú, te va a venir de perlas para tu libro.

—¿Y a ti no?

—Os va a venir bien a los dos —saltó Ángela. Estaba claro que era un tema que ya habían discutido entre ellos, en privado—. A José Luis le gusta la idea de conocer ese parque nacional donde hay que dejar a los niños. Sería la primera guía en español que lo incluya.

—¡Cállate, Ángela!

Marta estuvo a punto de saltar por la forma en la que trataba a su novia. Ya era la segunda vez que le gritaba estando ella delante.

—No, si al final hasta te va a venir bien esto de los niños.

—Sí, pero como den algún problema…

—Tendrás que aguantarte. ¿Qué pretendes hacer con ellos, dejarlos en una cuneta?

—Espero que no sean unos llorones.

Lo que esperaba Marta era que no fueran sus hijos. No sabía por qué, pero no tener esa certeza la ponía nerviosa.

—¿Adónde los llevará?

—Con una tía, dijo.

—¿Por qué?

—¡Y qué nos importa a nosotros! —sentenció José Luis—. Lo que sé es que, como sean unos mocosos llorones y él no cumpla con las condiciones que acordamos, se queda sin cobrar.

Su agresividad provocó aversión en Marta. En ningún momento le había visto hablar con Dan de la manera en que lo hacía cuando él no estaba. Cobardía, se llamaba a eso. Empezó a sentir pena por Ángela, por haberse enamorado del hombre mezquino que se adivinaba detrás de aquel arrebato.

—Serán vacaciones escolares —aventuró Marta.

—Serán.

Se quedaron en silencio durante un rato.

—¿Cuánto tiempo llevan dentro?

—Más de un cuarto de hora.

—Deberíamos estar ya en marcha.

No soportó la idea de que José Luis volviera a empezar con las recriminaciones. Salió del vehículo y se apoyó en él. La brisa era más fresca que en Ho Chi Minh, los cuarenta kilómetros al norte comenzaban a notarse.

Cinco minutos más tarde había visto pasar cuatro coches y catorce motos. «Nada comparable con el tráfico de la capital.» Examinó con minuciosidad el pequeño jardín delantero de la casa donde se había metido Dan. La puerta seguía sin abrirse.


Dan comprobó de nuevo la hora en su reloj. Se impacientó, más aún que cuando entró en aquella vivienda. Los niños estaban sentados sobre unos cojines en el suelo. Estaba ante ellos, de cuclillas, a la espera de que la mujer los convenciera para que lo acompañaran.

Los tres pares de ojos no se despegaban de su rostro.

—Este hombre va a llevaros con vuestra tía —repitió la anciana.

—Estaremos unos días de vacaciones y luego iremos a verla, ¿os parece bien?

Ni bien ni mal. A aquellos niños no les parecía nada.

—Lo pasaréis muy bien —insistió la mujer.

—El lugar donde vive vuestra tía es precioso, un sitio lleno de bosques —continuo él.

Tampoco a eso hubo respuesta.

Dan se fijó en cómo estaban alineados. La mayor en medio, el pequeño a la izquierda y la mediana a la derecha; los tres con las manos fuertemente unidas. Se preguntó cuántas pérdidas podían soportar unos niños tan pequeños. Todavía recordaba la impotencia y el dolor cuando lo llamaron a Valencia y le contaron que su padre había fallecido de un ataque al corazón. De esto hacía ya seis años, recién cumplidos los veintisiete.

Se arrepintió de haber entrado solo, una sonrisa femenina habría podido suavizar la situación.

—Xuan, Kim y Dat —se dirigió a ellos por sus nombres—, no vais a estar solos conmigo. Ahí fuera tengo unos amigos que también nos acompañarán en el viaje

Kim, la niña mediana, intentó moverse, pero su hermana mayor la sujetó con firmeza para que no se levantara. Así que era Xuan la que tenía miedo a marcharse. La mujer decidió cambiar de estrategia:

—No os podéis quedar, yo no puedo teneros aquí más tiempo. No tengo comida para todos. Debéis marcharos con vuestra familia. Yo ya estoy vieja y cualquier día me iré a vivir con mi hija y os quedaréis solos.

A Dan se le encogió el estómago al imaginar lo que debían de pensar aquellos niños.

—¿Queréis conocer a mis amigos? Si os asomáis a la ventana, los podréis ver.

Dan no sabía si habrían salido de la furgoneta. Si hiciera falta, iría a buscarlos y los invitaría a entrar en la casa. «A las chicas, al menos.»

Pasaron unos segundos antes de que Xuan se moviera. Los dos pequeños esperaron a que ella se pusiera en pie. Los tres juntos, y con las manos unidas, se dirigieron a la ventana.

Por suerte, Marta estaba en la calle. Apoyada en el vehículo, miraba lo que sucedía alrededor. En ese instante, entre ella y la casa circulaba una moto con tres ocupantes: un joven vestido de azul, un niño de unos doce o trece años y, entre ellos, un perro sentado tranquilamente sobre las patas traseras mientras observaba el paisaje. Marta comenzó a reírse. El chico agitó una mano al pasar y ella le devolvió el saludo divertida.

Xuan la examinó antes de reaccionar. Luego dijo algo al oído de sus hermanos, que ni Dan ni la mujer pudieron escuchar, y los soltó. Todavía esperó a que los dos pequeños volvieran a darse la mano para moverse. Desapareció por una puerta. Dan temió que se ocultara en algún sitio; sin embargo, la niña apareció al instante. Llevaba una pequeña maleta en la mano.

Fue despacio hacia la puerta, los hermanos la siguieron y se quedaron allí, aguardando.

Xuan daba su conformidad a acompañarlo. Dan respiró a la vez que la mujer. Le pareció una gran victoria.

La vecina se despidió de los niños con unas palabras amables y de él con un Cam on. Dan no se molestó porque le hubiera dedicado solo un simple gracias; percibió el tono de amabilidad que había expresado. Estuvo seguro de que era un alivio para ella que los niños se fueran, pero le pareció que más por saberlos a salvo que por haberse librado de ellos.

Cuando abrió la puerta para salir, Marta los vio y se adelantó. Xuan debió de sentirlo como una amenaza y dio un paso atrás.

—Espera ahí —le advirtió Dan para que la niña no se asustara. Era consciente de que el español sonaba mucho más agresivo que el vietnamita. La falta de tonos en las palabras les hacía creer a sus compatriotas que quien hablaba así estaba enfadado.

—¿Qué sucede?

—Un momento —le pidió. Se agachó junto a la niña—. ¿Ves a esa mujer? Es una amiga mía. Se llama Marta. Es muy simpática, siempre está sonriendo.

Eso no era cierto, pero tendría que hacerlo a partir de entonces; él se encargaría de que sucediera. De sus tres acompañantes, si tenía que contar con alguien para atender a los niños, era con ella.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Marta esbozó una sonrisa luminosa y fue aproximándose poco a poco. Xuan no se movió y esperó a que llegara hasta ellos. «Una nueva batalla ganada.»

Marta se puso a su altura.

—Hola —susurró.

Dan se agachó también.

Xin chào —le tradujo.

Xin chào —repitió ella.

Tên tôi là Marta —siguió diciendo Dan.

Ella pronunció despacio las mismas palabras para no equivocarse.

Tên là gi? —continuó Dan.

De nuevo imitó la pronunciación de Dan. La niña parpadeó un par de veces antes de contestar:

Tên tôi là Xuan.

—Xuan, tienes un nombre muy bonito —dijo en español al tiempo que le tendía la mano.

Ten dep, Xuan —tradujo Dan las cariñosas palabras de Marta.

Pero antes de que a ella le diera tiempo a volver a hablar, la niña le dio la maleta. En cuanto desocupó las manos, volvió a asir a su hermano pequeño.

Dan respiró.

—¿Te lo estaba poniendo difícil? —le preguntó Marta mientras caminaban detrás de los niños.

—Empezaba a pensar que no lo conseguiría —reconoció—. Gracias por acercarte.

—No me ha costado nada. ¿Cómo se llaman sus hermanos?

—La niña Kim y el niño Dat. Xuan, Kim y Dat Nguyen.

Marta hizo un gesto extraño al escuchar el apellido de los pequeños, gesto al que Dan apenas prestó atención, concentrado en la reacción de los niños cuando se encontraran con Ángela y José Luis. Él no era religioso —de la mezcla de cristianismo, budismo, taoísmo, confucionismo y la espiritualidad nativa del país se había quedado solo con que lo importante era ser buena persona—, pero rogó a todos los dioses para que los críos subieran a la furgoneta sin más demora.