6

A Marta le encantó Dà Lat. De hecho, se quedó prendada de algunas villas de la ciudad, pero sobre todo del reflejo del sol del atardecer sobre las vidrieras de la catedral. A pesar de todo, la visita tuvo un regusto amargo. Ella quiso acercarse al valle del Amor y a sus cascadas para fotografiar a los recién casados vietnamitas. Le pareció interesante para su guía cuando Dan lo definió como «un lugar un tanto kitsch», pero José Luis se negó en rotundo. Así pues, la discusión entre Marta y su compañero estuvo servida. Y ella no dejaba de preguntarse por qué demonios seguía con él. Ni ella ni la guía que tenía que escribir saldrían beneficiadas. Desde España había parecido lo más lógico: «Juntos os complementaréis en el trabajo», había dicho su jefe. Pero estaba claro que José Luis y ella nunca se complementarían en nada: ni en lo laboral ni, mucho menos, en lo personal.

—Bueno, entonces, ¿lo hacemos o no? —preguntó Ángela en medio del desayuno del hotel de Nha Trang, adonde habían llegado el día anterior.

—¿Hacer qué? —salió Marta del ensimismamiento.

—Lo de Mama Hanh.

—¿Lo de quién?

—Lo de la fiesta en los barcos, ¿no te acuerdas de lo que nos contó Sergio en Dà Lat?

—¿Estáis pensando en ir?

—Pensando no, lo estamos deseando —apuntó José Luis—. ¿Verdad, conejita?

A Marta le chirriaron los dientes de nuevo, pero Ángela ni se inmutó. Se le hizo insoportable pasar el día con ellos.

—Yo paso. Conmigo no contéis. Paso de emborracharme con desconocidos.

—Nunca pensé que fueras tan mojigata —la insultó José Luis con una sonrisa que decía a las claras lo contento que le ponía la idea de perderla de vista unas horas.

«Y yo nunca pensé que tú fueras tan imbécil.»

—Llámame lo que quieras, pero no voy. ¿Se lo habéis dicho a Dan? Imagino que no contáis con él y los niños en esa fiesta.

—Lo decidimos anoche —le informó José Luis para justificar su falta de tacto con el guía.

Marta pensó que el teléfono móvil era una manera fácil y rápida de avisar a alguien, pero prefirió dejarlo estar. No le extrañaba lo más mínimo que no se le hubiera ocurrido evitarle una molestia, más teniendo en cuenta que él se movía con tres niños.

—¿Decidir qué? —saludó Dan al tiempo que acercaba una silla y se sentaba con ellos.

Marta localizó a los tres hermanos fuera de la zona del comedor que el hotel disponía para el desayuno de sus huéspedes. Verlos cogidos de la mano y con aquella mirada desvalida la revolvió por dentro. Dan no parecía preocupado por haberlos dejado solos. Se alegró de la falta de tacto de José Luis. Estaba claro que aquel hombre se merecía el madrugón. Lo malo era que también pagaban los pequeños.

—Hoy no te necesitamos —le espetó José Luis a bocajarro y se puso en pie sin más explicaciones.

—Nos vamos a una fiesta —añadió Ángela siguiendo a su novio.

Marta vio cómo Dan enarcaba una ceja. Aquella fue la única muestra de que le molestara la noticia o las formas.

—Hasta mañana no te necesitamos. Puedes cogerte el día libre —concedió José Luis para terminar de arreglarlo y empujó a Ángela. Se marcharon sin despedirse.

—¿Tú no vas también?

Marta aún los siguió con la mirada mientras pasaban al lado de los niños sin hacerles caso.

—No, yo me quedo a descansar.

—¿De verdad estás cansada? No lo creo. Una de dos, o te sientes una carabina o no eres chica de fiestas.

Marta valoró que Dan se estaba riendo de ella y no le apeteció seguirle el juego.

—Las dos cosas. Lo mío es más una buena conversación delante de un café frío.

Él señaló la taza que tenía delante y que no había terminado.

—¿Como ahora?

Marta apartó los restos del café con leche.

—Yo no llamaría a esto una buena conversación sino más bien un intercambio de frases amables entre dos conocidos.

—¿Qué planes tienes para hoy?

—Nada en especial. Yo tampoco sabía lo de la fiesta y no había previsto una alternativa. —Cuando creyó que él se estaba ofreciendo a acompañarla le entró una extraña inquietud—. Ya has oído a José Luis, hoy no eres nuestro guía.

—¿Lo dedicarás a pasear?

—Imagino que daré un paseo por el mercado, comeré algo y…

Él echó un vistazo nervioso a los niños, que seguían sin moverse y con los ojos fijos en ellos.

—¿Puedo pedirte un favor?

—¿Un favor?

—No debería pedírtelo, al fin y al cabo apenas nos conocemos y los niños…, pero ¿puedes hacerte cargo de ellos durante un rato? Prometo estar de regreso lo antes posible.

—No no no no. ¿Cómo voy a quedarme con ellos yo sola? No hablo vietnamita.

Dan llenó los carrillos de aire y lo dejó escapar poco a poco.

—Necesito acercarme a un lugar. Es una gestión de trabajo. El último envío de uno de nuestros artesanos no ha llegado y no sabemos cuál es el problema. Quiero hablar con los transportistas para ver si ellos saben algo de él. La semana que viene parte del puerto de Saigón un container camino de España y las esteras de bambú tienen que estar en él.

—Voy contigo.

—Vais a aburriros.

—Sí, pero yo me quedo más tranquila y tú también. E igual, con un poco de suerte, lo que vea me sirve para mi guía.

—No lo creo.

—Deja que sea yo la que lo decida.

Se fueron todos juntos en la furgoneta.

La empresa de transportes era un pequeño local junto a la playa con dos viejos camiones aparcados en el exterior.

—Esperadme aquí —les dijo Dan.

Los niños apenas intercambiaron unas palabras y a Marta el silencio se le hizo tan denso que pensó que la aplastaría. Así que comenzó a hablar:

—Ya sé que no me entendéis, pero no pienso dejar que este día tan maravilloso —señaló la arena que se extendía apenas unos metros delante de ellos— se convierta en el peor rato de mi vida. Tenemos aún muchos kilómetros por delante, así que ya va siendo hora de que nos conozcamos un poco. Me llamo Marta, tengo treinta y dos años y solo una hermana. Siempre quise que fuéramos más para jugar como seguro hacéis vosotros. Tenéis mucha suerte, se nota que os queréis mucho y que Xuan os cuida muy bien.

Los niños la miraban como si la entendieran. Aquellos tres pares de ojos atentos fueron lo mejor de lo que llevaba de día.

Dan no tardó en volver. No tenía buena cara.

—¿Malas noticias?

—Ninguna. El transportista no sabe qué ha ocurrido. Simplemente, el artesano no ha hecho la entrega.

—¿No puedes llamarlo?

—En medio de la selva no suele haber teléfonos.

—¿Y ahora?

—Me ha contado que hay un joven de Hòn Bà que trabaja en un hotel cercano. Se lo dijo el artesano una vez que se acercó a saludarlo.

—¿A qué estás esperando? —lo animó ella.

Dan los dejó junto a la playa, no sin antes darle a Marta su número de teléfono, «por si sucede algo».

—¿Algo como qué?

—No creo que tarde mucho. A ver si hay suerte y hoy le toca turno.

Ella lo detuvo antes de que se marchara.

—¿Es tan importante?

—Siempre es importante cumplir los compromisos. Las cosas no van bien en el negocio y no podemos permitirnos fallar a nuestros clientes, no solo porque Bing y yo nos quedaríamos sin trabajo sino porque también perderían los proveedores.

—Hablas de los artesanos.

—Y de todas las familias que dependen de ellos. —Dan sacó unos dongs del bolsillo y señaló a un vendedor un poco más adelante—. Cómprales un helado a los niños.

Marta hizo más que eso; compró tres helados y una pelota.

Después de aquello, las cosas rodaron solas. Aunque, como la pelota de Dat, a veces se quedaban varadas en la arena, pero conseguía remontarlas con una caricia en el pelo, una sonrisa o un empujoncillo voluntario. Corrieron por la arena, pero no les dejó meterse en el mar; tenía miedo de que les sucediera algo. Además ninguno tenía bañador.

Ya habían pasado más de dos horas cuando Marta vio que le entraba un mensaje: «Se me complican las cosas. Tardaré más de lo previsto. ¿Todo bien?». Respondió: «Todo bien. Te esperamos en la playa».

Compraron comida en un puesto callejero. Dejó a los niños que eligieran lo que quisieran y Xuan lo hizo por los tres. Ella pidió lo mismo. Se sentaron en el paseo marítimo a comer bánh rán thit. Nunca había probado buñuelos rellenos de carne y setas. Le parecieron deliciosos. La próxima vez se animaría con la versión dulce.

Marta tuvo que buscar un nuevo entretenimiento. Por suerte, tenía experiencia suficiente con sus sobrinos como para saber lo que les gustaba a los niños. Les prestó el teléfono móvil, les hizo fotos y dejó que ellos se hicieran algunas con ella. La que sacó Xuan salió bastante bien; la que hizo Kim, regular, y la que tomó Dat estaba del revés. Se rieron. Todos a una.

Y cuando las chicas se cansaron de que Dat acaparara el teléfono, se fueron a buscar a Dan.

Lo esperaron en la calle porque los niños no quisieron entrar en el hotel. Aunque estaba más que cansada, Marta no los culpaba por querer disfrutar un rato más al aire libre. Llevaban tres días con muchas horas de carretera y cuando no estaban encerrados en la furgoneta habían tenido que seguir por templos, calles y bares a cuatro adultos que apenas les dirigían la palabra. El jardín delantero fue un lugar estupendo para terminar el día.

Estaba tan ensimismada mirándolos que ni se dio cuenta de que le sonaba el teléfono. Debían de haber sonado más de seis tonos antes de que atendiera la llamada.

—Estoy llegando —anunció Dan—. ¿Dónde estáis?

—Delante del hotel.

Marta no había terminado de hablar cuando una furgoneta se metió en el carril de acceso al hotel y paró un poco más adelante para no entorpecer la entrada de otros vehículos.

—Lo siento —se disculpó Dan al tiempo que se sentaba también en el murete desde donde Marta observaba jugar a los niños.

—¿Cómo ha ido todo?

—Me ha costado, pero al final he dado con el chico. Ya no trabaja aquí y he tenido que ir a buscarlo a su casa. Me ha dado la dirección un camarero.

—¿Qué te ha contado?

—Estuvo hace una semana viendo a sus padres. El artesano está enfermo: tifus.

—¿Qué vas a hacer?

—No estoy seguro todavía. —Pero por el brillo decidido de sus ojos le pareció a Marta que su respuesta no era del todo sincera. Dan ya sabía qué hacer, otra cosa era que no se lo contara a ella—. ¿Qué tal los niños?

—Ahí los tienes: disfrutando.

Como si se hubieran dado cuenta de que hablaban de ellos, Dat soltó una carcajada cuando logró dar dos patadas a la pelota sin que esta rebotara en el suelo.

—Parecen felices.

—Sí, por primera vez desde que los conozco.

Dan ladeó la cabeza.

—¿Es una crítica?

—Es un hecho. Todavía no los había visto reírse, apenas hablar, mucho menos jugar.

—Me alegro. ¿Cómo lo has conseguido?

—¿Quieres el truco? —bromeó ella.

—No me digas que has tenido una larga conversación en la que les has explicado las bondades de mantener una buena relación con los adultos a su alrededor. —Se rio Dan—. ¿En vietnamita?

—Algo de eso ha habido. Les he hablado, eso es cierto, aunque no hayan entendido nada de nada.

—Has conseguido en unas horas mucho más que yo en varios días. —Se puso serio de repente—. Ya estaba empezando a preocuparme.

—¿Quiénes son los niños? ¿Por qué están contigo?

—¿No vas a preguntarme si son míos? —Dan abandonó la seriedad de un momento antes.

—Creo que no lo son.

—¿Lo sabes o lo supones?

—Son algún tipo de pariente. ¿Los hijos de un primo tuyo, tal vez? Se apellidan como tu madre.

—Nada de eso. El Nguyen en Vietnam es como el Martínez, Pérez o García españoles. La mitad de los vietnamitas tienen el mismo apellido.

—¿Entonces?

—Son hijos de un amigo, bueno, lo eran. Su padre murió hace un mes.

—¿Y su madre?

—La perdieron hace dos años.

Marta clavó los ojos en los huérfanos que trotaban detrás de la pelota y un enorme peso se le instaló en el pecho. Dan terminó de explicarle su encargo.

Cualquier idea que Marta se hubiera hecho de Dan cambió después de su explicación. No conocía a muchas personas que aceptaran hacerse cargo de tres niños pequeños en esas circunstancias.

—¿Me equivoco si digo que no los conocías de antes?

—Imagino que la salida de la casa de la vecina lo dejó claro. No los había visto nunca. Huy era un hombre muy celoso de su intimidad. Éramos amigos de niños: él, Thái y yo. Nos volvimos a encontrar años después y quedábamos de vez en cuando, pero nunca nos invitó a su casa ni nos presentó a su familia.

—Ya.

Dan se quedó callado y a Marta le pareció anclado a algún momento del pasado. El ruido de una moto lo sacó de sus evocaciones.

—Se está haciendo muy tarde. Vamos a tener que irnos.

Marta no le preguntó en qué lugar dormían él y los niños en Nha Trang. Dan ya se había levantado y se acercaba a los pequeños.

—¡Xuan! —gritó ella para llamar la atención de la mayor.

Esta se quedó paralizada cuando vio que Dan iba hacia ellos. Marta notó cómo le cambiaba el gesto. Corrió hacia allí.

Llegó a la vez que Dan. Este les dijo algo en vietnamita y Kim recogió la pelota. Marta vio cómo Dat se aferraba de nuevo a la mano de su hermana mayor y se agachó junto al pequeño.

—Se está haciendo muy tarde, Dan ya ha venido, os tenéis que ir con él.

Nadie, excepto Dan, la entendió. Sin embargo, Marta esperaba que su voz sonara tranquilizadora. Debió de serlo porque el pequeño le cogió la mano. Ella se puso en pie notando la fuerza del niño a través de la palma. Y la de Kim en la otra.

Xuan le dijo algo a Dan y este le contestó un tanto irritado.

—¿Qué sucede?

—Al parecer, han decidido que les gustas más que yo y quieren adoptarte.

—No entiendo.

—Dicen que no se van a ninguna parte sin ti.

Marta miró las cabezas de los tres niños que la rodeaban.

—¿Y entonces?

El malhumor de Dan se había vuelto a esfumar.

—Ahora solo hay una pregunta posible: ¿en tu casa o en la mía?

Ellos se alojaban en la zona más antigua de la ciudad; nada que ver con los lujosos hoteles donde Marta había dormido desde su llegada a Vietnam.

Dan detuvo la furgoneta ante un estrecho edificio de tres pisos. Un enorme toldo de rayas cubría la entrada del hotel. A un lado, un restaurante anunciaba el sempiterno pho en grandes letras azules, y al otro, una tienda de todo un poco con un cartel en el que ponía «Photocopy».

El chico de recepción no dijo nada cuando Dan le pidió la llave de la habitación; tampoco cuando ella los siguió por las escaleras. Se preguntó cuántas veces uno de sus clientes habría llegado con compañía nocturna.

Había solo dos habitaciones por planta; por suerte, eran bastante grandes. La suya contaba con tres camas, que al parecer el día anterior se habían repartido sin problemas: dos para los niños y la otra para él. Aquella noche Marta ocupaba la cama mientras que Dan dormía en el duro suelo.

Una hora después de haberse acostado tuvo que levantarse; el calor no lo dejaba dormir y las piernas le cosquilleaban por debajo del pantalón del pijama. Se sacó la camiseta sudada y la tiró sobre la manta que hacía las veces de colchón. Salió al pasillo con ganas de asomarse a la ventana y relajarse con la brisa del mar.

Casi lo había conseguido. Había centrado la mirada en el sinfín de motos, que seguían pasando a pesar de la hora, y casi había olvidado los problemas del trabajo, a los pequeños y a la mujer que ocupaba su cama. Casi. Lo habría conseguido, seguro, si no llega a ser porque uno de los problemas que le quitaba el sueño apareció silencioso junto a él.

Marta se acodó a su lado en la ventana, tal y como él hacía. De un vistazo, Dan abarcó desde los tirantes de la camiseta al pantalón corto de su pijama.

—No conseguía dormir.

Intentó sonreír y parecer relajado. Ensayó una voz de hermano mayor que, sin embargo, le sonó a amante despechado.

—Tenías que haberte quedado en tu hotel.

—No podía defraudarlos después de pasar con ellos todo el día.

—Seguro que podríamos haberles convencido.

—No lo sé. Además, está lo que me has contado de sus padres. Esos niños no se merecen lo que les pasa.

—Lo que no se merecen es la compasión de nadie —soltó él. Por la forma en la que ella lo miró, supo que no entendía el significado de sus palabras. No se lo explicó.

—Tengo que pedirte otro favor. Bueno, otros dos.

—¿Dos?

—Necesito que te quedes mañana también con ellos y que le expliques a José Luis que tendrá que arreglárselas solo durante todo el día. Prometo que el jueves estoy con vosotros.

—¿Vas a ir hasta su pueblo? —dijo ella, pero a Dan le sonó sin los interrogantes.

—Voy a ir a las montañas. La semana pasada llevaba varios días con fiebre y no se levantaba de la cama. Mañana le subiré medicamentos. Espero que sirvan y se reponga cuanto antes.

Marta lo miró entre las sombras antes de fijarse de nuevo en el tráfico nocturno. A Dan le hubiera gustado que los envolviera el silencio, habría sido más fácil oír su negativa. Sin embargo, los cláxones del enjambre de motos hacían difícil hasta oír sus propios pensamientos. Ya estaba a punto de decirle que no hacía falta que se molestara, que se las arreglaría como pudiera, cuando ella le contestó alto y claro:

—Me quedaré con ellos. No hay problema.

—¿De verdad que no es una molestia?

Ella se limitó a girarse un poco hacia él. Su cara quedó oculta por la luz de las farolas que la iluminaban desde atrás.

—Podré sacarles las palabras que no les he sacado hoy.

—¿Demasiado desconfiados?

—Sí.

Dan no disimuló la risa.

—¿Tan mal ha ido? Antes no lo parecía.

—Mal no, peor. Hasta casi media tarde no he sido capaz de arrancarles una sonrisa.

—Ya has logrado más que yo. Vas por el buen camino.

—En ese caso, me siento halagada.

—Hay que brindar por ello —dijo Dan y volvió a la habitación, que Marta había dejado abierta.

No tuvo que rebuscar mucho. Regresó al pasillo y le tendió la botella.

—¿Qué es?

—Descúbrelo —la animó él—. Será una nueva experiencia.

Pero ella se lo pensó dos veces antes de posar los labios sobre el gollete de la botella. Y aun cuando lo hizo, apenas lo probó. Él, en cambio, le dio un buen trago. No era precisamente lo más apropiado. Estar con Marta, ambos medio desnudos, le estaba resultando mucho más costoso de llevar de lo que había supuesto cuando la invitó al hotel.

—Es muy fuerte...

—Es sâu chít, licor de arroz con gusano. Lo llevo siempre que visito a uno de nuestros proveedores. Es mucho mejor negociador que yo. ¿No te animas con más? —Señaló la etiqueta escrita a mano—. Aquí dice que proporciona una piel hermosa a las mujeres.

Se calló el resto de la leyenda: «Y mayor potencia sexual a los hombres». Ahora que lo pensaba, lo del licor no había sido muy inteligente, una ducha de agua bien fría hubiera sido más efectiva.