9

Una bronca los esperaba a la puerta del hotel. José Luis empezó a gruñir incluso antes de saludarlos.

—¿Dónde has estado? —soltó al tiempo que abría la puerta de la furgoneta.

Dan salió con toda la tranquilidad del mundo y ayudó a bajar a los niños.

—Hemos estado de excursión.

—¿Todo el día?

—El día entero. Tuve que ir a las montañas y me llevé a los chicos.

Marta se sintió incluida en aquel «chicos».

—Podrías habérmelo dicho, por si me interesaba ir.

—No lo creo. Un pueblo humilde más en medio de la vegetación. Nada que te interese a ti ni a tus lectores —sentenció—. Palmeras, plataneros, plantas por todas partes. Poco sol, mucha niebla. Niños dando patadas a un viejo balón. Nada que llame la atención. Un lugar de lo más anodino para los turistas. Ya sabes, demasiada gente con los ojos rasgados —soltó Dan con un deje extraño.

—No eres quién para decidir lo que incluyo en la guía. ¿Y ella? —preguntó con un tono rebosante de desprecio.

—¡A Marta sí, a Marta le ha parecido muy interesante! Escribe otro libro distinto al tuyo.

—¡Da igual! —cortó José Luis la disputa—. Hoy quiero ir a las islas. Mañana salimos hacia el norte.

—¿Y la ciudad? ¿Nos vamos sin verla?

—¿Y qué crees que hemos estado haciendo mientras no has aparecido? Además, estoy harto de estos mocosos. Mañana salimos sin ellos.

—¿Y qué sugieres que haga con los niños?

—¡Me da igual! Búscales una niñera para que los cuide.

—No puedo hacerlo. Tú mismo aceptaste que nos acompañaran.

—Pues he cambiado de opinión. No quiero volver a verlos.

—No conozco a nadie más ruin que tú. No eres hombre de palabra.

José Luis desplazó a Dan de un empujón. Marta se dio cuenta de la cara que puso Ángela. No era de enfado ni de vergüenza por el espectáculo que estaban dando en la calle. No, era de miedo, era como si temiera a su novio, como si aquella discusión pudiera convertirse en algo más y ella lo supiera, como si no tuviera claro que José Luis pudiera poner límites a su enfado.

Marta se fijó también en la actitud de Xuan, Kim y Dat: tenían los ojos pegados a las figuras de los hombres que seguían discutiendo sin ser conscientes de ser el centro de atracción de todo el que pasaba por allí. Decidió que ya era suficiente.

—Vale ya. No es tan grave. En el hotel nos dijeron que habíais pedido el desayuno en la habitación y pensamos que estaríais cansados después de un día de juerga. Yo le pedí a Dan que me enseñara algo especial para mi guía. Ha sido cosa mía.

Dan intentó que no se echara la culpa del cambio de planes, pero ella le hizo un gesto para que la dejara continuar:

—Al fin y al cabo, le pagas con el dinero de la editorial y también trabaja para mí.

—Pues eso se ha acabado —zanjó José Luis. Se dirigió a Dan, que casi pudo oír cómo le rechinaban los dientes de rabia—. Estás despedido. No quiero volver a verte, ni a ti ni a esos críos de mierda.

Ángela parecía más asustada aún. Marta no pudo quedarse callada:

—¡Cierra el pico de una vez! No tienes ningún derecho a hacer eso.

Se enfrentó a la mirada de un loco; Marta pensó que la pegaría. Sin embargo, se calló y se fue. Al pasar junto a Ángela le ordenó:

—Sube de una puñetera vez.

Que esta obedeciera a José Luis sin rechistar afectó a Marta mucho más de lo que esperaba.

Había visto a una antigua compañera comportarse así ante su pareja, asustada y obediente, como un perrito desvalido. Ella no había hecho nada, no había preguntado nada, lo había dejado pasar sin darle demasiada importancia. Hasta que tuvo que visitarla en el hospital. «Una mala caída», le explicó. Pero Marta sabía que las contusiones tenían nombre propio. La maltratada no regresó a la editorial. Según le dijeron después, había encontrado otro trabajo. Marta no había vuelto a pensar en ella. Hasta entonces.

—¡Ángela! —la llamó. La otra se dio la vuelta—. ¿No quieres que tomemos algo en la cafetería?

La joven pareció aliviada. Luego miró a su novio, que traspasaba ya la puerta del hotel.

—Será mejor que me vaya.

La vio alejarse con los hombros caídos, derrotada. Se le revolvió el estómago.

—Perdona, no quería que esto sucediera, pero no he podido controlarme —se disculpó Dan.

Marta se acercó a los niños, que se habían quedado en una esquina con cara de estar aterrados. Dat se cogió a una de sus piernas.

—No te preocupes, es un imbécil.

—Y yo un estúpido por permitir que sus palabras me alteren de esa manera.

—Seguro que lo podemos solucionar, creo que si…

—No, Marta. No pienso retractarme. Después de esto no voy a poder seguir a su lado sin saltar a la primera ocasión.

Marta se quedó dolida por lo que aquello significaba.

—Entonces, ¿tú, los niños? —«¿Entonces yo, qué pasa conmigo?»

—Puedes despedirte de ellos. Me temo que aquí se acaba lo nuestro. —Y dio un golpecillo a las niñas en el hombro.

Marta se limitó a abrazarlas y a besarlas en la cabeza mientras la pena la desgarraba por dentro.

Más tarde, en la soledad de su habitación, cuando intentaba recordar cómo había sido todo, solo conseguía rememorar los cuerpos de los niños contra su pecho. Dan no llegó a tocarla, se inclinó ante ella como había hecho el primer día en Ho Chi Minh. Como si fuera una desconocida para él.


Más de las doce de la noche. No era hora para andar por los pasillos del hotel, tampoco para gritar. Había cogido cinco veces el teléfono para llamar a la habitación 687 y otras tantas lo había vuelto a colgar.

Sin embargo, no era una mujer que daba la espalda a los problemas, así que había decidido hacerlo cara a cara. «Cuanto antes mejor.» No quería esperar a la mañana, no quería consultarlo con la almohada. En las horas que habían pasado desde que se había despedido de Dan y de los niños había pensado mucho, demasiado. Y había tomado dos decisiones. Solucionar lo que creía que estaba sucediendo en la habitación de al lado era la primera. La otra vendría después.

Dudó un instante; las voces que había oído parecían haberse calmado. Llamó con los nudillos un par de veces.

No oyó nada. Barajó la posibilidad de darse media vuelta y marcharse a todo correr. Pero sustituyó aquel pensamiento por la imagen de su antigua compañera en el hospital.

Llamó de nuevo, esta vez con más fuerza.

—¿Quién es? —preguntó José Luis desde dentro.

Marta habría preferido que la hubiera abierto. Ponerse a dar voces en medio de la noche en un pasillo y perturbar el sueño de decenas de personas no era precisamente la idea que tenía de la discreción. Aunque él no le dejaba otro remedio.

—Soy Marta, ¿puede salir Ángela un momento?

Percibió unos susurros y un largo silencio antes de que abrieran la puerta y la joven apareciera detrás de su novio.

—¿Sucede algo? —preguntó este sin dejarla intervenir.

—No, bueno, quería comentarle unas cosas. —De repente le entró miedo de la reacción de José Luis ante su presencia—. Cosas de mujeres.

Ángela no la invitó a entrar. Marta lo prefirió también. José Luis y lo que tenía que hablar con ella eran incompatibles.

—Tú dirás.

—¿Te importaría venir a mi habitación? —Señaló la puerta de la derecha.

Esperó una negativa por parte de su compañero de trabajo, pero este se había alejado de la puerta. Aprovechó el silencio para coger a Ángela del brazo y tirar de ella.

La siguió de mala gana. Tan pronto como Marta cerró la puerta de su habitación, le preguntó:

—¿Qué quieres? —Parecía impaciente por acabar con aquello.

—Nada. Solo quería hablar contigo.

—¿Conmigo?, ¿de qué?

—Es que…, verás… He oído voces, estabais discutiendo.

—¿Nos estás espiando? —Ángela se puso a la defensiva.

—No estoy espiando a nadie. Sois vosotros los que habláis para que se entere medio hotel. No me interesan vuestras conversaciones privadas, solo quiero saber una cosa. ¿Va todo bien con José Luis?

Una estatua de piedra, así fue como se quedó Ángela, como si alguien hubiera descubierto el secreto que llevaba toda la vida ocultando. Parpadeó una docena de veces antes de reaccionar.

—Eso es algo que no te importa.

A Marta se le acabó la paciencia. La hostilidad de Ángela manifestaba justo lo contrario de lo que pretendía hacerle creer. Si ella se negaba a hablar, lo haría Marta.

—Pues sí, sí me importa. No te voy a decir que me preocupo por ti como lo haría con una amiga porque no es cierto. Pero llevamos compartidos muchos días y kilómetros y me parece que las cosas no van bien. Conozco a José Luis desde hace tiempo; nunca ha sido un hombre amable sino más bien huraño, demasiado serio en cualquier caso. Sin embargo, en los últimos días, sobre todo cuando trata contigo, me parece que está especialmente agre… —aligeró el adjetivo que le venía a la mente—, suspicaz.

—José Luis es mi novio, llevamos seis meses juntos —declaró Ángela como si aquel tiempo fuera toda una vida.

—Eso no le da derecho a tratarte como te trata a veces.

—José Luis me quiere.

—Yo no digo que no te quiera…, a su manera.

—Se preocupa por mí.

Marta empezó a ponerse nerviosa al ver que Ángela no se lo iba a poner fácil.

—No te das cuenta, ¿verdad? Controlar a alguien no es preocuparse por él.

—Quiere lo mejor para mí.

—Te mira el móvil, nunca es amable contigo, no te pide las cosas, te las ordena, nunca te sonríe, si te toca es para empujarte y no para acariciarte.

—Él es así a veces, pero luego se arrepiente y tiene muchos detalles. Hace un mes me llenó la casa de flores.

Lo peor fue comprobar que el entusiasmo de Ángela era sincero.

—Te compra con esos detalles, pero no te trata como a una igual.

—Es que no quiero que lo haga. Soy joven y guapa; él lo sabe y yo sé que me valora por ello. Yo no quiero ser su amiga, quiero ser su novia. Yo lo necesito y él me necesita. Él me quiere y yo lo quiero. Eso me basta.

¿Qué podía decir Marta después de aquella declaración?

—Espero que no te equivoques.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—He visto… a una compañera… Los malos tratos…

Ángela la cortó tajante:

—No sé de qué hablas. Además, sé llevarlo perfectamente. Conozco sus cambios de humor y me amoldo a ellos. Y si no tienes nada más que decirme, creo que voy a marcharme.

—Solo una cosa más. Quiero que me prometas algo.

—Dime.

—Prométeme primero que lo vas a cumplir.

Marta vio curiosidad en sus ojos.

—Prometido —consintió Ángela.

—Cuídate; mientas estés en Vietnam al menos, mientras estés sola con él.

Lo había hecho. Había hablado con Ángela y le había contado sus temores; el resto quedaba en sus manos. Primera de las decisiones llevada a cabo.

«Ahora con la siguiente. —Miró el reloj, casi las doce y media de la noche en Vietnam—. Las seis y media en España.» Demasiado pronto para despertar a nadie. Programó una alarma para dos horas después y se acostó.

No pudo dormir. Al fin y al cabo, la conversación que tenía prevista sería definitiva no solo para su estancia en Vietnam —separarse de Dan y de los niños era una pesada losa que no estaba dispuesta a soportar si podía evitarlo—, sino para su valía como profesional. Separarse de José Luis en todos los sentidos del término le permitiría tomar su propio rumbo en la editorial. Estaba convencida de ello.

Dejó pasar las siete, y las siete y media. A las ocho y media de la mañana, hora española, las dos y media de la madrugada en Vietnam, cogió el teléfono y llamó a su hermana.

—Me pillas fatal, estoy a punto de salir de casa camino del campamento urbano al que los he apuntado —le dijo Espe por el altavoz.

—Solo es un momento, ¿qué tal todo? ¿Papá?

Marta la oyó trajinar con sus hijos.

—Todo bien, ya te dije que no te preocuparas. —Marta oyó de fondo la voz de su sobrino pequeño—. Mateo y Rubén te mandan un beso.

—¡Otro para ellos!

—De verdad, Marta. Llámame luego.

—No, solo una cosa. Espe, por favor, quita el manos libres, que así no hay manera.

Un sonido y la comunicación se volvió más nítida.

—No me asustes. ¿Sucede algo?

—No, no te preocupes. Solo que creo que voy a estar sin cobertura unos días.

—¿Y eso?

—Ya te contaré. Voy a hacer una ruta distinta a la prevista, por el interior del país. No te asustes si no me localizas. Te llamaré yo en cuanto pueda.

—Ah, genial. Pasadlo muy bien. Por aquí todo controlado. Papá se cansa mucho y no quiere andar, pero mamá y yo lo obligamos a salir todos los días. Los niños me tienen loca como siempre. ¿Y tu blog?

—Ni lo he creado.

—Pues hazlo. Recuerda el título: «Muy cerca del paraíso». Los niños están deseando ver las fotos.

—Precisamente ahora que voy a estar desconectada.

—Créalo, y lo actualizas cuando puedas. Escribe tus impresiones en un cuaderno y ya las pasarás. Te dejo, que voy tardísimo.

—¡Muchos besos a todos!

Marta dudó de que su hermana la hubiese escuchado. Sonrió al imaginársela bajando por las escaleras a todo correr con las mochilas en la mano y sus dos hijos detrás.

«Y ahora, lo importante.»

No tuvo que buscar el número de su jefe, se lo sabía de memoria, extensión incluida.

—Miquel, soy Marta Barrera. Te llamo desde…

—¡Hombre, la vietnamita! ¿Qué tal todo?

Marta se lo imaginó recostándose en la silla.

—Me gustaría hablar contigo del viaje.

—Tú dirás.

—En su momento pensamos que aunque José Luis y yo íbamos a dar a la guía una orientación distinta, lo más lógico era que fuéramos juntos, pero ahora que estoy aquí me he dado cuenta de que no es lo más acertado.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero tu permiso para abandonar la ruta fijada para el viaje y para la guía.

—Me estás pidiendo libertad absoluta para este trabajo.

—Me gustaría enfocar el libro de otra manera, Miquel. La costa de Vietnam está ya muy trillada, y aunque se ha modernizado estos últimos años con nuevos hoteles y nuevas actividades y se han descubierto nuevas playas, no hay nada que la diferencie de otras costas vacacionales.

—Seguro que…

—Desde los enclaves en los que hemos parado, he buscado los parajes cercanos menos explotados, algún templo poco visitado, varias rutas de senderismo, un río navegable y poco más. Pero, Miquel, tengo la posibilidad de adentrarme en la selva, este país está lleno de reservas naturales, de comunidades auténticas. Si me das la oportunidad, se las descubriré a los lectores.

—Demasiado arriesgado. ¿Tienes la seguridad de que vas a conseguir material suficiente? Estamos hablando de una guía de viaje, no de una novela.

—¿Y por qué no una guía con comentarios de la autora? Les daremos no solo datos objetivos, sobre horarios, precios o medios de transporte. Yo te hablo también de que los lectores palpen, toquen, huelan, vean los colores, noten la humedad, pasen calor y frío. La llenaremos de fotos y de comentarios, de mis sensaciones. Les hablaré del régimen comunista, de las consecuencias de la guerra con los estadounidenses, de la pobreza de las calles.

—Lo que describes parece más un blog.

—¿Y por qué no? Un blog en diferido. ¿Sabes la cantidad de gente que los consulta antes de salir de viaje? Los que vienen con un paquete planificado no, pero ¿y el resto? Para los primeros tenéis la guía de José Luis; para llenar el vacío del resto, a mí.

Por el silencio que se estableció en la línea, Marta pensó que Miquel había colgado el teléfono. A punto estaba de preguntarle si seguía ahí cuando él habló de nuevo:

—¿Tienes un itinerario? Los del departamento de viajes lo necesitarán para cambiarte las reservas.

El corazón le saltó en el pecho.

—¿Eso significa que aceptas mi propuesta?

—Algo así —confirmó él de mala gana—. Espero no arrepentirme.

—No lo harás. Te lo pondré fácil. Anula mis reservas, todas. No hace falta que me busquen dónde dormir, lo haré yo misma. Ya los llamaré si necesito que me reserven algo.

—¿Y los transportes?

—Esa parte la tengo cubierta. No te preocupes.

—Espero que no pretendas luego cobrar la gasolina porque…

—No te costará un euro. Te lo garantizo.

—No tienes ni un día más de lo estipulado.

—No lo necesitaré. ¿Me das el okey, entonces?

—Te lo doy. Espero no arrepentirme.

—Mil gracias, Miquel. No te decepcionaré —le aseguró y colgó antes de que cambiara de opinión.

Aún le quedaba un problema por solucionar. ¿Y si le decía que no?

El corazón le brincaba en el pecho al tiempo que escribía el mensaje: «¿Estás despierto?».

La respuesta llegó inmediatamente: «¿Tú tampoco puedes descansar?».