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Xuan metió las manos en el agua tal y como le indicaba la mujer. Llevaba ya un rato mostrándoles todos los procesos a los que sometían el lino antes de conseguir algo que se pudiera parecer remotamente al hilo.

La niña tanteó en el río hasta que dio con lo que buscaba. La alegría de haberlo encontrado le iluminó la cara. Mostró el tesoro a Marta: dos manojos de hierbas completamente empapadas.

Con un gesto, le instó a que la imitara y Marta sumergió también las manos. Media hora después habían sacado un buen montón de lino del río. Ayudaron a la mujer a limpiarlo y a trasladar los manojos a la carreta que habían dejado entre la maleza y regresaron al pueblo. El camino se les pasó intentando comprenderse unas a otras.

Habían llegado al pueblo de Dá Chát al atardecer del día anterior, y a la hora de comer ya estaban completamente integrados. Xuan y ella entre las mujeres; Kim y Dat en los juegos de los niños. A Dan no lo había visto en todo el día. Por lo que sabía, había pasado la mañana con los hombres y la tarde en la fábrica tratando los asuntos pendientes con la cooperativa de mujeres. Lo imaginó negociando las condiciones del trabajo y se preguntó si habría conseguido convencerlas para que confeccionaran ropa de cama.

Con Dan desaparecido, era Xuan la que hacía de traductora. Desde que habían llegado se comportaba con mayor madurez. Por el camino, la mujer les explicó que ahora el lino había que extenderlo en un campo detrás del almacén.

Dentro había más de una treintena de mujeres. Algunas levantaron la cabeza cuando las vieron entrar, pero la mayoría no se tomó un descanso ni para observarlas. Las trataron como a unas más y las pusieron a colaborar entre las risas de las más curiosas. Marta entendió su reacción; hacer trabajar a la mujer y a la hija mayor del hombre que compraba sus productos era para ellas una situación de lo más divertida.

Aquella tarde Xuan y ella compartieron faena e instrumentos. Esfuerzo y dolor de brazos. Marta la animaba cada vez que la niña se quejaba de tener las manos doloridas. Era la consecuencia de frotar sin parar el lino, caliente por el sol, y restregarlo con una piedra para conseguir quitarle la parte leñosa y quedarse solo con las largas fibras suaves. Aquella tarde, entre gestos de complicidad, se hicieron definitivamente amigas. La niña le traducía lo que las mujeres les ordenaban y la corregía cada vez que estas la amonestaban. Gracias a ella, disfrutó de la merienda que les ofrecieron. Xuan le enseñó a usar los palillos para rescatar los trozos de pescado y verduras que flotaban en el pho gà, y fue ella la que preguntó a las mujeres, después de cuatro horas, si podían terminar por ese día.

Hacía ya mucho tiempo que Marta estaba deseando dejarlo. Le dolían tanto manos y brazos que apenas los sentía, pero no había dicho nada por si con su poco solidaria actitud perjudicaba las negociaciones de Dan. Sin embargo, y a pesar de las ganas que tenía de sentarse, pidió que le mostraran el resto de las instalaciones.

Y descubrió que el proceso no era distinto a lo que había visto en los museos etnológicos que había visitado. Allí estaban las ruecas, los husos y los telares. Y las mujeres haciéndolos funcionar con una rapidez y maestría sin igual. El sonido de la manivela de las pequeñas ruecas, el silbido de las fibras tirantes en el huso y el traqueteo de los telares manuales acapararon la atención de Marta. Al fondo de la enorme sala estaban los estantes en los que almacenaban, delicadamente dobladas, las piezas de lino listas para el uso.

Sobre una de las dos mesas, apenas unos tablones dispuestos sobre caballetes, dos mujeres extendieron una tela. Un río de nieve se desplegó ante ella.

La mujer metió la mano debajo del tejido y lo alzó para que lo apreciara de cerca. Increíblemente delicado, casi transparente. Marta solo recordaba algo tan fino en alguna camisita de batista que su madre tenía guardada de cuando Espe y ella eran bebés, y de las que era imposible que se desprendiera con la excusa de que eran los únicos recuerdos que le quedaban de ellas a esa edad.

Alguien movió algo a su lado y la atención de Marta se desvió.

—¿Son esas las blusas que hacen? —preguntó a Xuan al ver un perchero corrido con al menos medio centenar de prendas colgadas.

Le bastó sacar un par para saber que Dan estaba en lo cierto. Eran bonitas, sí, pero sobre todo por la textura de la tela. Al diseño de la prenda le faltaba elegancia; no se diferenciaba mucho de los millones de camisas que se vendían en España con la etiqueta «Made in China». Aquellas prendas carecían de algo que las distinguiera del resto: les faltaba personalidad.

No pudo contener la curiosidad.

—Buena idea hacer sábanas…, como dice mi… marido.

Le costó pronunciar la última palabra; se sentía incómoda haciéndolo. Dan les había explicado a los niños que habría que contar aquella pequeña mentira. Sería su secreto. Estos habían aceptado el juego con entusiasmo. Marta había consentido a sabiendas de que en los lugares que visitarían encontrarían mentalidades más tradicionales que en las grandes ciudades. Además, aclarar todos los detalles del vínculo que les unía entre ellos y con los niños era, al menos, complicado.

En cuanto Xuan empezó a traducir sus palabras, la actividad de la fábrica se paralizó y varios grupos de mujeres se arremolinaron en torno a ellas. No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que en aquel pabellón había dos bandos enfrentados: las más jóvenes, a un lado, y las mayores, al otro.

Una chica de no más de veinte años descolgó una blusa y se la puso delante a una mujer del otro lado. Señaló la prenda y luego a Marta en varias ocasiones. No era una conversación amable, las palabras de la joven sonaban a desavenencia. El resto se limitaba a mirarlas. Marta sabía que uno de los pilares fundamentales de la sociedad vietnamita era el respeto a los ancianos. Se sintió muy violenta al ver la forma en que la joven recriminaba a la mayor. Esta esperó a que la chica terminara y le contestó de malos modos.

—¿Qué dicen? —preguntó en inglés a Xuan, que se había pegado a sus piernas nada más comenzar la refriega.

La niña señaló a la joven con timidez.

—Dice… tú no quieres la blusa…, es fea muy fea.

—Es vulgar —musitó Marta entre dientes.

Las voces subieron de tono y se sintió obligada a intervenir puesto que ella había sido la que había iniciado el conflicto. Sin pensarlo para no volverse atrás, dio unos pasos y cogió la blusa de las manos de la chica. Se la puso sobre la camiseta y la abotonó. Le quedaba grande e informe como un saco; enseguida se dio cuenta de que le sentaba fatal. Fue un error.

Descubrió sonrisas en el lado derecho y caras de disgusto en el izquierdo. Unas y otras comenzaron a discutir bastante enfadadas. Xuan contemplaba asustada el enfrentamiento.

—¡Marta! —exclamó al tiempo que le tiraba de la blusa—. Todas gritan. —Y se apretó contra ella.

Marta le ordenó:

Look for Dan! Quickly!

Xuan se escabulló entre las mujeres, mientras ella continuaba siendo el muro de contención entre los dos bandos y rezaba para que Dan apareciera a la mayor brevedad. Ni siquiera se planteó si él sería capaz de calmar los ánimos, lo único que quería era que alguien interviniera antes de que dejara de ser una discusión verbal y pasara a mayores.

No debieron de transcurrir más de tres o cuatro minutos, aunque se le hicieron eternos. Sobre todo cuando vio que una daba un paso amenazante y el resto respondía de igual manera. Marta calculaba los metros que las separaban e imaginaba con horror lo que sucedería si el espacio entre ellas se reducía al punto de alcanzarse.

Tanto fue el temor a que se iniciara una pelea que terminó plantada en medio de las dos partes con piernas y brazos extendidos, pero no tuvo ningún efecto.

Su frustración había llegado al límite y estaba a punto de ponerse a gritar ella también cuando apareció por la puerta la comitiva compuesta por Dan, Xuan y tres mujeres que Marta no había visto antes. La que iba delante parecía la responsable, pero las otras dos tenían también un porte bastante marcial y no le iban a la zaga en cuanto a seriedad.

Nadie tuvo que explicar la situación, la primera de las recién llegadas hizo una inclinación silenciosa y todo el mundo se calló. Luego comenzó a hablar con la misma suavidad con la que había saludado.

Todos los presentes se agacharon en señal de respeto. Marta los imitó. Después se hizo a un lado y Dan y Xuan se colocaron junto a ella.

—¿Quién es? —musitó a Dan.

—La portavoz de la cooperativa de mujeres, la señora Ngo, y su opinión tiene mucho peso.

Mientras escuchaban a la señora Ngo soltar lo que Marta hubiera definido como «una buena bronca», no pudo evitar preguntarle:

—¿Cómo van tus negociaciones?

—Algo más calmadas que aquí, pero con el mismo resultado. No hay acuerdo entre ellas. La mitad quiere aceptar la propuesta y la otra mitad no; dicen que les va bien como están.

—Son las jóvenes contra las mayores —le explicó a Dan—. Pero me parece que el problema no es solo por el tipo de prenda, sino en el lado de quién cae el control de las decisiones.

—Me temo que eso no es algo que puedan solucionar en un día, ni nada en lo que nos podamos implicar. Nos marcharemos de aquí sin una respuesta.

Marta se acordó del ao dai que había comprado en Nha Trang.

—¿Y si les ofreces una solución intermedia?

—¿Como qué?

—Que cambien solo de orientación la mitad de la producción. Mitad y mitad. Además, se me ocurren algunas adaptaciones para las blusas que podrían contentar a unas y a otras.

—¿A qué te refieres?

Ninguno se había dado cuenta de que Ngo había dejado de hablar y la pregunta de Dan resonó en el almacén ya en silencio.

—¿Confías en mí? —le susurró ella.

La mirada de él era más de asombro que de confianza, sin embargo, dijo: «Sí».

—Traduce entonces. —Tomó aire y empezó el discurso—. Sé que la decisión a la cuestión propuesta por mi marido no es fácil de tomar. Vuestras telas son las mejores y más finas que he visto nunca y hacéis unas blusas de gran calidad. Estoy segura de que hay muchas mujeres españolas que las compran, pero me gustaría haceros una pregunta: ¿cuántas de ellas volverán a comprar otra si ya tienen una?

La mujer mayor que había comenzado la discusión le preguntó algo.

—Quiere saber qué quieres decir con eso.

—¿Cuántos años hace que mi marido os compra estas blusas?

—Cuatro años —confirmó la señora Ngo, que escuchaba muy interesada.

—Las mujeres a las que van dirigidas estas prendas no son ya jóvenes —dijo Marta al tiempo que separaba la tela de su cuerpo para que todas vieran lo ancha que le quedaba—. Ellas cuidan su ropa, más todavía si saben apreciar un tejido como este. Eso significa que les durará muchos años y mientras tengan una, no comprarán otra igual. Por eso necesitáis ofrecerles nuevos productos. —Dan tradujo sus palabras y vio cómo las malas caras volvían a aparecer en el bando de las mayores, pero siguió hablando—. Pueden ser sábanas, como propone mi marido, pero también blusas. Solo tenéis que cambiar un poco el diseño para que sean distintas.

De nuevo fue la señora Ngo la que preguntó.

—¿Qué les propones? —tradujo Dan.

—Algo que seguro les gustará a todas. Tradición, su tradición. Blusas, más entalladas, sin cuello, elegantes y con una hechura que conocen bien.

Ahora no eran solo las mujeres las interesadas en la respuesta. Dan estaba también intrigado. Marta se lo vio en la mirada anhelante y en la forma en la que entreabría la boca. En el brillo de los ojos y en los labios húmedos.

Ao dai —dijo simplemente.

—¿Exportar el traje tradicional vietnamita? No creo que tenga mucha aceptación.

—El traje no —lo interrumpió ella—, solo la blusa. Más corta, pero manteniendo las líneas. Habrá muchas chicas jóvenes que la comprarán, ya lo verás.

Dan había dejado de traducir para hablar con ella.

—¿Y la ropa de cama?

—También. Tú proponles lo del ao dai y luego seguimos.

Marta esperó a que Dan hablara, ansiosa por ver la reacción.

Las caras empezaron a suavizarse. A unas porque les gustaba la idea de seguir haciendo blusas y a las otras porque su trabajo llegaría a mujeres más jóvenes. Hasta la voz de la portavoz parecía haberse ablandado cuando hizo la siguiente pregunta.

—Quiere saber qué pasa con las sábanas.

—Les sugiero que hagan blusas para las mujeres jóvenes y sábanas para aquellas que compraron el primer diseño. Estas últimas son mujeres que gestionan su casa y comprarán la ropa de cama.

La sonrisa de Dan se fue haciendo más y más profunda a medida que repetía en vietnamita la propuesta. Marta tenía la vista clavada en su boca y, cuando él terminó y la miró con algo parecido al orgullo, ya no pudo concentrarse en nada más.


—¿Qué crees que decidirán? —le preguntó Marta a Dan varias horas después.

—¿Una opinión sincera?

—Por favor —rogó ella.

Él apoyó las manos sobre las rodillas.

—No tengo ni idea. Si me lo llegas a preguntar tras tu intervención, te hubiera contestado que seguramente aceptarían. A estas alturas, me temo lo peor.

—Sí, yo también lo creo. Si las hubiera convencido, ya habrían dado una respuesta. Creo que vas a tener que conformarte con las blusas de siempre.

—Bueno, no estaríamos peor que antes de venir.

—Me alegro de que te tomes tan bien los fracasos.

—Un fracaso solo lo es si tú dejas que lo sea. Yo más bien lo definiría como una oportunidad de cambio para la que hay que esperar un poco más.

—¿Sacado del espíritu… budista?

Él se rio.

—Sacado de mi propia cosecha.

Marta dejó de mirar la luz que salía por la puerta abierta del almacén para centrarse en él.

—Me gusta tu filosofía de vida. Enfocar las frustraciones como nuevas oportunidades me parece fantástico. No hay mucha gente que sepa hacerlo.

A Dan le pareció que lo decía por ella y una especie de ternura se le instaló en el pecho.

—No siempre me da resultado.

—Al menos, lo intentas.

Si no llega a ser porque estaban sentados sobre una valla, con los pies colgando y en equilibrio para no caerse, la habría abrazado.

—Eso lo digo ahora, espera a que revise el proyecto y me desespere por no poder entregar lo que quiero —aclaró—. Has estado fantástica esta tarde.

—No tuvo importancia.

—Sí la tuvo. Calmaste los ánimos.

—No dirías eso si supieras lo que pasó en realidad —confesó ella—. La verdad es que fui yo la culpable de que comenzara la discusión.

—No imagino cómo. —Frunció el ceño.

—Creo que yo lo provoqué todo. Y luego me probé una blusa y me quedaba tan grande que algunas de las mujeres vieron la ocasión para imprecar a las otras por querer seguir confeccionando una prenda así. Todo fue culpa mía.

—Sigo pensando que has estado genial —insistió él, que quería que a ella le quedara claro lo impresionado que estaba—. Las dejaste boquiabiertas.

La risa de Marta llenó la noche.

—¿A las mujeres? Me temo que a la única que impresioné fue a Xuan.

—Y a mí, me impresionaste a mí —musitó.

Dejó que el silencio envolviera sus palabras y deseó que se colaran en la mente de Marta con la misma intención con la que las había pronunciado.

Pero Dan conocía bien a los occidentales y no siempre estaban abiertos a la sutileza oriental, les costaba ver lo que no se les presentaba ante los ojos y oír lo que no sonaba. No quiso arriesgarse y actuó. Se inclinó hacia ella y la besó.

Acertó en la mejilla. Ella se volvió hacia él. Dan aprovechó la oportunidad y la besó de nuevo, rápido, en los labios, con la suavidad del batir de las alas de una libélula.

Marta no se apartó, no lo empujó, no se marchó. Se quedó allí esperándolo de nuevo. Él la besó otra vez y ella abrió la boca para acogerlo. Dan notó su humedad y esto alentó la impaciencia que llevaba controlando desde el lago. Necesitó abrazarla, tocarla.

Casi se cae. Se bajó de un salto, la cogió de la mano y tiró de ella. La apoyó contra los troncos de la valla y la besó de nuevo. Notó cómo se relajaba bajo su cuerpo.

Fue un gemido y un suspiro, fueron las ganas de tenerla. Fueron sus besos y la boca contra la suya. Fueron las manos en su pelo y la dureza de su abrazo. Dan se olvidó de la lógica que le dictaba la cabeza y atendió solo a su abandono y al fuego que ella le provocaba.

Fueron sus besos, y sus manos. Fue el calor de su piel. Era solo ella. Y sus besos. Únicamente Marta. Y su piel. Marta nada más, y su cuerpo. Ella. Y él la deseaba.

Por un momento pensó que se perdería, que el mundo desaparecería a poco que ella continuara besándolo. Hasta que las voces los obligaron a toparse con la cordura.

—¿Qué sucede? —preguntó Marta.

Dan tuvo que obligarse a abandonar aquella cálida neblina en que ella lo envolvía para enterarse de lo que ocurría. Varias mujeres habían salido del almacén y se aproximaban a ellos.

—Creo que ya han tomado una decisión y vienen a decírmela. Precisamente ahora —farfulló.

A Marta le debió de hacer gracia su enfado repentino porque la oyó reírse detrás de él. Dan la cogió de la mano y avanzó hacia la cabeza de la comitiva, pero Marta se soltó.

—Será mejor que me marche a nuestra cabaña —dijo y se escabulló antes de que lograra retenerla.

Solo, se acercó hasta las mujeres y se inclinó ante la señora Ngo. Esta le pidió que las acompañara y se dio la vuelta. Dan echó un último vistazo a la oscuridad por donde Marta había desaparecido y suspiró.


Marta se encaminó lo más rápido que pudo a la casa en la que les habían cedido una estancia. Solo cuando se acercó se dio cuenta de que los niños y la familia podían estar despiertos. La verían con las mejillas arreboladas y el corazón palpitante.

Por suerte, no había luz. Los imaginó dormidos. A pesar de la tranquilidad interior, se quedó fuera, apoyada en la barandilla.

Podía contar los hogares donde aún había alguien despierto por la luz que salía de ellos. También las del almacén, al final de la calle, estaban encendidas. Sus pensamientos volaron a instantes antes, cuando estaba entre los brazos de Dan y se sintió sin fuerzas.

Buscó la protección de la oscuridad. Se descalzó y recorrió el porche hasta la parte posterior. Se sentó en el suelo, en la última tabla del último rincón.

Hacía frío, pero apenas lo notaba. Tenía la sensación de los brazos de Dan rodeándola. Se abrazó a sí misma, mucho más consciente de la pérdida. Y aguardó unos pasos que no sonaron, una voz que no oyó, una presencia que no llegó.

Se resignó a dejar de esperarlo.

Estaba decidiendo si entrar en la casa e intentar descansar cuando apareció de repente. Se arrodilló junto a ella.

—Pensé que no vendrías. ¿Qué ha sucedido?

No hubo palabras. Él se apoderó de su boca con urgencia. Los problemas se borraron de la mente de Marta y se colgó de su cuello.

Buscó su ardor, mordió sus finos labios. A besos, recorrió la marcada mandíbula, y a besos, le buscó de nuevo la boca. Entrelazó la lengua con la suya. Dan también estaba arrebatado; Marta sentía sus manos por su cuerpo. Brazos, dedos y lengua. El fluir de las pasiones. Era como un embalse, pleno de agua, al que le habían abierto las compuertas.

Se tumbaron en el suelo sin notar la dureza de las tablas ni el frío de la noche. Entre Dan y ella solo existía el palpitar del deseo, los gemidos y los susurros apenas audibles.

Él se quitó la camiseta. La chaqueta azul que llevaba puesta en el almacén había desaparecido antes incluso de encontrarla.

Marta supo que necesitaba que la tocara en el instante en que puso las manos sobre su pecho y recorrió las líneas de su cuerpo. Él no tuvo que sugerirlo; ella se desprendió de su ropa sacándosela por la cabeza. Oyó el ruido de la prenda caer sobre la superficie de madera.

—Escandalosa —musitó él a la vez que le recorría el estómago y sus manos se posaban sobre el botón de su pantalón vaquero.

El tiempo que los dedos se demoraron en la cinturilla de la tela fue suficiente para que Marta entendiera la pregunta inexistente.

—Sí —dijo simplemente.

Y él lo hizo. Soltó el botón y dejó resbalar la presilla de la cremallera. Demasiado despacio. Marta moría por estar piel contra piel. Antes de que él tirara de la prenda hacia abajo, ella le había soltado la hebilla del cinturón y parte de los botones. Elevó las caderas para facilitarle la tarea.

El estómago le empezó a burbujear cuando se dio cuenta de cuánto había esperado aquel momento. Lo había deseado desde el principio, aunque no había querido reconocerlo. Aquella sonrisa ladeada y aquellos ojos rasgados, oscuros, vivos y brillantes; los quiso para sí en el momento en que lo vio.

Palpó en la oscuridad, ansiosa por un cuerpo que ya la buscaba. Lo notó a su lado, pegado a ella como una segunda piel. A sus manos en la cintura, en su costado, en su estómago, en el valle de sus senos. Dan elevó las copas del sujetador y le liberó los pechos. Notó su boca en uno de los pezones y las yemas de los dedos en el otro. Loca de deseo buscó la cintura del bóxer, que aún llevaba puesto, y deslizó una mano por dentro.

La lengua de Dan trazaba círculos en la areola de su pecho. Los huesos de Marta se diluyeron con la caricia. Su cuerpo tomó vida propia y se arqueó. Él respondió. La dureza de Dan le presionó la ingle; su torso, su pecho. Pero aún estaban demasiado lejos. La urgencia por poseerlo la aceleró. Con torpeza, intentó desprenderse de las prendas que todavía los separaban. Al final, tuvo que ayudarla él.

La humedad de la noche se coló entre sus piernas. Fue solo un instante porque él se posó sobre ella y el frío desapareció, sustituido por el calor de sus movimientos.

Ella lo rodeó con las piernas para que no se alejara nunca. Dan se apoyó en las manos y separó parte del tronco. Se quedaron mirándose a los ojos en la oscuridad. En la luz que robaban a la noche, él esperaba su asentimiento.

A Marta el corazón le comenzó a latir más rápido. Un grito de euforia le subió desde el esternón hasta la garganta.

—Dan, no no no —farfulló cuando la razón se impuso por encima de la excitación. El doloroso interrogante que apareció en su rostro la obligó a continuar—: No podemos, no sin protección.

El peso de la realidad.

Dan aflojó los brazos y, poco a poco, se dejó caer sobre ella. Marta lo abrazó como si hubiera perdido la gema más valiosa del mundo.

—Lo siento —se disculpó él tras un suspiro.

Marta le pasó los dedos por el pelo.

—No es culpa tuya.

No lo era de ninguno, y de ambos a la vez por no haberlo pensado antes.

Dan se deslizó a su lado y se apoyó en un codo, junto a su cabeza. La besó suavemente.

—Tenía tantas ganas de ti… —dijo simplemente.

Ella le acarició la cara.

Volvieron los besos, las caricias y los abrazos. Volvió el calor de su piel y el recorrido de su espalda. Volvió a sentir que el deseo se apoderaba de ella. Volvieron los dedos en el ombligo, en la cintura, en el bajo vientre. Sus manos entre sus piernas, los labios entre los muslos.

Notó la humedad de su lengua y el palpitar de su propio sexo. Abrió las piernas para darle acceso. Él no paraba de acariciarla, de excitarla. Su boca y sus movimientos circulares. Sin orden, sin control. Sus hombros y la mano en su pecho. El calor del sol, la arena del desierto.

Las caderas de Marta se elevaron, lejos ya de su propia voluntad. Dan ahondó en las caricias, aumentó la velocidad, más, más, aún más.

Después, la laxitud más maravillosa, la suavidad de su piel cubriéndola por entero. Y la seguridad de que la esperaba en la otra orilla.

—Lo siento —musitó ella, que se encontraba aún entre el reino del amor y del deseo—. Ahora, enseguida, yo…

Él le mordió los labios con suavidad.

Marta sintió su agitación e imaginó su mano sobre su pene, dispuesto a terminar lo que habían dejado a medias. Supo que tendría que esperar otra oportunidad para resarcirle, tal y como había hecho él con ella. Posó una palma contra la cara interior de su muslo y lo besó. Con toda el alma.

Nota para el blog, del 31 de diciembre de 2014

Hasta ayer me he limitado a observar y siento que he perdido un tiempo precioso. Sin embargo, las cosas han cambiado por completo porque… percibir lo que ocurre fuera es importante, pero lo es más sentir lo que sucede dentro, dentro de ti, dentro del resto.