Hanói los recibió con una suave lluvia y a punto de anochecer. Las luces de la ciudad fascinaron a Marta y a los niños, que enmudecieron. Y no era porque nada de lo que vieran fuera muy distinto a lo que ya conocían —allí estaban los altos edificios, concesionarios de coches, pagodas, restaurantes, coches y motos, muchas motos, parques, vías con trenes cargados de contenedores—, sino porque todos sabían que era su destino final.
La emoción se hizo patente cuando la carretera atravesó un lago, y mucho más al descubrir un circo instalado en un parque. Dan se rio al oír las exclamaciones de los niños y detuvo el vehículo para que pudieran verlo de cerca.
Aunque estaba cerrado, los niños bajaron de la furgoneta y se aproximaron corriendo. Marta los dejó marchar solos. Estaba mucho más tranquila desde que había hablado con Xuan a solas la noche anterior y le había asegurado que ni el dueño del bar ni ningún otro hombre la habían tocado. «Only sing and dance.» Bailar y cantar para una decena de mirones había sido su único cometido. También le había mostrado la foto que había recibido Dan en su móvil. Se la había sacado su tía y fue Xuan quien la envió a petición de la mujer, que no tenía ni idea de cómo usar el aparato.
Saberlo la reconcilió con Anh y volvió a sentir lástima por ella. Su situación de inferioridad con respecto a su marido no le había permitido evitar la suerte de los pequeños, pero al menos había hecho todo lo posible para avisarles de lo que sucedía con sus sobrinos, para hacerles ver que habían dejado a dos niñas y a un niño a merced de un desalmado. Una a punto de entrar en la adolescencia para sacarle partido a su incipiente madurez y otra en edad de ejercer de criada, porque Kim se había dedicado a hacer las tareas de la casa. Hasta del más pequeño había sacado rendimiento.
Ahora que los veía subidos a la valla que rodeaba el circo, que escuchaba sus exclamaciones y los observaba señalar la carpa de colores, sintió un profundo alivio. Marta celebró el momento en que Dat se había hecho adicto a los juegos de su teléfono móvil y convertido en un ladronzuelo. Sin él, su suerte habría sido muy distinta. Se estremeció solo de pensar en el final que podrían haber tenido.
—Cualquiera diría que han estado a punto de vivir una tragedia —dijo Dan a su lado.
—Lo olvidarán pronto.
—Los pequeños puede, pero ¿y Xuan?
—Ella también. Ayer estuvo muy tranquila mientras me lo contaba. Es excepcional, serena y madura como pocas. Se ganaría a cualquiera que tratara con ella por muy reacia que fuera la persona.
—¿Estás segura?
—Completamente. —Y ante su incrédula sonrisilla, preguntó—: ¿Por qué lo dices?
—En diez minutos lo comprobaremos.
—¿Qué insinúas? —Una luz se abrió paso en su cerebro—. ¿Adónde nos llevas?
—A casa de mi abuela.
—¿De tu abuela?
Dan estaba a punto de estallar en carcajadas ante su estupor mientras que ella lo único que podía hacer era temblar.
—¿Dónde pensabas que nos íbamos a alojar?
Un hotel, la casa de unos amigos, una tienda de campaña en medio de un parque, cualquier alternativa valía, pero ¿la casa de su abuela?
—En tu propia casa. Tú mismo me dijiste que…
—Que tenía un lugar donde dormir en Hanói, pero no que fuera de mi propiedad. Yo vivo en Saigón y allí tengo mi piso. Me gustaría poder tener otro aquí, por desgracia el sueldo no da para todo. Cuando vengo a Hanói, me alojo en la casa de mi abuela.
—¿Y la abuela va en el mismo lote que la casa?
Él asintió.
«Mierda.»
—Casa con abuela dentro. ¿Preocupada?
—¿Yo? No —mintió—. ¿Por qué iba yo a preocuparme por una ancianita de…?
—De ochenta y siete años —le aclaró él.
—Por una abuela vietnamita de ochenta y siete años, a la que probablemente no le importa lo que haga su noveno nieto.
—Su primer y único nieto varón —la corrigió—, al que quiere con locura y que la adora a ella y tiene en gran consideración sus consejos —continuó divertido.
Miedo no era exactamente lo que sentía. Comprendió de golpe a los desertores de guerra y a las novias que abandonan a sus prometidos ante el altar. Si hubiera tenido pasaporte, si no estuvieran los niños y si se hubiera encontrado en una ciudad conocida, habría salido corriendo hacia el aeropuerto y cogido el primer vuelo hacia cualquier lugar.
—Nos dirigimos a casa de tu abuela. —Igual si lo repetía suficientes veces terminaba por parecerle algo natural y dejaba de temblar—. Tu abuela, que vive… sola.
—Con una criada.
—¿No hay abuelo?
—No, no lo hay.
—Menos mal —masculló—. ¡No!, no quería decir eso, no es que me alegre, claro, que tu abuelo se haya muer…, fallecido —siguió farfullando con torpeza y estropeándolo aún más—, de verdad que no, la muerte de un ser querido siempre es dolorosa y la de un abuelo, un abuelo al que quieres, mucho más. —Recordó de repente que Dan no tenía padre—. Bueno, claro, que lo peor es que se mueran los padres, o los hermanos, sí, eso es lo peor, pero después de los padres, lo peor son los abuelos. Recuerdo que cuando mi abuela materna se hizo mayor y…
—Marta —la cortó él—. No pasa nada. Fue hace muchos años, yo apenas lo conocí.
—Así que tu abuela vive con una criada.
—Y con mi madre.
—¡¿Cómo?! —se le escapó. ¿Me estás diciendo que vamos a la casa de tu madre y no me has avisado antes?
—Técnicamente, la casa es de mi abuela, que la heredó de sus padres y estos de los suyos y… Llegaron a Hanói desde las montañas del norte hace más de ciento cincuenta años y desde entonces han vivido siempre en ella —le explicó tan tranquilo.
Marta se quedó sin habla y sin movimiento. Dan lo interpretó como una aceptación y llamó a los niños para terminar el largo viaje.
Cuando faltaban diez minutos para llegar, ella consiguió reaccionar.
—¿Saben ellas que venimos?
—Llamé esta mañana y se lo dije. Están encantadas de recibirnos. Mi abuela es una mujer muy especial. Tiene una intuición excepcional. Mi madre siempre dice que es capaz de penetrar en el corazón de las personas y descubrir sus más íntimos deseos.
«Una adivina, genial.»
Describir lo que sentía como pánico era como estar ante la Capilla Sixtina y calificarla simplemente como bonita. Pánico elevado al millón. Los nervios hicieron que soltara una risita tonta:
—¡Qué bien!
—Siempre he pensado que mi madre ha heredado ese don de ella. Es más discreta y le deja protagonismo a mi abuela, pero tiene su misma clarividencia.
Un millón de bombas le cayeron encima de golpe. El único hombre de la familia. Cada vez tenía más claro que en cuanto entrara en la casa familiar de los Nguyen la tratarían como al enemigo.
La anciana que les abrió la puerta vestía una falda larga y una blusa sencilla. Desde luego, para nada parecía la dueña de la casa, pero… nunca se sabe con las abuelas. Ella no disimuló su alegría. Dan dejó a un lado los formalismos y la abrazó como si fuera su abuela. Marta, en cambio, tenía todos los músculos en tensión.
Él le presentó a Xuan, Kim y Dat, y luego a Marta. La anciana les hizo mucho caso a los pequeños y poco a ella. Los invitó a seguirla sin dejar de parlotear con Dan. Marta se repitió, sin creérselo realmente, que si algo caracterizaba a los vietnamitas era su aprecio por ancianos y niños, y que era eso lo que justificaba la fría recepción que le dispensaba.
En cuanto atravesó la puerta, recordó una frase que debía de haber leído en alguna guía de viaje: «Vietnam, un mundo por descubrir». Y debían de referirse a aquella casa. Estaba situada en el barrio antiguo, en la calle de la Plata, entre casas-tubo donde la falta de espacio obligaba a vivir en pequeñas habitaciones y a transitar por larguísimas callejuelas. Y al traspasar el umbral se encontró con otro mundo: una isla de tranquilidad en medio del caos del tráfico de una ciudad que no descansaba nunca.
Solo el patio ocupaba el equivalente a siete u ocho casas de aquella misma calle. Entre los bambúes, las palmeras y un par de estanques, distinguió tres edificios de una sola altura. Los trinos de los pájaros sustituían al ruido de los motores y hasta el aire parecía menos contaminado.
—Es por ahí —le indicó Dan cuando se dio cuenta de que se había detenido y no seguía los pasos de la anciana.
—Estoy intentando descifrar por qué vives en Ho Chi Minh en lugar de en Hanói —respondió admirada por descubrir ese trozo de selva en plena ciudad.
—¿Te gusta?
—¿A quién no?
—Pues espera a ver el resto.
«El resto» era un comedor el doble de grande que todo su piso de Barcelona, ubicado en uno de los pabellones que daban al patio. Había varios cojines dispuestos alrededor de una mesa baja, que ya estaba puesta; los esperaban.
Los niños se descalzaron y se sentaron en el suelo a todo correr, emocionados con la idea de hacer una comida en condiciones y por el hecho de estar en un palacio como aquel. Marta los imitó quitándose los zapatos, que se quedaron en el jardín. Le habría encantado detenerse en cada detalle de la decoración, en los techos de madera, en las plantas y las imágenes coloristas; sin embargo, imitó a los niños de muy buena gana al descubrir que estaba famélica.
Todos recibieron los sucesivos platos con entusiasmo. Primero fueron los goi cuon rellenos de verduras, a los rollitos le siguieron las sopas: una cháo cá con un delicado sabor a pescado fresco y un delicioso pho bò. Luego llegaron los bánh deo; después de las crepes, costillas de cerdo que cocinaron ellos mismos sobre las brasas de una pequeña barbacoa. Para finalizar, una enorme macedonia de frutas donde los lichis, las uvas, las naranjas y la fruta de dragón competían por el protagonismo. Aquella comida fue un placer para los sentidos.
Dan charlaba sin cesar, les contaba a los niños cómo era la capital y luego le hacía a ella un breve resumen. Ellos lo escuchaban con interés y la boca llena. Marta nunca los había visto tan relajados, felices y confiados, como si hubieran dejado atrás todo lo malo que les pudiera suceder. Habían tenido que atravesar el país y pasar por momentos muy duros para que se obrara el milagro.
La anciana era la única persona que vieron. Por su forma de servirles, Marta confirmó que sería la criada. Ni rastro de la abuela ni de la madre. Marta no preguntó por ellas, el miedo a que aparecieran para inspeccionarla pudo más que su curiosidad. Pero se quedó con ganas de saber por qué las mujeres más importantes en la vida de Dan no salían a saludar a su único hijo y nieto.
A pesar del hambre que tenían los cinco, sobraron generosas raciones de casi todos los manjares. Marta no pudo menos que lamentarse por aquel despilfarro, a la vez que se alegraba de haber tenido la oportunidad de probar tan variados y deliciosos platos.
Kim empezó a alborotar en cuanto terminó el último bocado de fruta, al mismo tiempo que Dat bostezaba.
—Creo que deberíamos irnos a descansar. Han sido dos días muy intensos —sugirió Marta.
Dan pareció salir de la ensoñación en la que se había encerrado.
—Las habitaciones están en el otro edificio, el que está a la derecha.
—¿Hay que salir al patio, no podemos ir desde aquí?
—Son edificios independientes. En este, está el comedor familiar y la cocina. Normalmente comemos en ella, el comedor es solo para las ocasiones especiales —le explicó a ella, y luego les dijo a los niños que había llegado el momento de conocer dónde iban a dormir.
Las habitaciones estaban una frente a otra, la destinada a los chicos y la de las chicas. Todo muy tradicional, todo muy organizado. En el pasillo había otras dos puertas.
—Esta —señaló Dan la de al lado de las chicas—, es la de mi madre. Esa —junto a la de los chicos—, la de mi abuela.
—¡Qué bien, todos en amor y compañía! —se le escapó a Marta.
En cuanto salió al patio, Dan descubrió cuánto había echado de menos aquel jardín. Por encima del muro, ahora que había oscurecido, llegaban los ecos de los ruidos urbanos. La mezcla del sosiego del Vietnam más tradicional con las prisas de la modernidad lo fascinaba. «Aunar los saberes del pasado y los beneficios del presente para construir un futuro.»
—Los problemas no se hacen más pequeños por mucho que pienses en ellos.
Dan se giró al oír la voz familiar. Sus ojos, acostumbrados ya a la penumbra, la descubrieron enseguida.
—Mé!
La mujer se acercó despacio, le cogió la cabeza y lo besó en la frente. Dan la abrazó con fuerza. Ella lo llevó hasta el rincón de los sillones de bambú que quedaban ocultos entre el follaje. Dan apartó la manta desplegada sobre el asiento y la echó sobre el respaldo.
—Hacía muchos meses que no venías. Tu abuela y yo habíamos llegado a pensar que nos habías olvidado. ¿Demasiado trabajo?
Su madre siempre le preguntaba por el negocio. Le preocupaba. Igual que a él.
—Mucho. Bing y yo estamos intentando reducir costes. Hemos cambiado de almacén y estamos en conversaciones con los transportistas…, y también hay un proyecto que me preocupa mucho en España. ¿Te acuerdas de esos grandes almacenes que hay en todas las ciudades? —Dan achicó los ojos cuando se fijó en la expresión traviesa de su madre—. Pero tú no quieres preguntarme por el trabajo.
—Dice tu abuela que no has venido solo.
—¿Has hablado con ella?
—He pasado por su habitación un momento cuando he llegado.
—Entonces, estoy seguro de que ya conoces todos los detalles. —Se rio al recordar las veces que su madre le sonsacaba sus correrías del día sin que él apenas se enterase.
—¿Es cierto que son los niños de Huy?
—¿Lo recuerdas?
—Un niño triste con el que solías jugar en el jardín trasero de la embajada.
—No pudo soportar la pérdida de su mujer y se quitó la vida él también. Una tragedia —murmuró. Y por primera vez desde que se enteró de la noticia, se permitió juzgar al que fuera su amigo—. ¿Cómo es capaz un padre de tres criaturas de abandonarlos a merced de unos desconocidos?
Sabía cuál sería la reacción de su madre: comprensión.
—A veces la desesperación de perder a un ser querido nubla la mente.
Dan conocía, porque lo había vivido en sus propias carnes, la tristeza en la que se había refugiado su madre tras la muerte de su padre. No habían sido un día, ni dos, sino muchas semanas durante las que se había esforzado por sacarla de su soledad y por ocultar a su hermana pequeña lo que sucedía. Al final lo había conseguido. Se habían apoyado uno en el otro como un cojo en su muleta y habían caminado juntos hasta que la herida se cerró dejando cicatrices indoloras.
Aquello los había unido mucho. «Demasiado», en opinión de su abuela paterna, que echaba a ese lazo la culpa de la decisión que había tomado hacía cinco años de abandonar novia y trabajo en España y regresar a Vietnam.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Con los niños?
—¿Acaso hay otra cosa sobre la que tomar una decisión importante?
Dan no cayó en la trampa. No iba a comentar con ella su relación con Marta.
—Ayer hablé con Antonio González, de la embajada.
—Lo recuerdo.
—Estoy esperando noticias suyas sobre adónde llevarlos. El Gobierno tendrá que hacerse cargo de ellos, ya que no tienen un lugar donde quedarse. —El silencio de su madre fue mucho más elocuente que cualquier exclamación—. ¿No vas a decir nada?
—¿Y qué harás después de dejarlos?
—Seguir con mi vida, ¿qué, si no?
—Prométeme que no vas a pensar en ellos nunca más.
—Sabes que no puedo. Llevan veinte días viviendo conmigo, son los hijos de Huy, ¿cómo voy a olvidarlos?
—Pensar en ellos te hará desdichado. «Las flores marchitas no adornan una casa» —recitó su madre.
—O «agua pasada no mueve molino», que diría la abuela Nieves. En el fondo no sois tan distintas. No, no voy a olvidarlos, no podría.
—Ni tampoco a ella.
Le quedó claro que su madre y su abuela habían tenido una conversación mucho más larga y profunda de lo que le había dado a entender.
—Está aquí trabajando. Se marcha a España en breve.
—Eso es lo que tú sabes, pero ¿qué es lo que sientes?
—Nunca te rindes, ¿verdad?
—Soy tu madre.
Aquello lo decía todo: «Me preocupo, me importas, te quiero».
El ruido de unos pasos sobre las losetas de barro del jardín cortó la conversación. La abuela descansaba en su habitación, la criada en la suya junto a la cocina, los niños dormían profundamente. Solo podía ser una persona.
Su madre volvió a darle un beso en la frente como despedida. Su figura desapareció por detrás de él al tiempo que por el otro lado aparecía ella.
—No podía dormir —se justificó Marta—. Te oí hablar con alguien.
—Era la criada, que me preguntaba si quería tomar algo antes de retirarse —mintió. No le resultaba fácil explicarle que su madre se hubiera marchado sin saludarla. En España las cosas se veían de manera muy distinta y a veces la discreción se confundía con grosería. Él sabía que lo había hecho para dejarlos a solas. Y para que su hijo se enfrentara con sus demonios personales.
—Los niños duermen como angelitos. Dat también, he pasado por vuestra habitación.
—Yo tampoco podía dormir.
No hubo más palabras durante un rato. Los dos se dejaron mecer por el eco lejano de los ruidos de la calle. En algún lugar del jardín se agitaron unas hojas y Dan pensó en las veces que había perseguido a los lagartos de niño. Poco a poco, se fueron apagando los sonidos. Todos, menos la respiración de ella, a la que Dan acompasaba la suya, a sabiendas de que los días a su lado finalizaban sin remedio.
Las preguntas de su madre habían hecho que desenterrara la idea de que ella se marcharía en unos días y la perdería para siempre.
La profunda herida que se había abierto en su interior le sobrecogió por inesperada. Si había superado separarse de Pilar en Valencia, ¿por qué le dolía tanto hacerlo de una mujer con la que había compartido solo unos días?
Apretó los dedos con fuerza contra el reposabrazos del sillón, decidido a no abrazarla. Marta alargó una mano y la posó sobre la suya. Él contuvo la respiración. Rota la decisión de no tocarla, le ofreció la palma. Ella entrelazó los dedos con los suyos y los cerró con suavidad.
—¿Qué va a pasar a partir de mañana? —susurró Marta.
Él no quería contestar, pero le dio la respuesta obvia:
—Tú irás a la embajada a por tu pasaporte y el resto de papeles, y yo a enterarme de qué tengo que hacer con los niños.
«Tengo», en singular. Él, solo, sin ella. Tenía que empezar a acostumbrarse.
Marta sabía que tenía razón, por eso no dijo nada. Dan sospechó lo que pasaba por su cabeza. Abandonarlos, de nuevo. Internarlos en una institución, probablemente separarlos.
Solo. Sin los niños, sin ella.
El lacerante dolor se le hizo insoportable. Días, meses, años. Toda la vida. Sin ellos, sin ella.
Una idea emergió del lugar donde guardaba la esperanza. Los niños se quedaban en Vietnam, podría verlos.
La ilusión estalló en el aire, se rompió en mil pedazos que desaparecieron en la noche. A los niños sí, pero no a Marta. Toda la vida sin ella.
Sin pretenderlo siquiera, apretó su mano para retenerla para siempre. Tiró de ella suavemente y la hizo sentarse en su regazo. Comenzó a besarla, sin ruido, muy despacio, para que le durara toda la eternidad.
Marta le respondió de la misma manera, con la suavidad de una pluma flotando en el viento, con la delicadeza del vuelo de las libélulas.
—Rông bay. —Libélula, su libélula, la portadora de las buenas noticias, la que le había devuelto la ilusión. Durante un tiempo.
Se tocaron, se besaron. Recorrieron cara, cuello, manos. Labios, lengua, piel. Suspiros apagados por besos apremiantes. Gemidos ahogados en la penumbra. Deseo contenido y desbordado. Caricias imposibles de refrenar.
Dan metió las manos por debajo de su camiseta y paseó los dedos por su estómago, espalda, ombligo. Ella le soltó los botones de la camisa y se la aflojó. Lo besó en el hombro, en el cuello, en el pecho.
Cuando él empezó a jugar con la cinturilla de su pantalón, Marta regresó a la realidad.
—Dan, tu familia…
Él desterró sus dudas con un beso largo, vivo, apasionado. Después la hizo levantarse, cogió la manta del respaldo, la llevó junto al muro del fondo del jardín y le hizo el amor.
Y allí, tumbados en el suelo y en silencio, pasearon por la arena de la playa aunando pasos, besos y caricias. Anduvieron en medio de la selva, felices de la mano. Se acunaron a oscuras y callados. Repitieron los días pasados juntos, con los niños y a solas.
Se ofrecieron en secreto y sin reservas, con ternura, con calor, con amor.
Dan le obsequió lo mejor de él y la aceptó como el regalo que era.
Nota para el blog, del 11 de enero de 2015
Al llegar a Vietnam, el día de regreso parece muy lejano. Pero solo después de enamorarte de la sonrisa de sus gentes descubres que mirar el billete de avión duele.