Marta salió de la embajada española en Hanói y comprobó el papel que le había dado la funcionaria. Buscó la dirección del Departamento de Control de Inmigración en el móvil y decidió ir sola. No podía pedirle a Dan que la acompañara, lo de los niños era prioritario. Se las arreglaría. Hablaría en inglés, mejor o peor, al fin y al cabo tampoco era el idioma materno de aquella gente. Seguro que hablaban de forma parecida a como lo hacía ella. La nota verbal que le habían dado en la embajada estaba en vietnamita y en inglés y allí lo explicaba todo. Ella no tendría que hacer ninguna aclaración más. Estarían hartos de gestionar peticiones como esa. ¿Cuántos miles de turistas pasarían por allí todos los años? Solo tenía que ir, pagar las tasas, recoger lo que fuera que le dieran, dar las gracias y marcharse. No podía ser tan difícil.
Por suerte, en el papel aparecía como fecha límite para su salida del país la misma que la del visado original: día 25 de enero de 2015.
Antes de parar un taxi en el lujoso barrio de las embajadas y encaminarse hacia su siguiente gestión, sacó el teléfono móvil del bolso. Estaba deseando hacer una de las dos llamadas que tenía pendientes; la otra, no tanto. Empezó por esta última.
—¿Miquel? Soy Marta Barrera. Sí sí, todo bien. De eso precisamente quería hablarte. Necesito unos días más en Vietnam. ¿Crees que sería posible cambiar mi billete de avión para una semana más tarde? Ya, ya me imagino. Sé que es complicado, pero no te lo pediría si no fuera necesario. Bueno, en parte se trata del libro —mintió—, me gustaría quedarme unos días más en Hanói para estudiar los gremios de artesanos de la ciudad. Estoy dispuesta a poner de mi bolsillo la diferencia de precio y cogerme los días de vacaciones que sean necesarios. ¿De verdad? Muchísimas gracias, Miquel, no sabes cómo te lo agradezco. Espero la llamada del departamento de viajes con la confirmación de la nueva reserva. Y, de verdad, asumiré cualquier contratiempo que esto te genere con la editorial.
Estaba tan contenta que hasta le hubiera mandado un beso si no llega a ser porque su jefe ya había colgado. Con la misma alegría, llamó a su hermana.
—¿Espe? ¡Soy yo! —gritó al notar el ruido de fondo al otro lado de la línea—. ¿Dónde estás? ¿Que no puedes hablar ahora? ¿Estás en una estación de tren? Se oye una megafonía. Sí sí, estoy en Hanói y me llegan bien las llamadas. Vale, pero llámame, que tengo que decirte que retrasaré mi regreso unos días. ¡No te olvides…!
Espe ya le había colgado.
La gestión de los papeles fue mucho más costosa de lo que había imaginado. Lo primero que le pidieron fue el billete. Marta tuvo miedo de que al no coincidir las fechas, se la cambiaran y le limitaran la estancia a la impresa en aquel. Primero fingió no entender, sin dejar de señalar con el dedo la fecha final del visado. Al ver que su paciencia, y la del resto de la gente que había llegado después de ella, se agotaba antes que la del hombrecillo del otro lado de la mesa, decidió entender las cuatro palabras de inglés que este chapurreaba y fingió haber olvidado el billete en el hotel y tener muchísima prisa. La reacción del funcionario vietnamita fue rapidísima. Desgajó un pedazo de folio y escribió «It will cost you…» seguido de una cantidad de cinco ceros. Rompió la nota tan pronto como ella abrió el monedero. Marta sudaba cuando salió de allí. Eso sí, tenía el documento de salida del país a buen recaudo en el bolso y varios miles de dongs menos en la cartera.
Decidió volver en xích lô. Tenía mucho en qué pensar. En Ho Chi Minh no se había planteado montar en ninguna de aquellas bicicletas con asiento delantero para el pasajero. Le recordaba a los rickshaws que había visto en las películas. A pesar de que sus usuarios eran locales y de que —se repitió hasta la saciedad— no era un tipo de explotación, le costó animarse a parar uno. Más tarde, se alegró de haberlo hecho. Ver lo que sucedía en la calle desde detrás de los cristales de un automóvil era como ver los fuegos artificiales por televisión.
Le llegaba todo el colorido y el bullicio. Le parecía estar participando en la vida de la ciudad, podía oír las voces de la gente y pasar al lado de ella.
Era al mismo tiempo gratificante e inaguantable, sobre todo cuando el tráfico se hacía tan denso que tenían que detenerse. Marta consiguió hacerse entender para que la condujera por el borde de la calzada; cerca de los transeúntes, de las tiendas.
Llevaban ya más de cinco minutos en un cruce. El olor de los buñuelos de pescado que freía una mujer junto a ella no le daba tregua. Su estómago se quejaba de hambre desde hacía un rato. Estaba a punto de alargar la mano para pedir media docena cuando la vio bajar unas escaleras. Sobre ella, el cartel rezaba: «Hoa Binh Palace Hotel».
Era Ángela. Sola. Y lloraba.
A todo correr, sacó del monedero un billete de diez dólares. Se bajó sin regatear ni discutir por las vueltas.
Cruzó la calle sorteando tres coches y una veintena de motocicletas con la cara de alegría del conductor del xích lô a su espalda.
A pesar de las prisas, casi la pierde. De vez en cuando, estiraba el cuello para seguir los rizos rubios que sobresalían como una flor amarilla entre el césped de un campo de golf en medio de aquel mar de cabellos lisos. La alcanzó al final de la calle.
—Ángela, Ángela —resopló jadeando.
—¡Marta!
El abrazo de la novia de José Luis casi la tira al suelo. La oyó sollozar sobre su hombro.
—¿Qué sucede? ¿Qué hacías en ese hotel? ¿No estabais alojados en el Metropol?
Las lágrimas de Ángela aumentaron con las preguntas hasta convertirse en un mar. La gente las miraba con curiosidad; a pesar de la vergüenza, esperó a que se tranquilizara.
—Perdón —se disculpó Ángela cuando consiguió hablar.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está José Luis? —Era la primera vez que la veía sin él.
El desconsuelo regresó al rostro de la chica. Marta notó cómo la congoja se le atascaba en la garganta y ella inspiraba para controlarla. Entonces también se percató de la rojez que se adivinaba por debajo de la capa de maquillaje.
Temiendo otro llanto público, miró a su alrededor. En la acera de enfrente localizó un café. El Green Tangerin parecía un local tranquilo para una conversación privada. La cogió de la mano y la condujo hacia allí.
En cuanto entraron, recordó que no había comido todavía. Las primeras mesas estaban ocupadas; Marta siguió pasillo adentro hasta un patio. El suelo empedrado, las plantas y las puertas y ventanas color turquesa del edificio estilo francés que se abría ante ellas le parecieron idóneos para aislarse y conseguir que Ángela le contara lo que sucedía.
Se acomodaron junto a una pareja de ingleses que aprovechaba el descanso para consultar sus guías de viaje y disfrutar de una taza de té.
Marta no disimuló la impaciencia.
—¿Qué pasa con José Luis? Tiene que ver con él, ¿verdad?
—En realidad, no es tan malo.
—Entonces, ¿por qué tienes esa cara y por qué has salido del hotel llorando?
—Sí…, en realidad es una cosa con…
La aparición del camarero la obligó a interrumpir la explicación. Marta tenía hambre, pero no tiempo. La expresión de Ángela le indicaba que iba a ser incapaz de elegir nada del menú.
Cambió la comida por unas cervezas. Al menos ella necesitaba algo más fuerte que un refresco. Temía lo que Ángela pudiera decirle.
—Puedes seguir —la apremió en cuanto el camarero se alejó.
—¿Recuerdas…, recuerdas lo que me preguntaste aquella noche en el hotel de Nha Trang?
—¿La noche que llamé a vuestra habitación para ver si ocurría algo?
—Sí. Pues sí ocurría.
—Te pegó.
—No no, no me pegó. Aquella noche no.
Marta saltó en el asiento.
—¿Y después sí?
Las lágrimas regresaron a los ojos de Ángela.
—Bueno…
—¡Ángela!, ¿sí o no?, te ha pegado, ¿sí o no?
—A… ayer por la noche. Y solo una vez. —Sonó como si lo estuviera justificando.
—¡¿Cómo que solo una vez?! Una vez es suficiente. ¿Qué sucedió? ¿Has llamado a alguien? —La cara de Ángela ante esta última pregunta fue la peor contestación posible—. No, claro. No puedes ir a la Policía de Hanói para decir que te pega tu novio. No van a hacer caso a una extranjera que se va dentro de unos días.
Ángela golpeó la mesa nerviosa y derramó su cerveza. Marta observó el líquido avanzar hasta el borde y caer sobre el suelo como una cascada silenciosa.
—No podía hacer nada.
—Podías haber llamado a la embajada, podías haberme llamado a mí.
—No tengo tu número de teléfono.
—No lo habrías hecho ni aunque lo hubieras sabido.
Ángela se tapó la cara con las manos.
—Me daba vergüenza. Después de lo mal que te traté cuando lo insinuaste. No creí…, no creí que sucedería. Él era…, es un poco celoso. Lo justo.
—¿Lo justo? —bufó—. Pero si te controlaba el teléfono.
—No me parecía importante.
—Tampoco que no te dejara hablar y que ridiculizara cada una de tus opiniones. ¡Por Dios! ¿En qué mundo vives?
—Como es un poco mayor que yo…, pensaba que era normal.
—Ser un maltratador no es cuestión de años, sino de carácter.
—José Luis no es un maltratador.
Marta no salía de su estupor.
—Acabas de decirme que te ha pegado ¿y todavía lo defiendes?
—Ha sido un arrebato. La verdad es que igual fui yo, lo saqué de quicio porque me negué a…
—¡No, de ninguna de las maneras! ¡Ni se te ocurra pensar eso! Nada, ¿me oyes?, nada justifica un acto como ese, por mucho que le dijeras o que le hicieras enfadar; nada justifica la violencia. Te has marchado, ¿verdad? Te has marchado y te alojas en ese hotel.
Ángela asintió en silencio. Marta la habría abrazado pero no quería derramar también su cerveza. Se limitó a apretarle las manos.
—Me fui anoche cuando todavía dormía. Cogí un taxi y le pedí que me llevara a un hotel. No me he atrevido a salir de la habitación hasta ahora.
—¿Cuál fue el supuesto motivo, Ángela?
—Ha sido este viaje. Al principio estaba como siempre, pero luego…, cada vez que sucedía algo se enfadaba más y más. Todo empezó cuando Dan dijo que se traía a los niños. Luego tú hablaste con tu jefe y preferiste irte con él y dejar a José Luis. Me gritaba por todo, todo le parecía mal, me trataba fatal, se reía de mí y decía que lo aburría. Cuando os volvimos a encontrar, yo estaba asustada. Por eso quería estar contigo todo el rato, para no quedarme a solas con él. Pero os fuisteis otra vez.
—Tuvimos que hacerlo —se disculpó Marta—. Era un asunto importante con los niños.
—Me acusó de que me gustaba Dan y de que prefería pasar el rato con cualquiera antes que con él. Yo le dije que estaba harta de que me dejara en el hotel los ratos que a él se le antojara. Se puso rabioso y me levantó una mano, pero no me pegó —terminó con rapidez.
—Pero ayer sí.
—Habíamos bebido —explicó Ángela como si fuera un eximente—. Regresábamos de cenar. Al llegar a la habitación, le dije que estaba muerta y que no lo acompañaría en sus correrías. Él empezó a decirme que no le tenía ningún respeto, que pensaba que estábamos de vacaciones, que él era muy profesional, mucho más que tú, y que no iba a permitir que una mujer le amargara la vida. Me gritó que yo haría lo que me ordenara, fuera acompañarlo o… —se detuvo unos segundos y respiró hondo—, o joderme. Y me tiró sobre la cama.
—¡Será cabrón!
—Me levanté y me dio una bofetada. Me encerré en el cuarto de baño y me quedé dormida en el suelo. Sobre las cinco de la madrugada, me desperté. —Apretó las manos de Marta, que continuaba sin soltarla—. Estaba aterrada y decidí que no quería quedarme con él. Solo había sacado el neceser y poco más de la maleta, así que recogí lo que tenía en el baño, la cerré a todo correr y me marché.
—Has sido muy valiente. Ya estás a salvo —dijo Marta, aunque no tenía ni idea de si era cierto. No se había enfrentado nunca a situaciones como esa, no conocía a ningún elemento como el que había resultado ser José Luis y no sabía cómo reaccionaba ese tipo de gente.
—¿Puedo…, puedo acompañarte a tu hotel hasta el día que nos vayamos? No quiero encontrarme sola con él en el avión.
Marta vio delante de ella a un pollito asustado y le invadió la ternura.
—No estoy en un hotel, estoy en la casa de la familia de Dan. No puedo llevarte conmigo sin consultarlo con ellos. Además…
Estaba a punto de decirle que tendría que regresar a España sin ella cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar.
Pensó que al colgar sin contestar su hermana se daría por enterada. Pero no fue así y allí la tenía de nuevo, insistiendo con su llamada.
—Espe, perdona. No me pillas en buen momento.
—¡No me cuelgues!
A Marta le asustó el punto de histerismo.
—¿Qué sucede?
—¿Cuándo regresas?
—En una semana, pero estoy pensando en alargarlo un poco más.
—¡Ay, Marta! No quería preocuparte, por eso no te había dicho nada, pero hoy… hoy…
—¿Es papá?
—Sí. Ahora está estable, los médicos han dicho que irá mejor si pasan cuarenta y ocho horas y no hay otra recaída. Lo hemos visto un momento desde el otro lado del cristal de la UCI y nos ha sonreído. Eso es buen síntoma, se lo he dicho a mamá. —Marta solo tenía conciencia de la primera frase. «Está estable, está estable», se repetía en su cabeza y no era capaz de atender la verborrea de su hermana—. Ella estaba muy asustada, pero bien. No he conseguido que se fuera a casa. Voy a ver si la convenzo, aquí no pintamos nada, no nos dejan verlo más que unos minutos. Igual podrías ponerte tú y decirle algo…
—Espe —la interrumpió—. Has dicho estable. ¿Eso significa que ha tenido otra angina de pecho?
—Le ha dado un infarto, Marta.
Incapaz de seguir sentada, se levantó y salió del café. Notar el aire de la calle la alivió por un breve instante.
—Un infarto, no una angina —dijo en voz alta.
—Uno de verdad; de los gordos.
—¿Cómo ha sido?
—Lo hemos cogido a tiempo. Esta mañana me he levantado con una sensación extraña, llámalo intuición. Después de dejar a los niños en el colegio, he pasado por su casa a pesar de que llegaba tarde al trabajo otra vez. Papá estaba todavía en la cama y mamá decía que lo dejáramos descansar, que había dormido mal, pero yo he insistido en despertarlo. Nos lo hemos encontrado en el suelo. Decía que estaba mareado y revuelto, peor de lo que se había sentido nunca. He llamado a emergencias y en diez minutos teníamos una ambulancia medicalizada a la puerta de casa. Después me han dicho que lo han tenido que reanimar de camino al hospital. Mamá no lo sabe, pero ha tenido un pie en el otro lado.
Marta se imaginó a su padre en un ataúd y se le cortó la respiración. Tuvo que sentarse en el suelo.
—No puedo, no puedo.
—¿Marta? ¿Estás bien? ¡Marta!
—No puedo quedarme. Necesito cambiar el billete. No sé si mañana podré volar, pero haré lo posible.
Adelantar el regreso con todo lo que eso significaba no era una decisión para tomar a la ligera. Además, su hermana era de las que se ponían la vida por montera y se echaba los problemas a cuestas hasta que los solucionaba. Que Espe no dijera nada para quitarle la idea de la cabeza le dio una pista del nivel de angustia que sufría.
—Ven lo antes posible —le rogó, desaparecida ya la necesidad de fingir—. Estoy aterrada, Marta. ¿Y si se muere?
—No lo digas ni en broma.
—Delante de mamá pongo buena cara y le echo valor, pero por dentro estoy temblando. No dejo de pensar en cómo se lo voy a explicar a los niños. —Se le notó la congoja en la voz—. Espero no ponerme a llorar delante de ellos.
—¿Dónde están Rubén y Mateo? Debe de ser de noche en España.
—Por ahora se los ha quedado Begoña, mi vecina. Luego llamaré a su padre, a ver con qué me sale. No me fío de que se los lleve; ya sabes lo poco que le gusta, ahora que esa chica está más tiempo en su piso que en el suyo propio. Por eso necesito convencer a mamá de que nos marchemos de aquí. Pero no quiero que se vaya sola y no quiere venir conmigo. Ya no sé qué decirle. ¿Puedes hablar tú con ella?
—Dile que se ponga.
Marta escuchó cómo Espe le daba la noticia a su madre de que en unas horas Marta se reuniría con ellas.
—¡Hija! ¿Vas a venir?
—Hola, mamá. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que tu padre, hija. ¿Te ha dicho tu hermana que casi se nos va? —La voz de su madre se debilitó—. No llores, mamá. Se va a poner bien, ya lo verás.
—No lo has visto, Marta. Tiene muy mala cara, está pálido y apenas abre los ojos.
—Los médicos dicen que se pondrá bien.
—También dijeron que no le volvería a pasar y mira tú.
—Ahora está controlado. Ya verás cómo después de esta noche mejora. Mañana lo verás mucho mejor. Mamá, ¿por qué no te vas a casa con Espe y les haces a los niños una tortilla de esas que tanto les gusta?
—No estoy para meterme en la cocina. Yo me quedo aquí, quiero estar junto a él por si sucede algo. —Su madre dejó de disimular el llanto—. Dicen que en cuanto se recupere un poco, lo meten en el quirófano.
—¿Cómo que al quirófano?
—¿Tu hermana no te lo ha dicho?
El teléfono cambió de manos y pudo hablar con Espe de nuevo.
—Lo operarán en cuanto esté un poco más fuerte. Tres válvulas van a cambiarle y a ponerle dos stents y probablemente un marcapasos.
—Te lo prometo, Espe: mañana salgo de Vietnam y en menos de veinticuatro horas me tienes ahí.
Lloró, angustiada y dividida entre lo que tenía en Vietnam y lo que perdía en España.
Ángela se empeñó en que fueran a su hotel para hacer allí los trámites juntas. Marta sabía que cambiar el billete de avión era imprescindible para marcharse cuanto antes, pero no se encontraba con fuerzas; tenía el ánimo a tres metros bajo tierra. Su padre, o Dan y los niños: injusta elección. Parte de su carne o parte de su alma, ¿quién podía decidirse? Por suerte, Ángela debió de verla tan afectada que tomó las riendas. Primero trató con la responsable de los viajes en la editorial y después consiguió que el recepcionista del hotel hablara con Qatar Airlines para que les cambiaran a las dos el día de regreso. Así consiguió dos plazas en el vuelo Hanói-Barcelona, con escala técnica en Bangkok, por el módico precio de 472 euros en concepto de penalización y tasas. Lo que Marta no pudo delegar fue la llamada a su jefe para que se olvidara de lo hablado aquella mañana. Explicar cuál era la situación de su padre era como ratificar la gravedad. Ya tenía un correo electrónico con la confirmación del cambio de vuelo cuando marcó el número de la oficina. Por suerte, habló con el contestador automático que Miquel había conectado.
Apenas le dio tiempo a colgar cuando Ángela se la llevó derecha al bar a pesar de sus quejas. Antes de que Marta hiciera un solo gesto, tenía delante un gin-tonic color azul con un montón de hielo y una rodaja de limón.
—Bebe —fue lo único que le dijo.
Como si emborrachándose fuera a cambiar algo. Marta se lo tomó entero, sorbo tras sorbo, sin poder decir nada, sin poder pensar en otra cosa que no fuera que aquella era la última noche que los veía, la última que pasaba con él.
—Debería marcharme —decidió.
—¿Estás mejor?
De su garganta salió una carcajada nerviosa.
—¿Mejor? Más borracha puede ser, pero ¿mejor? Mi padre se puede morir en cualquier momento, me voy dentro de unas horas y ellos se quedan aquí, al otro lado del mundo.
—Hoy en día el mundo es muy pequeño —intentó consolarla Ángela—. Sabías que esto sucedería, antes o después. La despedida solo llega una semana antes de lo previsto.
En esto Ángela tenía razón. Sin embargo, no por ser más cierto, dolía menos.
—Se está haciendo de noche —constató Marta como si la sorprendiera. Se levantó despacio—. Tengo que marcharme.
—Marta, ¿te puedo pedir que me vengas a buscar para ir juntas al aeropuerto?
—No te preocupes, no tendrás que salir a la calle sola —le prometió antes de marcharse del hotel.
Cogió el primer taxi que encontró. El trayecto transcurrió con la mirada clavada en las luces de los edificios junto a los que pasaba. A su llegada, ni se enteró de la cantidad que le pidió el conductor. Solo pagó y bajó del coche.
Ante la puerta de la vivienda donde pasaría la última noche en aquel país, lloró.
Era ya de noche cuando la campanilla perturbó la paz de la casa. Por suerte, fue la criada la que abrió y no tuvo que hablar con ella. Una sonrisa apenas esbozada fue suficiente para agradecerle la atención a aquellas horas. Si hubieran sido Dan o alguno de los niños, no estaba segura de haber podido mantener la compostura.
Las luces del comedor y de la cocina estaban apagadas. La familia ya había cenado y se había retirado a descansar.
Se preguntó si los niños estarían acostados. Iba a comprobarlo cuando algo llamó su atención. En el tercero de los edificios del patio, una luz titilaba sin descanso. Se acercó y descubrió el altar de la familia. Era mucho más sencillo que otros que hubiera visto. Una pequeña mesa, una imagen de Buda, varias velas encendidas, un plato con frutas de dragón y flores de loto, muchas flores.
Entró y, sin pensarlo, se arrodilló ante él. No recordaba el tiempo que hacía que no rezaba.
Pidió a los antepasados de Dan que lo protegieran, que le dieran constancia y suerte para solucionar lo de los pequeños, que lo ayudaran en sus negocios y que consiguiera que el tejedor de seda hiciera telas más firmes, que las mujeres de la cooperativa de Dá Chát aceptaran la propuesta de coser ropa de cama y que el artesano de las esteras y su hijo se repusieran pronto. Rogó a los dioses —ni siquiera sabía sus nombres— que lo cuidaran y lo mantuvieran lejos de la enfermedad y la muerte, que le permitieran ser feliz. Imploró para que la perdonara.
—Haced que sean felices con la familia que les toque. Cuidad de ellos. No permitáis que los separen, sobre todo que no los separen.
—¿Marta? ¿Qué haces aquí?
Dan entró en el pequeño templo. Ella se limpió las lágrimas a todo correr con el dorso de la mano, ensayó su mejor sonrisa y se alegró de que la estancia estuviera en penumbra. Los ojos enrojecidos pasarían desapercibidos. Se levantó en cuanto se repuso. Le dio un ligero beso en los labios, como si se hubieran visto hacía solo un rato.
—Solo estaba aquí —respondió sin decidirse a explicarle que no les quedaban más que unas horas.
—Buenas noticias —contó él entusiasmado.
—¿Noticias de Bing? Soy toda oídos —contestó ella con una gran, y dolorosa, sonrisa.
—No, no son de Bing. Espero que me llame mañana con más información. Es otra cosa: Antonio piensa que igual los niños podrían quedarse con nosotros mientras dure el periodo del edicto. Al parecer, hay antecedentes, ha sucedido antes.
La tristeza que embargaba a Marta se desvaneció en parte por la buena nueva.
—Me alegro muchísimo. Es un respiro para todos.
—Los podemos tener con nosotros todos los días hasta entonces y después… ya iremos viendo cómo se desarrollan las cosas. Nos dará tiempo al menos a explicarles qué viene a continuación, y a ellos a intentar hacerse a la idea.
—¿Les has dicho ya algo?
—Todavía no. Estaba esperando a que regresaras. Creo que ya va siendo hora de que volvamos a retomar las salidas con los niños. ¿No te parece? —No, no le parecía, a Marta no le parecía nada—. No tengo que quedarme en casa. Bing tiene mi teléfono, llamará al móvil. Hasta que no se entere de lo del Comité no podemos hacer nada. No veo la necesidad de quedarnos encerrados. He planificado unas cuantas cosas. —Se sentó en el suelo, frente al altar, y palmeó sobre la alfombra. Marta se quedó de pie, incapaz de moverse—. A ver qué te parecen estas. Por la mañana, nos acercaremos a la pagoda Tran Quoc. Comemos en casa; mi abuela disfruta con los invitados. Después, por la tarde, iremos al lago Hoán Kiem. A los niños les encantará. Y pasado mañana, a la Ciudadela y luego… —Sacó unas entradas del bolsillo trasero de los vaqueros—. ¿Hace cuánto tiempo que no ves marionetas?
Marta salió al patio. Necesitaba respirar, llenarse los pulmones de aire frío antes de que el pecho le estallara de dolor.
Lo oyó seguirla. No se volvió hacia él.
—Un momento, Dan, solo un momento y estaré bien.
Sin embargo, él la abrazó por detrás y apoyó la barbilla en su hombro. Lo peor llegó cuando habló:
—Sé lo que estás pensando. Todavía quedan muchos días para tu partida. —Acercó la boca a su oído y la besó—. Las cosas son como son y no podemos cambiarlas. Disfrutémoslas al menos.
Pero ¿cómo se hace cuando no se dispone de tiempo? Ella no lo sabía. Se le ocurrían pocas cosas y todas pasaban por un brusco «se acabó», un simple «adiós» o un lejano «fue tan bonito mientras duró». Cualquiera de esas opciones le parecía demasiado cruel. Además, no tenía valor para enfrentar el momento de decírselo. Él empezó a besarle el cuello.
—Dan… —comenzó. Él gimió como un gatito satisfecho ante un plato de leche templada—, mañana…
—Mañana lo pasaremos bien —susurró—. Seremos de nuevo una familia.
El corazón de Marta se rompió en mil pedazos.
—A mi padre le ha dado un infarto. Me voy mañana, ya tengo el billete.
Él se detuvo un instante. Después, muy despacio, descendió hasta su cuello y lo besó. La velocidad de la sangre de Marta se unió a la de su corazón. Sentía las sienes palpitar. Le escocían los pulmones y tenía la boca seca.
—¿Ha sido grave?
—No se ha muerto.
El pecho de Marta descendió como muestra de alivio. Era como si la esperanza se hubiera abierto paso en su interior al pronunciar aquellas palabras. Él la apretó todavía más, en un estéril intento de consolarla.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Me ha llamado mi hermana. Tienen que operarlo. Tengo que ir.
—Por supuesto. —La brisa empezó a soplar en ese instante y ella se estremeció a pesar de que la tenía abrazada—. Vamos dentro.
Dan pensó en sus antepasados a los que estaba dedicado el altar. Se sentó en el suelo, apoyado en la pared, y tiró de su mano. Con cierta renuencia, terminó por agacharse junto a él. La hizo acomodarse en el hueco de sus piernas.
—¿Quieres que te cuente una historia? —Marta no contestó, y en la penumbra de las velas, comenzó—: Es la del príncipe Lac Long Quân, el Rey Dragón, un dios que reinaba en el reino de las aguas. —Su voz consiguió que Marta se relajara—. Un día que volvía de una de sus múltiples aventuras, se encontró en el camino a una joven de belleza sobrenatural. Era un hada de las montañas; se llamaba Âu Co. Se prendaron uno del otro inmediatamente y, transportados por su amor, se unieron y se instalaron en el reino del hada. Su felicidad era inmensa y la llegada de los hijos completó su vida.
»Pero Lac Long Quân no olvidaba que su alma pertenecía a otro reino y, con frecuencia, se perdía en lejanas ensoñaciones que lo conducían a su océano querido. Allí estaba su naturaleza profunda contra la cual no podía rebelarse. Con gran dolor de su corazón, tuvo que volver al mar. Antes de partir le dijo a su mujer: «Soy un Señor Dragón y tú un Hada inmortal. Yo vivo en las aguas y tú en la tierra. No pertenecemos al mismo universo. Tengo que dejarte a pesar de mi amor por ti y del afecto que siento hacia nuestros hijos». El Señor Dragón y el Hada inmortal se pusieron de acuerdo en esto: cada uno se llevaría la mitad de los hijos. Se repartirían de ese modo el territorio.
»Así lo hicieron. Todos crecieron sanos y fuertes, hasta ser hermosos jóvenes, habitantes de cimas y riberas, de los montes y llanuras. Fundaron juntos el hermoso reino de Van Lang y se convirtieron en reyes y príncipes. ¿Sabes lo que más me gusta de esta leyenda?
Marta se había dormido. Dan le acarició el pelo y se lo besó antes de continuar:
—Lo que le dijo el Rey Dragón al Hada Inmortal cuando se separaron: «No me olvides jamás. Si cualquiera de los dos tiene problemas, el otro irá a ayudarlo sin tardar».
A Dan le habría gustado pronunciar las últimas frases con la misma tranquilidad que había conferido a su relato, pero la pesadumbre que sentía las tiñó de negro.
Pasó mucho tiempo antes de que se moviera. Se quedó allí, saboreando la ventura de tenerla entre los brazos, hasta que las llamas de las velas se consumieron y las sombras de la noche se cernieron sobre ellos.