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Las nueve horas de vuelo desde Hanói fueron un infierno; la llegada al aeropuerto de El Prat, una carrera de obstáculos. No esperó a la salida de su equipaje para no perder tiempo. Ángela le aseguró que se encargaría de recogerle la maleta y guardársela los días que hiciera falta. Marta se lo agradeció y se lo tomó como una compensación por soportar sus lágrimas y sus lamentos.

Sacó el móvil del bolso en cuanto traspasó las puertas del aeropuerto. En los diez minutos de espera en la cola del taxi cambió varias veces de ánimo. Empezó por el miedo al no localizar a su hermana; pasó por el sobresalto cuando esta contestó, y llegó a la consternación al enterarse de que su padre llevaba ya una hora dentro del quirófano.

Tardó veinte minutos más en llegar a casa para coger las llaves de su coche, aparcado desde hacía un mes frente al portal.

Barcelona-Zaragoza, el trayecto más largo, más inquietante y más horrible que había hecho en su vida. Cuando llegó a las puertas del hospital Miguel Servet, le dolía todo el cuerpo, incluido el corazón.

Encontró a su madre y a su hermana sentadas en la sala de espera de la tercera planta.

—Es la única en la que no había gente. Mamá no quería quedarse en la habitación esperando —le explicó Espe nada más verla aparecer.

—Se me caía el mundo encima al mirar la cama vacía y pensar que igual no volvemos a verlo en ella.

Marta abrazó a su madre con lágrimas en los ojos. Tuvo que esforzarse mucho para no romper a llorar y deshacerse de la opresión que la partía en dos, para luchar por no venirse abajo.

Se separó de su madre y pasó la mano por el rostro de su hermana. Demasiadas caricias guardadas. Espe la retuvo unos instantes.

—Tienes ojeras —constató Marta.

—Han sido unos días malos.

—¿Y Rubén y Mateo?

—Se han ido con su padre. —El gesto de Espe lo decía todo. No le hacía ni pizca de gracia que sus hijos compartieran techo con la nueva novia de su ex.

—Ahora que estoy aquí, mañana vas a buscarlos y los llevas de vuelta a casa; yo me quedo con mamá. —Marta las obligó a sentarse—. ¿Qué os han dicho?

—Nada por ahora. Sigue en el quirófano.

—Cuéntamelo todo, desde el principio.

—¡Ay, hija, fue horrible! Y yo, que no quería molestarlo. —Su madre se secó una lágrima con el pañuelo que apuñaba en la mano derecha—. Si no llega a ser por tu hermana, se nos muere en casa.

Marta le apretó el hombro para infundirle el cariño que necesitaba.

—Se les quedó antes de llegar al hospital de Fraga. Fíjate si lo vieron mal que, en cuanto lo reanimaron, lo trajeron directamente a Zaragoza.

—Y cuando llegamos a Zaragoza y nos contaron lo que le había sucedido…

—Nos dijeron que lo teníamos vivo de milagro.

Marta la acercó de nuevo a ella.

Se dio cuenta de que su mera presencia era como un bálsamo para ellas, y eso la consoló en parte.

Espe trató de cambiar de tema para distraer la espera:

—Bueno, ¿y tú qué nos cuentas de Vietnam?

—Eso, hija. —Su madre le acarició la mano—. ¿Qué tal lo has pasado?

A Marta se le llenaron los ojos de lágrimas. Otra vez.


Su padre parecía ir mejor. Seguía en cuidados intensivos, y el «Ha pasado buena noche» con que las recibía el médico todas las mañanas a las once y el «Mañana seguro que está mejor» con que las despedían las enfermeras a las ocho de la tarde les aliviaba la espera.

A pesar de la negativa inicial de su madre a alejarse más de cien metros del hospital, Espe y ella la habían convencido apelando a sus supuestas obligaciones como abuela. Espe había renunciado a los días libres, a los que tenía derecho por hospitalización de un familiar directo, y había vuelto a trabajar. Era la justificación perfecta para conseguir que su madre estuviera entretenida los ratos que no pasaban en el hospital. Al fin y al cabo, solo les dejaban permanecer junto a su padre sesenta minutos al día, repartidos entre mañana y tarde. Y ya llevaban así cuatro días.

Marta soltó las bolsas de la compra en la cocina de su hermana, que se había convertido en el cuartel general de la familia, y puso la radio. Una estrategia más para mantener los pensamientos de su madre a raya.

—Voy a sentarme un rato. Esto de hacer la compra es fatal para la espalda.

—Los jóvenes de hoy no valéis para nada. Si hubieras tenido que cargar de niña con un cubo lleno de ropa mojada como hacía yo en el pueblo, no dirías eso.

Marta le dio un beso en la mejilla.

—Pero es culpa vuestra que no lo tuviéramos que hacer. Es lo que tiene criar a los hijos en una ciudad con todas las comodidades, que se les quita la coraza y se vuelven blandos.

—Hija, nosotros nos fuimos del pueblo con la mejor intención, para que estudiarais y tuvierais vuestro trabajo y no dependierais de nadie.

—Y menos mal que lo hicisteis —respondió Marta ya al otro lado de la puerta de la cocina—, porque ya ves: yo soltera y tu otra hija, también después de los años.

—La pobre Espe, con dos niños que dependen de ella. Tú fuiste más lista.

Marta se sintió herida y se dejó caer en el sofá. Un balazo en medio del pecho debía de doler más o menos como las palabras de su madre. Dos hijos no, tres hubiera tenido de buena gana.

Cogió el bolso del rincón donde lo había dejado tirado. «Contactos», «Dan» y pulsó. Llamada, llamada, llamada, llamada, llamada… Hubiera esperado hasta el infinito, pero su teléfono se cansó antes que ella y decidió que ya era suficiente.

Dudó si sería de noche en Vietnam e hizo el cálculo del cambio de horario. Seis horas más a sumar a las dos de la tarde: las nueve. Podría ser tarde para los niños; para Dan no.

Pulsó otra vez con el mismo resultado. Después de la tercera, se planteó que él no quisiera responder y se hundió en el sillón pensando en si Dan era tan rencoroso como para aplicar con ella la ley del Talión: ella no había llamado para preguntar por los niños y él tampoco para hacerlo por su padre; ella no había llamado para decirle cuánto lo echaba de menos, él tampoco.

—¡Me da igual!

—¿Qué dices, hija? —le preguntó su madre entre ruidos de cazuelas.

—Nada, cosas mías.

—¡No te oigo! Si quieres decirme algo, tendrás que venir; entre la radio y el extractor, no me entero de nada.

Los ojos de Marta saltaban de uno de los números al otro; del móvil de Dan, al fijo de la casa de su familia en Hanói. Si, no, sí, no, sí, no, sí. Sí. La vida no estaba hecha para los cobardes. Si él no quería contarle cómo estaban Xuan, Kim y Dat o si no quería echarla de menos, si a él no le apetecía hablar con ella, a ella sí hacerlo con él.

Al teléfono le costó establecer línea y cuando Marta oyó el tono de llamada, ya le estaban hablando en vietnamita. Rogó para que no fuera la abuela. No tenía ni idea de si podría entenderse con ella.

—Soy Marta. ¿Está Dan? Llamo desde España —enfatizó cada palabra.

—¿Marta? Soy Quynh.

El suspiro fue tan notorio que hasta le dio vergüenza.

—¿Señora Acosta? ¿Qué tal está?

—¿Cómo está tu padre? Dan me lo contó al día siguiente.

Le enrojeció hasta la raíz del pelo al darse cuenta por primera vez de que en su afán por no hacerles pasar a los niños —ni a ella misma— por el trago de la despedida, tampoco había dicho adiós a la familia de Dan.

—Perdone por irme de madrugada, pero todo ocurrió tan deprisa. Había cambiado el vuelo y el día anterior regresé tarde y…

—No te preocupes, sé perfectamente que cuando sucede una cosa de estas, el resto desaparece. ¿Cómo está?

—Mejor, muchas gracias por preguntar. Sigue en el hospital muy grave, aunque cada día nos dan nuevas esperanzas.

—Me alegro mucho. Mi madre y yo pedimos todos los días por su recuperación.

Marta las imaginó delante del altar familiar encendiendo una vela todas las mañanas e inclinando la cabeza en señal de recogimiento. Imposible describir con palabras la gratitud que sentía hacia aquellas dos mujeres.

—Se lo agradezco muchísimo, de verdad, mucho. Se lo diré a mi madre y a mi padre esta misma tarde.

Imaginó a Quynh serena y sonriente.

—Imagino que has llamado para hablar con él.

—Sí. ¿Está en casa?

—Me temo que no. Se marchó ayer.

—¿Con los niños?

—Sí, por supuesto. Están de camino a Saigón. Tiene que entregarlos a las autoridades allí.

—Así que al final ha pasado lo que temía —murmuró afligida.

—Se ofrecieron a venir a buscarlos, pero él se negó en redondo. Ya sabes cómo es. No llegarán a la ciudad hasta mañana por la tarde. Es un viaje largo.

—He llamado a su teléfono y no responde.

—Igual no tiene cobertura por la carretera.

—Probablemente. —Marta deseó con todas sus fuerzas que fuera eso y no que la estuviera rehuyendo.

—¿Quieres que le diga algo si me llama?

—Sí sí, claro, dígale que se ponga en contacto conmigo cuando pueda y me cuente cómo están los niños. —«Dígale que lo echo muchísimo de menos.»

—Ellos están bien, aunque un poco preocupados.

—¿Se lo ha explicado Dan, les ha dicho que van a tener que separarse de él e ir a un centro?

—Se lo dijimos entre los dos.

—¿Y qué hicieron?

—Primero se quedaron callados; luego los dos pequeños cogieron la mano de Xuan y, después, lloraron.

Marta imaginó la escena: los tres hermanos, con la cabeza baja, dejando caer las lágrimas, despacito y en silencio. Le entraron ganas de llorar y de abrazarlos. Pero no los tenía con ella. Apretó los labios para no dejar escapar un gemido y mantener la compostura antes de despedirse.

—¿No dijeron nada?

—Ellos no. Dan les aclaró lo que iba a suceder: que irían a un colegio con otros niños y que él los iría a visitar. Se quedaron preocupados, pero al rato los dos pequeños estaban jugando en el patio con mi madre.

—Son unos niños maravillosos.

—Sí, lo son, los cuatro.

Marta estuvo de acuerdo con ella y, a pesar de saber que estaba donde tenía que estar, los miles de kilómetros de distancia le dolieron como la dentellada de un lobo hambriento.