Siete días habían pasado desde que los entregó a la comuna de Biên Hòa. Y en esos siete días no había acumulado más que desazón, problemas y ninguna solución. Tenía un socio enfadado y persistente, el mal humor que almacenaba cada vez que buscaba respuestas en la Administración de su país, el proyecto de El Corte Inglés interrumpido y mucho sueño acumulado. Pero nada le habría impedido acudir a su cita de aquella tarde.
Se paró ante la verja. Oyó risas de niños antes de poner un pie en el recinto del centro de acogida. Pudo ver a unos pequeños; jugaban con la tierra en un rincón de lo que debería ser el jardín y no era más que una explanada polvorienta. Con rapidez, recorrió sus caras sin encontrar a los que buscaba. Se encaminó al interior lo más rápido que pudo.
El vestíbulo era más grande de lo esperado. Un par de bancos pegados a las paredes eran lo único que llenaba el vacío. En uno había una pareja. A un lado, un largo pasillo en el que no vio a nadie. La pareja le indicó que debía esperar a que saliera alguien.
—¿Viene también a conocer a uno de ellos? —La mujer señaló al exterior, desde donde entraban las voces infantiles.
—A unos hermanos, solo que ya los conozco. Son los hijos de un antiguo amigo.
Ella contestó con una sonrisa de entendimiento, no dejaba las manos quietas, y el marido movía una pierna compulsivamente. Los nervios podían con ellos.
Con Dan también, solo que no lo demostraba. Por la pregunta, pudo imaginar que era su primera vez. En eso él tenía ventaja porque ya había disfrutado de la compañía de sus pequeños.
Por el pasillo apareció un grupo. Dat iba delante, lo seguían Xuan y Kim, y detrás de ellas, una mujer con rictus serio. Se levantó de un salto y a los niños se les cambió el gesto y a él se le llenaron los pulmones de aire. Los niños corrieron hacia él, que los recibió con una rodilla en el suelo y los brazos abiertos.
La alegría les duró poco. La mujer llegó a su altura muy enfadada. Dan tuvo que esforzarse para dejar de abrazarlos y escucharla.
—¿Cómo que un error? No hay ningún error. Yo he venido a ver a estos niños, ¿no se da cuenta de que me conocen?
—Ellos primero. —Señaló a la pareja.
Las sonrisas desaparecieron de unas caras y aparecieron en otras.
—¿Ustedes… también los esperaban a ellos?
La pareja agitó la cabeza muy contenta. La responsable del orfanato empujó a los niños hacia ellos. Dan los vio atravesar la puerta del jardín. Pero antes de desaparecer, Xuan se dio la vuelta y clavó los ojos en los suyos; bien podía habérselos clavado en el corazón por cómo le dolió; la niña mostraba el mismo semblante que cuando la había conocido. De su expresión habían desaparecido las montañas, el aire, los árboles y el sol para dar paso a las nubes de tormenta. Y a la infinita tristeza, que era mucho peor.
—¿Cuánto tendré que esperar?
—Dos horas.
Apenas le daría tiempo a volver a Saigón y ya tendría que regresar. Trabajaría desde el centro de acogida, sobre todo para quitarse de la cabeza que él no era el único interesado en los tres hermanos, para no tener que pensar en que la oportunidad de quedárselos se acababa de reducir un ochenta por ciento. Eran una pareja —casada, de eso no tenía ninguna duda— contra un hombre soltero.
Sacó el móvil y llamó a Bing.
Durante la siguiente hora y media, mandó un correo electrónico a los de El Corte Inglés para pedirles un aplazamiento de la fecha límite para la presentación de su proyecto, habló con Santiago en la Oficina Económica y con el transportista de Nha Trang. Solo este le dio buenas noticias: el artesano de las esteras había llegado el día anterior con material nuevo y le había contado que tanto él como su suegra y su pequeño estaban bien.
Los siguientes diez minutos después de terminar las gestiones fueron una tortura; la manecillas del reloj parecían no avanzar. Decidió que era absurdo pasar aquel mal rato pensando en lo injusto que sería si la Administración de su país dejaba a los niños en manos extrañas en vez de entregárselos a él y llamó a su madre para oír una voz amable. No tuvo suerte; ni su madre ni su abuela estaban en casa.
En cuanto se guardó el móvil en el bolsillo, lo notó vibrar. No fue un espejismo; Marta le sonreía desde la pantalla, en aquella fotografía que le había robado el día de la boda en Sa Ry. Sabía por las llamadas perdidas y por su madre que lo había intentado localizar.
—¿Dan?
Cerró los ojos para disfrutar del sonido de su voz.
—Marta.
—Hola, ¿qué…, cómo estás?
La distancia y el tiempo conseguían amortiguar la intimidad y la confianza.
—Hola. ¿Qué tal tu padre? Ya me dijo mi madre que las cosas iban bien.
—Bueno, sí, el otro día parecía que sí, pero… tuvo unas complicaciones y hubo que volverle a operar. Sigue en estado crítico.
—Lo siento mucho, Marta. Pensé que no había peligro y que se estaba recuperando. Por eso no te llamé.
—¿Y los niños?
Dan se levantó del banco y comenzó a pasear por el vestíbulo.
—Precisamente hoy he venido a verlos. Están en un centro; no me quedó más remedio que entregarlos.
—Me lo dijo tu madre. ¿Los has visto? ¿Cómo está Xuan? ¿Y el pequeño Dat? Kim lo estará llevando mejor; conociéndola, estoy segura de que ya juega con todos los niños del centro. No los habrán separado, ¿verdad? Porque Xuan no lo soportaría. ¿Estás con ellos? ¿Puedes ponérmelos al teléfono?
Podría haber dicho que sí porque en ese mismo instante los pequeños aparecieron por la puerta. Dat entraba delante, detrás, Xuan y Kim, y por último, la pareja. Las niñas lloraban y el pequeño también. Y a él casi le da un infarto solo de imaginar que el matrimonio podía haberles hecho o dicho algo que les doliera.
—Marta, perdona, pero ahora no puedo atenderte. Los niños —pensó en contarle una mentira piadosa, pero le pareció absurdo—, no he podido estar con ellos todavía. Hay otras parejas que están viéndolos. Justo ahora mismo están con una de ellas y en breve empieza mi turno.
—¿Puedes llamarme luego, cuando los tengas contigo?
—Lo intentaré, descuida. Hasta dentro de un rato.
Fue un rato largo. Más de dos horas. Marta ya no sabía qué hacer para pasar el tiempo. Al principio, no quiso entrar en la habitación de su padre y se quedó esperando en el pasillo del hospital, pero le pareció demasiado tiempo para dejar a su madre sola. Le había quitado el sonido al teléfono para no molestar. La precaución fue en vano porque nadie llamó. Su padre dormía y su madre se había puesto las gafas y hojeaba de nuevo la revista del corazón que su hermana había llevado unos días antes.
—¿Esperas a alguien? —le pregunto su madre la octava vez que se sacó el aparato del bolsillo trasero del pantalón.
—No, a nadie en concreto —mintió ella.
—Pues no lo parece.
—A Espe, me ha dicho esta mañana que igual se pasaba después del trabajo —aumentó la mentira al tiempo que miraba a su padre dormido.
—Acaba de llamar, mientras estabas fuera, le he dicho que no hacía falta, que esta noche te quedabas tú y yo vendré a primerísima hora para que puedas llegar al trabajo antes de las diez.
Marta se frotó los ojos de puro cansancio.
—Volver a trabajar, casi ya ni me acuerdo de cómo era. Y la verdad es que no me apetece nada.
—No puedes abandonar tu vida. Tienes tus obligaciones.
—Mi obligación es estar aquí.
—Me las arreglaré. Entre tu hermana y yo nos organizaremos.
—Pero es que no me parece bien, mamá. Espe también tiene su trabajo y a los niños, y yo estoy a más de trescientos kilómetros.
—Las cosas son como son y no como queremos que sean, y para cobrar a fin de mes hay que trabajar. Papá no se perdonaría que perdieras tu trabajo por quedarte a su lado. Él no va a estar mejor ni peor porque estés aquí. Son los médicos y él mismo los únicos que pueden hacer algo.
Marta nunca le había escuchado a su madre algo tan transcendental. Todavía estaba valorando el alcance de sus palabras cuando el móvil le vibró en el bolsillo. Salió de la habitación a todo correr.
—¿Dan? ¿Y los niños?
—Lo siento, de verdad, pero no he podido hacer nada para que hablaras con ellos.
Marta cargó toda su decepción contra la pared. Se apoyó en ella y se dejó escurrir hasta el suelo, sin que le importara que las enfermeras le llamaran la atención.
—¿Cómo ha sido la visita?
—Bastante mal. Mucho peor de lo que pensaba. Antes han estado con un matrimonio. Han regresado llorando.
—¿Llorando? —se alteró Marta.
—Apenas me he enterado de qué ha sucedido. Con ellos los han dejados solos las dos horas que duraba la visita, pero conmigo no. Una mujer se ha quedado vigilándome todo el rato. Nos ha seguido cuando los he sacado al patio y al verme el teléfono móvil en la mano, me lo ha quitado hasta que la visita ha finalizado.
—Pero ¿por qué?
—¡Y yo qué sé! Le habré parecido peligroso o algo así.
—¿No has podido enterarte de cómo estaban?
—Xuan dice que bien; Kim, que no le gustan ni el lugar ni la gente, y Dat, que quiere marcharse conmigo.
—¿Han… han dicho algo de mí? —preguntó con miedo.
—La verdad es que no.
—Ya. —Su decepción fue patente.
—Han pasado ya tres semanas. —Si Dan pretendía consolarla, no lo consiguió en absoluto—. Además, creo que es mejor así.
El comentario la levantó del suelo.
—¿Mejor olvidar a la gente que te ha querido?
—Superar la ausencia no es olvidar. Hay recuerdos imborrables y no tienen que ser dolorosos. Las personas amadas se cuelan por tu piel y se mezclan con tu sangre. Las tienes muy dentro, tanto que respiras con y por ellas.
Y eso era lo que no podía hacer Marta en ese momento, respirar. El dolor era tan fuerte, era tan profundo, que hasta oír su voz era una agonía.
—La próxima que vez que los veas diles que no los olvidaré, que no lo hagan ellos tampoco.
—Se lo diré.
Necesitó decírselo a él, necesitó escucharlo de nuevo:
—Dan, lo nuestro, lo tuyo y lo mío, fue de verdad.
—Lo fue.
Pero el verbo en pasado ahondó aún más en la herida.
Le entraron ganas de llorar, pero ni eso le permitieron hacer porque, en ese instante, la planta del hospital se volvió loca. Los timbrazos venían de alguna habitación, oyó voces, alguien llamaba a las enfermeras, gritos por el pasillo pidiendo un médico. La puerta de su padre se abrió de pronto. De ella salió su madre con la cara desencajada.
—¡Es tu padre, hija, tu padre se muere!
—No podemos hacerlo, Dan, no llegaremos a tiempo.
—Podemos y lo haremos.
—¿Cómo? Te piden que estés allí dentro de dos semanas. ¡Dos semanas! Y con muestras de todos los productos; todos, y no unos pocos, no una parte sino todos. ¿Has entendido?
—Sé leer en español.
—Nos faltan las joyas, nos faltan las telas…
—Las telas no nos faltan. Recuerda que traje más de siete metros para enseñárselas a ellos y a Oxfam Intermón.
—Me corrijo, tenemos telas, pero sin transformar en el producto final; no hay sábanas ni fundas nórdicas, ni nada de nada.
—Hay alfombras, hay blusas.
—Pero no de seda, sino de lino.
—Del mejor lino; también tenemos los muebles.
—En resumen, solo tenemos la mitad de los productos. ¿Tú crees que con eso vas a convencer a los de El Corte Inglés de que confíen en nosotros? No hemos sido capaces de reunir las muestras, ¿y vamos a poder asumir la producción y el suministro continuado?
—Sí, lo creo. ¿Tú no?
El socio de Dan se revolvió en la silla.
—Lo importante no es que yo lo crea, sino que lo crean ellos. Y la respuesta es no, no van a confiar en nosotros.
—Lo harán.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque vamos a ofrecerles exactamente lo que nos han pedido.
—¿Cómo?
—Tú mismo has dicho que quedan quince días para la reunión.
—Y dos son de viaje.
—Entonces, tenemos trece.
—Precisamente, porque solo son trece…
—Mañana me marcho a Hanói. Las joyas saldrán de allí.
—¿Por qué de Hanói?
—¿Recuerdas el lugar donde vivía mi abuela?
—Claro, en la calle Hàng Bac, en aquella estupenda casa con ese jardín donde jugábamos a… —Bing se calló en el momento en que se dio cuenta—. La calle de la Plata.
—Mi abuela tiene más de ochenta años y todos los ha vivido en la misma casa del barrio de los artesanos. ¿Te haces idea de a cuántas familias de joyeros conoce?
—Eso es jugar con ventaja.
—Eso es aprovechar las cartas.
—Bien, entonces en tres… —Dan movió la mano hacia adelante—, pongamos cuatro días tenemos localizado a un artesano que hace joyas con una factura excelente y que es capaz de diseñar una colección completa de pendientes, pulseras, colgantes y anillos.
—Lo tendremos.
—Seguimos con el problema de la ropa de cama.
—Después de Hanói me acercaré a Dá Chát. He visto lo que son capaces de hacer esas mujeres; en un par de días habrán confeccionado un juego completo; con suerte, dos. Tienen las telas, solo hay que buscar un dibujo bonito.
—Solo —apunto Bing con sarcasmo.
—He pensado que nada de bordados. Nosotros vendemos calidad y sencillez. Les pediremos algo natural y discreto.
—A nosotros, los vietnamitas, los reyes de los ao dai llenos de flores de colores.
—No seas cínico. Hay miles de dibujos geométricos en los trajes tradicionales del país; en la provincia de Quang Nam sin ir más lejos…
—No me digas nada más. Tú consigue lo que necesitamos y yo aceptaré lo que traigas si de esa manera nos quedamos con ese contrato.
Dan se puso serio de repente. Ahora venía cuando le decía lo que llevaba atrasando todo el día y a Bing le daba un síncope.
—Te traeré algo que te hará ganar el contrato a ti.
Se miraron fijamente. Parecían los protagonistas de un western, cuando los pistoleros se enfrentan en duelo.
—Espero que lo que quieras proponerme no te excluya a ti.
—Touché. Por eso eres mi socio, porque las pillas al vuelo.
—No voy a ir yo a España.
—Tienes que hacerlo.
—Eres tú al que conocen, con el que han contactado todos estos meses, quien les ha hecho el informe y las propuestas. Tú eres el único que habla español.
—Ya es hora de que desempolves tu inglés. Estoy seguro de que en El Corte Inglés tendrán a más de una persona que hable inglés y que esté dispuesta a escucharte.
—Será mucho más complicado. Perdemos la baza de la espontaneidad, del tú a tú, de la camaradería. Ir yo significa que estaremos en igualdad de condiciones que cualquier otra empresa.
—Lo sé. Lo he pensado mucho; soy consciente de que si vas tú nos quedamos sin la ventaja que teníamos hasta ahora. A pesar de todo, confío en ti y en nuestras opciones.
—Me parece absurdo. El esfuerzo económico que hemos hecho, y el que nos queda aún por hacer, para acudir a Madrid con todas las muestras es importante. Estoy convencido de que lo podríamos conseguir si eres tú el que va; si no es así, las cosas pueden cambiar mucho.
—Es lo que hay. No es negociable, no voy a ir.
—Pero ¿por qué?
—Una semana es todo lo que puedo alejarme de Saigón. Las visitas son todos los jueves, ese es mi plazo. Voy adonde quieras de viernes a miércoles, pero tengo que estar de vuelta el jueves siguiente.
—No lo entiendo, de verdad, no comprendo cómo has elegido complicarte tanto la vida.
—¿Elegir, decidir? Estás muy equivocado, Bing; ellos nunca han sido una opción.