26

Después de la primera operación les aseguraron que su padre había tenido mucha suerte y que saldría adelante. Tras el segundo infarto, descubrieron que el calvario no había hecho más que empezar. Las palabras cateterismo, baipás, obstrucción arterial, cardiopatía y coronariografía, así como las siglas IC, AAS, DA y CPT isquémica habían pasado a formar parte de su vocabulario habitual. También los síntomas de que las cosas no iban lo bien que los médicos esperaban: retención de líquidos, arritmias y disfunciones eran ahora viejos conocidos. Aquellos meses los había pasado entre largas operaciones y recuperaciones más largas aún, miedos, viajes por carretera y las lágrimas de su madre. Se había cogido un permiso de tres meses sin sueldo, pero luego había tenido que empezar a trabajar. Su hermana se ocupaba de su padre martes, miércoles, jueves y viernes por la mañana; los viernes tarde, sábados, domingos y lunes eran para ella. Había tenido que alargar la jornada laboral para recuperar las horas del lunes durante el resto de la semana.

Maldurmiendo, así había pasado aquellos cinco meses.

Había llamado a Dan en otras dos ocasiones y nunca había novedades. No había podido tampoco hablar con los niños, lo único que sabía de ellos era que parecían estar bien y que eran dos las familias que habían mostrado interés por ellos. Sus conversaciones habían sido cortas y contenidas. Marta sospechaba que a Dan le pasaba como a ella, que prefería mantener los sentimientos a un lado y no correr el riesgo de que la herida se abriera de nuevo. Los kilómetros de distancia pesaban demasiado.

Durante aquellos cinco meses tres preocupaciones habían ocupado su mente al completo, no tenía cabeza ni tiempo para nada más: su familia, Dan y los niños, y el trabajo. No había hecho absolutamente nada con respecto a las dos últimas. Con sus padres y Espe lo había dado todo; respecto a Dan y los niños, se sentía bloqueada, y en cuanto al trabajo…

Había llegado el momento de explicar la causa por la que no tenía escrito el libro prometido sobre Vietnam, y lo único que podía pensar era en que aquel sería el primer fin de semana que pasaría en su piso de Barcelona desde hacía cinco meses, lejos de hospitales, médicos y del penetrante olor a desinfectante, y también de las largas noches de insomnio, de los aterradores suspiros y de preocupaciones infinitas. Apagar el despertador y dormir hasta bien entrada la mañana. Marta apenas era capaz de recordar qué era eso, ni de centrarse en nada.

Menos mal que Ángela la esperaba en la editorial con una sonrisa. Se levantó para recibirla.

—Sabía que vendrías. Me lo dijo Miquel. ¿Qué tal tu padre?

—Parece que remonta. Menos mal, porque por un momento pensamos que era la última vez que abría los ojos. ¿Qué tal tú, más tranquila?

No hacía falta que lo preguntara directamente. Ambas sabían a qué se refería Marta. Era su secreto.

—Depende a lo que llames tú tranquilidad.

—¿José Luis? —Se alteró ante el asentimiento de Ángela—. ¿Viene por aquí? ¿Te ha hecho algo?

—Este es su último regalo. —Señaló un ramo de rosas rojas que tenía sobre la repisa de la ventana.

A Marta se le salió el corazón por la boca.

—No habrás vuelto con él.

Ángela desvió la mirada.

—No te preocupes.

—No sé si me quedo mucho más tranquila.

—Reconozco que cuando pronuncia mi nombre, el estómago me da vueltas todavía.

—Ni se te ocurra hacer caso a nada de lo que te diga. ¡Por muy cariñoso que se ponga!

—Todo lo que me vayas a decir ya me lo he dicho yo antes, pero…

—Ángela, prométeme que…

La voz de su jefe le llegó alta y clara:

—¿Es Marta esa que habla contigo?

—Será mejor que entres, antes de que te ponga en la lista negra.

—Creo que ya me tiene —masculló ella antes de golpear con los nudillos la puerta abierta.

Miquel levantó la cabeza de los papeles que estaba leyendo y le dio paso.

Marta le ofreció una disculpa antes de que a él le diera tiempo a preguntar cómo llevaba el libro.

—¿Vienes con las manos vacías? Esperaba que trajeras algo: unos cuantos folios, algunas imágenes, el esquema de los capítulos, aunque fuera escrito a mano.

—He escrito cosas, pero tengo que organizarlas en mi cabeza primero.

—Mejor sería en el ordenador.

—En el ordenador, sí.

Su jefe la miró como si estuviera desequilibrada, y ella se sintió un poco así.

—Cuando te propuse el trabajo, me pareciste la persona perfecta. Pero ahora ya no estoy tan seguro. La enfermedad de tu padre ha sido muy complicada, ya lo sé y lo siento, pero el hecho es que llevas ya cinco meses de retraso. No has pensado en ella; no tienes ni un boceto de la estructura de la guía. Siento decirlo, pero creo que me confundí al confiar en ti y darte esta excelente oportunidad.

La acusación era injusta, sobre todo porque la «excelente oportunidad» que le había ofrecido Miquel fue ser la acólita de José Luis. Ella tomó la decisión de separarse de él y le convenció de que podía hacer algo distinto. Pero por desgracia, no tenía nada con que callarle.

—Te agradezco mucho la confianza y me disculpo de nuevo por el retraso. Han sido unos meses muy malos.

—Problemas personales que no deberían haber interferido en tu trabajo como lo han hecho.

—Tienes razón, pero no he sabido hacerlo de otro modo. Cuando me incorporé hace dos meses, me pasaste también la corrección de la guía de la India y la de los fiordos bálticos. Eran muy urgentes, tú mismo me pediste prioridad sobre otras cosas.

—Se sobrentendía que habías tenido un plazo razonable, tres meses, para presentar un esbozo.

Marta se envaró en el asiento ante la injusta acusación.

—¿Desde cuándo tres meses de excedencia sin sueldo son tres meses de trabajo?

—Al buen profesional le da igual cómo y dónde esté.

—Ya, y según tú, debería haber llenado las horas de hospital con trabajo.

Su jefe —no se merecía ni que pensara en él por su nombre de pila— apretó los labios.

—Yo no organizo el trabajo de nadie, solo pido resultados; al igual que los de arriba me los piden a mí.

—Supongo que los resultados son solo aquellos que se pueden cuantificar en una hoja de cálculo. Y, claro, no existe una columna donde colocar la humanidad y la compasión.

—Te he llamado para hablar de tu libro. Hemos fijado la programación del semestre que viene, tu guía saldrá en octubre.

—¿Octubre?, pero… eso significa que la tengo que entregar…

—En un mes, dos meses con las correcciones; a mediados de septiembre la quiero maquetada y en mi ordenador. Elige una de tus fotografías para la cubierta.

—No sé si…

—La tendrás. —A Marta le hubiera gustado que aquellas palabras fueran una muestra de confianza—. A menos que prefieras que todos los problemas que has causado a la empresa trasciendan. —Pero no, eran una orden.

Salió del despacho como una exhalación y pasó junto a Ángela sin detenerse. Prefería no pararse, no quería darle tiempo a la secretaria a preguntarle cómo le había ido. Prefería guardarse para sí las palabras de rabia que tenía en la punta de la lengua.

¡La había amenazado! No persuadido ni amonestado, no, la había amenazado con pisotearla cual gusano. Lo peor era que Marta entendía su postura: ella había prometido un trabajo que no tenía; le parecía normal que la editorial tomara medidas. Estaba en su derecho a despedirla. El problema eran las formas de Miquel.

—Vaya cara que traes —le dijo uno de los mensajeros al pasar junto a ella.

Otras tres personas se dieron la vuelta ante el comentario y se la quedaron mirando. Marta se metió en el cuarto de baño para evitar ser la comidilla de la editorial.

Se apoyó en un lavabo. La mirada que le llegó del otro lado del espejo era la de una mujer con muchísimas ganas de mandarlo todo al carajo. Ni trabajo, ni libro ni nada. ¿Qué pintaba ella en Barcelona? El deseo de deshacer sus pasos, entrar de nuevo en el despacho de su jefe y decirle adiós para siempre era muy fuerte. Las pupilas de su reflejo bailaban sobre las suyas como buscando un resquicio a la cordura. «Uno, dos, tres, cuatro…», contó mentalmente.

Y de repente no estaba sola. Ángela entró en el servicio ¡con José Luis detrás!

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le espetó él.

—¿Qué haces con este?

Ángela se puso pálida. No fue capaz de responder.

—Venimos a hablar —contestó él.

—Creo que no tienes nada que hablar con ella.

—Lárgate de aquí.

—No pienso marcharme. No voy a dejarla a solas contigo. Lo que tengas que contarle se lo dices delante de mí.

—Ángela, dile que se largue.

La secretaria de Miquel la miraba asustada.

—Creo…, creo que será mejor que te marches.

Marta cruzó los brazos.

—No. ¿Ya has olvidado lo que te hizo en Hanói?

—No —murmuró ella.

—Ya le he pedido perdón por eso. Fue un arrebato. No volverá a suceder. Ángela lo ha entendido, ¿verdad, cariño?

—¡¿Cariño?! ¡Ángela!

—Él dice que…

—Me da igual lo que te prometa. ¿No lo has visto miles de veces en la televisión?, ¿no escuchas la radio? Se comportan así, primero pegan y luego lloran. La mujer los perdona y ellos vuelven a la carga. —Marta la sujetó por los brazos y la sacudió—. Una vez que lo han hecho la primera vez, lo repiten. No cambian.

Ángela se soltó con un movimiento brusco.

—¡Eso no lo sabes! Él no es como el resto.

La sonrisa ladeada de José Luis le indicó que la consideraba la perdedora de aquella guerra.

—Será mejor que me marche. No quiero estar en el mismo lugar que esta loca —dijo él y le dio un beso en el pelo a su novia—. Luego hablamos.

Se quedaron solas y se miraron como rivales hasta que a Marta le venció el horror de la realidad y se le aflojaron las piernas.

—Deberías alejarte de él.

—No pienso dejar mi trabajo por una tontería.

—¿Tontería? ¿Te recuerdo el día que te encontré cuando salías de aquel hotel en Hanói? Te fuiste de su lado de noche antes de que se despertara, del miedo que le tenías.

—No sé lo que me pasó. Lo he pensado bien y fui una exagerada. Debió de ser por estar en un país extraño. Además, si yo no le hubiera gritado de aquel modo… Se enfadó por mi culpa.

—¿Estás oyéndote? Ni se te ocurra pensar eso. —Marta sospechaba que nada de lo que le dijese serviría para nada; aun así, se arriesgó—: Denúncialo.

—¿Estás loca? José Luis tiene razón; como no tienes una vida propia, tienes que meterte en la de los demás. —Y antes de darse la vuelta para salir, añadió—: Deja de preocuparte por el resto y dedícate a ti misma. Será mucho mejor para todos, y mucho mejor para ti.

Marta la vio marcharse con la cabeza alta y los hombros rectos y deseó que no llegara nunca el día en que se le encogiera la postura por culpa del desgraciado de su novio. Estaba claro que en aquel asunto no tenía nada más que hacer.

Se miró de nuevo en el espejo. La mirada que le devolvió era la de una mujer con muchísimas ganas de atender el consejo que acababa de recibir.


La cámara de fotos estaba sobre la cama, en el mismo lugar donde la había dejado a la vuelta del viaje; el ordenador sobre el escritorio y los recuerdos distribuidos en distintas carpetas en función del capítulo donde había decidido utilizarlos.

Fue por culpa del verde. Y del azul. Fueron los puestos de frutas. Los millones de motocicletas con familias enteras montadas en ellas. Los mercados al aire libre. Los puestos de comida en las aceras. Los kilómetros de cables flotando sobre las calles de Ho Chi Minh. La luna. El delta del Mekong. Las niñas camino del colegio vestidas con sus ao dai. La vendedora de cerámica desafiando las leyes del equilibrio con cincuenta jarrones blancos sobre una bicicleta. Las puertas rojas y doradas de las pagodas. La arena de la playa. La niebla de los lagos al amanecer. Las hojas de betel y nueces de areca en las manos de la novia. Los jardines de las casas de Hanói.

Y luego estaban las personas. La mirada orgullosa de Tiêt y Phuc, los artesanos de Dá Chát. La seriedad de las mujeres de la cooperativa. Las arrugas de las ancianas vendedoras callejeras. Un cigarro en la comisura de unos labios. Dos manos sobre una cerveza. Una porción de rostro bajo un nón lá.

Y los ojos. Jóvenes, viejos, risueños, enfadados, que acariciaban sin palabras, profundos e insondables. Y los labios. Y los pies descalzos. Y los brazos. Fuertes y frágiles, curtidos y sedosos. Y las caras. Sonrisas risueñas y desdentadas. Infantiles e inocentes, las de Dat y Kim. Sensatas y tímidas, las de Xuan. Preocupadas, las de él.

Se obligó a apartar los ojos de aquellas imágenes que tanto daño le hacían, no solo por la pérdida de los momentos felices, sino porque le recordaban su propia cobardía.

«Me habría tenido que marchar de todas maneras», se había repetido muchas veces durante las largas horas de hospital. Sin embargo, sabía que solo era una mentira más; ya casi estaba de camino cuando su padre había sufrido el infarto. No había luchado ni por Dan ni por los niños. Había asumido que tenía que marcharse desde el mismo instante en que llegó al país.

Pero llevaba cinco meses martirizándose con la idea de que podía haberse quedado; haber gestionado una estancia, de algún modo; haber insistido en ello; haberle pedido a Dan que la ayudara. Podía haberlo hecho.

Se acordó del blog. Había tenido mucho tiempo para actualizarlo. Las noches en vela le habían valido para plasmar sus sensaciones. Poco a poco, había ido sacando las frases de la libreta donde las había apuntado y borrándolas de ella a medida que se transformaban en entradas del blog. Hacía días que no comprobaba si alguien había puesto un comentario. Estaba segura de que no; le habría llegado un mensaje al correo electrónico si hubiera sido así.

Abrió el explorador y escribió muycercadelparaiso.com. Ante sus ojos se desplegaron las últimas fotografías que había subido. La inundó una mezcla de melancolía y arrepentimiento, pero la sensación de pérdida se impuso con tanta fuerza que pensó que se desmayaría.

No dejó que sucediera y pinchó el último post que había colgado. Leyó: «Vietnam es un país maravilloso, pero sin su gente nada tendría sentido».

Y es que desde que había vuelto, a veces nada tenía sentido.

Fue a la cocina y se preparó un sándwich de jamón y queso que llevó al cuarto. De la estantería sacó un libro, Cuentos y leyendas de Vietnam, que había comprado por impulso al verlo en una librería de Zaragoza. Lo abrió por la señal y se sentó delante del ordenador.

http://www.blogger.com

«Entrada nueva.» Comenzó a copiar:

La leyenda del Rey Dragón y el Hada Inmortal

Hace muchísimo tiempo, cuando los dioses y los espíritus erraban al otro lado del mundo, nació el príncipe Lac Long Quan, el Rey Dragón. De ascendencia divina, reinaba en el reino de las aguas…

Mientras escribía, oyó la voz de Dan narrándole la leyenda y echó de menos la maravillosa sensación de quedarse dormida en sus brazos.

Entre bocados de pan y bocados de vida, Marta fue inmensamente feliz.


—Tía Marta, ¡ríndete ahora mismo o te arrojaremos a los tiburones!

La tenían inmovilizada, con Mateo sobre la tripa y Rubén haciéndole cosquillas.

—¡Me rindo, me rindo! —reconoció entre carcajadas.

—Capitán Garfio —le dijo Rubén a Mateo—, acabamos de vencer al pirata Barbarroja.

—¡Bien! ¡Hemos ganado, hemos ganado! —Se alejaron saltando y gritando al unísono para que el resto de los niños del parque se enterara de su hazaña.

Marta les agradeció que la liberaran y se levantó —¡por fin!— de la hierba. Como si le hubiera pasado una apisonadora por encima, se arrastró hasta donde estaba su hermana, junto a la silla de ruedas de su padre.

—¡Madre mía! ¿Qué les das a tus hijos para que tengan esa vitalidad?

Espe levantó la vista de la tablet con la que se entretenía mientras su padre dormitaba.

—No tengo ni idea, te prometo que hago la compra en el supermercado, como todo el mundo.

—¿Estás trabajando?

—Contestando unos correos del trabajo y cotilleando un poco.

—¿Cotilleando qué o a quién?

—¿Sabes con quién me encontré el otro día?

—¿Con quién?

—Con Rafa Barbero, el hijo de Aurora, la del tercero.

—Sé quién es Rafa, te recuerdo que estaba en mi clase en la escuela.

—Me preguntó por ti. Sabe que has estado en Vietnam. Parece que quiere ir él también y encontró el blog por casualidad. Me dijo que le había encantado y me preguntó qué te había sucedido.

—¿Sucedido con qué?

—Igual podías decírmelo tú a mí.

—No sé qué quieres decir.

—¿Seguro? —Espe giró la tableta hacia ella.

Era Dan. Una de las fotos que había colgado los últimos días.

—Era…, es…

—¿Era o es?

—Te diviertes con esto, ¿verdad?

—No te puedes imaginar cómo. Empieza a hablar.

—Lo conocí en Vietnam. Era mi guía.

Tu guía. ¿No fuiste también con otra gente?

—Nos separamos; y él me enseñó el país.

El dedo de Espe se deslizó por la pantalla a toda velocidad.

—¿Y ellos?

—Ellos —repitió y tomó aire—. Es una historia un poco complicada. Son los hijos de un amigo de Dan; él tenía que llevarlos con sus tíos, que vivían en el centro del país y yo…

Tardó más de media hora en explicarle a su hermana cómo había sido su viaje. Al principio, las palabras le salían atropelladas y faltas de coherencia. Pero cuando se centró en el verdadero Vietnam y la imagen de Dan quedó flotando en el aire y las risas de los niños resonaron en sus oídos, fue mucho peor. El nudo de la garganta no se deshizo y tuvo que hablar a pesar de la ronquera que la emoción imprimía a sus palabras.

—No me habías dicho nada.

A Marta le sonó a reproche.

—Fue todo muy caótico. Recuerda cómo llegué. Había pasado unas horas horribles, sin saber si papá vivía y consolando a Ángela, que lloraba sobre mi hombro.

—No me digas más, y tragándote la pena cada vez que te acordabas de ellos.

—Era lo único que podía hacer. Ellos viven allí y yo aquí.

—Eso no es cierto.

—¿Cómo que no?

—Tú vives en Barcelona, no en Fraga —intervino su madre, que acababa de llegar de la peluquería—. ¿De qué hablabais?

Marta miró a Espe para pedirle que fuera discreta, así que esta contestó:

—Del lugar donde queremos estar.

—¿Y dónde queréis estar?

—Yo, aquí —afirmó Espe con vehemencia—. Aquí tengo mi casa, aquí viven mis hijos y mi exmarido, que, aunque a veces sea peor que los niños, es su padre; aquí tengo mi trabajo y mis amigos. Fraga es mi hogar.

—A veces pienso que deberías haberte ido con tu hermana a Barcelona, tal y como te insistimos tantas veces.

—De eso nada, vivo aquí porque quiero. Aunque os hubierais ido vosotros, yo me habría quedado de todas maneras. Me gusta este pueblo, soy feliz aquí.

Su madre puso una mano sobre la de su hija mayor.

—Me alegra saberlo. Los hijos tienen que vivir su propia historia. Tu padre y yo lo hemos hablado estas últimas semanas, cada uno es dueño de su propia vida y no nos gustaría saber que renunciáis a algo tan imprescindible por atendernos. Nosotros ya hemos disfrutado de la nuestra, ahora os toca hacerlo a vosotras.

Dos pares de ojos se clavaron en el rostro de Marta; habrían sido tres si su padre hubiera estado despierto. Estaba segura.

Pero Espe aún tenía algo que añadir a la pequeña disertación de su madre:

—¿A cuántos kilómetros está Vietnam de España? ¿Cinco, seis mil kilómetros?

—A más de nueve mil —contestó Marta sin dar crédito a lo que insinuaba su hermana.

—¿Y qué son nueve mil kilómetros para ti?

—Nada de nada.

¿Era ella la que había dicho aquello?