Capítulo III
En las noches de verano se escuchaba música en la casa de mi vecino.
En sus azules jardines, hombres y mujeres iban y venían, semejantes a polillas, entre susurros, champaña y estrellas. Por las tardes, a la hora de la marea alta, yo miraba a sus huéspedes zambullirse desde la torre de su balsa, o tomar sol en la cálida arena de su playa, en tanto que sus dos lanchas a motor cortaban las aguas del Sound arrastrando, sobre cataratas de espuma, veloces esquíes acuáticos. Los fines de semana, su Rolls Royce se transformaba en colectivo, transportando gente desde o hacia la ciudad, a partir de las nueve de la mañana y hasta mucho después de medianoche, mientras su rural corría, como un dinámico insecto amarillo, a recibir todos los trenes. Y los lunes, ocho criados, incluyendo un jardinero extra, trabajaban todo el día, con trapos, cepillos, martillos y tijeras de jardín, reparando los destrozos de la noche anterior.
Cada viernes llegaban, enviados por un frutero de Nueva York, cinco cajones de naranjas y limones; cada lunes salían esas mismas naranjas y limones por la puerta trasera, convertidas en una pirámide de mitades sin pulpa. En la cocina había una máquina que, en media hora, sacaba el jugo de doscientas naranjas, si el pulgar del mayordomo apretaba doscientas veces un botoncito.
Al menos una vez cada quince días, un ejército de proveedores acudía con centenares de metros de lona y suficientes luces de colores para convertir el enorme jardín de Gatsby en un gigantesco árbol de Navidad. Los jamones horneados se amontonaban junto a ensaladas de arlequinados dibujos, tocinitos de pastelería y pavos de un atractivo color dorado, que se sucedían en las mesas de bufet adornadas con relucientes entremeses. En el vestíbulo principal se montaba un bar con una barra de bronce auténtico, y provista de gins y licores y aperitivos olvidados desde hacía tanto tiempo que la mayoría de las mujeres invitadas era demasiado joven como para diferenciar uno de otro.
La orquesta llegaba alrededor de las siete de la tarde; no se trataba de un pobre conjunto de cinco instrumentos, sino de una orquesta completa, con oboes, trombones, saxofones, violas, clarinetes, flautines, tambores y bombos. Los últimos nadadores ya volvieron de la playa y se están vistiendo en el piso de arriba; los coches de Nueva York están estacionados de cinco en cinco en el fondo de la explanada, y en los vestíbulos, salones y terrazas, ya se pasean melenitas cortadas en extraños y nuevos estilos y tapados que exceden todos los sueños de Castilla. El bar está en pleno apogeo, circulantes rondas de cócteles impregnan el jardín hasta que la atmósfera está colmada de charlas, risas, despreocupadas indirectas, presentaciones olvidadas al momento y entusiastas reuniones de mujeres que nunca saben sus nombres.
Las luces aumentan en brillo mientras la tierra se va alejando del sol; ahora suena música popular para la hora del cóctel. La ópera de las voces tiene un diapasón más elevado. Minuto a minuto, la risa suena más fácil, se desgrana con prodigalidad, se vuelca a la menor palabra alegre. Los grupos varían rápidamente, se hinchan con recién llegados, se disuelven y se forman en un mismo aliento; hay errantes y confiadas muchachas que revolotean de un lado a otro entre los grupos más ruidosos y estables, en un momento determinado se convierten en el centro de uno de ellos y, excitadas con el triunfo, se deslizan entre la oleada de rostros, voces y colores, bajo la iluminación constantemente cambiante.
De repente, una de esas gitanas, vestida de tembloroso opal, se apodera de un cóctel en el aire, se lo bebe de un trago para cobrar valor, y moviendo las manos como Frisco se pone a bailar sobre la plataforma de lona. Un momentáneo silencio; el director de orquesta cambia cortésmente el ritmo de la música y estallan los comentarios, circula la equivocada información de que es la doble de Gilda Gray en el Follies. Empezó la fiesta.
Creo que la primera noche que fui a la casa de Gatsby, yo era uno de los pocos invitados que habían sido verdaderamente invitados. A la gente no la invitaban… iba. Se metían en automóviles que los llevaban a Long Island y, de una manera u otra, terminaban en la puerta de Gatsby. Una vez ahí, eran introducidos por alguien que conocía a Gatsby, y después se conducían de acuerdo con las reglas de conducta adecuadas a un parque de diversiones. A veces iban y venían sin haberlo conocido. Iban a las fiestas con una sencillez de corazón que era su propio billete de entrada.
Yo había sido realmente invitado. Un chofer, con uniforme azul cobalto, cruzó mi césped, a primera hora de la mañana de aquel sábado portador de una nota sorprendentemente ceremoniosa de su patrón: el honor sería de Gatsby, decía, si aquella noche asistía a su pequeña fiesta. Me había visto varias veces y hacía mucho tiempo que se había propuesto hacerme una visita, pero una singular combinación de circunstancias se lo había impedido; firmado, Jay Gatsby, con majestuosa letra.
Fui a su parque poco después de las siete, vestido de franela blanca, y vagué, algo incómodo, entre remolinos y torbellinos de gente desconocida, aunque por acá y por allá aparecía alguna cara que en ciertas ocasiones había visto en el tren. Inmediatamente me llamó la atención el número de elegantes muchachos ingleses, esparcidos por doquier, con aspecto algo hambriento y hablando en voz queda y ansiosa con sólidos y prósperos americanos. Tuve la impresión de que vendían algo, acciones, seguros o automóviles. Por lo menos se daban cuenta, desesperadamente, de la afluencia de dinero que giraba a su alrededor, convencidos de que, con unas palabras pronunciadas en el tono indicado, podría ser suyo.
Tan pronto como llegué intenté localizar a mi anfitrión, pero las dos personas a las que les pregunté su paradero me miraron con tal extrañeza y aseguraron tan vehemente no poseer ni el menor indicio de sus movimientos, que me largué en dirección a la mesa del cóctel, único lugar en el jardín donde un hombre solo podía entretenerse sin tener el aspecto de estar abandonado y sin saber qué hacer.
Estaba en vías de emborracharme como una cuba, de pura vergüenza, cuando, de pronto, Jordan Baker salió de la casa, y se quedó en la parte de arriba de la escalera, ligeramente recostada y mirando con despreciativo interés hacia el jardín. Pensé que era imprescindible que me uniera a alguien, fuese bien o mal recibido, antes de empezar a dirigir cordiales observaciones a los que pasaran a mi lado.
—¡Hola…! —rugí, avanzando hacia ella. A través del jardín, mi voz sonó extrañamente vigorosa.
—Pensé que ibas a andar por acá —respondió, mientras yo subía—. Me acordé de que vivías junto a la casa de…
Retuvo mi mano indiferentemente, como promesa de que dentro de un minuto cuidaría de mí, y prestó atención a dos muchachas, vestidas con idénticos trajes amarillos, que se pararon al pie de la escalera.
—¡Hola, tú…! —gritaron al unísono—. Qué lástima que no hayas ganado.
Hablaban del torneo de golf. La señorita Baker había perdido en la final, la semana anterior.
—No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas vestidas de amarillo—, pero nos conocimos acá hará cosa de un mes.
—Se tiñeron el pelo desde aquella vez —observó Jordan, atrevidamente.
Me sobresalté al oírle decir semejante cosa, pero las chicas se habían ido tranquilamente, y su observación fue a parar a la prematura luna que, al igual que la cena, había salido, seguramente, de la cesta de un proveedor. Con el esbelto y dorado brazo de Jordan apoyado en el mío, bajé las escaleras, y empezamos a pasear por el jardín. Ante nosotros, en medio del crepúsculo, flotaban las bandejas de cócteles; nos sentamos a una mesa con las chicas vestidas de amarillo y tres hombres, cada uno de los cuales fue presentado como señor Mumble.
—¿Vienes seguido a estas fiestas? —preguntó Jordan a la chica que tenía a su lado.
—La última vez fue aquella en que te conocí
—contestó la muchacha, con voz sonora y resuelta; y luego se volvió a su compañera—: ¿Verdad que para ti también fue la última, Lucille?
Para Lucille también lo había sido.
—Me gusta venir —dijo Lucille—. Nunca me preocupo de lo que hago y, claro está, siempre lo paso bien. La última vez me rompí el traje en una silla, él me pidió mi nombre y dirección, y, antes de una semana, recibí un paquete de Croirier, con un traje de noche nuevito.
—¿Te lo quedaste? —preguntó Jordan.
—Claro. Esta noche me lo iba a poner, pero me queda grande de pecho y hay que retocarlo. Es azul gas, con cuentas color lavanda. Total: doscientos cinco dólares.
—Hay algo raro en un tipo que hace una cosa así —intervino la otra chica—. No quiere complicaciones con nadie…
—¿Quién no las quiere? —pregunté.
—Gatsby. Alguien me contó…
Las chicas y Jordan se inclinaron confidencialmente:
—Alguien me contó que se decía que había matado a un hombre…
Nos sacudió un instantáneo estremecimiento; los tres señor Mumble se inclinaron hacia delante, escuchando con ansiedad.
—No lo creo —dijo Lucille, con escepticismo—, más bien diría que durante la guerra fue espía alemán.
Uno de los hombres asintió, corroborando la noticia:
—Se lo escuché decir a uno que lo conoce bien… Crecieron juntos en Alemania —afirmó resueltamente.
—¡No! —dijo la otra chica—, imposible; durante la guerra estuvo en el ejército estadounidense —y como nuestra credulidad volvió a ella, se echó hacia delante entusiasmada—. Fíjense en él, cuando cree que nadie lo mira… Apuesto a que mató a un hombre.
Entornó los ojos y se estremeció; Lucille se estremeció también; todos nos volvimos y miramos a nuestro alrededor, intentando localizar a Gatsby.
Era un testimonio de la romántica expectación que inspiraba, que siempre murmurasen de él los que habían encontrado bien poco de qué murmurar en este mundo.
La primera cena —después de medianoche habría otra— estaba siendo servida, y Jordan me invitó a unirme a su grupo, desparramado alrededor de una mesa, al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un obstinado estudiante, dado a la más ruidosa hilaridad, y bajo la más que evidente impresión de que Jordan iba a entregarle, tarde o temprano, su persona, en mayor o menor grado. En lugar de diseminarse, este grupo había conservado una digna homogeneidad y asumido la función de representar la circunspecta aristocracia del campo. (East Egg condescendiendo con West Egg, y cuidadosamente en guardia contra su espectroscópica alegría.)
—Vayámonos —susurró Jordan, después de media hora, más bien desalentadora e inadecuada—. Esto es demasiado fino para mí.
Nos levantamos. Ella se disculpó diciendo que íbamos en busca del anfitrión; yo todavía no lo conocía, dijo, y eso me ponía incómodo.
El estudiante asintió cínica y melancólicamente.
El bar, adonde fuimos primero, estaba lleno. Pero ahí no encontramos a Gatsby. No lo pudimos descubrir desde el rellano de la escalera, ni estaba tampoco en la terraza. Por si el azar lo había llevado ahí, empujamos una puerta de imponente aspecto, irrumpiendo en una alta biblioteca gótica, artesonada con roble inglés tallado, que probablemente había sido trasladada completa desde alguna ruina situada al otro lado del mar.
Un hombre grueso, de mediana edad, con enormes anteojos de lechuza, estaba sentado, algo borracho, al borde de una gran mesa, contemplando con inquieta concentración los estantes repletos de libros. Al escucharnos entrar, se dio vuelta excitadamente y examinó a Jordan de pies a cabeza.
—¿Qué le parece? —preguntó, impetuosamente.
—¿Qué?
Movió la mano hacia los anaqueles.
—Eso. Por cierto, no tiene que molestarse en averiguarlo. Lo he averiguado: son de verdad.
—¿Los libros?
Asintió.
—Absolutamente de verdad, tienen páginas y todo. Pensé que serían de bonito y duradero cartón. Le aseguro que son de veras, absolutamente… páginas y…, vamos, déjeme que le muestre.
Convencido de nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de Stoddard Lectures.
—¿Vieron? —exclamó, triunfalmente—. Es un ejemplar bona fide de impreso… Este tipo es un auténtico Belasco… ¡Un triunfo! ¡Qué perfección! ¡Qué realismo! Supo cuándo tenía que parar…, no cortó las hojas…, pero, ¿qué quiere usted?, ¿qué se puede esperar?
Me sacó el libro y lo puso apresuradamente en el estante, murmurando que si se sacaba un solo ladrillo, a lo mejor se derrumbaba la biblioteca.
—¿Quién los trajo? —nos preguntó—. ¿O sólo vinieron…? A mí me trajeron…, a muchos los traen…
Jordan lo miró con cierta alegre vivacidad sin decir una palabra.
—A mí me trajo una señora llamada Roosevelt —continuó—, la señora Claude Roosevelt. ¿La conocen? Anoche me la presentaron en alguna parte… Ahora hará cosa de una semana que estoy borracho, y se me ocurrió que pasar un rato sentado en una biblioteca me serenaría.
—¿Y qué?
—Sí, me parece que un poquito. Aún no puedo asegurarlo. Sólo hace una hora que estoy aquí. ¿Les conté lo de los libros? Esto… que son de verdad… son…
—Ya nos lo ha dijo.
Gravemente nos estrechamos las manos y salimos.
Ahora se bailaba en el jardín sobre la lona. Hombres viejos empujaban a mujeres jóvenes hacia atrás, en desgarbados círculos; varias parejas de aire superior, tortuosa y elegantemente enlazadas, buscaban los rincones, y un considerable número de chicas bailaban solas o aliviando a la orquesta, por un momento, de la carga del banjo u otros chirimbolos. A medianoche la hilaridad había aumentado. Un famoso tenor cantó en italiano, una notable contralto interpretó una pieza de jazz, y entre los números de atracciones la gente hacía sus comentarios en el jardín mientras alegres y huecos estallidos de risa se alzaban al cielo estival. Un par de gemelas, destacadas figuras del teatro, que resultaron ser las chicas ataviadas de amarillo, representaron, debidamente caracterizadas, un número infantil. Y el champaña se sirvió en copas más grandes que fruteras. La luna estaba más alta, y flotando en el Sound había un triángulo de escamas plateadas, estremeciéndose bajo el duro y metálico rasguear de los banjos del parque.
Yo seguía con Jordan Baker. Nos sentamos a una mesa, con un hombre de mi edad y una jovencita alborotadora que, a la menor provocación, estallaba en irrefrenable risa. Ahora me divertía, me había tomado dos «fruteras» de champaña, y la escena, a mis ojos, se había transformado en algo significativo, elemental y profundo.
En una pausa de las atracciones, el hombre que estaba a mi lado me miró y sonrió:
—Su rostro me resulta familiar —dijo, cortésmente—. ¿Acaso durante la guerra estuvo usted en la Primera División?
—Bueno, sí, en la Veintiocho de Infantería.
—Yo estuve, hasta el año 1918, en la Dieciséis. Sabía que lo había visto antes.
Durante un rato hablamos de ciertos grises y húmedos pueblitos de Francia. Evidentemente, el hombre debía vivir en los alrededores, porque me dijo que acababa de comprar un hidroavión y que pensaba probarlo a la mañana siguiente.
—¿Quiere acompañarme, camarada? Iremos por el Sound, cerca de la playa.
—¿A qué hora?
—A la que mejor le convenga.
Estaba a punto de preguntarle cómo se llamaba cuando Jordan me miró y sonrió.
—¡Qué…! ¿Te diviertes ahora?
—Infinitamente más. —De nuevo me volví a mi vecino—. Para mí esta es una fiesta algo rara; ni siquiera vi al anfitrión. Vivo ahí —con la mano hice un gesto en dirección al invisible seto— y Gatsby me envió el chofer con una invitación.
Mi interlocutor me contempló como si no acabara de entenderme.
—Soy Gatsby —exclamó de repente.
—¿Qué…? ¡Oh, le ruego que me disculpe!
—Creí que lo sabía, camarada. Me temo no ser un anfitrión muy atento…
Sonrió comprensivamente, mucho más que comprensivamente. Era una de esas raras sonrisas, con una calidad de eterna confianza, de esas que en toda la vida no se encuentran más que cuatro o cinco veces. Contemplaba, parecía contemplar por un instante el universo entero, y después se concentraba en uno con irresistible parcialidad; lo comprendía a uno hasta el límite en que uno deseaba ser comprendido, creía en uno como uno quisiera creer en sí mismo, y aseguraba que se llevaba la mejor impresión que uno quisiera producir. Justo en ese momento, se desvaneció y me encontré frente a un elegante muchachote de unos treinta y uno o treinta y dos años, cuya rebuscada oratoria estaba al borde del absurdo. Un rato antes de presentarse, tuve una fuerte impresión de que elegía cuidadosamente sus palabras.
Casi en el mismo instante en que el señor Gatsby se identificó, se precipitó el mayordomo comunicándole que Chicago lo llamaba por teléfono. Nuestro anfitrión se disculpó con una pequeña inclinación de cabeza que nos incluyó a todos y a cada uno de nosotros.
—Si desea algo, pídalo, camarada —me recomendó—. Discúlpenme…, me reuniré con ustedes más tarde.
Apenas se fue, me volví hacia Jordan; me sentía impelido a expresarle mi sorpresa. Había esperado que Gatsby fuera una rubicunda y obesa persona, de cierta edad.
—¿Quién es? ¿Lo sabes? —le pregunté.
—Un sujeto llamado Gatsby.
—Quiero decir, de dónde es…, qué hace…
—Ahora empiezas a meterte en el tema —me aseguró con pálida sonrisa—. Pues bien, una vez me dijo que había estado en la Universidad de Oxford.
Empezó a dibujarse una oscura perspectiva; sin embargo, no tardó en disiparse entre la observación que siguió:
—De todas maneras, no lo creo.
—¿Por qué?
—No lo sé… Sólo puedo decir que dudo de que fuera ahí.
Algo en su tono me recordó el de la otra chica cuando dijo: «Creo que ha matado a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Habría aceptado, sin la menor objeción, la noticia de que Gatsby surgió de los pantanos de Louisiana o de los barrios más bajos del East Side de Nueva York. Era comprensible. Pero en mi provinciana inexperiencia, no creía que los jóvenes pudieran surgir así, bruscamente, de la nada, y comprarse un palacete en Long Island Sound.
—Sea como sea…, la cuestión es que da grandes fiestas —dijo Jordan, cambiando de asunto, con un cortés desagrado hacia los temas concretos—. Y las grandes fiestas me gustan, son tan íntimas…, las fiestas íntimas carecen de intimidad.
Se oyó el ruido de un bombo, y la voz del director de orquesta destacó súbitamente sobre el bullicio del jardín:
—Damas y caballeros —exclamó—. A pedido del señor Gatsby vamos a interpretar para ustedes la última composición de Vladimir Tostoff, que tanta atención despertó el pasado mes de mayo en el Carnegie Hall. Si leyeron los diarios, sabrán que fue un acontecimiento sensacional —dijo, y sonrió con jovial condescendencia, añadiendo—: ¡Vaya sensación! —Y todo el mundo se echó a reír—. La pieza es conocida —concluyó con vibrante tono de voz— como La historia mundial en jazz de Vladimir Tostoff.
La naturaleza de la obra de Tostoff me eludió totalmente; en el preciso momento en que se inició, mis ojos se posaron en Gatsby, que estaba de pie en las escaleras de mármol, mirando con aprobación los grupos de gente. La atezada piel de su rostro parecía atractivamente tirante, y sus cortos cabellos tenían el aspecto de ser recortados diariamente. Nada siniestro se advertía en torno suyo. Me pregunté si el hecho de no beber ayudaba a hacerle resaltar entre sus huéspedes, pues me pareció que, conforme aumentaba la fraternal hilaridad, su corrección crecía. Al terminar La historia mundial en jazz, las chicas apoyaron sus cabezas en hombros masculinos, semejantes a traviesos cachorritos; otras se echaban juguetonamente hacia atrás, en brazos de muchachos, incluso entre los grupos, sabiendo que alguien impediría que cayeran; pero nadie se echó en brazos de Gatsby, ninguna melenita acariciaba sus hombros, ni se formaban armoniosos cuartetos teniendo como eslabón su cabeza.
—Perdonen.
El mayordomo de Gatsby apareció, de repente, junto a nosotros.
—¿Señorita Baker? —preguntó—. Perdone… el señor Gatsby desearía hablar con usted, a solas.
—¿Conmigo?
—Sí, Madame.
Mi compañera se levantó lentamente, alzando las cejas en actitud de sorpresa, y siguió al mayordomo a la casa. Observé que llevaba el traje de noche, al igual que todos los trajes, como si fueran atuendos deportivos; sus movimientos tenían gran ligereza, como si sus primeros pasos hubieran sido dados en campos de golf, en claras y frescas mañanas.
Estaba solo y eran casi las dos. Durante unos momentos salieron de una larga habitación con muchas ventanas abiertas a la terraza unos confusos e intrigantes sonidos. Escapando del estudiante de Jordan, entregado ahora a una conversación de obstetricia con dos coristas, en la que me imploró que tomara parte, me fui adentro. Una de las chicas de amarillo tocaba el piano; a su lado cantaba una joven alta y pelirroja, perteneciente a un famoso coro. Había bebido una considerable cantidad de champaña, y en el curso del canto tomó la insensata decisión de pensar que todo era muy triste; ya no cantaba, lloraba. Saturaba sus pausas con entrecortados y jadeantes sollozos, y retomaba el canto con temblorosa voz de soprano. Las lágrimas corrían por sus mejillas aunque no con plena libertad, pues al ponerse en contacto con sus embadurnadas pestañas, adquirían un negro color de tinta y proseguían su camino en lentos y negros riachuelos. Se le hizo la jocosa sugerencia de que cantase las notas que aparecían en su rostro; entonces, tendió las manos y se hundió en una silla, entregándose a un profundo y vinoso sueño.
—Se ha peleado con un hombre que dice que es su marido —explicó la chica que tenía a mi lado.
Miré a mi alrededor. La mayor parte de las mujeres que quedaban se peleaba con hombres que decían que eran sus amigos. Incluso el grupo de Jordan, el tercero de West Egg, estaba siendo desgarrado por la disensión: uno de los muchachos hablaba con extraño apasionamiento a una joven actriz, y su mujer, tras intentar reírse de la situación, adoptando indiferente y digno talante, perdió la serenidad y recurrió a los ataques de flanco. Aparecía a intervalos, súbitamente, cual airado diablo, silbando en sus oídos: «Me prometiste…»
Las pocas ganas de irse no estaban limitadas a hombres descarriados. El vestíbulo estaba ahora ocupado por dos hombres deplorablemente serenos, y sus profundamente indignadas esposas, que simpatizaban una con otra, exclamaban, con voces ligeramente agudas:
—Cada vez que ve que me divierto se quiere ir a casa.
—En mi vida vi nada tan egoísta.
—Siempre somos los primeros en irnos.
—Lo mismo que nosotros.
—Bueno…, esta noche somos casi los últimos —dijo uno de los maridos con algo de timidez—. Hace media hora que la orquesta se fue.
A pesar de que las mujeres convinieron en que semejante perversidad excedía los límites de la imaginación, la disputa terminó en breve lucha y ambas mujeres, pataleando en la oscuridad, fueron levantadas en vilo.
En el vestíbulo, mientras esperaba mi sombrero, se abrió la puerta de la biblioteca y Jordan Baker y Gatsby salieron juntos; este le hacía alguna última recomendación, pero la vehemencia de sus gestos se convirtió, bruscamente, en ceremoniosidad, cuando se le acercaron varias personas a despedirse.
El grupo de Jordan la llamaba impacientemente desde el pórtico, pero ella se entretuvo en estrecharme la mano.
—He oído lo más sorprendente del mundo —susurró—. ¿Cuánto rato hemos estado?
—Cosa de una hora.
—Fue… sencillamente sorprendente —repitió, abstraída—, pero juré que no iba a decir nada y… te estoy tentando —me bostezó graciosamente en la cara—. Haz el favor de venir a verme. Guía telefónica… A nombre de la señora Sigourney Howard… mi tía. —Mientras hablaba, se alejaba apresuradamente; al unirse a su grupo, en la puerta, su mano me hizo un glamoroso saludo.
Algo avergonzado de que en mi primera visita me rezagara tanto, me uní a los últimos huéspedes de Gatsby, que estaban arremolinados en torno suyo. Quería explicarle que a primera hora de la noche lo había estado buscando y, al mismo tiempo, disculparme por no haberlo reconocido en el jardín.
—No se preocupe —me recomendó con vehemencia—. No piense más en ello, camarada —la familiar expresión no tenía mayor familiaridad que la mano que tranquilizadoramente rozaba mi espalda—. Y no lo olvide: mañana, a las nueve; subiremos al hidroavión.
A sus espaldas, el mayordomo murmuró:
—Filadelfia al teléfono, señor.
—Muy bien, es un segundo. Dígales que atiendo enseguida. Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches —sonrió y, de repente, pareció que el hallarme entre los últimos que se iban tenía para él un agradable significado, como si todo el tiempo lo hubiera estado deseando—. Buenas noches…, buenas noches.
Sin embargo, mientras bajaba la escalera, vi que la velada no había concluido aún. A quince pies de la puerta, una docena de focos iluminaban una bizarra y tumultuosa escena. En la cuneta, junto a la carretera, ligeramente ladeado, aunque violentamente despojado de una rueda, descansaba una cupé reluciente que no hacía dos minutos había salido de la explanada de Gatsby. El agudo saliente de una pared justificaba la separación de la rueda, que recibía considerable atención por parte de media docena de curiosos choferes. Sin embargo, como habían dejado sus vehículos bloqueando la carretera, un áspero y discordante rumor de los que estaban atrás se había escuchado durante un buen rato, acrecentando la ya de por sí violenta confusión de la escena.
Un hombre con un largo abrigo se bajó del coche averiado y se puso en medio de la carretera, mirando del coche a la llanta y de la llanta a los observadores, en forma sorprendida y agradable.
—Fíjense… —explicaba—. Se metió en la cuneta.
Este hecho le resultaba infinitamente sorprendente; primero reconocí el timbre asombrado de su voz, luego al individuo: era el último huésped de la biblioteca de Gatsby.
—¿Cómo ocurrió?
Se encogió de hombros.
—No sé ni un poco de mecánica…
—Pero ¿cómo fue? ¿Chocaron contra la pared?
—¡No me lo pregunte! —dijo ojos de lechuza, desentendiéndose del accidente—. Apenas si sé conducir. Lo único que sé es que pasó.
—Si no sabe manejar no debería practicar de noche.
—¡Si ni siquiera lo intenté! —explicó el hombre indignado—. Ni siquiera lo intenté.
Un atemorizado silencio planeó entre los mirones.
—¿Se quiere suicidar?
—¡Tuvo suerte de que sólo fuera una rueda! Un mal conductor, y ni siquiera se molesta en probar el coche.
—No me entienden —gritó el presunto criminal—. Yo no manejaba…, en el coche iba otro.
La impresión que siguió a esta declaración se manifestó en un «¡ahhh!» que surgió del público al abrirse lentamente la puerta del coche. La multitud —ahora era una multitud— retrocedió involuntariamente, y cuando se abrió la puerta de par en par, hubo una pausa fantasmal. Entonces, gradualmente, miembro a miembro, un pálido y oscilante individuo salió del coche, tanteando el piso con un largo y poco seguro escarpín de baile.
Cegado por el resplandor de los focos y confundido por el incesante gruñido de las bocinas, la aparición osciló un momento antes de percibir al hombre del abrigo.
—¿Qué pasó? —preguntó tranquilamente—. ¿Nos quedamos sin nafta?
—¡Mire…!
Media docena de dedos señalaron la amputada rueda; el hombre la contempló un instante y luego miró al cielo como si sospechara que había caído de ahí.
—Se les soltó —explicó alguien.
El individuo asintió.
—Al principio, no me di cuenta de que habíamos parado.
Hizo una pausa. Después de una profunda inspiración y cuadrando los hombros, preguntó con voz resuelta:
—¿Podrían decirme dónde hay una estación de servicio?
Una docena de individuos, por lo menos, entre los que se encontraba alguno algo más sereno de lo que él estaba, intentaron explicarle que la rueda y el coche no estaban ya unidos por ningún lazo material.
—Bueno —dijo, al cabo de un rato—. Podemos ponerlo al revés.
—¡Pero la rueda se salió!
Vaciló.
—Nada perdemos con probarlo.
Las exasperadas bocinas habían llegado al máximo de enojo. Di la vuelta, crucé el césped y me dirigí a casa. Un gajo de luna resplandecía sobre la casa de Gatsby, haciendo la noche tan hermosa como antes, e imponiéndose a las risas y a los sonidos de su brillante jardín. Ahora se diría que de las puertas y ventanas emanaba un enorme vacío, que aislaba completamente la silueta del anfitrión, de pie en el pórtico, con la mano levantada en ceremonioso gesto de despedida.
Releyendo lo que llevo escrito hasta ahora, veo que doy la impresión de que los acontecimientos de tres noches, separadas por varias semanas, fueron todo lo que absorbió mi interés. Sin embargo, no representaron más que indiferentes acontecimientos de un agitado verano, y hasta mucho más tarde, me absorbieron infinitamente menos que mis asuntos personales.
Durante la mayor parte del tiempo trabajaba. A primera hora de la mañana el sol proyectaba mi sombra al Oeste, mientras me apresuraba por los blancos precipicios del bajo Nueva York, camino al Probity Trust. Conocía a los demás empleados y a los jóvenes bolsistas por sus nombres de pila; almorzaba con ellos salchichas de cerdo, puré de papa y café, en oscuros y atestados restaurantes. Incluso tuve un breve romance con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en la sección de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con mala cara, así que cuando ella se fue de vacaciones en julio, dejé que el asunto se terminara tranquilamente.
Acostumbraba a cenar en el Yale Club y, por alguna razón, este era el acontecimiento más sombrío del día. Después me iba a la biblioteca y, durante una hora, estudiaba concienzudamente inversiones y acciones. Generalmente, ahí había unos cuantos alborotadores, pero nunca iban a la biblioteca, de modo que ese era un buen lugar para trabajar. Más tarde, si la noche era agradable, pasaba por Madison Avenue, el viejo Murray Hill Hotel y la calle Veintidós, hasta la estación de Pensilvania.
Nueva York empezó a gustarme por su chispeante y aventurera sensación nocturna, y por la satisfacción que le da a la mirada humana su constante revoloteo de hombres, mujeres y máquinas. Me gustaba pasear por la Quinta Avenida y elegir románticas mujeres de entre la multitud; imaginar que dentro de pocos minutos irrumpiría en su vida sin que nadie lo supiera ni lo desaprobara. A veces las seguía con el pensamiento a sus departamentos situados en esquinas de ocultas callejas, desde donde se volvían, sonriéndome, antes de desaparecer en la cálida oscuridad. En el encantador crepúsculo metropolitano, sentía a veces una obsesionante soledad, y la sentía también en otros pobres empleados que pasaban el rato frente a las vidrieras, esperando la hora de una solitaria cena en un restaurante; empleados ociosos en el crepúsculo, que desperdiciaban los más conmovedores instantes de la noche y de la vida.
A las ocho, cuando las oscuras avenidas de los Forties estaban llenas de temblorosos taxis, alineados de cinco en fondo, rumbo al distrito teatral, sentía que mi corazón naufragaba. En el interior de los taxis se veían confusas siluetas tiernamente abrazadas, sonaban ráfagas de armoniosas canciones, estallaban risas provocadas por ininteligibles chistes, o brillaban las móviles brasas de los cigarrillos dibujando extraños jeroglíficos. Imaginando que también yo me precipitaba hacia la alegría y compartía su íntima excitación, les expresaba interiormente mis mejores deseos.
Por un tiempo, perdí de vista a Jordan Baker; y a mitad del verano me la volví a encontrar. Al principio, me enorgullecía salir con ella. Era campeona de golf, todo el mundo conocía su nombre. Después hubo algo más. Aunque no estaba enamorado de ella, sentía una especie de tierna curiosidad. El displicente y altivo rostro que le ofrecía al mundo escondía algo; la mayor parte de las poses estudiadas oculta algo. Al principio no creí que su actitud fuera falsa, y un día me enteré qué era. Fuimos a una fiesta en Warwick. Ella dejó bajo la lluvia, con la capota levantada, un coche que le habían prestado, disculpándose más tarde con una mentira. Y de repente me acordé de la historia que aquella noche, en casa de Daisy, no había podido recordar. En el primer torneo importante en que participó Jordan, hubo una discusión que casi llegó a los diarios: se dijo que había cometido una irregularidad de juego en la semifinal. El caso alcanzó proporciones de escándalo; luego se apagó: un caddy se retractó, y el único testigo que quedaba admitió que se podía haber confundido. Aquel asunto, junto con el nombre de la protagonista, había quedado grabados en mi mente.
Instintivamente, Jordan evitaba a los hombres inteligentes y astutos; comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en un plano en el que cualquier divergencia de unas reglas se creyese de todo punto imposible. Era incurablemente deshonesta. No podía sentirse en desventaja, y dada esta repugnancia, supongo que empezó de muy joven a manejar subterfugios que le permitiesen mantener su fría e insolente sonrisa dirigida a la gente y satisfacer, al mismo tiempo, las exigencias de su duro y garboso cuerpo.
Para mí esto no tenía importancia. En una mujer, la falta de sinceridad no es cosa que se censure gravemente. Me sentí ligeramente entristecido, pero luego lo olvidé. En esa misma fecha, tuvimos una curiosa conversación acerca de cómo manejar un auto. Empezó porque pasamos tan cerca de unos obreros que el guardabarros le arrancó a uno un botón de la chaqueta.
—Manejas pésimamente —protesté—. Deberías tener más cuidado, o no conducir.
—Tengo cuidado.
—No, no lo tienes.
—Bueno, ya lo tienen los demás —replicó ella, con ligereza.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Se corren de mi camino. Para que haya un accidente tienen que ser dos.
—Supón que tropiezas con uno tan imprudente como tú.
—Espero que eso no llegue a suceder; me molesta la gente descuidada. Por eso me gustas tú.
Sus grises ojos, irritados por el sol, miraban de frente; no obstante, deliberadamente, había introducido un cambio en nuestras relaciones y, por un momento, pensé que la amaba. Pero soy de pensamiento lento y estoy lleno de reglas internas que actúan como frenos sobre mis deseos. Sabía que lo primero que tenía que hacer era salir definitivamente del lío que tenía allá en mi casa. Todas las semanas había escrito cartas firmando «con todo cariño, Nick», y todo lo que podía evocar era que, cuando cierta muchacha jugaba al tenis, en su labio superior se formaba un ligero vello de sudor. De todas maneras, existía un vago compromiso que tenía que romper con tacto, antes de recobrar mi libertad.
Todos creemos que, como mínimo, poseemos una virtud capital; la mía es esta: soy una de las pocas personas honradas que conocí.