Capítulo VIII

No pude dormir en toda la noche; una sirena de niebla gemía incesantemente en el Sound, y yo daba vueltas, medio enfermo, entre la grotesca realidad y pesadillas horribles. Hacia la madrugada escuché un auto que subía por la alameda de Gatsby. Salté de la cama y me empecé a vestir. Sentí que tenía algo que decirle, advertirle algo; mañana sería demasiado tarde.

Al cruzar el césped, vi que la puerta de entrada seguía abierta; él estaba apoyado en una mesa del vestíbulo, cansado por la vigilia, la tristeza o el desaliento.

—No pasó nada —dijo tristemente—. Esperé. A eso de las cuatro salió a la ventana, estuvo ahí un minuto, y apagó la luz…

Su caserón nunca me había parecido tan enorme como aquella noche, cuando registramos las habitaciones buscando cigarrillos. Corrimos cortinas que eran como pabellones, tanteamos por encima de muchos pies de oscura pared, buscando interruptores de luz eléctrica. En un momento caí con una especie de splash sobre las teclas de un piano fantasmal. Por todas partes había una inexplicable cantidad de polvo; las habitaciones olían a moho, como si hiciera muchos días que no se hubieran ventilado. Encontré el humidificador en una desconocida mesita, con dos viejos y secos cigarrillos adentro. Abriendo de par en par los balcones del salón, nos sentamos a fumar en la oscuridad.

—Deberías irte —le dije—. Casi seguro van a encontrar tu auto.

—¿Irme ahora, camarada?

—Vete a pasar una semana a Atlantic City o a Montreal.

No quiso pensarlo ni un momento. De ningún modo podía dejar a Daisy hasta saber lo que haría… Se había aferrado a una última esperanza, y no podía zafarse de ella.

Fue aquella noche cuando me contó la extraña historia de su juventud al lado de Dan Cody; me la contó porque Gatsby se había quebrado, como el cristal, contra la dura maldad de Tom; la larga y secreta extravagancia había llegado a su fin. Creo que en aquellos momentos hubiese relatado, sin reservas, cualquier cosa, pero quería hablar de Daisy.

Era la primera muchacha de buena familia que había conocido. En varias, aunque no reveladas actividades, había entrado en contacto con tal gente, pero siempre con indiscernibles alambrados de por medio. Al conocerla, la encontró excitantemente deseable. Primero fue a su casa con otros oficiales de Camp Taylor; luego, solo. Lo sorprendió. Nunca había estado en una casa tan hermosa, pero lo que le daba un aire de jadeante intensidad era que Daisy vivía ahí. Para ella, esa casa era algo tan indiferente como para él su tienda de campaña en el campamento. En torno a ella había un maduro misterio, vistazos de dormitorios más frescos y hermosos que otros dormitorios, alegres y radiantes actividades que tenían lugar por los pasillos, romances que no estaban marchitos y guardados entre hojas de lavanda, sino frescos y llenos de vida; automóviles último modelo, bailes cuyas flores apenas se marchitaban. También lo excitaba el hecho de que muchos hombres hubiesen amado a Daisy; en su opinión, eso aumentaba su valor intrínseco. Sentía su presencia en toda la casa, impregnando el aire con las sombras y los ecos de emociones que se prendían, temblorosas, en la atmósfera.

Sin embargo, sabía que estaba en casa de Daisy por un colosal accidente. Por más glorioso que pudiera ser su futuro como Jay Gatsby, en ese momento era un pobre muchacho sin pasado; en cualquier instante, la invisible capa de su uniforme resbalaría de sus hombros. Así que aprovechaba el tiempo. Agarraba lo que podía agarrar, voraz y despreocupadamente. Una callada noche de otoño, tomó a Daisy; la hizo suya, precisamente, porque no tenía derecho a pedir su mano.

Tenía motivos para despreciarse; la hizo suya con deliberado engaño. No quiso decir que mencionara sus fantasmales millones, pero había dado a Daisy una sensación de seguridad, la dejó creer que pertenecía a su mismo ambiente, que estaba ampliamente capacitado para cuidar de ella. Y carecía de estas facilidades; a sus espaldas no existía una confortable familia, sino que estaba sujeto al capricho de un impersonal gobierno que, en cualquier instante, podría enviarlo a otro rincón del mundo.

Pero no se despreció, y las cosas no salieron como él se había imaginado. Probablemente se había propuesto tomar lo que pudiera y largarse, pero se encontró con que se había entregado a algo sublime. Sabía que Daisy era extraordinaria, pero no se había dado cuenta de lo muy extraordinaria que puede ser una muchacha decente. Se esfumó en su suntuosa casa, en su suntuosa y animada casa, dejando a Gatsby como un cero a la izquierda. Y él se sentía casado con ella, eso era todo.

Cuando, dos días más tarde, se volvieron a ver, fue Gatsby quien estaba jadeante; quien, sin entender cómo, se sentía traicionado. La terraza brillaba con el lujo de las estrellas que se compran. Cuando Daisy se dio vuelta para que él besara su extraña y adorable boca, crujió elegantemente el mimbre del sillón. La muchacha se había resfriado, y su voz sonaba más ronca y encantadora que nunca. Gatsby se daba abrumadora cuenta de la juventud y misterio que la riqueza atesora y protege, de la lozanía de un nutrido guardarropas, y de Daisy, radiante como la plata, segura y orgullosa por encima de las ardientes luchas de los pobres.

—No tengo palabras para describirte mi sorpresa al darme cuenta que la amaba, camarada… Incluso llegué a desear que me echase a la calle. Pero no, no lo hizo; estaba enamorada de mí. Creía que yo sabía mucho, porque sabía cosas distintas de las que ella sabía… Bueno; ahí estaba, lejos de mis ambiciones, enamorándome más a cada minuto, y… de repente, no me importó. ¿De qué me servía hacer grandes cosas si la pasaba mejor contándole a ella lo que iba a hacer?

La última tarde antes de su partida a ultramar, tuvo a Daisy en sus brazos durante largos y silenciosos momentos. Era un frío día de otoño, había fuego en la habitación y ella tenía las mejillas encendidas. De vez en cuando se movía; él cambiaba la posición de su brazo. En una ocasión, besó su oscuro y sedoso cabello; la tarde los había sosegado como dándoles un profundo recuerdo para la larga despedida que el día siguiente prometía. En todo su mes de amor, nunca estuvieron más cerca uno de otro ni se entendieron tan bien como cuando ella rozaba con sus silenciosos labios el hombro de su chaqueta o él acariciaba, suavemente, las puntas de sus dedos, como si durmiera.

En la guerra se destacó sobresalientemente. Antes de ir al frente ya era capitán; después de la batalla de Argonne obtuvo el grado de mayor y el mando del batallón de ametralladoras. Después del armisticio intentó, frenéticamente, volver a Estados Unidos, pero alguna complicación o malentendido lo hizo ir a parar a Oxford. Estaba preocupado; en las cartas de Daisy latía una especie de nerviosa desesperación. No entendía por qué no volvía. Experimentaba la presión del mundo exterior; quería verlo, sentir su presencia a su lado, estar segura de que, después de todo, estaba haciendo lo correcto.

Y es que Daisy era joven; su artificioso mundo estaba saturado de orquídeas, de agradable y alegre fanfarronería, y de orquestas que marcaban el ritmo del año, resumiendo la tristeza y las posibilidades de la vida en nuevas canciones. Los saxofones gemían durante toda la noche el desolado comentario de los Beale Street Blues mientras cientos de dorados y plateados zapatitos se deslizaban sobre el reluciente polvo. A la hora gris del té, siempre había habitaciones que latían incesantemente con esta leve y dulce fiebre, y caras frescas flotaban por acá y por allá como pétalos de rosa impulsados por el aire de los tristes instrumentos.

Daisy empezó a circular de nuevo a través de este universo crepuscular; repentinamente, volvió a tener media docena de citas diarias con media docena de hombres y se dormía al amanecer, mientras las gasas y las cuentas de su traje de noche se arrugaban en el suelo, al lado de las moribundas orquídeas. Y todo el tiempo, algo en su interior exigía una decisión. Quería que su vida tomara forma en ese mismo momento, inmediatamente, y la decisión tenía que guiarla alguna fuerza… del amor, del dinero, de incuestionable practicidad… que estuviera al alcance de la mano.

Y a mediados de primavera esa fuerza tomó forma con la llegada de Tom Buchanan. En su persona y en su posición existía una saludable solidez, y Daisy se sintió halagada. Desde luego, hubo cierta lucha y cierto alivio; la carta le llegó a Gatsby cuando todavía estaba en Oxford.

Ahora amanecía en Long Island. Fuimos abriendo el resto de las ventanas de la planta baja, llenando la casa de una luz grisácea que luego se volvió dorada; la sombra de un árbol cayó pesadamente encima del rocío, y fantásticos pájaros empezaron a cantar entre las hojas azules. En el aire se advertía un lento y agradable movimiento, apenas una brisa, que prometía un fresco y hermoso día.

—No creo que jamás lo haya amado… —Gatsby se puso de espaldas a la ventana y me miró con desafío—. Recuerda, camarada, que esta tarde estaba muy nerviosa. Él le dijo todas esas cosas de una manera que la asustó, que me hizo parecer una especie de tramposo barato… y el resultado fue que ella apenas si sabía lo que estaba diciendo —se sentó tristemente—. Claro que pudo haberlo querido por un momento cuando estaban recién casados, pero después me quiso todavía más…, ¿entiendes? —Hizo una observación extraña—. Sea como sea… fue algo personal.

¿Qué podía sacarse en limpio de esta frase, aparte de sospechar una intensidad en su reflexión, que resultaba impenetrable?

Volvió de Francia cuando Tom y Daisy todavía estaban en viaje de bodas, e hizo un miserable pero irresistible viaje a Louisville, con los últimos centavos de su paga del ejército. Se quedó ahí una semana, paseando por las calles donde sus pasos y los de su amada habían resonado al unísono bajo la noche de noviembre, y visitando de nuevo los románticos lugares que antaño frecuentaron en su blanco cochecito. Así como la casa de Daisy le había parecido siempre más alegre y misteriosa que las demás, lo mismo le pasaba con la ciudad misma, aunque ella no estuviera ahí, parecía impregnada de melancólica belleza.

Se fue, pensando que si hubiese buscado más la habría encontrado, sintiendo que la dejaba atrás. En el vagón de tercera (ya no tenía dinero) hacía mucho calor; salió a la plataforma y se sentó en un taburete plegable. La estación se esfumó, pasaron contrafrentes de desconocidos edificios, y salieron a los campos primaverales por donde corría un tranvía, lleno de personas que, alguna vez, pudieron ver, casualmente, por la calle, la pálida magia de su rostro.

Los rieles empezaron una curva; se alejaban del sol que, al hundirse a lo lejos, parecía derramarse en bendición sobre la difuminada ciudad donde ella respiraba. Tendió la mano desesperadamente, como para apoderarse de un jirón de aire, para salvar un fragmento del lugar que ella había embellecido para él. Ahora todo iba demasiado rápido para sus ojos borrosos y supo que había perdido esa parte, la más pura, la mejor, para siempre.

Eran las nueve de la mañana cuando, después de terminar el desayuno, salimos a la terraza. La noche había cambiado el tiempo y en el aire latía un sabor de otoño. El jardinero, el último de los antiguos criados de Gatsby, se acercó a la escalinata.

—Hoy voy a vaciar la pileta, señor Gatsby; pronto empezarán a caer las hojas, y las cañerías se atascan…

—No lo haga hoy —contestó Gatsby. Se volvió hacia mí, como disculpándose—. ¿Sabes, camarada, que en todo el verano no utilicé la piscina?

Miré el reloj y me puse de pie.

—Me quedan doce minutos para tomar el tren.

En realidad no quería ir a la ciudad; no me veía con ánimos de trabajar decentemente, y además no quería dejar a Gatsby. Perdí aquel tren, y todavía otro más, antes de decidirme a partir.

—Te llamo —dije finalmente.

—Hazlo, camarada.

—Te llamo alrededor del mediodía.

Bajamos lentamente la escalera.

—Supongo que Daisy también me llamará. —Me miró ansiosamente, como esperando que corroborara su hipótesis.

—Supongo…

—Bueno, adiós.

Nos dimos la mano y me empecé a alejar. Justo antes de llegar al césped, me acordé de algo y me di vuelta.

—¡Son una asquerosa gentuza! —le grité a través del parque—. ¡Tú vales más que todos ellos juntos!

Siempre me he sentido contento de habérselo dicho. Fue el único elogio que le hice, porque de principio a fin, lo había desaprobado. Primero asintió cortésmente; después su rostro se quebró en una radiante y comprensiva sonrisa, como si todo el tiempo hubiéramos estado en estático acuerdo sobre este hecho. Su brillante y rosada camisa formaba una alegre nota de color, en contraste con los escalones blancos del fondo. Me acordé de la noche en que, por primera vez, hacía tres meses, había ido a su ancestral mansión. El césped y la alameda estaban atestados con los rostros de los que parloteaban acerca de la corrupción, y él se quedaba en la escalera, despidiéndolos ceremoniosamente y ocultando su incorruptible sueño.

Le di las gracias por su hospitalidad.

—¡Adiós! —grité—. ¡Disfruté el desayuno, Gatsby!

Una vez en la ciudad, intenté leer las cotizaciones de una interminable cantidad de acciones, y me quedé dormido en la silla. Justo antes de mediodía me despertó el teléfono, y me reincorporé sobresaltado. Era Jordan Barker; solía llamarme a esta hora porque lo incierto de sus actividades entre hoteles, clubs y casas particulares hacía difícil encontrarla. Generalmente su voz llegaba por el cable como algo fresco y lozano, como si un fragmento de las verdes pistas flotara en la ventana de la oficina. Sin embargo, esa mañana tenía un tono seco y áspero.

—Me fui de la casa de Daisy —anunció—. Estoy en Hampstead; esta tarde voy a Southampton.

Quizá fue una prueba de tacto irse de casa de Daisy, pero me molestó saber que lo había hecho, y la siguiente observación me dejó helado:

—Anoche no fuiste muy amable.

—¿Qué importancia podía tener…?

Un instante de silencio; luego:

—De todas maneras quiero verte.

—Yo también quiero verte.

—¿Y si esta tarde no fuera a Southampton y viniera a la ciudad?

—No… me parece que esta tarde no.

—Muy bien.

—Esta tarde es imposible… Varios…

Hablamos así un rato, y después, bruscamente, ya no estábamos hablando más. No sé quién colgó con un agudo click, pero sé que no me importó. No podría haber hablado con ella aquel día con una mesa de té de por medio por más de que eso significara que no la volvería a ver.

Pocos minutos después llamé a la casa de Gatsby, pero daba ocupado. Lo intenté cuatro veces hasta que una exasperada telefonista me dijo que la línea se había retenido para una conferencia con Detroit. Sacando el horario de trenes, hice un pequeño círculo en torno al tren de las cuatro menos diez. Después me eché hacia atrás en la silla e intenté pensar. Era exactamente mediodía.

Aquella mañana, al pasar frente a los montones de ceniza, me había ubicado, deliberadamente, al otro lado del vagón. Supuse que durante todo el día habría allí una curiosa muchedumbre: niños buscando oscuras manchas por el polvo y algún que otro charlatán contando una y otra vez lo que había pasado, hasta complicar tanto el suceso con adiciones de cosecha propia, que ya no podía contarlo. Este era el gran sistema para lograr que el trágico final de Myrtle Wilson quedase totalmente olvidado. Ahora voy a retroceder un poco y voy a contar lo que pasó en el garaje, la noche anterior, después de que nos fuimos.

Hubo dificultades para localizar a Catherine. Aquella noche había roto, seguramente, su promesa de no beber, porque cuando llegó estaba atontada por el alcohol e incapaz de comprender por qué la ambulancia se había ido a Flushing. Cuando se lo dijeron se desmayó inmediatamente, como si esto fuera algo imprescindible para el éxito de la escena. Alguien, un ser bondadoso o un terrible curioso, la metió en su coche y la condujo en la estela del cuerpo de su hermana.

Hasta mucho después de medianoche, una cambiante multitud se estrellaba contra la fachada del garaje, mientras George Wilson se estremecía en el diván. La puerta de la oficina quedó abierta unos minutos, y los que entraban en el garaje miraban hacia dentro con irresistible atracción. Por fin, hubo quien dijo que era una vergüenza, y cerró la puerta. Michaelis y otros más le hicieron compañía; primero eran cuatro o cinco, más tarde dos o tres, y a última hora, Michaelis tuvo que pedir al último desconocido que esperara otros quince minutos mientras él iba a su establecimiento y hacía una jarra de café. Después se quedó a solas con Wilson hasta el amanecer.

A eso de las tres de la madrugada, el incoherente balbuceo de Wilson cesó; se calmó y empezó a hablar del coche amarillo. Dijo que tenía cómo averiguar a quién le pertenecía el coche amarillo, y reveló que hacía un par de meses su mujer había regresado de la ciudad, con la cara magullada y la nariz hinchada.

Pero al decir esto se estremeció y empezó a gritar de nuevo «¡Dios santo!» con sus gemido. Michaelis hizo un torpe intento para distraerlo.

—¿Cuánto tiempo hacía que estaba de casado, George? Vamos, vamos, quédese quieto un momento y responda mi pregunta. ¿Cuánto tiempo estuvieron casados?

—Doce años…

—¿Tuvieron hijos? Vamos, George, siéntese… Quieto… Le hice una pregunta. ¿Tuvieron hijos?

Los duros y pardos insectos seguían golpeteando contra la opaca luz, y cuando Michaelis oía un coche pasando a toda velocidad por la carretera, le parecía que era el que no se había parado. Le molestaba ir al garaje; el banco de trabajo tenía una mancha donde había estado el cuerpo, de modo que, molesto, se limitaba a moverse por la oficina. Antes de que se hiciera de día ya le eran familiares todos los objetos que había ahí. De vez en cuando se sentaba al lado de Wilson e intentaba calmarlo.

—¿Va usted a alguna iglesia, George? Aunque haya pasado un tiempo, podría llamar y vendría un sacerdote para animarlo.

—No voy a ninguna iglesia.

—Para momentos como este, debería tener una iglesia. Vamos, alguna vez habrá ido a la iglesia… ¿No se casaron en una iglesia? Oiga, George, óigame. ¿No se casaron en una la iglesia?

—Eso fue hace mucho tiempo.

El esfuerzo por contestar rompió el ritmo de sus histéricos movimientos; se quedó callado un instante. Después la misma semiinteligente, semianonadada expresión apareció en sus apagadas pupilas.

—Mire ahí, en el cajón —dijo, señalando la mesa.

—¿Qué cajón?

—Ese.

Michaelis abrió el cajón que tenía más cerca, no había nada. Sólo una correa de perro hecha de cuero y plata trenzada, un objeto de lujo. Al parecer, era nueva.

—¿Esto? —le preguntó.

Wilson asintió.

—La encontré ayer a la tarde; ella me quiso decir qué era, pero yo sabía que era raro.

—¿Quiere decir que su mujer la compró?

—La tenía envuelta en papel de seda guardada en su escritorio.

Michaelis no veía nada raro en ello y dio a Wilson una serie de razones por las cuales su mujer pudo haber comprado la correa. Pero probablemente Wilson ya había escuchado algunas de estas explicaciones antes, de Myrtle, porque empezó a murmurar de vuelta «¡Dios mío…!», y el que lo consolaba dejó varias de sus explicaciones en el aire.

—¡Entonces la mató! —dijo Wilson, su boca abierta de repente.

—¿Quién?

—Tengo cómo enterarme.

—No sea morboso, George. Ha sufrido una fuerte impresión y no sabe lo que dice. Mejor intente quedarse tranquilo hasta mañana.

—Él la mató.

—¡Si fue un accidente, George!

George sacudió la cabeza, cerró los ojos y abrió ligeramente la boca con la sombra de un «¡hm!».

—Lo sé —dijo firmemente—. Soy uno de esos que creen en todos y no piensan mal de nadie, pero cuando sé una cosa, la sé… Fue el hombre del coche. Ella se puso a correr para ir a hablarle y él no quiso parar.

Michaelis lo había visto, aunque no se le ocurrió que tuviera ningún significado especial. Creía que la señora Wilson se estaba escapando de su marido, más que intentado parar a un auto.

—Pero ¿cómo puede haber sido?

—Era una de esas —dijo Wilson, como si eso respondiera la pregunta. Y empezó a lamentarse nuevamente.

—¿Tiene algún amigo al que yo pueda llamar, George?

Era una absurda sugerencia, estaba seguro de que Wilson no tenía amigos; su mujer no se lo hubiese permitido. Se alegró cuando, algo más tarde, notó un cambio en la habitación: un azul progresivo en la ventana. Se dio cuenta de que estaba por amanecer. A eso de las cinco, afuera había suficiente azul como para poder apagar la luz.

Los vidriosos ojos de Wilson se clavaron sobre los montones de cenizas, donde unas nubecitas grises adquirían formas fantásticas, corriendo de acá para allá, mecidas por el tenue viento de la madrugada.

—Le hablé —dijo tras un largo silencio—. Le dije que a mí me podía engañar, pero que no podía engañar a Dios. La llevé a la ventana —se levantó con un esfuerzo y se dirigió a la ventana de atrás, apoyando la cara en el vidrio— y le dije: «Dios sabe lo que hiciste; todo… A mí me puedes engañar… A Dios, no.»

Michaelis, que estaba detrás, se dio cuenta, presa de profundo asombro, que Wilson miraba fijamente las pupilas del doctor T. J. Eckleburg, que acababan de surgir, pálidas y enormes, de la noche que se acababa.

—¡Dios lo ve todo! —repitió Wilson.

—¡Pero eso es una publicidad! —afirmó Michaelis.

Algo lo hizo alejarse de la ventana y mirar adentro, pero Wilson se quedó ahí un rato largo, con la cara pegada a la ventana, inclinándose ante el crepúsculo matutino.

A las seis, Michaelis ya estaba muy cansado y se sintió agradecido al ruido de un coche que se paraba. Era uno de los que estuvieron ahí la noche anterior, que había prometido volver. Preparó el desayuno para los tres, que él y el otro comieron. Ahora Wilson estaba más tranquilo; Michaelis se fue a dormir a su casa y, al despertarse cuatro horas después, Wilson ya no estaba.

Más tarde se supo lo que había estado haciendo, había estado caminando. Primero fue a Port Roosevelt, después a Gad’s Hill, donde se compró un sándwich que no comió y tomó una taza de café. Seguramente estaba cansado y caminaba despacio, porque no llegó a Gad’s Hill hasta el mediodía. Hasta este momento, no fue difícil averiguar lo que había hecho. Unos chicos vieron a un hombre que parecía loco, y unos automovilistas vieron a un hombre que los miraba raro desde la cuneta. Pero desapareció durante tres horas. La policía, basándose en lo que le había dicho a Michaelis, respecto a que «cómo averiguarlo», supuso que pasó aquel tiempo yendo de garaje en garaje, preguntando por un coche amarillo. Sin embargo, ningún empleado de garaje lo había visto; quizá tuvo una manera más eficaz y segura de enterarse de lo que quería. A eso de las dos y media estaba en West Egg, y le preguntó a alguien cómo llegar a la casa de Gatsby. Así que para esa hora ya sabía el nombre de Gatsby.

A las dos, Gatsby se puso el traje de baño y le dijo al mayordomo que si alguien lo llamaba que fueran a avisarle a la pileta. Se detuvo en el garaje, donde buscó una colchoneta inflable con la que sus huéspedes se habían divertido durante el verano; el chofer lo ayudó a inflarla y Gatsby le dio las instrucciones de que no se sacara, bajo ningún pretexto, el coche descubierto. Y eso le pareció raro, porque tenía el guardabarros delantero derecho estropeado.

Gatsby se puso la colchoneta al hombro y se dirigió a la pileta. Se paró una vez para cambiarla de posición; el chofer le preguntó si quería que lo ayudara, y él movió la cabeza, desapareciendo entre los árboles. No llegó ningún mensaje telefónico, pero el mayordomo no se durmió y esperó hasta las cuatro, mucho después de que ya no hubiese nadie a quien darlo, si llegaba. Tengo la impresión de que el propio Gatsby nunca creyó que llegase; quizá ya no le importaba. Si esto era cierto, debía pensar que había perdido su cálido y viejo universo. Había pagado un precio muy alto por haber vivido demasiado tiempo con un solo sueño. Debió contemplar un cielo desconocido entre amedrentadoras horas, y debió estremecerse al darse cuenta de lo grotesca que es una rosa, y de cuán cruda era la luz del sol sobre el pasto recién nacido. Un nuevo universo material, sin llegar a ser real, donde los pobres fantasmas respiraban sueños, flotaba fortuitamente a su alrededor, como aquella cenicienta y fantástica figura que, entre los amorfos árboles, se deslizaba a su encuentro.

El chofer, uno de los protegidos de Wolfsheim, escuchó los disparos; más tarde dijo que no les había dado gran importancia. Yo me fui directamente de la estación a casa de Gatsby, y lo primero que alarmó a la gente fue que me precipitara ansiosamente en la casa, aunque estoy convencido de que ya lo sabían. Y sin mediar casi ninguna palabra, los cuatro, el chofer, el mayordomo, el jardinero y yo, fuimos rápido para la pileta.

Había un débil, escasamente perceptible, movimiento de agua, y la corriente de un lado se abría camino hacia el desagüe del otro extremo, con pequeños rizos que apenas eran sombra de olas. La cargada colchoneta flotaba, irregularmente, en la pileta. Una pequeña ráfaga de viento, que no logró ondular la superficie, fue suficiente para torcer su indiferente recorrido. El roce de un montón de hojas la revolvió lentamente, trazando un delgado círculo rojo en el agua.

Poco después, cuando íbamos hacia la casa llevando a Gatsby, el jardinero vio el cuerpo de Wilson, un poco más allá en el césped, y el holocausto quedó completo.