El verde disco, ribeteado de blanco, creció despacio, al principio. Después, rápido, muy rápido, demasiado rápido; casi inconscientemente, el hombre que bajaba del cielo contuvo la respiración, un segundo antes de que sus botas desaparecieran dentro del espeso herbazal, aplastando, quebrando los tallos crujientes, hundiéndolos en la tierra todavía húmeda.
El aeronauta se enderezó, su mano buscó la negra placa sobre el pecho. La encontró; la oprimió. Cesó el monótono zumbido del levitador a sus espaldas, y sobre los hombros se atirantaron las correas. Atento, Isanusi escuchó el viento silencioso… Por encima del bajo círculo de piedras calizas, pasó la mirada, hambrienta de verdes, y los halló: el verde oscuro de bosques lejanos; el verde, claro y brillante, de las hierbas; otros colores, pálidos, desvaídos, y verde, verde, más verde… Sus ojos bebieron hasta el verde que manchaba las rocas de musgos y líquenes. Con fuerza, profundamente, Isanusi aspiró el aire cargado de olores vegetales, y sonrió.
* * *
En la cabina de control, las luces de alarma parpadearon dulcemente… Inclinándose sobre el tablero, Alix preguntó: —¿Qué ocurre, Palas?
Las cifras corrieron veloces por los indicadores, hasta convertirse en manchas confusas, ilegibles; cien agujas multicolores temblaron en sus redondas cárceles de cristal, hacia la derecha, hacia la izquierda; y el tablero habló.
—Campo protector alterado; fuga energética localizada en el inductor delantero, no controlable.
Alix se acarició el mentón.
—¿Qué propones?
—Suspender el campo protector, revisión humana del inductor averiado; según el resultado, proceder a su reparación o sustitución.
—Gracias por…
Alix no pudo terminar la tradicional frase de desconexión; casi atragantándose con las palabras, el tablero la interrumpió:
—Advierto, advierto: tiempo restringido para tomar decisiones, desequilibrio energético crecien…
La voz de Palas dejó de ser audible. De forma automática, la mano derecha de Alix desconectó el campo magnético de protección, la izquierda abrió el intercomunicador, mientras que el agudo silbido de la alarma resonaba por toda la nave.
—Atiendan todos; situación de emergencia. Pável, Kay, prepárense para una salida al exterior; los demás esperen instrucciones…
Cerró el intercomunicador. Sus manos regresaron al tablero, zigzaguearon entre reóstatos y conmutadores, interrogando, proponiendo, discutiendo… Una gota de sudor —la primera— resbaló sobre las arrugas de su frente.
* * *
Justo en el centro del campo de aterrizaje se alzaba el monolito gris. De pie frente a él, Isanusi terminó de leer la placa cubierta de signos, y sus dedos treparon por la arista de piedra; una leve presión, y en la parte inferior de la roca se abrió una boca cuadrada. Los brazos penetraron en la fresca cavidad, tocaron y desecharon un saco, y el siguiente; extrajeron el tercero, y lo colocaron sobre la hierba, junto al levitador. El viento lo hizo palpitar con irregulares ráfagas, mientras Isanusi se desvestía pausadamente. Las sombras habían empezado a acortarse, y el sol calentó su oscura piel… Dobló la ropa con cuidado, la introdujo dentro de la roca abierta, y la cerró.
—…Imaginarte esa piedrecilla cósmica, apenas un kilogramo de masa, vagando tranquilamente por el espacio sin suponer siquiera que nuestra nave está corriendo a su encuentro, a ciento cincuenta kilómetros por segundo…
—Cállate, Pável.
La escafandra frente a Kay giró, descubriendo la estrecha mirilla transparente, el brillo oscuro de los ojos detrás.
—Puedo callarme; dejar de pensar, no. Tú también deberías pensar en eso, y andar más deprisa; mira, aún te faltan los cierres…
Bruscos, precisos, los guantes de Pável recorrieron la unión entre el traje y el casco de Kay.
—Así. No pienses, y calla, si quieres; pero no pierdas tiempo… Comprueba el traje.
Caminando con torpeza, Kay cruzó la cámara de descompresión. Detrás de ella, se desenrollaba el cable de seguridad, susurrando suavemente… Sus guantes recorrieron el mosaico de placas sobre el pecho, y volvieron, laxos, a los lados del cuerpo.
—¿Lista?
Como respuesta, una leve inclinación del casco. Tras humedecerse los labios, Pável anunció:
—Ya estamos preparados, Alix.
Las bombas aspirantes entraron en acción. Junto con el aire de la cámara, desaparecieron las arrugas en los trajes espaciales, y sólo quedaron dos figuras hinchadas, esperando bajo la compuerta de salida.
* * *
El sol se reflejaba con destellos azules sobre el metal. Cuidadosamente, Isanusi pasó la yema del pulgar por el afilado borde, y sus labios se entreabrieron, descubriendo los dientes, fuertes, blancos. Volvió el cuchillo a su vaina. Alzando el saco, lo acomodó entre sus hombros y, con flexible andar, caminó hacia el mar verde que lo rodeaba, la funda del cuchillo rozando el muslo a cada paso, el saco semivacío oscilando rítmico, a sus espaldas.
* * *
Primero apareció un hilo negro, muy recto. Se ensanchó, descubriendo el vivo fulgor de mil lejanas estrellas; Pável y Kay redujeron la transparencia de sus mirillas, y todo fue como una clara noche terrestre. Adelantándose, Pável ascendió por la escalerilla vertical. Kay lo siguió con la mirada, y vio brillar su casco, ya fuera de la nave, bajo los impactos de los átomos del enrarecido gas espacial. Subió a su vez, los ojos fijos en el centelleante costado izquierdo de Pável; el derecho permanecía oscuro, casi invisible.
—Pável, te habla Alix.
—Escucho.
—Te propongo no perder tiempo revisando el inductor; mejor cámbialo de inmediato, después lo puedes arreglar, estando ya adentro. ¿Te parece bien?
—Sí.
Caminaron encorvados sobre el casco resplandeciente, acompañados por el seco chasquido de las suelas magnéticas adhiriéndose, desprendiéndose… Adelante, envuelta en un frío halo de luz, la proa de la nave los aguardaba.
* * *
El cristal se quebró, y temblaron las nítidas piedras del fondo; Isanusi retiró el cuenco formado por sus manos y bebió de él. Los hilos de agua corrieron por su pecho, apresurándose en volver al río…
* * *
La sorda vibración les llegó a través de las botas; inclinándose aún más, Pável y Kay apoyaron los guantes en el luminoso casco de la nave, y miraron: no lejos, una masa líquida afloró por una grieta que no existía un momento antes, y se solidificó casi instantáneamente. Quedó, sobresaliendo de la tersa superficie, una cúpula dorada. Por un largo instante, las dos escafandras permanecieron inmóviles, silenciosas.
—A todos, a todos, información general: El microlito no llegó a atravesar el casco interior, lo detuvo la capa de densiplasma.
Alix calló, y ellos respiraron. Enderezándose, Pável reanudó el avance.
—¿Pável?
—¿Kay?
—Habla. De lo que quieras.
Dentro del casco, una sonrisa forzada.
—Está bien…
* * *
Isanusi sacudió las manos; las gotas salpicaron las hojas dentadas de los arbustos, la tierra desnuda, el río, su propio cuerpo… Sin razón aparente, gritó y rio, mientras entraba en el agua helada.
* * *
—…caminábamos por el parque, como de costumbre… no; ahora recuerdo que solo miraba al suelo. No miró al cielo ni una sola vez, Kay. Y yo no sabía qué decirle… Caminábamos en silencio, sin mirarnos. Ya de regreso, comenzó a hablar. Me dijo que ahora comprendía que era absurdo pensar en vuelos a otros planetas, cuando aún quedaba tanto por hacer en el nuestro. Que lamentaba los años perdidos, que se alegraba de que su grupo no hubiera sido aprobado…
La voz de Alix surgió de improviso dentro de las escafandras:
—¿Y tú qué le respondiste, Pável?
—Nada. ¿Qué podía decirle?
—¿Y me lo preguntas a mí? Tú, que tanto gustas de hablar y hablar.
Pável no respondió. Sus manos perdieron velocidad, se movieron más despacio en torno al cilindro ahusado en el extremo delantero de la nave. Las mandíbulas de Kay se contrajeron espasmódicamente… Dijo con aspereza:
—Alix, ¿te has dado cuenta de lo que has hecho?
—Pero, Kay, si es que Pável…
—¿Cómo se te ocurrió interrumpirlo? Sigue hablando, Pável; yo te entiendo, te comprendo. Alix ha dicho eso solo porque está nerviosa, ella… pero habla, Pável; quiero oírte.
Durante interminables segundos, solo ruidos, solo estática. Luego, de nuevo, el murmullo de Pável:
—Erik y yo estamos juntos, desde la Precósmica… Mil veces me he preguntado por qué no los incluyeron, a Tania y a él, en nuestro grupo… La culpa de no haber sido aprobados no tiene que ser necesariamente suya, Alix. Debes comprenderlo; después de tantos años…
Gradualmente, sus movimientos se aceleraron. Del cilindro saltó una varilla redonda, y cayó en los guantes de Pável; Kay sacó de su traje el inductor de repuesto, se lo alcanzó a Pável, tomó el averiado y lo guardó.
—…algo momentáneo, transitorio; cuando pase el tiempo…
El nuevo inductor desapareció dentro del cilindro. Ágiles, las manos de Pável iniciaron el proceso de sellaje…
* * *
Cantando, el agua cubrió de espuma las rodillas de Isanusi, frenando su regreso al sol, al calor… Los dedos de los pies se hundieron en el limo, treparon por la empinada orilla, lo condujeron hasta el saco abandonado. Tendiéndose sobre él, Isanusi esperó, con los ojos cerrados, a que su piel se secara.
* * *
—…¿qué significaría aquello?
Él, delante de quien todos tiemblan,
besando la hierba seca, llorando…
De pronto, al levantar la mano exclamó:
¡No soy más vuestro rey, desde ahora!
¡La muerte en las tierras natales
es más amada que la gloria en parajes lejanos!
Un breve silencio…
—¿Maikov?
Los ojos de Gema se abrieron rápidamente, buscaron el videófono… Desde la pantalla, Thondup le sonreía. Dejando escapar un suspiro, respondió:
—Sí, Maikov.
Thondup la miró comprensivo.
—No es difícil comprender que era otra persona la que deseabas ver… ¿Lo despierto?
Gema hizo un gesto negativo con la mano.
—¿No? Como quieras. Pero tú lo conoces; no nos perdonará el haberse perdido una ocasión como esta.
—Y si lo despertamos, ¿qué podría hacer? ¿Esperar, como nosotros? No, no vale la pena, Thondup… ¿Para qué querías verme?
La sonrisa del hombre se acentuó.
—Asunto de trabajo; verificar la reacción de un miembro del grupo en condiciones de estrés. Gracias, Gema,
Y el videófono se apagó.
* * *
El calor del mediodía despertó a Isanusi. Levantándose, recogió el saco, y lo reacomodó sobre la caldeada espalda; silbando una vieja canción, reanudó su camino.
* * *
Las manos de Alix se alzaron, cruzándose tras su cuello, oprimiendo la dolorida nuca un instante; al volverse a inclinar sobre el tablero, vio brillar una cálida luz amarillenta. «Reparado el inductor; ya deben estar de regreso. Cómo nos reiremos recordando este mal rato… No tan aprisa, Alix; todavía no están adentro… No debí interrumpirlo, Kay tenía razón; pero bien pudo hablar de otra cosa… Ya no tengo dudas sobre la causa que frustró ese grupo; el mismo Erik…» Interrumpió sus pensamientos un chispazo de luz en el tablero; acercando el rostro a la pantalla derecha, la examinó con atención. Respiró. «No, nada en el localizador… Esa forma de reaccionar, renegando de todo… ¡Y todavía Pável lo defiende! Si es un auténtico pitecántropo. Audo no se equivocaba, no; aún abundan; llegan hasta la Academia Cósmica… Llegan, sí, pero no pasan; suerte… suerte no; justicia. Es suerte que esto nos haya sucedido aquí, la densidad de la materia es baja en esta región… Cómo deseo verte, Thondup… Si nos llega a ocurrir esto en el cinturón de asteroides…». Miró el diagrama formado por las luces. «No, todavía no han entrado». Comprobó la hora y sonrió. «Claro, ni aunque regresaran corriendo… Qué despacio pasa el tiempo; todavía una hora hasta el relevo… Quisiera ver su cara cuando se entere. ¿Lo habrán despertado ya?». Otra ojeada al tablero. «No, todavía… Nada en el localizador. Somos afortunados; un macrolito, y… ¿Para qué pensar en lo que no ha ocurrido? Concéntrate en lo que tienes que hacer, Alix… Ya deben estar llegando a la compuerta… En cuanto me releven, voy directo a ver a Pável; y entonces no habrá motivos para callarme lo que pienso sobre Erik. Pável es excesivamente crédulo, demasiado benevolente con todo el mundo…»
* * *
Isanusi midió la distancia con la vista. Una carrera para tomar impulso, un salto, y estaría al otro lado del barranco. Retrocedió una docena de pasos, flexionando, preparando sus músculos… Inició la carrera, la mirada atenta a la distancia decreciente al lugar donde comenzaría el salto, al pequeño arbusto de la otra orilla junto al cual deberían caer.
* * *
LAS LUCES DE ALARMA GRITARON. De forma instintiva, Alix lanzó sus manos hacia el tablero, intentando tomar los controles… No lo consiguió.
* * *
Saltó, vibrante el elástico cuerpo, la mirada fija en el pequeño arbusto que se acercaba a toda velocidad. Con nitidez absoluta percibió cada una de sus hojas, estremecidas por la suave brisa… Sentía sus músculos tensos, contraídos, en la espera del choque contra la tierra; y, de repente, estallaron mil soles.
Crecieron, crecieron, se encogieron, volvieron a crecer; siempre quemando, quemando los ojos deslumbrados. El calor lo cubrió en densas oleadas, envolviéndolo, abrasando cada célula de su cuerpo; se retorció, gritando sin voz. Cada músculo, cada nervio, ardió, contrayéndose, chisporroteando, carbonizándose…
Llegó, salvadora, la oscuridad. Todo se apagó súbitamente; todo, hasta el dolor.