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Nadie los vio pasar. Una vez en el Peugeot 504 Malena le indicó a su padre: “¿te acordás dónde queda la curva del potrillo?”. Sauri hizo memoria. Por alguna razón, la curva del potrillo le sonaba familiar. Algo trascendente había ocurrido ahí durante su infancia. Enumeró para sí choques que habían quedado como cicatrices en la memoria del pueblo. De esos choques solía hablar su padre en la mesa, con una satisfacción obscena, como si en los accidentes se materializara una sentencia secreta que complementaba la justicia de los chismes. Una vez que empezaba a hablar de esos accidentes, era imposible que su morbo coagulara, y se entretenía en detalles que su madre censuraba.
Anduvieron ocho kilómetros sobre la ruta 86 y por fin Sauri entendió por qué el lugar le resultaba familiar. Ahí estaba el esqueleto oxidado del viejo Renault 12. El auto sagrado que su padre había amado y destruido brillaba bajo el sol como un ídolo extraño. Había sido lentamente desguazado por ocasionales piratas del asfalto o simples oportunistas que primero se llevaron las llantas, luego los asientos y finalmente el motor.
Malena empezó a cavar junto a la inexistente rueda delantera derecha del Renault. Sauri, en vez de ayudarla, tocó el armazón oxidado como si acariciara la nuca de un ser querido. Percibió en la trompa una abolladura. Pensó que ahí, en el hallazgo de esos fósiles, empezaba el duelo por la muerte de su padre, y se sintió impulsado a jugar con recuerdos. Pero no extrajo imágenes conmovedoras. Menos todavía lágrimas. Su infancia se parecía a un paraíso deshabitado. No sobrevivía un trozo de felicidad ni siquiera en el recuerdo de las tardes que había pasado jugando al ajedrez cuando era la promesa del pueblo y ganaba todos los torneos provinciales. Escuchó el ruido de la pala entrando en la tierra y la voz de su hija, que le pedía que mirara, como si estuviera exhumando un cuerpo amigo. Permaneció inmutable: ¿en qué momento su gran futuro se había echado a perder? De no ser por un amor prematuro y por la militancia, podría haber desarrollado una carrera exitosa. Sin embargo, si lo pensaba bien, prefería ser el hombre que acababa de huir de Buenos Aires con su hija.
El roce de la pala en la tierra cesó. No había nada. Incrédula, Malena miraba ese pozo rectangular.
“¿Y si probás al lado?”, y de inmediato, como si al escucharse se volviera consciente de su propia pasividad, Sauri tomó la pala y cavó y siguió un buen rato así hasta que sin darse cuenta formó una pequeña zanja. Estaba por rendirse cuando vio asomar un pedazo de tela. “¿Un bolso negro?”, preguntó, y ahora sí, exhausto, cavó con cuidado. Los paquetes estaban intactos. La humedad no había atravesado el nylon.
“La sequía es buena para esto…”, dijo Malena agachándose. Luego sacudió el bolso, lo tiró en el asiento de atrás del Peugeot, se ubicó adelante y cerró los ojos plegando las piernas y apoyando los talones sobre la guantera.
Sauri puso en marcha el auto y se preguntó, recién entonces, por qué su hija había decidido compartir con él ese secreto. Para ella esos paquetes habían madurado en la memoria y habían dejado de ser producto de un robo para transformarse en una herencia. Para él, en cambio, empezaban a existir.