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Ninguna de las dos podría recordar en qué momento se hicieron amigas. Al principio lo único que las había unido era el hecho de hablar desde chicas español y portugués de forma indiferenciada, y tener madres argentinas. Compartieron encuentros esporádicos en la infancia, durante navidades que pasaban en silencio, a un lado de la mesa de los adultos. Los padres de ambas no parecían tener una relación especial, aunque a espaldas de sus respectivas esposas simulaban ruedas de negocios que terminaban en casinos pobretones de Puerto Iguazú.
No se conocieron precisamente en esas navidades, mancomunadas por el aburrimiento, sino mucho después, al encontrarse por casualidad en la biblioteca del templo evangelista, de cuyo bibliotecario ambas obtenían favores. Katia cambiaba cocaína por sexo durante las tediosas horas que Pablo Villar, siempre bien munido de sustancias, pasaba tirado en un escritorio. Los escarceos solían ser infructuosos, ya que Villar pasaba de la excitación a la apatía muy fácilmente y no lograba mantener una erección por más de treinta segundos, aunque agradecía el gesto de esa joven acariciándole la cabeza y dándole su dosis. No se sentía avergonzado ni le parecía abusiva la regularidad con la que Katia lo visitaba. Estaba seguro de que reincidía justamente porque confiaba en su apatía. Ese era el precio que le correspondía pagar por no poder satisfacerla: en un eterno retorno, ella cobraba un diezmo para seguir consolando el secreto de su virilidad.
Bárbara deseaba a ese bibliotecario, pero por entonces ser alta, narigona y pelirroja era un complejo que solucionaba usando zapatillas y vistiendo ropa holgada. Para no ser rechazada evitaba cualquier insinuación y sacaba algún libro que Villar le prestaba de mala de gana, como si le estuvieran desmantelando una colección. No lograba que él le dirigiera más de tres palabras al hilo. Parecía incapaz de poner atención en algo o alguien durante más de diez segundos. Solo una vez la miró fijamente y le dijo, en respuesta a una pregunta, que lo único que quería era abrir algún día una librería de antiguos.
Ambas coincidieron en la puerta de la biblioteca dos días después de que Pablo Villar fuera despedido. Encontraron el lugar vacío y un cartel escueto escrito a mano en la puerta que parecía una invitación destinada a las cuatro o cinco personas que concurrían: “se busca bibliotecario”.
Dos años después de esa coincidencia involuntaria, al dejar la Triple Frontera hacia la pampa pasaron frente a donde solía estar el templo evangelista. Meses atrás se había destapado en torno a esa especie de secta sin fieles un gigantesco caso de lavado de dinero, y el terreno había sido expropiado. En su lugar se erguía ahora una agencia de impuestos que tenía tantos fieles como la Iglesia evangelista. En la puerta había asesores ambulantes que a cambio de monedas, con carteles en el pecho, cumplían con el favor de declamar de memoria las últimas regulaciones tributarias.
Bajaron por la ruta 12. Contra lo que suponían, en el primer trecho el paisaje argentino parecía anestesiado. Lo único verdaderamente asombroso era el verdor. A los lados de la ruta el campo presentaba una pendiente infinita. Algunas vacas esqueléticas pacían lentas como si estuvieran condenadas a admirar un ocaso inútil.
Pararon a dormir sin haber robado ni matado. Preguntaron el precio y pagaron por adelantado una noche en un motel a metros de la ruta. En la frontera habían cultivado un castellano tan perfecto que nadie intuía en ellas algo extranjero. En las dos, casi a la par, se impuso la sensación de que no tenían pasado. No había historia personal o biografía en el crimen. A Katia se le representó inverosímil haber suprimido por encargo por lo menos a cuatro docenas de vidas. Si pensaba en eso, le venía a la cabeza la imagen de una niña que jugaba con un arma. Bárbara, a su vez, ni siquiera recordaba actos pasados como si fueran de otro. La ausencia de impulsos, la pasividad que le transmitía el paisaje, la transformaban en una mujer recién creada.
A la mañana arrancaron sin hablar. Se detuvieron en Paraná a comer. Recién entonces Katia salió del hipnotismo paisajístico y se dijo que su próxima víctima podía ser la última. Tuvo la impresión de que recién ahora, paradójicamente, mataría de verdad. El recorrido por un paisaje que parecía abandonado y devastado por lo que quedaba vacante en esa belleza rural al no haber ya hombres, generaba una grieta en su personalidad. Ahora no importaba tanto quién sería después del viaje, sino quién había sido. Paró al costado de la ruta. Una vaca las observaba. Tenía en los ojos la tirantez de un árbol seco.
Katia apuntó. Sonó el disparo y casi al mismo tiempo un mugido aterrador. Se preocupó al notar que la vaca seguía gimiendo en el piso. Desde el mismo lugar, a una distancia de veinte metros, intentó rematarla con tres disparos detrás de la oreja. Probó un cuarto y se retrajo ante la presencia lejana de una camioneta y de las primeras palabras que su prima le dirigió en el día: “cuidado, no vayas a quedarte sin balas”.
En Buenos Aires encontraron un paisaje familiar. Renació en ellas el impulso delictivo, pero una tentativa frustrada por sacudir una casa de cambio —cuando Bárbara sacó el arma dispuesta a amenazar, cayó una cortina de hierro sobre las cajas y apenas logró salir del local antes de que terminara de caer del lado de afuera una segunda cortina que Katia, haciendo de campana, pudo contener durante unos segundos—, les indicó que no era el momento ni el lugar para actuar.
No pasaron más de un día en la ciudad. Buenos Aires les pareció inconmensurable pero atrasada respecto a las ciudades polimorfas de la Triple Frontera. Los habitantes lucían cansados, opacamente vivos, sin nada que producir y sin nada que traficar. Ellas nunca habían estado afuera y no tenían demasiados parámetros de comparación, pero intuían que en Buenos Aires ya nada podía cambiar y que, por todas esas señales de opresión y vagabundeo, no existía casi la posibilidad de trabajar o ascender en la escala social. La resignación estaba atorada en las caras. Era el rictus final de una civilización que había explotado al hombre hasta esculpir en sus descendientes la máscara de la apatía.