3

En Laprida ya no había terminal y el bus lo dejó al amanecer sobre la ruta. Había dormido toda la noche y soñado que su hija se escondía entre las piedras de un descampado, bajo la forma de un reptil.

Anduvo unos kilómetros bajo el sol. Los árboles secos y arqueados como huesos yacían al borde de las veredas angostas. La ausencia de humanos y perros subrayaba en el final de cada calle un horizonte gris, un mundo estéril. Varias casas habían sido demolidas. En los lotes, en vez de nuevas edificaciones, había corrales o gallineros.

Tratando de orientarse para llegar a la casa familiar, revivió escenas de la infancia, ahora puntuadas por su leve renguera. Aunque había muerto hacía rato, temió encontrar camuflados en Malena ciertos rasgos y modales de su madre. Al fin y al cabo con el tiempo algunas personas terminaban convirtiéndose —si la transformación sucedía como accidente o desliz de la madurez— en aquello contra lo que habían luchado encarnizadamente, y Malena, al igual que él, había combatido con el veneno de la indiferencia el espíritu conservador de la familia.

Caminó en sentido inverso al único punto de referencia que había sobrevivido, el monstruoso cementerio municipal en el que solía pasar horas reproduciendo partidas de ajedrez. En la atmósfera solo resonaba el taconeo desacompasado de sus botas texanas sobre el asfalto. Ni siquiera la tonada del benteveo que en su infancia cubría las tardes.

A una cuadra de la que había sido su casa, escuchó el galope de un caballo. Se detuvo en seco, un poco como un soñador que intenta salir de una pesadilla abriendo los ojos. Esperó a que el caballo pasara a su lado y se perdiera en las ruinas. Por el silencio repentino, dedujo que se había detenido a sus espaldas. El comportamiento era más propio de un animal doméstico. Se volvió y encontró montada a caballo a una joven de mameluco azul con el logo de la provincia de Buenos Aires y el lema “prosperidad y paz sin cambio”, que le apuntaba con una escopeta de caño recortado. Calculó que si ese tipo de arma se disparaba a esa distancia, él saltaría en mil pedazos.

“Identifíquese”.

“René Barbosa”, contestó dubitativo, porque en ese momento sintió que Sauri era, más que nunca, el nombre que lo identificaba y podía salvarlo.

“¿Qué hace en Laprida?”.

“Vengo de visita”.

La chica soltó una carcajada y en vez de bajar el arma la aseguró en su mano derecha como si se dispusiera a usarla como martillo.

“No me diga. Por disposición de la superintendencia de asuntos públicos”, recitó con aire de autómata, “está prohibido para los forasteros entrar a pueblos evacuados. Le doy diez minutos para que vuelva a la ruta o voy a tener que tomarlo prisionero”, y señaló el lazo que llevaba plegado a la montura del caballo.

“Discúlpeme, señorita, ¿y usted por qué supone que soy un forastero?”, y apeló a las mañas de la madurez para hacerla sentir insolente: “el pecado más común de la juventud es la soberbia. Bájese de ese caballo. No sé quién le hizo creer que está cumpliendo una misión. Probablemente la gente que imprimió en su uniforme ese lema ridículo. Subirla a un caballo es la mejor forma de ocultarle que es una esclava”.

“No sé de qué me habla”.

“Bájese del caballo para hablar con un mayor”. La chica descendió, cabizbaja, y dejó la escopeta atravesada en la montura. Barbosa se sintió reconfortado: su capacidad de persuasión y seducción seguía intacta. Le preguntó bajo qué parámetros decidía quién era forastero y quién no. Ella se alzó de hombros y dijo que su deber era cuidar que ningún intruso robara cosas de propiedades ajenas.

“Creer que un anciano es un forastero es discriminatorio. ¿Usted sabe que puede perder su trabajo? Los ancianos no venimos de otra tierra. Somos la tierra”, respondió él. Pensó que los padres de la chica tal vez le hubieran delegado esa responsabilidad para mantenerla lejos. Quizás hubiera sido elegida en su puesto solo por su destreza para montar y por su aspecto huraño. Lo cierto es que frente a la amenaza de palabras con filo, de nada valían su escopeta y su mameluco. Si él era un intruso, ella era una impostora.

“Usted se da cuenta de que su misión es inútil. Que las cosas que quedaron en estas casas en realidad son cosas abandonadas que tarde o temprano van a tener algún destino, porque no podemos evitar que las cosas sigan su curso: la podredumbre. ¿Cuál es su nombre?”.

“Elena”.

“Elena, ahora te voy a tutear. Vayamos a lo esencial. Vivís engañada si creés que a alguien le importa tu desempeño en este pueblo fantasma...”, se detuvo un segundo y de pronto, sorprendido de que la curiosidad no lo hubiera invadido antes, le preguntó por qué había sido evacuado el lugar.

Elena le contestó que era un modo de decir. No sabía si había sido evacuado, clausurado o desalojado. Sabía que algún problema había existido. Pero no podía precisar cuál. Barbosa le pidió que hiciera memoria. Le subrayó que si no se acordaba ni siquiera de eso, era imposible que llegara a triunfar en la vida. ¿Pensaba pasar cien años arriba de un caballo? Antes de que ella pudiera responder algo, le contó que él había nacido en ese mismo pueblo y acababa de volver después de muchísimos años en busca de su hija. Como por lo visto nadie vivía ahí, no le quedaba más que encontrar la casa familiar y averiguar qué había quedado. Aunque tal vez ella pudiera ayudarlo a encontrar la casa, ya que en principio no parecía estar a la vista.

“¿La demolieron?”.

“No sé, no sé, por favor”.

“¿Por favor qué?”, estalló Barbosa, “¿por favor váyase? ¿Por favor no haga más preguntas? ¿Por favor siga preguntando?”.

La chica apretó los ojos, se alzó de hombros y pareció hacer un esfuerzo sobrehumano. “La segunda opción”, dictaminó después de un rato y se frotó los párpados apretados como si se desperezara.

“Teniendo en cuenta que yo nací acá, tengo derecho a que se me informe por qué fue evacuado el pueblo”.

La chica permaneció pensativa. Parecía estar seleccionando información o más bien elaborando una gran mentira.

“No vale mentir”, acotó Barbosa con voz dulce. “Elena, ahora que ya me identifiqué podríamos hablar como amigos”.

La muchacha, volviéndose más niña a medida que dejaba su papel de policía, le dijo que por favor no se lo dijera a nadie, porque era un secreto, pero le contaría la verdad: Laprida y algunos pueblos de la zona estaban hundiéndose. No estaban ni secos ni inundados, como otras zonas. La mayoría de las casas habían descendido un promedio de treinta centímetros en los últimos diez años. De pronto Barbosa recordó un asunto que atormentaba a su padre: la humedad de cimientos. “Al final todos tenían humedad de cimientos, no éramos los únicos”, pensó y de pronto sintió que la zona de cimientos percudidos en realidad se extendía a la pampa, a la provincia de Buenos Aires y a un país entero con características de pantano.

“¿Por qué debería ser esto un secreto?”.

El entusiasmo de ella se deshizo ante la brecha que abrió esta pregunta. Solo volvió en sí cuando Barbosa le palmeó el hombro y le dijo: “no te preocupes, ¿hay alguien más en el pueblo?”. Ella meneó la cabeza. Él entonces pensó que lo que quedaba de Laprida no debía ser para nada importante si una chica que se volvía cada vez más joven a medida que hablaban era la encargada de vigilar. Para no enfrentarla a dudas traumáticas, decidió no denigrar más su trabajo. Si lograba sacarla del mutismo cultivado en la vigilancia, podía transformarla en cómplice. No solo podría revisar la antigua casa de sus padres, sino la de todos los vecinos. Siempre había fantaseado con zambullirse en esos ecosistemas íntimos que crecían en el interior de las casas, aplastados por objetos o por la presencia de imágenes que seguían viviendo detrás de un vidrio, como peces.

“Decime, Elena, ya que no hay nadie más, ¿nunca pensaste en entrar a las casas para ver lo que la gente dejó?”.

“Recién ahora, hablando con usted”.

“Entonces hagámoslo. No sé cómo aguantás la curiosidad. No hay ninguna contradicción entre cuidar el pueblo y ver lo que la gente dejó”.

“Lo importante es no robar”, intervino ella, “me lo dijo el jefe… y me explicó que para no caer en la tentación era mejor no entrar en las casas bajo ninguna circunstancia. Todas tienen una cinta en la entrada”.

“Podríamos entrar por alguna ventana”.

A Elena la idea, en principio, por la manera en que se encendió su expresión, le atrajo. Fue hacia el caballo, lo tomó por las riendas y caminó adelante. Barbosa, detrás, repitió una y otra vez el número de teléfono de su hija.

“Elena, ¿hay algún lugar desde donde pueda llamar por teléfono?”.

Ella habría querido explicarle que como nadie vivía ahí, los teléfonos no debían funcionar, pero solamente meneó la cabeza.

“Si yo marcara un número, ¿nadie me atendería del otro lado?”.

“Nadie”.

Nadie vivía ahí. Nadie llamaba ni podía ser llamado. La ruta estaba lejos y era casi un río seco que un viejo ómnibus atravesaba, como una piragua, una vez al día. De pronto, Barbosa sintió que una intimidad absoluta lo unía a esa muchacha, como si estuvieran varados en una isla desierta. Era la misma intimidad que había experimentado con Malena al borde de la ruta 86, junto al Renault 12 de su padre. Decidió, en ese momento, ser más cuidadoso en el tipo de preguntas que formulaba hasta tanto no accediera a la casa que buscaba. De a poco, a medida que veía las fachadas acortadas y levemente torcidas por el hundimiento, reconoció la topografía. Olfateó su hogar. Antes de profanar otras propiedades, convenía entrar a la casa de su familia, por si Elena se echaba atrás. Para que no se rebelara, debía hacerla hablar, aprovechar el pequeño lazo de confianza para sustraerle secretos. Sabía que esa era la manera de incubar en un inocente la complicidad y exponerlo a relámpagos de culpa que, a la larga, engendraban a un obsecuente o a un cobarde. De manera que empezó preguntándole algo que había pasado por alto, pero clave para comprender la psicología de esa chica.

“¿Desde cuándo cuidás el pueblo?”.

“Desde el primer día”, respondió ella sin volverse.

“Desde el día de la creación”, bromeó Barbosa, pero ella repuso, seria, que no, que cuando el pueblo había sido evacuado y su padre se había atrincherado y luego puesto a disposición de la justicia, ella se había ofrecido como voluntaria en la Municipalidad de Ciudad Nueva, que estaba a veinte kilómetros de Laprida, para cumplir con tareas de seguridad y mantenimiento que todos, temerosos de la luz mala y los fantasmas, habían declinado. Esa era la única manera de seguir en el pueblo y cumplir con la orden de su padre: no dejar la casa a merced de piratas del asfalto, cuidar a los ancestros de vagabundos que usurparan el territorio. Había otros pueblos más pequeños, en la misma circunstancia, que no tenían guardia y, según rumores, habían sido saqueados e invadidos por hordas de a pie que escapaban de la decadencia de Buenos Aires.

“¿Y tu papá? ¿Dónde está?”.

“Mi papá”, hizo una pausa, como si hablar sobre él fuera un modo de encontrarlo, “murió en la cárcel. Una infección. No fue la tristeza”.

“¿Qué dijeron los médicos?”.

“Que fue la tristeza. Pero el psicólogo”, se apuró a corregir el diagnóstico como si ahí residiera toda su honestidad, “el psicólogo dijo que tuvo una infección urinaria que le pasó a todo el cuerpo”.

“¿Y lo extrañás?”.

“Ya me acostumbré, acá sigue todo igual que cuando él estaba vivo. Para mí es como si me estuviera esperando en otro lado”.

Pasaron frente a la plaza. Barbosa pensó que el mejor modo de consolar a la chica era distraerla; entonces le indicó un árbol y le dijo que ahí, a la sombra, él solía jugar al ajedrez en verano. Elena le contestó que ella también en verano recibía la misma sombra, aunque no jugaba a nada; la de él era evidentemente otra época: había gente en el pueblo y el hundimiento no era tan palpable. Como si recién en ese momento se enfrentara a las ausencias que los lugares sobrevivientes del pueblo enmarcaban, ella derramó unas lagrimitas. Barbosa intuyó que era momento de introducir en su estrategia el primer contacto físico. La alcanzó, le palmeó la espalda y le dijo “ánimo, ánimo, la vida es otra cosa”. Sin embargo Elena no llegó a prorrumpir en llanto. Él se preguntó si era posible enseñarle a llorar a alguien y la guió hacia el árbol. Una vez ahí, acompañados por el caballo, ella le confesó que en el fondo no extrañaba a su padre y que seguía en el pueblo por rutina. En los últimos dos meses, por ejemplo, se habían acercado al lugar un par de solitarios a los que había espantado con un disparo al aire. Nunca habían llegado los piratas. Él era el primero en entrar al pueblo. No sabía, en verdad, si dejarlo permanecer estaba bien o mal, pero se daba cuenta de que le gustaba hablar con alguien. Para no desacostumbrarse a su propia voz, solía hablar con los animales que correteaban sueltos por todos lados e improvisaban refugios en algunas casas que se habían hundido tanto que las ventanas ya funcionaban como entradas. En invierno, ella dormía en alguna de esas casas, entre cabras u ovejas. En verano, a la intemperie.

Como si hablar de sí misma la sedara, fue quedándose dormida a la sombra. Barbosa se sentó al lado y le acarició la cabeza. Hacía muchísimos años que no acariciaba el pelo de una mujer tan joven. Recordó a su propia hija y por primera vez barajó la posibilidad de no encontrarla. Pensó en levantarse. Sin embargo lo detuvo la intuición de que había algo excepcional en esa situación de paz, a la sombra de un árbol. Casi un hogar. Se dijo que su antigua casa tal vez ya no existiera y que no tenía sentido buscarla. En ese momento lo tentó la idea de apropiarse del caballo de Elena. Trató de imaginarse al trote en esa pampa deprimida, pero los ojos se le fueron cerrando.

Cuando despertó casi anochecía. Elena roncaba de manera espaciada y profunda. Apenas él intentó incorporarse, ella lo agarró fuerte del brazo: “quieto, ¿a dónde va?”. “A buscar mi casa”. “¿Quién le dio permiso para estar acá?”, preguntó ella y como si no lo reconociera o su memoria tuviera un umbral que se extendía solo hasta el sueño más reciente, hurgó a los costados en busca de la escopeta. Al no encontrarla, se incorporó frenética y fue hacia el caballo. Le apuntó:

“Identifíquese”.

“René Barbosa”.

“¿Qué hace en Laprida?”.

“Vengo de visita. Estaba buscando a mi hija pero te encontré a vos”.

La chica sonrió y en vez de bajar el arma la aseguró en su mano derecha como si se dispusiera, otra vez, a usarla a modo de martillo. “No me diga. Por disposición de la superintendencia de asuntos públicos, está prohibido para los forasteros entrar a pueblos evacuados. Le doy diez minutos para que vuelva a la ruta o voy a tener que tomarlo prisionero”.

“Elena. ¿No me reconocés? Estoy buscando la casa de mis padres”.

Su nombre en boca de otro surtió un efecto encantatorio. Como no quería repetir estrategias, Barbosa le dijo que sabía lo que había pasado en el pueblo y por qué ella hacía guardia. Elena sonrió y le dijo que de algo se acordaba. El día anterior había recibido la visita de un hombre mayor. Entonces le iluminó la cara con una linterna pequeña que se encendió con intermitencias.

“Es usted. Volvió. ¿Dónde se fue?”.

“A dormir”, contestó Barbosa para abreviar. “Hagamos de una vez lo que quedó pendiente. ¿Dónde es la casa que tiene reja, ladrillos a la vista, dos ventanas enormes a la calle y puerta de hierro? No consigo orientarme”.

Caminaron por una calle estrecha, ella llevando al caballo por las riendas, él silbando adelante mientras caía la oscuridad y la luna como un sol disecado se ponía sobre el pueblo. De pronto Elena se detuvo. Señaló una fachada con la linterna. Esa era la casa que buscaba. Barbosa le preguntó quiénes habían sido los últimos en vivir ahí. Ella alzó los hombros y él le preguntó si le sonaba el nombre de una mujer llamada Malena. “¿Edad?”. Él no contestó. Sintió una rara vergüenza. La última vez que la había visto ella tenía casi la edad de Elena. Ahora debía de tener cincuenta y pico.

Las hojas de la ventana estaban entreabiertas y crujían empujadas por un viento que parecía venir del centro de la tierra. Sin ayuda de Elena, él pasó al interior y desde ahí le tendió las manos a la chica, como si la invitara a saltar a un precipicio. En la oscuridad de la cocina pudo ver la heladera Siam blanca. Instintivamente Barbosa fue hacia el interruptor de luz. Estaba en el lugar de su infancia. En la cocina nada había cambiado demasiado, las alacenas de chapa ahora estaban podridas y las puertas levemente torcidas, como si imitaran el declive de un barco encallado. Los pisos de granito presentaban rajaduras y desniveles en algunas zonas. Algunos azulejos se habían desprendido. Más que un lento hundimiento, la casa parecía denotar los efectos de un terremoto. La mesita con el teléfono negro seguía en el mismo lugar. En las habitaciones corridas las camas estaban sin hacer, cubiertas de polvo, y un goteo en una canilla del baño cronometraba esa intimidad estática en la que no había señales de desamparo porque en la casa no quedaban restos de vida humana.

Barbosa prendió las luces de las habitaciones, una por una. Aunque casi todas las bombitas estaban quemadas, un velador iluminó durante treinta segundos el cuarto que había sido de su madre, hasta entrar en cortocircuito. Ese lapso alcanzó para que Barbosa abriera los roperos y comprobara que no había nada ahí. Casi en simultáneo con el cortocircuito, sonó el teléfono. La chicharra era ensordecedora, como si ese aparato prehistórico cobijara el sonido de un campanario. Después del sexto timbre, sonó un disparo que duró y cruzó la atmósfera igual al eco de un trueno. Barbosa tardó en entender. Recordó que Elena se había quedado en la cocina, inmóvil en el centro, apoyándose sobre el arma como sobre un bastón.

La encontró en el suelo. Cabos de sangre bajaban por la heladera blanca y los azulejos. Como una especie de perito espontáneo, determinó que el tiro debía haber entrado por el mentón y le había volado la tapa de los sesos. La imagen no lo perturbó. No llegaba a ver en ese cuerpito acéfalo a un humano. Recién al pensar que el tiro podía haberse disparado por accidente, la escena tomó otro cariz y la muerte le pareció una circunstancia salvaje e injusta que pertenecía al mundo animal. Imaginó a Elena apoyada sobre la escopeta, reaccionando bruscamente ante el timbre del teléfono, y luego el tiro casual como el tarascón de una bestia sumida en la cadena de la depredación… Advirtió que el teléfono había dejado de sonar. Le intrigaba más reconstruir en un accidente una especie de crimen sin victimario, que saber quién podía estar llamando a esa hora a una casa muerta.

Ante el cuerpo tendido en diagonal, boca arriba, los restos de la cabeza sobre un desnivel y los pechos contra la camisa a cuadros, le resultó claro que la muerte había expuesto lo que Elena no había deseado ser: una mujer. Ese cuerpo, en esa posición, liberaba sensualidad. Sin embargo no parecía ser el cuerpo de alguien que había estado vivo hasta hacía diez minutos.

Barbosa retiró cuidadosamente la escopeta que había quedado atrapada bajo una pierna y la limpió con un repasador. Luego salió en busca del caballo que corcoveaba atado a un poste. Le acarició el lomo como si lo peinara y cabalgó hacia la ruta. Miró las casas de alrededor. Haber encontrado en su propia casa todo intacto, había aligerado la curiosidad de entrar a las demás. Pensó que si tuviera juventud y un ejército propio, incendiaría ese pueblo después de saquearlo. Solo una casa le interesaba, la del turco Salum. En su lugar un baldío premonitorio y poblado de yuyos ahora alojaba vacas que miraban consternadas.

Durante los primeros cien metros a caballo tuvo la impresión de que rejuvenecía. Recién en ese momento, con el cuerpo fundido a la docilidad de un animal, sintió que iba hacia su hija o, en su defecto, hacia su nieta, y que en ese trayecto, como en una cacería, no había retorno.