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Enseguida se sorprendieron del parecido de Ciudad Nueva con la Triple Frontera: chata, con plazas de cemento mal parquizadas, suburbios apáticos e inmigrantes que hablaban lenguas densas como el ruso o el turco. Estacionaron la moto frente a un discreto hotel residencial, pidieron dos habitaciones cuya llave una anciana alta, con algo de árbol, les extendió sin pedirles documentos, y se juntaron a estudiar el mapa. Aunque Bárbara no tenía en mente acompañar a Katia en su misión, opinó sobre los modos de transitar la ciudad y ubicó vías rápidas de escape para volver al hotel.
Con el correr de las horas, sintieron que no tenían ningún apuro y que nada cambiaría si prolongaban la visita dos o tres días. Ciudad Nueva debía ser uno de esos lugares de los que, una vez instalado, nadie lograba irse. Quizás el clima tórrido fomentara la inercia. La mujer que Katia buscaba tenía una vida próspera, una hija y un negocio sin rubro específico. Eliminar a una madre y como efecto colateral dejar una huérfana, era el único obstáculo moral que se interponía entre ella y sus fines.
Al caer la noche Bárbara notó que no habían comido nada en todo el día. Le resultó llamativo que ambas lo hubieran obviado, como si compartieran el mismo organismo. Propuso salir a caminar. Iba a decir comer, pero por razones inexplicables le resultó vergonzosa una propuesta tan directa. Salieron a caminar y casi sin darse cuenta terminaron comiendo en la calle, en alguno de los carritos que había visto al entrar con la moto y desde los cuales les habían gritado obscenidades que en la frontera, por una ceremonialidad que plagaba cada movimiento y cada cuadro cotidiano, nadie había osado dirigirles.
Comieron choripán y vacío en una feria cochambrosa de carritos. La iluminación era deficiente y hordas de perros flacos, que como murciélagos evitaban la luz del día, se movían entre los pasillos y los cordones de las veredas. Bárbara le dijo que si después de comer querían ir a algún bar, les convenía alejarse de la humareda. Katia se alzó de hombros y le comentó que vestida así no estaba como para salir y exponerse a un mercado masculino desconocido. “¿Qué? ¿No vamos a conocer Ciudad Nueva de noche?”, respondió Bárbara.
Una hora más tarde, eligieron al azar un bar de luces rojas que exhibía en estanterías cervezas de todo el mundo. Aunque había mesas vacías, decidieron acodarse en la barra para observar el panorama. Había pocos hombres, y el único que estaba solo bebía en la otra punta. Las ojeras redondas que acentuaban en sus ojos un estatismo de insecto, la camisa arrugada y abierta por la que asomaba el vello canoso del pecho, la barba de días, lo volvían un intruso, o al menos un personaje inusual en ese bar de Ciudad Nueva.
Katia le dijo a Bárbara que nunca se iría con un hombre como ese. Era el típico viejo perdedor, vencido por los divorcios y el alcoholismo. Para Bárbara, en cambio, ese hombre no terminaba de ser un monstruo. Era un demacrado con el que no le molestaría entablar un diálogo. Como solía pasarle cuando estaba ante un hombre al que se creía incapaz de desear, trataba de imaginar la forma de su ombligo y predecir su nacionalidad. Pensó que el ombligo debía ser puntiagudo; su origen, mexicano o colombiano.
Mientras salía y entraba gente, casi todas parejas, las dos primas tomaban una cerveza atrás de otra y se asombraban de que los pocos hombres que iban llegando solos no se acercaran a hablarles. Quizás en Ciudad Nueva pasaran más desapercibidas que en la frontera. A Bárbara, la incomodidad que le producía el ambiente la acercaba más y más al hombre de camisa arrugada. Ocupaban el mismo lugar en la escena: ignorados.
Las luces rojas ahora le conferían a sus rasgos y a su postura un rigor desaforado. Ya no era un perdedor de nacionalidad indefinida entrado en años, sino alguien demacrado pero vivo que se divertía o se dividía en la lucha, un pequeño héroe que con solo cambiar de posición podía ser un hombre erguido.
En un momento de la noche, al ir por cuarta vez al baño, Bárbara notó que su prima, en una mesa, besuqueaba a un rubio con cara de niño. Más de una vez había visto a su prima besar a un hombre y siempre había tenido la misma impresión: en esa mujer entregada era irreconocible la mujer que mataba a sangre fría.
El bar se vació, pero el hombre de botas texanas siguió acodado en la barra, tomando whisky, sin pestañar, como si escuchara una música interior. De pronto, a través del barman, le hizo llegar a Bárbara una cerveza. Ella agradeció levantando el vaso, se entretuvo mirando a su prima que ya estaba borracha y al día siguiente seguramente no iba a estar en condiciones de cumplir con su encargo. Cuando se volvió notó que el hombre estaba de pie, a su lado. Era más alto de lo que suponía. El detalle de las botas texanas lo reivindicaba. Los hombres altos tenían algo misterioso y ancestral, como los pescadores. De modo que cuando Barbosa le dirigió la palabra, ella respondió como si fuera el hombre con el que se había citado esa noche. Tuvo la impresión de que era ese tipo de jugador que hacía su apuesta a altas horas, cuando todos los deseos y expectativas se habían amoldado a una realidad simple.
Barbosa fue directo. Sin subrayar la diferencia abismal de edades o lo absurdo de su presencia en ese bar, con un tono enfático y a la vez casual, como si a través suyo estuviera hablando un mujeriego y no un setentón malherido, le preguntó si quería caminar. En ese momento Katia salió abrazada al rubio y Bárbara pensó que si llegaba a irse con un hombre que podía ser su abuelo, su prima ya no se enteraría. Esa discreción ganada volvía irrechazable la idea de caminar por Ciudad Nueva.
Salieron del bar cinco minutos después que Katia. Pese a la media botella de whisky que había tomado, Barbosa no trastabillaba. Algunas sombras, adelante, se perdían en las entradas de un subterráneo que tenía una sola línea y atravesaba la ciudad de punta a punta. A través de la neblina se veían neones azules y bares vacíos todavía abiertos. Pocos autos. El mundo parecía apagado y recién entonces él se volvió hacia Bárbara, como para asegurarse de que siguiera a su lado, y habló en un tono que de a poco se desgranó hasta volverse ininteligible cuando tomaron la Avenida 5. Todo eso que el alcohol no reflejaba en sus pasos, se traslucía en su pronunciación.
Bárbara se despabiló y entendió que el hombre al que acompañaba era inclasificable: un extranjero de frontera, un vaquero en estado terminal que arrastraba una leve renguera. No quería preguntarle de dónde venía ni qué hacía en Ciudad Nueva, por temor a encontrar en él su propio origen, pero intuía algo familiar, como si fueran aliados en la misma clandestinidad utópica. Y pese a su aspecto, parecía un hombre sensible. Según su experiencia, eran estos hombres los que mejor sabían tratarla, y los que presentaban billeteras más nutridas si al irse decidía robar.
Cuando tras veinte minutos de caminata él se desvió de la Avenida 5 y la condujo hacia su alojamiento, ella no pudo negarse a algo que él no le había propuesto, algo que de pronto se había vuelto un sobreentendido.
En la recepción Barbosa saludó a un conserje y ella lo siguió sin decir nada. En el ascensor espejado no pudo contener la curiosidad y le preguntó a qué se dedicaba. Barbosa disimuló la sonrisa y le dijo que era muy largo de explicar; tal como preveía, la pregunta por su oficio había llegado en un momento de desconcierto extremo, cuando la seducción estaba por completarse.
Pasaron al cuarto. Él la invitó a sentarse y tomar algo, pero ella contestó que necesitaba usar el baño. En el trayecto, atravesó un hall con una alfombra persa y mesitas laqueadas estilo Luis XV. Le intrigó el desfasaje que había entre la decoración del hotel y su ocupante. Definitivamente no estaba en un hotel típico, y su posible víctima, además de una billetera holgada, debía tener pertenencias valiosas. Aunque no tenía ganas de hacer pis, se bajó la bombacha y se sentó en el inodoro. El ambiente lujoso, la impresión de estar envuelta en una escena irracional, la convencieron de que, si se daba la situación, podía acostarse con ese hombre de aspecto prehistórico y modos lentos.
Un rato después Barbosa, otra vez, la invitó a tomar asiento. Se incomodó al sospechar que en ella algo indicaba, quizás los ángulos de la cara o el grano de la voz, que era transexual. Para disimular sus nervios, empezó a hablar de política, o mejor dicho de rectas y vectores sociales que a su modo de ver podían transpolarse a la vida familiar creando una nueva economía amorosa. Acotó que todo lo acababa de pensar en la barra del bar y que no tenía muy claro por qué se lo contaba a ella: quizás porque había pasado por Buenos Aires y había recordado sus años de juventud. No esperaba su opinión, simplemente necesitaba pronunciar ideas que con cada whisky habían ido aumentando.
Después de ese corto monólogo, Bárbara no identificó en Barbosa al hombre que había visto en el bar, ni al ricachón que planeaba desvalijar. En todo caso era un hombre incompleto, alguien extrañamente bienaventurado que parecía de vuelta de algún infierno personal. Pensó que debía insistir y le preguntó de dónde venía, como si ahí residiera el secreto de su personalidad. Quizás estuviera ante una oportunidad grande, más grande de lo que suponía.
En vez de contestar a la pregunta de ella, él le explicó quién era, con una sinceridad extraña que daba su carrera por concluida: un estafador que vivía en la Triple Frontera y estaba en Ciudad Nueva para encontrar a su hija.
“Los estafadores también se jubilan, no envejecen porque sí...”, sonrió, y pese al nerviosismo que le generaba sospechar que en ella había también un hombre, sintió la tentación de acercarse para acariciarla, pero súbitamente se inhibió, se sacó la camisa y dijo que se iba a ir a dormir: todos los whiskies que había tomado durante el día le pesaban como estafas mal resueltas.
Ella caminó por el cuarto. Se sintió patética por haber especulado con la idea de acostarse con un viejo. Tuvo ganas de decirle que también vivía en la Triple Frontera y que haberse encontrado a más de mil kilómetros ameritaba al menos un revolcón.
Escuchó la voz de él, llamándola. Rastreó el origen de esa voz. De pronto se sintió sobria al presenciar cómo un estafador de piernas escuálidas se metía en calzoncillos largos bajo un grueso acolchado para luego preguntarle: “¿necesitás algo?”. La escena no hacía más que purificarlo. Si él ahora la invitara a meterse en la cama, ella no dudaría en obedecer y entrar en una aventura pacífica.
“Los estafadores somos destructores de materia”, murmuró él, “como los tiburones”.
Ella se preguntó si esta sería una manera de invitarla a pasar a algo que se gestaba, invisible y vivo, bajo el cubrecama. Que él fuera “un estafador” no significaba nada, especialmente en la Triple Frontera, donde timar era una cuestión de supervivencia. Le daba lo mismo que le dijera que era un cazador de mariposas o un jardinero.
Barbosa, a tres metros, ajustó una sonrisa y le pidió que se desnudara y que se mantuviera lejos un rato para mirarla. Ella se desvistió sin sacarse la bombacha, acumuló el atado de ropa sobre una silla y se excitó un poco pensando que ese tipo de directivas le daban los hombres mayores a las putas. Pensó que un hombre espera de una puta la posibilidad de transferir algo anónimamente, como si en el fondo se confesara, y le preguntó entonces si tenía algo importante que contarle, un secreto que jamás hubiera revelado y que hubiera marcado un antes y un después en su vida.
“Me hice estafador por miedo a ser un genio. Por eso me fue tan bien”.
Bárbara se sentó al pie de la cama, atravesada por un escalofrío. Se preguntó si Barbosa sería el estafador de los mil nombres que, se decía, había matado al novio de Raluca. Para disimular la desconfianza, le pidió una remera prestada. Era improbable que tuviera enfrente a uno de los hombres más buscados de la frontera. Decidió que, para averiguar más, en todo caso omitiría contarle que ella también era de la frontera. “Todavía no vamos a dormir, no te pongas la remera”, contestó él, y le señaló el ropero y un poco desconcertado dijo: “¿no te interesa mi vida?”. Ella eligió una remera, le dijo que no iba a obedecer caprichos y que se iba a meter en la cama a dormir cuando quisiera, con o sin remera. Barbosa no tuvo tiempo de replicar nada y pensó que esas piernas largas, combinadas con una cabellera roja y facciones angulosas, eran lo más exótico que había visto con tanta cercanía en los últimos años.
Una vez debajo de las sábanas, se apuró a acariciarle un muslo y sintió que revivía: la piel joven, al tacto, le transmitía una frescura inaudita, como si bajo su palma corriera agua. Dejó la mano inmóvil sobre la pierna y recuperó la impresión de que bajo esa piel tal vez yaciera un hombre. A ella no pareció molestarle el roce y la tensión de la mano; le pidió que siguiera contando: su historia le sonaba a cuento de hadas capaz de combatir los efectos del alcohol y divertir a una mujer a altas horas.
Barbosa, sin apartar la mano del muslo, pensó que de haber abandonado la Triple Frontera antes, habría tenido una vida menos hermética. Se preguntó hasta qué punto debía decir toda la verdad y hasta qué punto debía mentir para ganarse la admiración de Bárbara, si es que a esa altura de la noche tal cosa importara o fuera posible. Se reclinó levemente sobre el respaldo y se colocó dos almohadas bajo la espalda. Le preocupó no tener una estrategia para retenerla cuando ambos estuvieran sobrios. Recién ahora, con los recuerdos encendidos, empezó a ligar los fragmentos de su vida y componer una totalidad. Desde hacía tiempo sabía que una escena había marcado el principio de su derrumbe y la estafa como horizonte:
Él, en el año noventa y nueve, con el resultado de la biopsia bajo el brazo, observa a su padre desde la calle leyendo el diario en el bar Pacífico, esquina Godoy Cruz y Santa Fe. Cada día, desde cuatro meses atrás, cuando se descubrió enfermo y decidió mudarse a Buenos Aires, él lee los clasificados en la misma mesa en busca de autos antiguos y de excusas que alimenten un espejismo: tener vida por delante. Al verlo entrar, Luis Alberto se incorpora; no ve en él a un mensajero de la fatalidad sino a un hijo recuperado que ahora, en la enfermedad, es el único que batalla con la burocracia del sistema médico y está listo para acompañarlo hasta el final.
A diferencia de días anteriores, no especulan sobre planes posteriores a la cura, no comparten risas levemente impostadas por el tiempo que separa, en una misma realidad, a un hombre que al borde de los cuarenta debe decidir qué hacer con su vida y a un hombre afantasmado por la posibilidad de morir. Le propone a su padre ir al Hipódromo de Palermo, en vez de revelarle que su enfermedad es irreversible. Desde que dejó el ajedrez, ha sentido periódicamente una atracción compulsiva por los casinos y los hipódromos, cosa que ha controlado limitándose a estudiar los ciclos del azar en la ruleta y a leer libros sobre póker.
Son diez cuadras a pie que su padre se niega a caminar y que la línea 34 cubrirá conectando la estación de tren Pacífico con ese infierno de derrotados que el clima festivo de cada carrera y los pura sangre expuestos en la redonda transforman en un pasajero edén. Pese a las señales de la enfermedad, el padre prende un cigarrillo. Apenas alcanza a darle tres pitadas, porque el 34, a lo lejos, asoma la trompa azul con faros redondeados entre la marea de autos. El colectivo está repleto de hombres que hablan como si nunca hubieran perdido en el hipódromo.
Una vez en el fondo del colectivo su padre le confiesa que en la década del cincuenta, “antes de que tu madre se embarazara de vos y me arrastrara de los pelos a Laprida”, iba al hipódromo todos los fines de semana: el paddock estaba repleto y los mozos se paseaban con pavos humeantes en bandejas de plata y el furor de la tribuna cada vez que Yatasto cruzaba el disco se comparaba con los gritos que en Plaza de Mayo arrancaba el General Perón.
En el hipódromo lo primero que hacen es acercarse a la redonda en la que se exhiben caballos lustrosos que el cuidador de turno pasea con cabestro. Pese a contener una perfección mitológica, en cada caballo está dispuesta la falla de la muerte. Cada caballo, una vez transformado en máquina, está acorralado en su instinto como un padre en la paternidad. Aunque su padre sabe que no debe guiarse por la apariencia vigorosa y el manto de un caballo, elige a sus favoritos de esa manera, como si fuera su última apuesta y decidiera en esa instancia volverse un supersticioso del pálpito: hay dos bayos, un tostado, un zaino colorado, un tobiano, un rosillo, un tordillo y un cebruno. El tobiano y el rosillo le atraen; son a su especie lo que él, Luis Alberto, al género humano: animales sobre los que pesa una particularidad. Solo que en su caso la particularidad está determinada por algo sombrío y accidental, la enfermedad.
Con las apuestas decididas, se dirigen al borde de la pista, donde por turnos los mismos caballos pasan al trote. Durante horas, sucesivamente, mientras la luz se vuelve parda y cae una tarde más en la historia de las derrotas en el Hipódromo de Palermo, apuestan en la sexta, séptima, la octava, la novena y la décima carrera. En ninguna los caballos que elige su padre quedan entre los tres primeros. Esa tarde la mala suerte es cuestión de sangre. Piensa que es una pena que justo cuando se dispone a tener una relación frontal con su padre asome la muerte, aunque tal vez sea a la inversa y la muerte torne urgente esa relación.
Los últimos burreros se dispersan, muchos van hacia la estación de tren más cercana o esperan esa barca, con el 34 grabado en la proa, que transporta almas consumidas. Su padre lo toma del brazo, lo aferra y le dice, como si se disculpara por la tarde y a la vez leyera en el mal don el resultado de la biopsia, que bajo la mesada de la cocina guardó un paquete con dinero.
Con esa última escena en la cabeza, Barbosa se duerme. Acaba de encontrar la punta del ovillo de la cual tirar para empezar a entender por qué, a través de la estafa y no del duelo, incorporó el fantasma de su padre, y por qué desde hace años aplaca el miedo cotidiano a la muerte seduciendo incautos. Su mano derecha todavía descansa en el muslo de Bárbara. De pronto lo acaricia como si un trozo de esos pura sangre apolíneos que decoraron una tarde desgraciada más de treinta años atrás, se hubiera traspapelado o reencarnado en esa joven cuya sexualidad no se anima a descubrir. Ella despierta y lo mira estupefacta bajo la luz del amanecer.