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Katia despertó junto a un rubio que no le había hecho el amor alegando que no estaba preparado para intimar con una extraña. Él seguía vestido, como antes de dormir; solo se había quitado las medias, los zapatos y el saco que en el respaldo de una silla se había arrugado y parecía la prenda de un derrotado. Antes de dormir había dicho que por más bella que le pareciera, necesitaba conocerla, y al levantarse había insistido, sin que mediara ninguna demanda por parte de Katia: no podía desnudarse ante alguien anónimo.

Ella conocía bien la perorata con la que ciertos hombres acomplejados se autoconsolaban para no asumir la propia incapacidad de tratar a una mujer. En el fondo él, como tantos otros hombres neuróticos y moralistas, se sentía atemorizado por la sexualidad de una hembra y hacía lo posible por no aceptarlo. La ilusión de conocerla mejor era un modo de aplazar el encuentro y encubrir el pánico hasta contagiar en ella su propia inseguridad. Toda su naturaleza masculina estaba en juego ahí, en la obligación de satisfacer a una hembra. No conocía hombre que pudiera salir de esa trampa sin la ayuda de una mujer piadosa.

“Si no entendés que satisfacer a una mujer no es una obligación, no vas a poder desear a ninguna nunca. ¿Alguna vez cogiste bien con alguien?”, y antes de que él pudiera responder, ella fue categórica: “no, y no me mientas. Tremendo lomo para nada. Tendrías que haberle hablado a mi prima, no a mí. Se especializa en cagones que les tienen miedo a las mujeres. Andate ya mismo”, y le vino a la memoria aquel bibliotecario inapetente, un hombre que al respetar los límites de su propio deseo y no ir más allá, había sido un hombre distinto, un macho negativo que se había vuelto inolvidable.

Él permaneció atónito. Tardó en digerir el ultraje. Observó el modo en que Katia se maquillaba y lo vigilaba de reojo. Se reanimó al ver la manera en que revisaba su bolso, elegía ropa y se vestía. Tanto lo había atemorizado el carácter de esa mujer, que no había prestado atención a los gestos de su cuerpo. Recién ahora, al sentir que la perdía, pareció notar la juventud, el peso sutil de las curvas y la piel diurna que articulaba la belleza de una joven con la de un animal ágil y liviano. ¿Cómo había podido temerle? Todavía no era una mujer. No había peligro. Intentó acercarse dispuesto a reivindicar su virilidad, le tocó un hombro pero ella le dijo que se fuera, que era tarde, que tenía compromisos.

“¿Como cuáles?”, preguntó él.

“Como matar a alguien”, dijo ella en tono bromista, y fue al baño con la cartera para cargar la Colt Anaconda. Volvió al cuarto y se calzó los borceguíes. Él seguía ahí; había empezado a desvestirse y susurraba enternecido: “por favor”. Katia entendió enseguida que ese pobre rubio se estaba masturbando y pretendía mostrarle a destiempo la posibilidad de lograr una erección.

“Hacés todo al revés”, le dijo.

Si no hubiera estado registrada en el residencial y un acto sanguinario no comprometiera a su prima, alojada en la habitación contigua, en ese mismo momento Katia habría acabado con la vida monocorde de ese pajero. Nunca había matado a nadie por propia voluntad y sabía que en esto residía su eficacia profesional. Si mataba a una sola persona por odio, ponía en riesgo su futuro. Matar por odio a un excedente masculino en el mundo podía tornar absurda la posibilidad de matar por dinero.

En vez de apuntarle con la Colt, le dijo que estaba solo con su pija, que no tenía nada que demostrar, que había perdido la oportunidad porque todavía no era macho y no sabía escuchar su instinto, y que no le hiciera perder más el tiempo. De inmediato la erección cedió. Él juntó su ropa, salió del cuarto y se convenció de que el terror que irradiaba esa mujer justificaba la precaución de conocerla mejor.

Katia lo empujó hasta el ascensor, marcó planta baja, volvió al pasillo y a través de las puertas que se cerraban, le dijo que ni se le ocurriera volver a buscarla, que si se cruzaban de nuevo sentiría realmente las consecuencias de haberle fallado al deseo de una mujer. Esperó cinco minutos en el cuarto, para estar segura de que se hubiera alejado. Jugó con el tambor de la Colt y por fin salió.

En la puerta del hotel se encontró con su Royal Enfield reducida y desguazada. Quedaba el armazón, semejante al esqueleto de uno de esos dinosaurios que todavía se exhibían en algunos lugares del mundo, con el casco rojo y abollado colgando del manubrio. Fue a la recepción para hacer averiguaciones, pero no había nadie. Trató de recordar quién atendía: le vino la imagen de una anciana de vestido azul. No, esa mujer inofensiva no podía haber entregado su moto a reducidores urbanos. Recién en ese momento notó que su prima no había vuelto al hotel y conectó los dos hechos. Se sintió sitiada por fuerzas extrañas en una ciudad distinta a todas y se dijo que tenía que salir de esa trampa llamada Ciudad Nueva lo más rápido posible. Estiró el papel con la dirección de Malena y salió a pie a cumplir su misión, arrastrada por un nerviosismo bautismal. Nunca había trabajado sin moto y sintió otra vez que ese era su primer encargo. Cada vez que se detenía a preguntar por una calle, el suelo vibraba levemente, como si acabara de pasar un tren.

Dio con el domicilio de Malena al mediodía, cuando el sol caía a plomo. La humilde zona residencial carecía de árboles, como la mayor parte de la ciudad, y Katia tuvo que guarecerse del calor bajo la sombra de la única edificación con balcones. Desde ahí podía ver en diagonal la entrada y salida del monoblock. Igual que un banco, tenía una puerta giratoria a la que le faltaban varios paneles de vidrio. El edificio parecía inconcluso. Alrededor de algunas ventanas y medianeras se veían rajaduras producidas por filtraciones y por cambios abruptos de temperatura que corroían un revoque grueso que nadie se había tomado la molestia de pintar.

Al vigilar bajo ese calor que incluso era sobrenatural para su lugar de origen, borró los recuerdos del rubio. Imaginó que era un día excepcional o que en Ciudad Nueva, al igual que en los antiguos pueblos, se respetaba el encantamiento de la siesta. No circulaban personas en la calle. Cada tanto, algún auto.

Después de unas horas Katia intuyó que nadie saldría de ese edificio. En algún momento, cuando empezó a sentir sed, temió lo peor. No había pensado en la posibilidad cierta de deshidratarse por no tener movilidad: sin moto era una inválida. Había perdido la orientación y si de casualidad lograba cumplir su misión, no sabría bien para qué lado huir.

Hizo fuerza para traer a su cabeza la imagen de la moto, como si de esa forma pudiera encarnarla y salir de ese suburbio desolado en busca de agua. Algo que había pasado por alto a su llegada ahora se le volvió evidente: en esa ciudad no existían más que viviendas y los únicos negocios eran los carritos callejeros de la noche anterior. La única manera de obtener agua de inmediato, entonces, era acceder a una vivienda, golpear una puerta y pedir auxilio, aunque tal cosa la obligara a inventar una explicación sobre su presencia en el barrio. Si usurpaba un departamento desocupado y con vista a la calle, hasta podría revisar la heladera en busca de alimentos y sentarse a vigilar detrás de una ventana. No había desayunado. Pensó que a eso podía deberse su malestar. La ingesta de alcohol del día anterior acrecentaba su sed. Encontró una relación directa entre la amargura que le había dejado el rubio y el ardor en la boca.

Empezó a preguntarse si no le convenía irse y dejar para el día siguiente la pesquisa, pero por fin alguien, en ese momento, salió del edificio en cuestión. Eran dos mujeres. Probablemente fueran madre e hija. Tenían el mismo porte y la misma piel. Pero lo que las volvía inconfundibles era el tipo de piernas: largas, musculosas. La mayor de las dos tenía el aire de Malena. Buscó en el bolsillo la fotografía. Nada. Los bolsillos estaban vacíos; en el fondo, un rastro de pelusa. De haber tenido la moto y la fotografía, el trabajo ya estaría terminado. Cinco segundos y ya.

Caminó detrás de las dos mujeres como si reptara. Sintió que dejaba tras de sí un rastro húmedo. Se mareó pero no tanto como para perder a sus perseguidas a la vuelta de la esquina. Caminaban de un modo asombrosamente lento y sin embargo no podía alcanzarlas. ¿O contra todas las impresiones caminarían rápido? ¿No convendría disparar a la distancia, por la espalda? Tanteó el revólver. ¿Pero cuál de las dos era? Le sorprendió que madre e hija pudieran ser tan parecidas al momento de morir. Una equivocación en esa instancia podía resultar imperdonable. Debido a la autoexigencia en su oficio, equivocarse de víctima o matar a alguien de más podía resultar una mancha en la conciencia. Trató de acelerar el paso. La calle estaba cuesta arriba. Si tuviera la foto… Se le ocurrió que el rubio podía haberla extraído de su bolsillo, junto al dinero y los documentos. Las dos mujeres se alejaban en el horizonte. Como pudo, Katia siguió trepando. Las siluetas se volvieron pequeñas y en ese momento un hombre anciano, encogido bajo una túnica blanca detrás de un carrito ambulante con sombrilla, la detuvo:

“¿Podría decirme qué quiere…?”.

“…”.

“No usted, sino la mujer en general”.

“¿Por qué me lo pregunta?”, repuso Katia antes de arrojarse sobre una botella de agua casi vacía que el hombrecito tenía a la vista.

“Porque adivino el futuro”.

“¿De qué modo?”, preguntó después de extraer de la botella las últimas gotas de agua.

“A través del tarot dividido. ¿No ve?”, y le señaló las cartas dispuestas sobre un paño.

“¿Tres cartas solamente?”.

“Tres cartas e infinitas combinaciones”.

“¿Y qué importa…?”, a esa altura Katia había olvidado la pregunta.

“¿Qué importa qué? ¿Lo que quieren las mujeres?”.

“Sí. ¿Qué tiene que ver con las cartas?”, en ese momento se dio cuenta de que hablando le volvía el alma al cuerpo.

“Es que nuestra naturaleza empaña lo que deseamos”, dio vuelta una carta con la mano visible.

“Queremos ser amadas. Solamente eso”.

“¿Conoce el amor?”.

“No”.

“Por eso quiere ser amada”, dio vuelta otra carta.

Katia recordó en ese mismo momento que tenía un encargo que cumplir.

“Las dos mujeres que pasaron… ¿Las conoce?”.

El hombre abrió los ojos con decisión. Apoyó sobre el paño la mano que mantenía oculta. Tenía tres dedos idénticos, del mismo tamaño, y dos dedos mutilados. A Katia le pareció natural que faltaran dos dedos. Acompañando sus pensamientos, él dijo:

“En una mano no pueden caber más de tres dedos iguales, ni tres dedos iguales junto a dos dedos de distinto tamaño”, y dio vuelta la tercera carta y como si en la figura hubiera menos una predicción que una autorización a responder a la pregunta que ella le había hecho, dijo:

“Pasan todos los días a la misma hora. Y vuelven a la misma hora por este camino”, miró su reloj y agregó: “en cinco minutos van a pasar delante nuestro”.

Solo por curiosidad, Katia preguntó dónde habían ido. Después del diálogo con el hombrecito, se sentía descansada y no quería caer en un silencio que la sumiera en el agobio del calor y la insolación.

“¿Cómo voy a saberlo?”.

“Las cartas…”.

“Las cartas hablan del futuro, no del presente. Hágase a un lado”, y repicó las uñas de sus tres dedos contra la chapa opaca del carrito. Se llevó un dedo a la oreja y murmuró cosas en voz baja. Como si hubiera llegado a una conclusión, dijo:

“¿No piensa pagarme nada?”, y sonrió de un modo infantil. Los dientes que le quedaban eran pequeños, como de leche, y la lengua parecía demasiado grande y untuosa para una cavidad resecada por los años.

“Hace mucho calor para perder el tiempo con un loco”, pensó ella, y discernió en el horizonte la figura de las dos mujeres que volvían. Esta vez iba a verlas de frente y podría diferenciar a madre e hija. La ausencia de la moto ya no la abrumaba. Esperar a sus víctimas en vez de ir por ellas le agregaba a su profesión una complejidad desconocida. Se alejó un poco y en una esquina decidió parapetarse. Se preguntó si el anciano, en represalia a su falta de limosna, no les diría, cuando pasaran frente a su carrito, que alguien las buscaba. Supuso que no podía quedarle cordura para una delación.

Tal como preveía, las dos figuras aparecieron en el horizonte, cuesta abajo, y con una tranquilidad autómata pasaron junto al carrito y se encaminaron hacia la emboscada. Todavía con sed, pero vuelta en sí después de encontrar en el lenguaje una manera de horadar el calor, Katia desenfundó su Colt Anaconda y la mantuvo contra su pierna, con el brazo estirado, lista. Esperó y los segundos parecieron gotear en su frente. Quitó el seguro del revólver y se preparó. En ese momento alguien la tomó por el hombro bruscamente desde atrás, deteniendo el recorrido del brazo. Madre e hija retrocedieron aturdidas por la descarga de una bala perdida. El hombre que la había sujetado se aferró a ella y le dijo que no hiciera locuras. Cuando Katia entendió que quien había echado a perder su trabajo era el rubio, permaneció quieta, se dejó abrazar, tuvo un momento de perplejidad que se mezcló con una serenidad extraña, y rápidamente rumió una venganza. Malena ya se había escapado y algunos vecinos se habían asomado a la ventana sin demasiada expectativa.

El rubio, desde atrás, aflojó la presión. Katia se dijo que en algún momento él dejaría de abrazarla para intentar besarla. Entonces aprovecharía. Cuando los curiosos apabullados por el calor se retiraron de las ventanas, el rubio cedió y empezó a acariciarle las tetas por encima de la remera. Katia se dio vuelta, acercó su cara a la de él como si se dispusiera a besarlo, y cuando percibió que la fuerza de su abrazo cedía del todo, apoyó las manos sobre su pecho y lo empujó contra el portón de un edificio. Empuñó la Colt y apenas le dio tiempo de entender que estaba por ser ejecutado. Le habría horadado la oreja derecha si él no hubiera intentado apartar la cabeza y no se hubiera cubierto la cara con una mano como si se protegiera de la luz del sol. El tiro le reventó la frente.

Ciega de ira, Katia corrió hacia donde había visto a Malena por última vez. Se figuró que todavía no habían entrado al departamento y estaba a tiempo de quemarla de lejos con un tiro de alta precisión. En ese momento, cuando ajustaba en su cabeza una escena propia de un coto de caza y no de una ciudad, un ruido de sirenas empezó a cercarla y una voz de alerta que venía del cielo la detuvo en seco. “Manos arriba”. “Deténgase o disparo”. Frases hechas que conocía por viejas películas. Trató de recordar cómo reaccionaban a la amenaza de la ley los héroes del cine. Una fuerza extraña la mantuvo quieta. ¿Si al imitar la ficción algo fallara? ¿Si imitar fuera morir? Levantó los brazos. La misma voz amplificada desde arriba le ordenó que soltara el arma. Ella se dejó arrullar por la voz. Al chocar contra el suelo, la Colt soltó un ruido muerto. Como si rendida su dueña pasara al reino de esos objetos amorfos que una vez olvidados en la calle ya no vuelven al hombre.