Capítulo Ocho

 

 

 

 

 

Con Montana en brazos y en compañía de Tom, Darcy se hallaba sentada en el banco de columpio de la veranda el lunes por la tarde. El sol de Arizona ya estaba bajo y bañaba la tierra de tonos rojizos, amarillos y rosáceos. Las sombras se alargaban sobre el desierto. Los cactus parecían demasiado cercanos, y demasiado lejanas las montañas. Era una vista hermosa, de la que jamás se cansaba y que había anhelado durante su estancia en Baltimore. Después de pasar aquel último año admirándola, se preguntó cómo podría volver a renunciar a ella. Aquel preciso instante, sentados allí los tres disfrutando de la brisa, le parecía la mejor definición de la felicidad.

Sonrió al mirar a Montana. Arropada con una manta de algodón, parpadeaba, suspiraba y abría los ojos al mundo mientras agitaba sus manitas en el aire. Un sentimiento de puro amor por aquella pequeña que tanto había cambiado su vida inundó de pronto a Darcy.

–Se parece mucho a su mamá, ¿verdad? –pronunció de pronto Tom.

Conmovida por aquel comentario, por su cercanía, pero sintiéndose muy poco deseable con sus anchos vaqueros cortos y su vieja camiseta rosa, se atrevió a mirar a Tom, vio la amplia sonrisa que tenía pintada en la cara y volvió a concentrarse en Montana.

–Sí. Pobrecita.

–¿Pobrecita? Nada de eso –se removió bruscamente en su asiento y, al hacerlo, desequilibró el columpio–. Ooops. Agárrate bien.

Darcy obedeció… y se sorprendió a sí misma abrazándose a Tom para sujetarse. Contuvo el aliento. Pero una vez que Tom detuvo el movimiento del columpio, de inmediato Darcy se puso a hablar, principalmente para disimular su nerviosismo.

–¿Sabes? Hay una cosa que aún no comprendo de lo que estuvimos hablando ayer por la tarde. Tom, explícame por qué has decidido quedarte con nosotras ahora. Y no me obligues a discutir contigo para arrancarte una respuesta, Tú y tus maneras de «tipo duro y silencioso». Me temo que has visto demasiadas películas del Oeste.

–¿Crees que soy un «tipo duro y silencioso»? –sonrió.

–Esa no es la pregunta, Tom Elliott –ruborizada, desvió la vista. Era más fácil mirar el desierto que mirarlo a él… sobre todo cuando tenía el rostro tan cerca del suyo–. Lo único que sé es que anoche, cuando salí del dormitorio… Por cierto, jamás podré perdonar a Johnny Smith por el susto que me dio.

–Yo tampoco. Pero tenemos que ser comprensivos con el pobre tipo. Tiene más problemas con las mujeres que cualquier otro hombre que haya conocido.

–¿Johnny… problemas con las mujeres? –frunció el ceño, incrédula.

–Pues sí: su madre, la tuya, y tú.

De nuevo se dio cuenta Darcy de que Tom había conseguido eludir la pregunta que le había hecho, y decidió regresar al tema del que se habían desviado.

–Bueno, en cualquier caso, anoche volví al dormitorio para echar un vistazo a Montana y cuando salí me encontré con que te habías ido. Luego, un par de horas después, me encuentro con que has vuelto después de haber pagado la factura del hotel. Y aún sigues aquí. ¿Qué es lo que pasó? Y, por favor, sé específico.

–Sí, señora –respondió riendo Tom–. ¿Sabes? No sé por qué has esperado hasta ahora para preguntármelo. Después de todo, llevo todo el día de hoy aquí.

–Bueno, tus pertenencias sí, pero tú no.

–Es cierto. Tenía que ocuparme del negocio en Phoenix.

Darcy se dijo que acababa de dar en el blanco.

–Ocuparte de lo del trato de la tierra y del fondo fiduciario, ¿verdad?

–Sí. Tenía que hacer algunas cosas, pero ya he acabado con ellas.

–Muy bien. Debes de haber estado muy ocupado con esas cosas, porque has estado fuera durante la mayor parte del día –las palabras salieron de sus labios antes de que pudiera evitarlo. Temía que Tom descubriera que lo había echado mucho de menos, a juzgar por el tono de reproche que había utilizado, y aclarándose la garganta, añadió–: Sea como sea, ¿cómo es que has decidido quedarte aquí?

–Te contesto con dos palabras: tu madre –y recitó de corrido la larga parrafada que le había soltado Margie–: Tu mamá dijo que si ni siquiera podía ausentarse de casa y dejarte sola con la niña, sin que un par de hombres inútiles te provocaran un desmayo y dejaran al bebé con un pañal mojado y llorando de hambre, lo más prudente era que yo plantase mis «reales» aquí y mantuviera este lugar despejado de gatos machos al acecho –tomó aire, aliviado–. Ya está. Eso fue.

–¿De verdad que mi madre dijo eso… –Darcy se quedó mirándolo, incrédula–… de los gatos machos al acecho? –al ver que asentía, se desesperó aun más–. Creo que voy a matarla.

–Bueno, no le digas que te lo he dicho yo. No quiero que se enfade conmigo.

–¿Es que un vaquero como tú tiene miedo de un ser como mi madre?

–Desde luego que sí. ¿Tú no?

–Bueno, claro que sí. Todo el mundo le tiene miedo, incluso John Smith. Y eso que está armado.

–Ah, Johnny –sonrió Tom–. El codiciado soltero número tres.

–¿Johnny Smith el codiciado soltero número tres? Oh, qué va. ¿Cómo has podido pensar eso?

–Lo sigo pensando. Problemas con las mujeres, como te decía antes.

Darcy contempló la expresión sonriente de Tom y entrecerró los ojos.

–La imagen de un desfile de los más codiciados solteros de Buckeye te divierte bastante, ¿verdad?

–Tengo que reconocer que sí. Personalmente, creo que Johnny es mejor partido que aquel otro… ¿cómo se llama?

–Vernon.

–Eso, Vernon –volvió a reír entre dientes, pero sin hacer más comentarios.

Darcy quiso desesperadamente preguntarle si él mismo se consideraba un buen partido para ella. Pero no lo hizo porque, para empezar, eso habría sonado demasiado… desesperado. Y, en segundo lugar, porque no quería ningún hombre en su vida, ¿verdad? Verdad. Entonces, ¿por qué había tenido que conocer a Tom precisamente en aquella etapa de su vida? No le parecía justo. Era tan guapo, tan tierno y cariñoso, tan divertido, tan sexy…

–Por cierto, Tom… –insistió, incapaz de establecer contacto visual con él–, todavía no has contestado a mi pregunta de ayer.

–Tienes que ser más precisa. No he dormido nada desde entonces.

Demasiado consciente había sido Darcy de que había dormido en la habitación de los invitados contigua a la suya. ¿Qué haría ella si se quedaba demasiado tiempo en su casa? Sacudió la cabeza, intentando recordar qué era lo que iba a preguntarle, cuando detrás de ellos se abrió la puerta corredera de cristal. Solo podía tratarse de una persona.

–¡Yuu-juuu! –gritó Margie Alcott–. Vengo a ver al bebé y a cambiarle el pañal.

Margie salió al porche y los contempló con las manos en las caderas. Luego sacudió la cabeza con gesto teatral en dirección a Tom.

–¿Qué significa eso, mamá? –no pudo evitar preguntarle.

–Oh, nada, Darcy Jean Alcott –luego, se inclinó para levantar a la niña–. ¿Ya le has dado de mamar?

Tom carraspeó y un rubor tiñó las mejillas de Darcy.

–Sí, mamá. Aquí mismo, delante de Tom.

–Cuida tus maneras, jovencita. Me refería a si le habías dado de mamar antes de salir al porche. Así que no te irrites tanto. Y ahora , los dos podéis seguir sentados ahí durante toda la tarde muriéndoos de calor, si os apetece. Pero yo voy a meter a la niña en casa antes de que se tueste con el sol.

–¿Qué se tueste con el sol? ¡Pero si apenas hace diez minutos que la he sacado! –Darcy se volvió para contemplar la figura de su madre, que ya se retiraba al interior de la casa–. El sol ya estaba bajo y la he tapado con la sábana y…

–¿Darcy? –Tom le puso una mano sobre su brazo desnudo.

–Jamás dejaría que se quemara con el sol, Tom.

–Ya lo sé. Y ella también. Simplemente está representando el papel de abuela.

–¿De abuela? Más que abuela de Montana, es su madre –sacudió la cabeza, a punto de llorar–. Te lo juro, Tom, parece que no puedo hacer nada bien con esta niña.

–Yo creo que puedes, Darcy. Yo lo creo…

–Incluso las amigas de mamá vinieron hoy y estuvieron contándome sus historias de horror. Freda incluso me preguntó si me había acordado de darle de mamar a Montana. De darle de mamar, Tom…

–Y lo has hecho, ¿verdad?

Darcy asintió, sin asimilar del todo sus palabras de consuelo.

–Estuvieron diciendo cosas horribles, como que no debía apretar el sensible punto de la coronilla de Montana si no quería que perdiese el cerebro –aterrada, se retorció las manos–. Dios mío, ahora tengo miedo incluso de hacerle eso por accidente–. Mírame. Tengo miedo de que se me caiga al suelo o de olvidarme de darle de mamar o de cambiarla. Incluso podría olvidarme de dónde la he dejado…

–No, eso no te pasará, Darcy.

–Pero podría…

No podrás, Darcy –se volvió hacia ella y le tomó las manos entre las suyas, obligándola a que lo mirara–. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? No te olvidarás de hacer nada que necesites hacer por Montana. No te olvidarás. Porque eres una buena madre y amas a tu bebé. Y eso es todo lo que cuenta. El resto vendrá dado por la experiencia.

–¿Estás seguro? –Darcy deseaba creerlo. Lo deseaba de verdad.

–Sí. Sam me dijo que ella había tenido esos mismos miedos con su primer bebé. Y supongo que tu madre y sus amigas te habrán dicho lo mismo.

–Bueno, eso es cierto. Mi madre me contó algo así el otro día.

–¿Lo ves? Darcy, tú eres una buena madre. Y yo creo en ti.

De inmediato, Darcy sintió que el corazón se le henchía de emoción. Lo miró fijamente, memorizando sus rasgos. Tom creía en ella. Creía de verdad en ella. Él pensaba que podría salir adelante. Antes de que pudiera volver a levantar su barrera emocional, le dijo lo que estaba pensando:

–¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres un gran tipo, Tom Elliott?

–Últimamente no.

Sintiendo todavía la impresión de su contacto sobre su brazo desnudo, Darcy se volvió en el columpio.

–Bueno, pues lo eres. Haces que me sienta mucho mejor –se atrevió a mirarlo de nuevo, sonriendo agradecida.

Tom le rodeó entonces los hombros con un brazo, en un íntimo gesto que le provocó un cosquilleo en la piel.

–Bueno –pronunció–. Entonces, mi trabajo aquí ha terminado.

Darcy contuvo el aliento: no le gustaba el tono de despedida de aquellas palabras. Estirando las piernas, fingió contemplar sus sandalias.

–¿Quiere eso decir que montarás en tu corcel y te marcharás?

–¿Mi corcel? Ah, el Llanero Solitario. No, todavía me quedan por hacer algunas buenas acciones.

Darcy exhaló el aliento que, sin darse cuenta, había estado conteniendo hasta aquel instante.

–Oh. Bien. ¿Cómo cuáles?

–Como todas aquellas cosas que tu mamá quiere que haga aquí. Que es para lo que desea ella que me quede.

–Estupendo . Mi madre te ha convertido en su mano derecha. Ya te dije que era peligrosa.

–Es verdad. Pero todavía no he salido huyendo, ¿verdad?

La expresión de Tom era tan intensa, estaba tan cargada de tácita emoción que Darcy desvió la mirada. Tragó saliva, nerviosa.

–No –convino con tono suave–. No me parece que seas un hombre al que le guste huir de las cosas.

–Bueno es saberlo.

–Aunque ya deberías haber huido –lo miró tímidamente–. Un hombre inteligente lo habría hecho.

–Bueno, nunca he destacado por serlo.

–Yo juraría que lo eres.

–Quizá lo haya sido una o dos veces. No lo suficiente para que me lo crea.

Después de eso, quedaron sumidos en un apacible silencio. El sol continuaba hundiéndose en el horizonte. Darcy no podía sentirse más feliz, y se preguntó si esa felicidad sería ocasionada por la cercanía del hombre que estaba sentado a su lado. Lo miró.

Él, a su vez, la estaba observando. Cuando Darcy lo sorprendió, no desvió la mirada. Y vio tal anhelo en sus ojos, que al final fue ella la que tuvo que hacerlo.

–¿Por qué me miras así?

–¿Así cómo?

–Como si… –las palabras le fallaron, aspiró profundamente y lo intentó de nuevo–. Como si tú… no sé… como si yo te importara –irguiéndose, procuró recuperarse–. Vaya. Eso último ha sonado a colegiala de instituto, ¿no te parece? Casi tan malo como pasarle una nota en clase a un compañero en la que le preguntas…

–¿Si le gustas a él o no?

–Seguro que habrás recibido algunas.

–Recibido y enviado.

–¿De verdad? No te imagino enviándolas.

–¿Ah, no? Necesitaré trabajar en eso.

–¿En qué? ¿En expresar tus sentimientos?

–¿Mis sentimientos? ¿Era eso a lo que te referías?

–Sí. ¿Y tú?

–A mi talento para pasar notas de ese tipo.

–No es verdad.

–Sí que lo es.

Darcy sonrió. Tom era tan encantador y divertido. Tan tranquilo, tan confiado, tan firme, inteligente, guapo…

–Bueno, Tom –pronunció, desesperada por encontrar algo que decir–. ¿Qué crees que estará tramando mi madre?

Sorprendiéndola, se inclinó de repente hacia ella para susurrarle al oído:

–Creo que antes vino a llevarse al bebé como excusa para dejarnos solos aquí a los dos –después de haberle dicho eso, y de haberle puesto la carne de gallina… empezó a retirarse.

Pero Darcy a su vez lo sorprendió, y se sorprendió a sí misma, deteniéndolo. Le acarició una mejilla, disfrutando del contacto de su piel cálida y de su fuerte mandíbula. Luego, mirándolo fijamente a los ojos, capturó sus labios y se concentró por entero en besarlo.

 

 

De madrugada, Tom yacía despierto en su cama, con las manos detrás de la cabeza, escuchando los sonidos ahogados del otro lado de la pared. Darcy estaba otra vez levantada con Montana. Eran las tres y media. Y ya había tenido que levantarse antes a eso de las doce.

–Pobrecita –musitó, pensando en Darcy. Al día siguiente estaría exhausta. O más bien ese mismo día.

Incapaz de evitarlo, apartó las sábanas y se levantó. Se puso una camiseta y unos vaqueros y, descalzo, cruzó sigilosamente la habitación y abrió la puerta. Solo entonces, cuando se encontró en el umbral, vaciló y se cuestionó sus motivos. Tenía que admitir que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo ni por qué. Lo único que sabía era que deseaba ver a Darcy, de madrugada, con su niña, como si formaran una familia. Y después del beso que ella le había dado aquella tarde, no podía evitarlo.

Por supuesto, tenía a la familia de Sam. Pero Luke y ella vivían con sus hijos en el otro extremo del estado, y Tom no los veía muy a menudo. Hasta entonces, con unas pocas veces al año había sido suficiente. Pero ya no. Quería más. «Ni hablar, Elliott. Tú no quieres simplemente más. Quieres a Darcy».

–Sí, la quiero –susurró en medio de la oscuridad–. Quiero a Darcy.

Avanzó por el pasillo y se detuvo frente a la puerta abierta de la habitación que Darcy compartía con su hija. Allí estaban. Tom contuvo el aliento, sintiendo que se le debilitaban las rodillas. Se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Se sentía como si algo se hubiera desgarrado en sus entrañas, tan poderoso era el impacto emocional de la escena que tenía delante de sus ojos. Darcy todavía no lo habría visto, pero lo haría en cualquier momento. Lo único que tenía que hacer era levantar la mirada de su hija… a la que estaba dando de mamar en aquel momento.

La imagen no podía ser más hermosa: Darcy sentada en una mecedora, bañada por la luz de la lámpara de la mesilla, alimentando a su hija y arrullándola suavemente. Con su largo cabello negro enmarcando el óvalo de su rostro y derramándose sobre su blanco camisón. Tom sabía que nunca olvidaría aquella visión mientras viviera. Nunca.

En ese momento, Darcy levantó la mirada; dejó de cantar la nana y su expresión se tornó seria. Luego, se llevó un dedo a los labios, imponiéndole silencio y señalando a Montana, que parecía haberse quedado dormida.

Pero cuando ya había empezado a retroceder con las manos levantadas en actitud de disculpa, Tom se llevó la sorpresa de su vida al ver que lo invitaba a entrar. Deteniéndose, formó en silencio con los labios la pregunta «¿estás segura?», y Darcy asintió sonriendo, urgiéndolo a que pasara.

Tom se acercó con reverencia… y temor. No sabía qué hacer. O sí lo sabía, pero no sabía si debía. Quería arrodillarse en el suelo al lado de Darcy y contemplarla mientras amamantaba a su hija, aquel bebé que sentía en su corazón como si fuera el suyo propio. Finalmente, se quedó de pie, mirándolas. Sonrió y extendió una mano, para retirarla casi de inmediato. Se rascó la cabeza.

–Está bien –susurró Darcy, tomándole la mano–. Acércate a verla.

Tom estaba aterrado. Sabía que a la luz del día, Darcy no se habría permitido aquella familiaridad. Después de todo, su seno estaba expuesto… excepto la parte que estaba chupando Montana. Pero allí, en la penumbra, todo estaba, como le había dicho ella, bien. Tom se arrodilló, con el aliento contenido.

–Es preciosa –le susurró al fin a Darcy, cautivado por su mirada. Sus dedos ansiaban tocar a la niña, pero no quería despertarla. Y más que eso, ansiaba acariciarle la mejilla a Darcy y decirle que ella estaba preciosa.

Pero Darcy estaba resentida de su experiencia con los hombres, y Tom no podía culparla por ello. Lo último que necesitaba hacer en aquel momento era declarársele. Sabía que era lo suficientemente maduro como para no sacar demasiadas conclusiones del beso que le había dado aquella tarde, o de la ternura que le estaba demostrando en aquellos instantes. Darcy tenía sus momentos de debilidad, y se los podía permitir. Tom solo deseaba estar presente en todos y cada uno de ellos.

Pero ciertamente eso no iba a ser posible. Darcy había rechazado su fondo fiduciario. Casi había rechazado su oferta de ofrecerle su apellido a su hija. Se sentía amenazada por los bienintencionados consejos sobre el bebé que recibía de su madre y de sus amigas. Y por la fila de «codiciados solteros» que parecía habérsele acumulado.

Tom no quería añadir su propio nombre a su lista de corazones rotos. Darcy no lo quería a él, ni a ningún otro hombre. Eso resultaba evidente. Así que lo único que podía hacer era disfrutar todo lo posible de su convivencia con ella y con Montana… y, luego, seguir su camino. En una fecha tan cercana como el miércoles se iría. Quedaban ya menos de dos días.