Detrás de Tom, la puerta de la cocina que comunicaba con el garaje se abrió dando paso a Margie Alcott.
–¿Ya te has puesto en contacto con el capataz de tu rancho de Montana?
Encaramado a una escalera, Tom estaba dando los últimos toques al sistema de puerta automática que acababa de instalar.
–Sí. Me dijo que las cosas iban bien, que casi no se me echaba en falta. También me dijo que no me diera prisa en volver.
–Un tipo listo –vestida con una blusa floreada y unos pantalones elásticos, bien cargada de joyería dorada, Margie le preguntó–: ¿Y tú qué le contestaste?
Intercambiaron una sonrisa. Evidentemente Margie quería que se quedara para cortejar a su hija.
–Bueno, le dije que eso dependía de vuestra hospitalidad.
–¡Bah! Ya sabes que estamos encantadas de tenerte aquí.
–Bueno, tú sí. Pero de tu hija no estoy tan seguro. No quiero forzar a nadie a …
–Tonterías. Yo fui la que te pidió que te quedaras.
–Sí, lo sé. Y es por eso por lo que pienso que…
–Deja de pensar tanto. Darcy está tan entusiasmada como yo con tenerte aquí.
–¿Crees que ella sabe lo que es eso? –inquirió Tom, arqueando una ceja.
–Por supuesto. Bueno, probablemente sí. O tal vez. En cualquier caso, no te preocupes por eso. Y ahora, háblame de lo inquietante que te resulta saber que tu rancho de Montana marcha magníficamente sin que tú tengas que estar allí.
Tom se dio cuenta de que Margie estaba cambiando de tema a propósito. Después de todo, era a Darcy a quien tenía que preguntarle si estaba de acuerdo con que se quedara más tiempo, y no a ella.
–No ha sido tan desconcertante. De hecho, me gusta que mis subordinados se las puedan arreglar sin mí. En eso consiste la buena administración.
–Quizá. O quizá sea porque un rebaño de ganado no necesita una constante supervisión. Después de todo, lo único que tienen que hacer es comer, ¿no? No es como tener que aprobar leyes.
–Bueno –rio Tom–, a eso no tengo nada que replicar, Margie. Hoy te has puesto muy guapa. ¿Vas a algún sitio?
–Oh, tengo que ir un rato al hospital. Ya sabes, algunas de esas ancianas se sienten muy solas y necesitan compañía.
–No sé lo que harían sin ti, Margie.
–Yo siempre le digo lo mismo a mi hija –repuso la mujer, bromeando–. Bueno, después de eso, tengo una reunión con el club de bridge en casa de Barb. Y necesito comprarle pañales a Montana. La comida ya está preparada. Ahora mismo Darcy está bañando a la niña; es la primera vez que lo hace sola, pero se las está arreglando bien. No espero ninguna visita, así que pasaréis un día muy tranquilo aquí. Y tampoco os preocupéis por la cena, porque ya la prepararé yo a la vuelta. ¿Necesitas algo del pueblo? ¿Espuma de afeitar, quizá?
Tom estaba tan ocupado asintiendo repetidas veces mientras escuchaba aquel monólogo que tardó un segundo en darse cuenta de que Margie le había hecho una pregunta.
–Oh. No. Pero gracias de todas formas –se alegraba para sus adentros de que las Bellezas del Bridge de Buckeye no fueran a reunirse aquel día allí. Porque eso era lo último que Darcy habría necesitado: otra dosis de historias de horror–. Que te lo pases bien. Terminaré esto en un momento –señaló el motor para la puerta que había instalado en el techo del garaje–. Lo comprobarás cuando vuelvas.
–Qué maravilla. Te juro que a veces ni Darcy ni yo podemos mover esa puerta. Es tan agradable tener un hombre en casa que se ocupe de estas cosas… Ya sabes, una débil viuda como yo tiene que pagar a algún obrero para que haga estos trabajos…
Tom no creía que hubiera nada débil en Margie Alcott, pero se guardó prudentemente esa observación.
–Bueno, a mí no me importaría ganarme la vida haciendo esto. Parece que hay mucho trabajo por aquí.
–Eso es cierto –Margie Alcott se acercó más a la escalera. Su expresión se tornó seria–. Supongo que tengo que decírtelo, Tom: Darcy está empezando a sospechar la verdadera razón por la que estás aquí. Y no me refiero a la puerta del garaje.
–¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que crees que sospecha?
Convertida ya en una pura conspiradora, Margie dirigió una mirada por encima de su hombro hacia la casa y se subió al primer peldaño de la escalera.
–Creo que sospecha… que te has quedado con nosotras para… ya sabes.
–No, no lo sé –susurró Tom.
–Sí que lo sabes. No me obligues a decírtelo.
–Bueno, pues vas a tener que hacerlo porque no te entiendo.
–Oh, Tom –estaba claramente disgustada con él–. Yo lo sabes. Enamorarla.
–¿Es eso lo que estoy haciendo? –inquirió, arqueando las cejas–. ¿Es que se supone que estoy intentando que Darcy se enamore de mí?
Margie bajó de la escalera y se lo quedó mirando con el ceño fruncido.
–Pues claro. ¿Por qué crees que te dejé que te quedaras aquí, si no era para que tuvierais más tiempo para conoceros mejor? Pero si ni siquiera sabes eso, entonces todo esto es un desastre y mi plan no funcionará.
¿Su plan? Percibiendo problemas, Tom bajó de la escalera y se enfrentó a la menuda, pero temible Margie Alcott.
–¿Y qué plan es ese?
Todo sonrisas, Margie tomó un trapo limpio del banco y se lo tendió para que se limpiara las manos.
–Tu boda con Darcy.
–¿Mi boda con Darcy? –Tom se había quedado sin respiración.
–Por supuesto. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? Esa es la razón por la que estás aquí… para que puedas estar cerca de ella. Y que ella pueda descubrir que tú eres el hombre que necesita en su vida.
–Bueno, me siento abrumado. Y tengo mis propios sentimientos por Darcy, razón por la cual consentí en quedarme. Pero ahora que pienso sobre ello, no creo que tu hija quiera tener un hombre en su vida, al menos por el momento.
–Oh, tonterías. Por supuesto que lo quiere; lo que pasa es que no lo sabe. Además, todo el mundo sabe que, cuando te has caído de un caballo, el miedo a montar se cura volviendo a montar. Tú, como vaquero, deberías saberlo.
Tom no sabía cómo contestar a eso, y Margie aprovechó la oportunidad.
–Espera un momento. Tú no te creíste realmente lo que te dije la otra tarde, que quería que te quedaras aquí por mi propio beneficio, ¿verdad? –se irguió cuan alta era, hasta donde le permitía su metro cincuenta y cinco de estatura–. ¿Piensas acaso que tengo por costumbre retener al primer vaquero que pasa por aquí? Yo no soy de ese tipo de mujeres.
–Oye, yo nunca he pensado eso. Pero tampoco creo que lo haya pensado tu hija. No es que importe cómo pueda sentirme yo en esta situación, pero… Por cierto, todavía no me lo has preguntado.
–Sé cómo te sientes. Pero sigue, cuéntame. ¿Cómo te sientes?
–No lo sé –respondió Tom, frunciendo el ceño.
–¿Ah, no? ¿De verdad que no?
–Bueno, quizá sí.
–¿Quizá te sientas bien… o quizá mal?
Tom pensó en ello… y se puso nervioso. No tenía sentido engañar a Margie.
–Bien –contestó, sonriendo.
–Oh, Tom –exclamó emocionada, tomándole una mano–, estoy tan…
–Oye, espera un poco. Como te estaba diciendo antes, sospecho que tu hija puede tener algo que decir acerca de tu plan, ¿no te parece?
–No tiene por qué parecerme nada –Margie instantáneamente retiró la mano–: lo sé. Al igual que supe lo que pasaba contigo la primera vez que te vi. Sé lo que piensa ella porque se lo pregunté… después de contárselo.
–¿De contarle qué? –inquirió Tom, aterrado.
–Mi plan –Margie miró a todas partes excepto a él–. Bueno, le dije que también era el tuyo. De otra manera, no se habría mostrado tan dispuesta. En absoluto.
Paralizado, Tom se quedó mirando fijamente a la disparatada y, pese a todo, encantadora mujer que tenía delante.
–Mírame, Margie –le pidió, y ella lo miró con sus grandes e inocentes ojos castaños. Tom no se dejó engañar por ellos en ningún momento–. ¿Le dijiste a Darcy… que yo voy a quedarme aquí… –al ver que ella asentía, continuó–… con la esperanza de conseguir… que ella se enamore de mí? –Margie seguía asintiendo–. ¿Para que al final nos casemos? –otro asentimiento, seguido de una beatífica sonrisa–. ¿Y le dijiste además que yo comparto contigo el plan?
–Pues claro. Porque tú estás en el plan. Tú representas el cincuenta por ciento, cariño.
–Oh, diablos –todavía encaramado en la escalera, contempló la puerta cerrada que comunicaba con la casa… y bajó luego la mirada para concentrarla en Margie «La Destructora». Solo entonces advirtió el gran bolso que llevaba y las llaves del coche asomando en el mismo–. Ah, no. No me vas a dejar aquí solo con ella.
–Por supuesto que sí –sonrió–. Los dos tenéis mucho de qué hablar… hijo.
«¿Hijo?», repitió Tom viendo cómo se alejaba.
–Espera un momento, Margie. ¿Qué dijo ella cuando tú le hablaste de ese plan… nuestro?
–Muchas cosas. Pregúntaselo a ella.
Tom se llevó una mano a la boca, y todavía tuvo tiempo de gritarle a Margie:
–Al menos dime una cosa: ¿está armada?
En el interior de la casa, ya vestida y a punto de salir del cuarto de baño de su dormitorio, Darcy miró a su hija, fresca y recién bañada. El corazón se le inflamaba de amor por aquella criatura tan tierna y vulnerable. Por su parte, Montana miraba el mundo con los ojos bien abiertos; sin duda se alegraba de verlo. Y, evidentemente, la simple noción de una esponja de baño, en poder no de la firme mano de su abuela, sino de la temblorosa de su madre, le daría muchas cosas en qué pensar…
Mientras cruzaba la habitación hacia la cama donde ya había dejado preparada la ropa de Montana, Darcy descubrió a Tom mirándola desde el umbral de la puerta. El corazón le dio un salto en el pecho… y volvió a deprimirse. Porque hacía tan solo unos minutos que su madre le había revelado sus planes: que al día siguiente se marcharía, que le había confesado a la propia Margie que tenía una novia esperándole en Billings y que necesitaba regresar a su casa. De alguna manera, Darcy se las arregló para adoptar un tono ligero, que ocultaba sus verdaderas emociones:
–Hola. Me has asustado.
–Lo siento. No era mi intención.
Con aquel breve intercambio de frases, Darcy volvía a ser todavía más consciente de la corriente de deseo y necesidad que parecía fluir entre ellos. Ella había pensado que él también lo sentía… Pero ahora se suponía que había estado equivocada. Obligándose a apartar la mirada de sus ojos azules, se fijó en el aspecto de su ropa, sucia y llena de grasa.
–Vaya cambio, ¿no? Siempre tienes una apariencia tan limpia e impecable.
–¿Ah, sí?
–Sí. Al menos las veces que yo te he visto.
–Ya, supongo que sí. En casa, en el rancho, suelo estar todavía mucho más sucio.
«En casa. A donde te irás mañana. Con esa mujer», pronunció Darcy para sí. Ni siquiera podía llamarlo infiel, ya que no había llegado a tener, ni a desear, relación alguna con él. Pero sí podía llamarlo mentiroso, ya que antes le había asegurado que no tenía a nadie esperándolo en casa. Darcy levantó la barbilla con gesto defensivo… y muerta de celos.
–Ya. Supongo que no tienes que vestirte de punta en blanco para trabajar con el ganado… ni para cualquier otra cosa.
–Pues sí –Tom se encogió de hombros, sin apartar la mirada de sus ojos.
Darcy descubrió, a pesar de todo lo que acababa de enterarse, que no podía dejar de mirarlo. Ni de desearlo.
–Entonces… ¿qué es lo que te ha mandado hacer mi madre? –le preguntó, por sacar algún tema de conversación.
–¿Te refieres a ahora mismo? –inquirió Tom, muy serio, después de un tenso silencio–. ¿O en un sentido más amplio?
–Bueno, ahora mismo, supongo. No sé a qué sentido más amplio te refieres.
–Ah, ya. Acabo de instalar un sistema de apertura automática para la puerta del garaje –se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos sobre el pecho.
–Oh, qué bien. Gracias. Necesitábamos uno.
–Eso mismo fue lo que tu madre me dijo. Para mí es un placer ayudaros.
«¿Me haces quererte casi a la fuerza… para luego marcharte y regresar con una mujer cuya existencia me habías ocultado? ¿A eso le llamas ayudar?», le recriminó silenciosamente Darcy . Dolida por dentro, pero reacia a reconocer ese dolor y esforzándose por mantener una apariencia tranquila, tumbó cuidadosamente a su hija en la cama para secarla y ponerle el pañal.
Un tenso silencio se prolongó entre ellos. Cuando terminó de vestir a Montana, Darcy le preguntó:
–Estás muy callado, Tom. ¿Es que quieres decirme algo?
–No, qué va. ¿Por qué me lo preguntas?
–Es solo… la manera en que me estás mirando… como si tuvieras algo que decirme y que no quisieras hacerlo. O como si estuvieras esperando a que yo te dijera algo que no quieres oír. O una cosa u otra.
Ya estaba. Había descorchado la botella. Ahora él podría decirle tranquilamente: «tengo que ducharme y hacer las maletas porque me marcho mañana… después de haberme deslizado en tu vida ayudándote a dar a luz a tu hija, regalándole mi apellido y creando un fondo fiduciario a su nombre que os dejará una fabulosa fortuna. Al menos hasta que tú decidiste que no querías nada de eso y yo tuve que anularlo. Ah, por cierto: tengo una mujer esperándome en Montana…». Pero no lo hizo. Ni dijo una sola palabra.
–¿Y bien?
–No te culpo por estar enfadada conmigo, Darcy. Tienes todo el derecho a estarlo.
Darcy se quedó paralizada, con su hija en los brazos. ¿Sabría él que su madre le había contado la verdad? Tenía que ser eso. Darcy se tragó el nudo de emoción que tenía en la garganta y se dijo que se estaba comportando de una forma ridícula, ya que en realidad no amaba a ese hombre.
–¿Enfadada? ¿Por qué habría de enfadarme? Tú no estás obligado a nada conmigo.
–Ya lo sé.
–Pues, entonces, ya está –Darcy se las arregló para disimular lo que sentía mientras mecía a Montana en sus brazos, miraba a Tom… y esperaba. Al cabo de un momento, él comentó:
–Creía que tendrías algo más que decirme.
–¿Ah, sí? ¿Cómo qué?
–No lo sé.
–Creo que así no estamos llegando a ninguna parte –Darcy esbozó una mueca–. Te daré una pista, si tú me das otra.
–De acuerdo –Tom se pasó una mano por el pelo–. Tu madre.
–Estupendo –pronunció mientras elevaba los ojos al cielo–. Ya te he dicho que no tenía ninguna pista. ¿Y ahora quieres que averigüe qué es lo que está tramando?
–No. Supongo que solo estoy esperando conocer tu reacción cuando te contó nuestro gran plan.
–¿Vuestro plan? –inquirió sorprendida–. ¿Y qué gran plan es ese?
–¿Es que no lo sabes? –Tom la miró estupefacto.
–No.
–Maldita sea, Darcy, ¿me estás diciendo que tu madre no vino aquí esta mañana, mientras yo estaba trabajando en el garaje, y te dijo que yo… ? –volvió a pasarse una mano por el pelo, con gesto desesperado–. Maldita sea, Darcy. Ella no te dijo nada, ¿verdad?
–Oh, me dijo muchas cosas –el orgullo la hizo levantar la cabeza–. Acerca de la amada que te está esperando en Billings.
–¿Qué? –exclamó asombrado–. ¿Una mujer esperándome en Billings? ¿Y se supone que yo la amo?
–¿Es que no es verdad? –inquirió Darcy, con los ojos muy abiertos y el corazón acelerado.
–Diablos, no –en ese momento Tom no pudo evitar reírse–. Si no la conozco, ¿cómo puedo amarla?
–Bueno, eso sería bastante difícil.
–No puedo creer que tu madre te haya dicho eso. Esa pequeña canalla… –musitó–. Nos ha engañado a los dos–. Pensó que yo vendría aquí a contártelo todo y que tú te pondrías celosa y que… –se interrumpió de pronto–. Porque te has puesto, ¿no?
A Darcy se le quedó la boca seca y se humedeció los labios con la lengua.
–¿Qué me he puesto qué?
–Celosa. Cuando te creíste que tenía una mujer esperándome en Billings.
Darcy miró a todas partes excepto a Tom.
–Primero dime tú qué se suponía que tenías que contarme.
–Ni hablar–Tom cruzó los brazos sobre el pecho–. Tú primero.
Le sostuvo la mirada. Ansiaba tanto decírselo… «¿Decirle qué, Darcy?», se preguntó. «¿Que crees que le quieres, pero que no lo sabes, así que mientras tanto tendrá que quedarse contigo durante unos meses hasta que te decidas?». Oh, aquello era tan absurdo…
–Solo dime una cosa: ¿te marchas mañana?
–¿Quieres que lo haga?
Darcy suspiró. Al parecer, había llegado la hora de las confesiones. Si respondía que no… entonces tendría que admitir, incluso para sí misma, que lo quería. Si le contestaba que sí… bueno, entonces se marcharía. Y el simple hecho de imaginarse cómo se sentiría ella cuando lo hiciera… le decía todo lo que necesitaba saber. Bueno, eso le facilitaba las cosas, ¿no?
–No quiero que te marches, Tom –le confesó–. Ojalá quisiera. Pero no quiero.
El silencio de Tom acogió sus palabras. Darcy tenía miedo incluso de levantar la mirada.
–¿Y bien?
–¿Qué significa eso de que «ojalá sí, pero no»?
Darcy suspiró, miró a Montana y vio que estaba dormida.
–Déjame acostarla primero y luego hablamos, ¿vale?
–Vale. Voy a tomar una ducha rápida y nos veremos en el salón.
Darcy asintió con la cabeza y se dispuso a volverse, pero de repente se detuvo. Tom no se había movido de su sitio, y la estaba observando. Antes de que pudiera perder el coraje, le espetó lo que sentía:
–Me alegro de verdad de que estés aquí –vio que sonreía, y continuó–: Y de verdad que no quiero que te marches. Bueno, al menos mañana. Quiero decir que… supongo que tendrás que marcharte en algún momento, ¿no?
–Sí –clavó en ella sus ojos azules—. En algún momento. Pronto.