Capítulo Diez

 

 

 

 

 

Darcy se preguntó si se estaría preocupando demasiado por la necesidad que sentía de hablar con Tom. ¿Hablar? Aquello se parecía más a un duelo que a una conversación, como quedaba demostrado por la inquietud que le atenazaba el estómago. Pero ya que ninguno de los dos gustaba de los enfrentamientos, Darcy le ofreció tiempo para ducharse y cambiarse. Mientras tanto, hizo todo lo posible para mantener las manos ocupadas, porque no dejaba de imaginárselo en la ducha completamente desnudo, mojado y… maravilloso. Ansiaba demostrarle exactamente cuán celosa se había sentido de la otra mujer, así que desahogó sus frustradas energías en limpiar el cuarto de baño de su dormitorio, para luego cepillarse el cabello y examinar detenidamente su rostro en el espejo del lavabo.

Deslizó los dedos por sus mejillas: no le quedaba nada de maquillaje. ¿Debería ponérselo? Decidió que eso sería demasiado evidente. ¿Y la ropa? En aquel momento llevaba una camiseta color malva y unos pantalones cortos. ¿Debería cambiarse? No. Tom se daría cuenta. «Muy bien, estupendo. Vestida con estas pintas, pretendo decirle a ese maravilloso hombre que no quiero que salga de mi vida. Pero lo cierto es que si mi apariencia todavía no lo ha ahuyentado, no creo que nada lo haga», pronunció para sus adentros. Resignada finalmente a no maquillarse ni vestirse mejor, ya se disponía a recoger ropa sucia para lavar cuando de pronto se detuvo en seco. ¿No quería que Tom saliera de su vida? ¿Desde cuándo? ¿Y qué había pasado con las promesas que se había hecho de no volver a relacionarse jamás con ningún hombre?

Después de todo, hacía menos de una semana que conocía a Tom. Montana: era en ella en quien necesitaba concentrarse. En su hija. Y no en un maravilloso desconocido, que acabaría por marcharse más temprano que tarde. Además, lo último que necesitaba en aquellos momentos era… un nuevo desengaño amoroso. A la luz de aquella perspectiva, de repente, Darcy empezó a sentirse mucho mejor. Cuadró los hombros y fue al cuarto de lavado para llenar la lavadora. Luego , con una sonrisa confiada en los labios, se dirigió al salón para su cita con Tom. Podría superar aquella situación.

Él entró en la habitación justo cuando ella salía de la cocina, y la vio en el preciso momento en que ella lo vio a él. Darcy se detuvo en seco, paralizada por el poder y el impacto de su atractivo. Era muy consciente de lo que él estaba viendo: una joven madre desprovista de maquillaje, vestida descuidadamente. Pero se preguntó si Tom tendría alguna remota idea de la imagen que ofrecía con sus vaqueros limpios y su inmaculada camisa bordada, con su cabello negro brillante y sus ojos de un azul intenso, sus anchos hombros y su pecho musculoso. Le entraron ganas de llorar. «Estaba equivocada. No podré superar esta situación», se dijo. Era el hombre más tierno, bondadoso y atractivo que había conocido en su vida. Parecía querer a Montana y de alguna forma sentía hacia ella una responsabilidad que en rigor no tenía por qué existir. En medio de aquellas reflexiones Darcy suspiró y no pudo menos que reírse de sí misma, irónica.

–¿Qué es lo que te resulta tan gracioso? –le preguntó Tom–. ¿Es mi camisa de botones?

–No. Tienes un aspecto estupendo.

–Gracias –entró en el salón–. Tú también. Como siempre.

–Yo no . Pero gracias de todas formas.

–De nada –repuso Tom mientras se sentaba en el sofá situado frente a la ventana.

Darcy tomó asiento en el otro extremo del sofá… casi tan relajada como en las ocasiones en que, siendo una colegiala, la habían llamado al despacho del director para pedirle cuentas por alguna travesura.

–Bueno, Tom.

–Bueno, Darcy.

Al levantar la mirada lo sorprendió mirándola y esperando… ¿qué? No podía saberlo.

–¿Podría haber alguna situación más incómoda que esta?

–Seguro. Si los dos estuviéramos desnudos.

A Darcy se le escapó una carcajada… de risa vergonzosa.

–Bien –fue Tom quien primero se decidió a abordar el asunto–. ¿Por qué no me dices por qué no quieres que me marche mañana? Y también por qué no quieres que ponga ese fondo fiduciario a nombre de Montana. Y por qué piensas que tienes que hacerlo todo tú sola.

Entonces, repentina y sorprendentemente, se inclinó hacia ella y extendió una mano para tomarla delicadamente de la barbilla. A Darcy el corazón le dio un vuelco en el pecho, y empezó a respirar aceleradamente. Tom se inclinó todavía más… y la besó. Con una tremenda carga de pasión y ternura, con un anhelo que la hizo derretirse en sus brazos obligándola a devolverle el beso con semejante ardor. El contacto de su boca sobre la suya, de sus manos sobre su cuerpo… simplemente la incendió por dentro.

Pero, bruscamente, Tom interrumpió el beso y se apartó, para susurrarle con voz baja y ronca:

–Este ha sido un beso brutalmente sincero, Darcy. No me digas que no me deseas.

Tragando saliva, durante varios segundos ella solo pudo mirarlo fijamente.

–Esto no cambia nada, Tom. Un beso no es más que un beso.

–Yo creo que es más que eso. Vi la cara que pusiste cuando pensaste que yo tenía a otra mujer esperándome en el rancho. No te gustó lo más mínimo.

–Simplemente me sentí confundida…

–No es confusión lo que yo vi en tus ojos.

–¿Entonces qué era?

–Dolor.

–Lo que sea. Dime lo que mi madre te dijo que me había contado acerca de ti.

–Que yo pretendía quedarme aquí para enamorarte y conseguir que te casaras conmigo.

–Ya veo que… –un intenso rubor tiñó las mejillas de Darcy–… que voy a tener que asesinarla de verdad.

–No hay necesidad. No está completamente equivocada –de nuevo se acercó a ella y le tomó una mano.

–¿Qué no lo está?

–No. Mira, Darcy, sé que no debería presionarte tanto, pero es como si… como si sintiera que debo hacerlo. Nunca sé cuándo tu madre va a presentarse con media población de Buckeye con ella, o cuándo se va a despertar Montana para pedirte que le des de mamar, o cuándo va a llenarse este lugar de codiciados solteros…

Darcy suspiró, bajando la mirada; porque era exactamente así como se sentía.

–Bueno, creo que tienes razón. Es una descripción bastante fiel de lo que ha ocurrido la semana pasada.

–Bueno, y dado que ese es el caso, ¿crees que podrás facilitarme algunas respuestas?

–Haré todo lo posible –musitó Darcy. Aquello era demasiado importante para apresurarse. «¿Demasiado importante para apresurarse», se preguntó a su vez. Y se asustó al mirar a Tom, que parecía acercarse a ella por momentos y había apoyado un brazo a lo largo del respaldo del sofá, justo encima de sus hombros–. Pero antes dime por qué crees tener derecho a reclamarme esas respuestas.

–¿De qué derecho hablas? –inquirió él, frunciendo el ceño–. No creo tener ningún derecho aquí, Darcy. No a no ser que tú sí lo creas.

Darcy se derrumbó interiormente, avergonzada. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida e ingrata?

–Perdóname, Tom, lo que acabo de decir ha sido una estupidez –la asaltó una súbita convicción, y procuró expresarla–: Tienes perfecto derecho a preguntármelo. Lo digo en serio. Solo tengo que ver a Montana para saber quién eres. Eres el único hombre que he conocido, aparte de mi padre, que no me ha abandonado y que no ha salido huyendo ante la menor dificultad.

–Esa no es mi manera de hacer las cosas –repuso él con tono suave–. Jamás te haría algo así.

–Lo sé. Y es eso lo que me resulta tan importante: que yo sé que jamás harías una cosa así. Has estado a mi lado, apoyándome, desde el momento en que te conocí. Siempre siendo amable conmigo y ofreciéndome consuelo…

–Estoy empezando a ruborizarme.

–Tú has hecho todo eso. Desde ayudarme a dar a luz a Montana hace casi una semana… hasta instalar esa apertura automática en el garaje hace una hora. Y entre medias, ha habido flores, visitas e incluso la oferta de ese fondo e incluso de tu apellido… tu apellido, Tom. No sé qué pensar de ti.

–Que soy estupendo, ¿no? –bromeó.

Darcy correspondió a su sonrisa pensando, o quizá temiendo, que ya había empezado a amar a aquel hombre. Pero habiendo pasado solamente una semana… no podía tratarse de amor. Tenían que ser sus trastornadas hormonas.

–Ahora eres Tom «el estupendo». ¿Es que ya te has cansado de ser el Llanero Solitario?

La expresión de Tom se tornó repentinamente seria. Y comenzó a hablar con lentitud, como siempre lo hacía, sopesando cada una de sus palabras:

–Sí, Darcy. Estoy cansado de hacer de Llanero Solitario. Quiero más de lo que ya tengo. Y no me estoy refiriendo al dinero. Mira, durante estos últimos años, desde que falleció mi padre, he estado a punto de convencerme de que mi rancho y mi solitaria vida en Montana serían todo lo que yo…

–¿Solitaria? Mírate. Yo habría pensado que las mujeres se te echarían encima cada vez que pusieras un pie fuera de tu casa –pronunció Darcy antes de que pudiera evitarlo, y se ruborizó de nuevo.

–Gracias –sonrió Tom–, pero eso está muy lejos de la realidad. No voy mucho al pueblo más próximo. Me he relacionado con mujeres, por supuesto. Cuando tenía veintipocos años y acababa de salir de la universidad, estuve incluso a punto de casarme, pero a ella no le gustaba la vida en el rancho. Y no la culpo –clavó su mirada azul en el rostro de Darcy–. Supongo que no era la mujer adecuada para mí.

–Supongo que no –repuso conteniendo el aliento. Mientras el silencio se prolongaba entre ellos, se esforzó por recordar qué era lo que estaba diciendo Tom antes de que ella lo interrumpiera–. Entonces, la vida solitaria ha perdido parte de la atracción que tenía para ti.

–Sí. Y es precisamente gracias a ti que ahora lo sé.

–¿A mí? –inquirió, nerviosa.

–Sí. Tú me has enseñado que hay más.

–¿Yo? Define la palabra «más».

–Sí, profesora –bromeó, mirándola fijamente–. Pero no preveía que esto fuera a ser un examen.

–Perdona. Continúa –le pidió, pero de inmediato miró su reloj–. Será mejor que te des prisa, porque Montana se despertará en cualquier momento. O tal vez mi madre entre por esa puerta…

–Trayendo consigo a todo el pueblo, con banda municipal incluida y un circo con elefantes, ¿verdad?

–Verdad. Todo eso y un sacerdote –Darcy no podía creer en lo que acababa de decir; no obstante, se lo tomó con tranquilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que ella no necesitaba en absoluto una boda y ya se había acostumbrado a ser independiente. Como Tom no dijo nada, añadió–: De acuerdo. Me toca a mí. Sé lo que sientes por Montana.

–Quiero a Montana lo suficiente como para darle mi apellido –aseveró él, muy serio.

–Ya lo sé. Pero te cruzaste conmigo en un momento en que había decidido llevar una vida independiente y solitaria.

–Entiendo. Pero desde mi punto de vista, tú te cruzaste conmigo en un momento en que yo ya no quería seguir solo por más tiempo.

Aquello le sonaba a Darcy como si Tom estuviera a punto de declarársele de un momento a otro. Y eso la inquietaba y ponía nerviosa. Intentando aligerar la tensión del momento, comentó:

–¿Quieres decir que estabas buscando a alguien cuando me encontraste a mí… detenida en medio de la carretera y a punto de dar a la luz?

–Exacto. Durante toda mi vida, así fue exactamente como me imaginé que sucedería.

–Ya, claro –se quedó callada mientras asimilaba lo que Tom acababa de confesarle: que era a ella a quien había estado buscando. Seguro que no había oído bien–. Tom, me alegro de que decidieras buscar a alguien. De verdad que sí. ¿Pero a mí? A mí no se me dan bien las relaciones. Me enamoro de los tipos equivocados. Acaban haciéndome daño, y yo a ellos.

–A mí no suelen hacerme daño.

–Ya sé que eres un tipo duro, pero…

–Ese miserable que fue el padre biológico de Montana te dejó traumatizada y abandonada en un momento de tu vida en el que te sentías especialmente vulnerable. Por eso has decidido quedarte sola. Eres una mujer moderna, y no necesitas ni la incertidumbre ni los disgustos que puede provocarte una relación con un hombre que, además, es como si procediera de otro planeta.

–¡Vaya! –Darcy se dejó caer contra el respaldo del sofá–. Estoy impresionada.

–¿Ah, sí? ¿Lo suficientemente impresionada como para decirme que me aprecias? ¿O incluso para besarme después de que yo lo haga?

Se le quedó la boca seca y tuvo que humedecerse los labios. Aspiró profundamente varias veces, intentando tranquilizarse.

–Pero si ya nos hemos besado…

–Sí. Por iniciativa mía. Pero seguimos girando en círculos en torno al mismo lugar. Necesito que me digas de manera categórica que me quieres a tu lado. Porque todavía no he escuchado una sola palabra tuya diciéndome que deseas que me quede contigo. Si no puedes decirla, por la razón que sea, mañana me marcharé.

–¿Por qué me exiges tanto? –le preguntó Darcy, frunciendo el ceño–. ¿Qué hay de ti? Todavía no he oído una sola palabra tuya diciéndome que… me quieres.

–Tienes razón en eso. Te amo, Darcy. Quiero hacerte mi esposa y ser el padre de Montana. Te toca a ti.

Darcy lo miró fijamente. La cabeza le daba vueltas. Recientemente había vivido demasiadas experiencias difíciles, y se estaban apresurando demasiado. Había declarado públicamente y demasiadas veces su independencia para retractarse ahora… sobre todo cuando hacía solamente una semana que conocía a aquel hombre. Un hombre que había inflamado sus sentidos, un hombre al que respetaba. Pero si volvía a sumergirse en una nueva relación con demasiada rapidez… Estaba cansada de la antigua Darcy. Quería ser más prudente, más madura. Quería tiempo.

–Necesito tiempo.

–Tanto si lo sabes, como si no. Tanto si lo sientes, como si no.

–Solo hace una semana que te conozco, Tom.

–Yo también a ti, Darcy. Pero aun así sé que te amo.

–Bueno, pues yo no lo sé –sintiéndose atrapada, empezó a deshacerse en excusas–. Tengo otra persona aquí en quien pensar.

–Y yo. Yo tengo dos. Montana y tú.

–Yo también puedo decir lo mismo de ti y de mi hija.

–Vale, Pero aun sí sigo necesitando que me des algo, Darcy. Algo que me retenga aquí.

–No me gustan los ultimátum –replicó, alterada y sobrepasada por el tono que estaba alcanzando su discusión.

–No puedes decirlo, ¿verdad?

–Pude. Pero ya no –alzó la barbilla–. No mientras no esté preparada. Y ahora, si me disculpas –se levantó–, creo que he oído llorar a mi hija.

–Darcy, Por favor –él también se levantó–. No era mi intención hacerte enfadar.

–¿Enfadar? ¿Yo? Yo no estoy enfadada. Simplemente he oído llorar a mi hija. Discúlpame –giró en redondo y se dirigió a su dormitorio.

–¿Quieres esperar un momento, por favor? –gritó Tom detrás de ella–. No está llorando, Darcy. Yo no he oído nada.

–Bueno, pues la oirás cuando yo la despierte –replicó .

Justo en aquel momento, la puerta principal se abrió de par en par… y apareció Margie Alcott, cargada con un enorme paquete de pañales.

–Quería dejar estas cosas aquí antes de… ¿Qué te ocurre, cariño?

–Nada, madre. Pero tu plan no ha funcionado. Ahora ya sabemos la verdad.

–Pero bueno, ¿a dónde vas?

–Yo no voy a ninguna parte –respondió mientras se encaminaba por el pasillo hacia su habitación, sin detenerse–. Es Tom quien está a punto de marcharse.

 

 

Aquella tarde, una vez que Margie regresó con dos de sus amigas y se hubo ocupado de Montana, Tom reunió el coraje suficiente para ir a buscar a Darcy. La encontró en el porche, columpiándose en el banco. Nada más verla, sintió que le flaqueaban las rodillas y se le aceleraba el corazón. Estaba tan terriblemente hermosa, sentada allí leyendo una revista…

Estuvo a punto de volver a entrar en la casa y renunciar, pero no lo hizo. No podía. Era demasiado tarde para él. Y ella sabía por qué lo había dicho. Bueno, le daría una oportunidad más. Luego, si seguía sin confesarle que le quería, podría marcharse sabiendo que lo había intentado todo.

–¿Darcy?

–¿Qué? –no levantó la mirada de las páginas.

–Me estaba preguntando si querrías salir en la camioneta conmigo.

–Puedes dejar de preguntártelo, porque no quiero –respondió mientras pasaba otra página y doblaba la revista.

–Me encantaría que aceptaras. Hay algo que me gustaría enseñarte, algo que significa mucho para mí.

–¿Ah, sí? –inquirió, sarcástica–. Bueno, ya he visto uno. O más bien muchos. Y si quieres que te diga la verdad, todos son muy parecidos.

–¿De qué estás hablando? –le preguntó Tom, intrigado.

Finalmente Darcy se decidió a mirarlo, haciendo a un lado la revista.

–Campos de golf. ¿No es eso lo que quieres enseñarme?

–Bueno, sí. ¿Pero cómo lo sabes?

–Se me dan bien las adivinanzas. ¿A qué creías tú que me estaba refiriendo?

–A lo mismo –respondió, aliviado–. Campos de golf.

–Ya –Darcy le dirigió una mirada cargada de sospecha.

Tom se vio asaltado por un súbito deseo de abrazarla y besarla con pasión. Pero prudentemente no cedió a aquel impulso, lo cual no evitó que continuara admirándola en silencio. Estaba preciosa con aquel vestido veraniego y aquellas sandalias blancas. Con su larga y oscura melena brillando como un halo en torno a su rostro a la luz del atardecer. Pero aparte de su físico, le atraía de ella su inteligencia, su cultura, y sobre todo el amor que sentía por su hija. Se preguntó si sería consciente de lo maravillosa que era. Si no era así, quizá tuviera que decírselo él.

–Me estás mirando fijamente, Tom. ¿Hay algo más que desees de mí?

Una pregunta cargada de significados y que llegaba en un momento muy especial, pensó Tom. Estaba cansado de ser un caballero, de reprimir sus poco honestos pensamientos hacia ella. No pudo evitar esbozar una sugerente sonrisa… porque había algo terriblemente sexy en Darcy, a pesar incluso de toda la tensión que reverberaba entre ellos. Diablos, ni siquiera estaba convencido de que estuviera tan enfadada como parecía. Ni de que deseara que se marchara. Simplemente quería mostrarse convincente con él.

–No me gusta esa sonrisa, vaquero –le advirtió Darcy.

–De acuerdo. Lo que te propongo enseñarte todavía no es un campo de golf. Pero quiero que lo veas.

–Estoy segura de que será fantástico –respondió, irónica–. Pero no puedo ausentarme durante tanto tiempo. Tengo que quedarme con Montana.

–Tu madre me dijo que acababas de darle de mamar justo antes de que salieras a la veranda. Y en este preciso momento Montana cuenta con tres abuelitas para que la cuiden.

–¿Tres? ¿Quiénes están ahí?

–La señora Smith y la señora Tomlinson.

–Estupendo: Freda y Jeannette. Justo lo que necesitaba.

–Vente conmigo a ver el terreno. No tardaremos en volver.

–No quiero verlo. Lo único que quiero ver es tu equipaje en la parte trasera de tu camioneta cuando te vayas de aquí.

Aquello fue como la gota que colmó el vaso. Tom había sido muy amable hasta ese momento, pero ya no. Se acercó al columpio con la intención de sentarse… directamente encima de las piernas de Darcy. Pero en el último segundo ella levantó las piernas y, agarrándose a las cadenas del columpio, logró incorporarse.

–¿Qué crees que estás haciendo?

–Intentando conseguir que hables conmigo, Darcy. Es sencillamente estúpido que sigas comportándote de esta manera.

–¿Te refieres a como una niña? ¿Es eso lo que estás pensando?

Tom estuvo a punto de replicarle con un comentario que, muy probablemente, la habría acallado. Y probablemente también se lo habría merecido. Pero tenía otra opción.

–No. Estaba pensando en lo hermosa que eres, y en lo testaruda, y orgullosa, e inteligente. Estaba pensando en lo mucho que te amo y te respeto.

Darcy se lo quedó mirando fijamente, sin hablar. La barbilla empezó a temblarle, un rubor tiñó sus mejillas y las lágrimas inundaron sus ojos. Hasta que al fin estalló en sollozos.