Capítulo Once

 

 

 

 

 

–Vaya pedazo de terreno, Tom. Me trae a la memoria frases hechas como aquella de «tan lejos como la vista puede alcanzar». No me extraña que los promotores quieran construir un campo de golf aquí –de pie, a un lado de la autopista que llevaba a Phoenix, Darcy contemplaba el desierto. Aquel panorama tan descarnadamente hermoso, con sus dunas amarillas salpicadas de cactos, resultaba impresionante, sobre todo a la luz del atardecer.

–Ya. A mi abuelo le encantaba. Una de las estipulaciones del trato que hice es que los promotores bauticen el campo con su nombre.

–Qué gesto tan bonito –levantó la mirada hacia él, conmovida por aquel detalle–. ¿Cuál era su nombre? ¿Cómo se llamará entonces?

–Campo de golf Jack Randolph Elliott.

–Es un poco largo. Probablemente con el tiempo se llamará «el campo de Jack», o algo así, ¿no te parece?

–Sí –Tom rio entre dientes–. No creo que eso sea tan malo. Suena simpático, y a él le habría gustado. Era un tipo en cuya compañía la gente se sentía bien.

«No es el único», pensó Darcy mientras contemplaba al hombre alto y atractivo que se hallaba de pie a su lado. En aquel preciso instante decidió que había llegado el momento de aclarar ciertas cosas referentes a ellos.

–Mira, Tom, lamento el arranque de ira que tuve en casa. Me dijiste cosas muy bonitas. Lo que pasa es que creo que mis hormonas todavía están un poco… trastornadas.

Para su sorpresa, Tom le pasó un brazo por los hombros.

–No hay necesidad de preocuparse, Darcy. Soy yo quien debería decir eso. No me había dado cuenta de que ya tenías demasiados problemas como para que encima yo…

–No es eso, Tom.

–Sí. Soy yo quien debería disculparse.

–¿Por qué? –a Darcy no le gustaba su tono: sonaba a despedida. Se interrumpió de repente. ¿No era eso lo que había querido… que Tom se marchara? ¿Para que Montana y ella pudieran volver a Baltimore, las dos solas para enfrentarse al mundo? Sí, qué gesto tan valiente y moderno. Y cuánto miedo. Y cuánta soledad–. No has hecho nada de lo que tengas que disculparte.

–Sí que lo he hecho. Tengo lugares donde tendría que estar, cosas que debería hacer. No existe ninguna razón por la que deba inmiscuirme en tu vida, y además en un momento tan delicado.

«Pero yo quiero que te inmiscuyas en mi vida», pronunció Darcy en silencio, y se sorprendió aun más. Era como si algo se estuviera removiendo en su interior. Algo parecido a… sus verdaderos sentimientos.

–Odio sentirme tan vulnerable. Me alegraré cuando vuelva a ser yo misma.

–¿Quieres decir que en este momento no eres tú misma? –se burló Tom.

–No. Habitualmente soy testaruda y busco siempre pelea. Lloro mucho y tengo un aspecto terrible. Al contrario que ahora –bromeó.

Tom se echó a reír y le tomó una mano. Un estremecimiento la recorrió, enviando descargas eléctricas a través de todo su cuerpo.

–Permíteme que te suba a esa roca. Desde allí la vista es todavía mejor y podré señalarte algunos lugares.

–Tal vez te pese demasiado –se resistió ella.

–Diablos, Darcy, mi pierna derecha pesa más que tú –y se lo demostró levantándola como si fuera una pluma y dejándola sobre la superficie plana de la roca.

–¿Estás bien? ¿Te has mareado?

–No, no. Estoy bien.

Con gesto protector, Tom deslizó un brazo por su cintura. Darcy sintió de pronto que la garganta se le quedaba seca, algo que nada tenía que ver con el calor. Casi temerosamente, apoyó una mano sobre su hombro… solo para mantener el equilibrio.

–Allí, a la derecha, detrás de aquellos saguaros, estará el edificio del club. Y más lejos la…

Tom continuó hablando, pero Darcy apenas lo escuchaba. Algo se removía en su interior. Él la estaba conmoviendo hasta lo más profundo: su contacto, su amabilidad, su inteligencia, su firmeza y su calma cuando más las necesitaba… No era justo. No quería entablar todavía ninguna relación. Su vida entera estaba flotando en el aire, y allí estaba Tom, trastornándola de esa forma. Y robándole el corazón.

Lo miró mientras seguía hablando de lagunas y superficies de arena. Era tan guapo y tan inteligente… ¡oh, cuánto lo amaba! Al tomar conciencia de lo que acababa de pensar, estuvo a punto de caerse de la roca. «¿Lo amo?», se preguntó. Abrumada por una súbito vértigo, se volvió hacia él.

–Bésame, Tom.

–Y allí… ¿qué has dicho?

–Que me beses.

–¿Ahora mismo? ¿Quieres que te bese?

–Sí, y no es algo negociable. Bésame.

–¿Por qué?

–¿Es que no quieres?

–Diablos, claro que quiero.

–¿Entonces a qué estás esperando?

–¿Por qué ahora, Darcy? –entrecerró sus ojos azules–. ¿Por qué no antes, cuando yo quería que me besaras?

Aquella reacción la deprimió. Quizá estuviera equivocada. Quizá, después de todo, no estuviera enamorada. También había creído amar a Hank y…

–No importa.

Tom la bajó de lo alto de la roca, pero no llegó a soltarla cuando la dejó en el suelo.

–Claro que me importa –afirmó–. Porque esta es la conversación que necesitábamos haber tenido hace días. Y quiero tenerla ahora. ¿Por qué crees que te he traído hasta aquí? –al ver que ella se encogía de hombros, añadió–: Para sacarte de tu casa y de todas las obligaciones que tienes allá. Para poder estar solos y hablar con tranquilidad. Y para que no pudieras huir de mí.

–Entiendo. Qué tonta soy. Y yo que pensaba que era para tomar un poco de aire fresco –exteriormente Darcy parecía bastante tranquila, pero por dentro se sentía vulnerable… y temblaba de expectación. Aquella conversación podría terminar bien o mal, y aún no se había definido acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Si Tom se quedaba… o se marchaba.

–¿Qué es lo que sientes en tu interior, Darcy? Ahora mismo, en este preciso momento. ¿En qué estás pensando? Es como si estuvieras a miles de kilómetros de aquí. A veces pienso que yo te importo, y otras es como si ni siquiera supieras que estoy a tu lado. ¿Qué quieres que haga?

–Bésame.

–No.

–¿Por qué no? –inquirió, frustrada.

–Porque antes quiero que hablemos sobre nuestros sentimientos. Porque creo que estás cargada de dudas. Y ningún beso podrá despejarlas.

¿No se suponía que los hombres recelaban de los compromisos?, se preguntó Darcy. Tom no, desde luego. Aquel hombre no tenía duda alguna sobre sus sentimientos: hablaba directamente con el corazón en la mano.

–Tom, solo hace una semana que te conozco. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Lanzarme a tus brazos y prometerte amor eterno?

–Si eso es lo que sientes, sí –le espetó, pero de inmediato su mirada se suavizó–. Sería estupendo que lo hicieras, por cierto.

–No puedo hacer eso… otra vez. Ya lo hice antes, sin esperar a estar segura, y mira lo que me pasó: me convertí en una madre soltera. Amo a mi hija. Volvería a repetir todos los errores que he cometido con tal de tenerla, Tom; eso creo que lo sabes. Pero ahora que la tengo, no puedo volver a ser tan irresponsable.

–¿Amarme sería algo irresponsable? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

–¿Lo es? No lo sé –después de todo, también había creído amar a Hank. Y tan solo unos meses atrás, había deseado comprometerse profundamente con él, tal y como Tom le estaba urgiendo que hiciera en aquel momento. Si el resultado con Hank hubiera sido diferente, lo cierto era que entonces ni siquiera habría estado allí, con Tom. No, habría estado casada con Hank y su madre habría ido a visitarla a Baltimore para conocer a su nieta.

Tenía derecho a dudar, derecho a preguntarse si, después de todo, acaso bastaba con el amor. Y allí estaba, preguntándose si se conocía a sí misma… y si podía confiar en su propio corazón. Después de todo, se había equivocado tanto con Hank…

–Yo tampoco lo sé, Darcy. Lo único que sé es lo que siento. Nunca he perseguido a ninguna mujer de la manera en que te he perseguido a ti. Al igual que nunca antes le he ofrecido mi apellido a la hija de ninguna mujer, ni le he ofrecido millones de dólares. ¿Qué te dice todo eso?

–Me dice que… bueno, que te importo.

–Mucho más que eso: te amo. Y parece que eso no hace más que enfadarte.

Aquello simplemente era demasiado para Darcy, que estaba hirviendo de frustración.

–Pues sí… si con ello me estás presionando tanto.¿Por qué hoy? ¿Por qué no puedo disponer de más tiempo? ¿Es que el mundo se va a acabar de repente?

–No es eso, Darcy. Quizá sea yo quien está equivocado. ¿Sabes? En mi familia todos nos enamoramos a primera vista. No sabemos a quién queremos hasta que la vemos. O lo vemos, en el caso de mi hermana. Pero una vez que lo sabemos, perseguimos a aquel o a aquella a quien queremos… a todo galope. Sam hizo de todo para conseguir a Luke, excepto echarle el lazo. Y lo que siento por ti tiene ese mismo matiz de urgencia. Tengo miedo de dejarte pensar demasiado, por si el momento pasara y… la puerta quedara abierta.

–Comprendo lo que estás diciendo, Tom –sonrió tristemente Darcy–, y tienes razón en algunas cosas. Lo que pasa es que no sé si soy capaz de volver a arriesgar tan pronto mi corazón. Hank Erikson, el padre de Montana, realmente me destrozó. ¿Sabes lo que quiero decir?

–Sí. Lo entiendo –repuso con expresión sombría–. Tú necesitas tiempo, y yo no lo tengo. No te estoy haciendo ningún bien aquí. Es hora de que me vaya. Mi negocio aquí está concluido y tengo que cuidar de mis intereses, así que regresaré a Montana –rio entre dientes, no con humor, sino resignado–. Y supongo que tú también necesitas volver con Montana. Con tu hija, claro está.

–Sí –había detectado en su voz que todo había terminado entre ellos. Con el corazón en la garganta, Darcy todavía vaciló–. Pero siempre podrás llamarme, o escribir. O visitarme otra vez. Quiero decir que siempre podremos comunicarnos y dedicarnos algún tiempo. Después de todo, vivimos en la era de la tecnología, ¿no? ¿Tienes e-mail?

–Sí.

–¿Lo ves? –se obligó a adoptar un tono ligero–. Aunque tú estés en Billings y yo aquí, o en Baltimore el próximo invierno, será como si estuviéramos en la misma habitación.

La expresión de Tom se tornó seria, diciéndole inequívocamente que, después de que se marchara, nunca más volverían a verse. Darcy esperó que estuviera interpretando mal su mirada.

–Creo que será mejor que regresemos ya a Buckeye, Darcy. Esta noche haré las maletas y me iré a un hotel.

A Darcy se le encogió el corazón. Su anterior intuición había sido acertada: todo había terminado entre ellos. No habían conseguido conectar. Todo aquello resultaba tan sumamente triste… y tan innecesario. Darcy no deseaba nada más que gritarle que le amaba, que lo quería en su vida. Pero ninguna de esas dos frases salió de sus labios.

–De acuerdo –pronunció al fin–. Seguro que Montana ya me estará echando de menos.

Tan caballeroso como siempre, Tom la tomó del brazo y acompañó hasta la camioneta.

–Eso es lo mismo que me dijo esta mañana mi capataz cuando hablé con él por teléfono. Que Montana me echa de menos.

 

 

–¿Montana? ¿Te vuelves a Montana… esta noche?

Tom dejó de preparar su equipaje para mirar a Margie Alcott que, con sus dos compinches, lo observaba desde la puerta de la habitación de invitados.

–No, esta noche no. Esta noche la pasaré en Phoenix, para mañana salir muy temprano hacia Montana.

–¿Por qué te marchas? –le preguntó la señora Tomlinson.

–Bueno, señora, yo no vivo aquí. Tengo un rancho en Billings del que necesito ocuparme.

–¿Y te llevas a Darcy contigo? –inquirió la señora Smith, tercera Belleza de Buckeye–. Ella te ama, ya lo sabes.

Tom observó a aquellas tres menudas mosqueteras de ojos azules y bajó luego la mirada a su ropa doblada, dispuesta sobre la cama.

–No, señora, eso no lo sé yo. Y ella tampoco.

–Oh, tonto… claro que sí. Ella también lo sabe. Lo que pasa es que no quiere decírtelo, hijo. Conozco a mi hija. Y sé que está jugando fuerte.

–Bueno, pues lo está haciendo muy bien, Margie, eso hay que concedérselo –guardó un cinturón y unos pares de calcetines en su maleta de cuero.

Las tres damas entraron en la habitación, se acercaron a la cama… y empezaron a deshacerle la maleta.

–¿Vas a rendirte tan pronto? –le provocó Margie, agarrando unos calcetines enrollados.

Tom le quitó los calcetines, y recuperó una camisa y unos pantalones de otra de las señoras, para volverlos a guardar.

–Sí. No me quedo donde no me quieren.

–Yo te quiero –declaró Margie Alcott, recuperando la camisa y los pantalones–. Yo te reservé para Darcy, y no me gusta perder.

–A nosotras tampoco nos gusta –terciaron las otras dos mujeres, y se dedicaron a deshacer el resto del equipaje–. Tú nos caes bien.

–Margie, Freda, mirad –pronunció Jeannette, mostrándoles uno de los calzoncillos de Tom–. Lleva boxers. Ya sabéis lo que eso significa.

Las tres miraron con ojos desorbitados a Tom, que no tenía ni idea de lo que aquello significaba… y que además tampoco quería saberlo. Le arrebató los boxers a Jeannette y protegió con las dos manos el resto de su ropa.

–Basta ya. Lo he intentado todo y Darcy sigue sin…

–¿Lo has intentado todo? ¿Estás seguro? ¿La besaste?

–¡Freda! Eso es algo personal –Margie se volvió hacia Tom–. ¿Lo hiciste?

Antes de que Tom pudiera pronunciar una sola palabra, Jeannette… la señora Tomlinson, comentó:

–Apuesto a que besa estupendamente.

Y antes de que Tom pudiera protestar, Freda…, la señora Smith, dijo:

–Bueno, ya sabéis que sí. No hay más que mirarlo. Es un hombre estupendo –levantó su dulce mirada hacia él–. ¿Eres bueno en la cama? ¿Quizá sea ese el problema?

Cuando Tom estaba a punto de morirse de vergüenza, Margie acudió presuntamente en su rescate:

–Por el amor de Dios, Freda, ¿qué clase de pregunta es esa? Hace apenas una semana que Darcy ha dado a luz. Además, no tienes más que fijarte en la forma que tiene de llevar esos vaqueros… y de llenarlos. Pues claro que es bueno en la cama –se volvió hacia Tom–. Díselo, hijo.

Lo único que sabía Tom era que si aquella conversación sobre sus capacidades sexuales se prolongaba mucho…nunca volvería a ser capaz de tener relaciones con nadie, y tal vez ni siquiera a excitarse.

–Me gustaría que…

–Oh, ya lo sé –Freda le puso una mano sobre el brazo–. Déjame ver tu pulgar.

–¿Mi pulgar?

–Freda, ¿qué es lo que pretendes?

La pequeña dama de cabello blanco azulado se volvió hacia Margie:

–Solo acababa de acordarme de algo que Barb me dijo el otro día. Me dijo que con solo ver el pulgar de un hombre puedes calcular el tamaño de su…

–Ya es suficiente –la interrumpió Tom… procurando esconder los pulgares. Voy a terminar de preparar mi equipaje… en paz. Y luego me marcharé de aquí, ¿de acuerdo? –vio que las tres asentían a la vez–. Bien –se volvió hacia Margie Alcott–. Quiero darte las gracias por tu hospitalidad. Solo me gustaría haber dispuesto de más tiempo para hacer algunas reparaciones más en la casa.

–A mí también me habría gustado –repuso Margie con voz llorosa–. Especialmente a mi hija.

–Bueno –Tom intentó sobreponerse a la compasión que sentía por ellas… y a la trampa emocional que le estaban tendiendo–. Lamento de verdad todo esto. Tú… ustedes –incluyó a las tres damas– han sido maravillosas conmigo, y aprecio sinceramente su amistad. Pero las cosas no han funcionado. Y ahora necesito marcharme –suspiró. Las tres mujeres seguían mirándolo mudas, recriminándole en silencio su actitud, y Tom no pudo evitar sentirse como un canalla–. ¿Es que no van a ceder de una vez? ¿Nunca van a dejarme marchar?

Las tres damas intercambiaron unas miradas de comprensión, hasta que Margie pronunció con tono ligero:

–Bueno, adiós, Tom. Ha sido un placer haberte conocido.

Le tendió su enjoyada mano, y él se la estrechó. Lo mismo hicieron sus amigas.

Aquello parecía demasiado fácil. Tom no podía recelar más. Sobre todo cuando las tres abandonaron su habitación, en silencio y en fila india… para pasar a la de Darcy, donde ella se encontraba en aquel mismo momento con Montana. «Oh, no. Oh, sí», exclamó para sus adentros.

–Vamos –oyó susurrar a Margie–. Dediquémonos ahora a Darcy.