Capítulo Doce

 

 

 

 

 

El miércoles amaneció como cualquier otro hermoso día de mayo en el soleado Phoenix. Cantaban los pájaros. El aire fresco parecía estar cargado de promesas. Pero en Buckeye, y para Darcy, aquel día lo era todo menos soleado. La noche anterior, sin decir una palabra, Tom había hecho las maletas y se había marchado a un hotel, exactamente tal y como le había dicho que haría. Cuando finalmente salió de su habitación después de sufrir el asedio de su madre, junto con Freda y Jeannette, Darcy descubrió que… ya había desaparecido.

En aquel momento, mientras se relajaba en la ducha, esbozó una mueca de disgusto. Nadie podía negar que Tom era un hombre de palabra. Para entonces sin duda se encontraría en la carretera, dirigiéndose hacia su rancho de Billings, Montana. Ahora que pensaba sobre ello, era mucho lo que sabía sobre él. Que tenía un rancho, y una hermana mayor llamada Sam que tenía cinco hijos, y un abuelo ya fallecido que le había legado unas tierras en las afueras de Phoenix. También sabía que había ido a la universidad para estudiar una licenciatura en rodeo, que sus padres habían muerto y que era fabulosamente rico. Pero había algo mucho más importante que sabía sobre él: que la amaba. ¿Cuánto? Lo suficiente para haberse marchado cuando ella no había podido confesarle que sentía lo mismo por él.

Lo maldijo en silencio. Quizá no fuera un Llanero Solitario, al fin y al cabo. ¿Acaso no era simplemente un hombre? Un hombre en quien, como todos los demás, no se podía confiar. Darcy lo sabía perfectamente. Cerró el agua del grifo. Ahora su vida consistía en su hija y ella enfrentadas contra el mundo. Salió de la ducha y empezó a secarse. «Estupendo», exclamó para sí, irónica. «Ahora pensaré en Tom cada vez que pronuncie el nombre de mi hija. Y al pensar en Tom, ahuyentaría esa sensación de soledad y vacío que la invadía. Eso era cierto. Pero no era justo para Montana, que seguiría creciendo y que un día se marcharía de su lado para empezar su propia vida. Al igual que había hecho Darcy cuando dejó a su madre allí sola, en Buckeye…

Aquel pensamiento fue toda una revelación, Mirando fijamente el espejo empañado del baño, Darcy se dio cuenta de que nunca antes se había detenido a pensar en lo que había supuesto aquella decisión suya para la vida de su madre, ya viuda por aquel entonces. En ningún momento había intentado Margie retenerla a su lado. No; cuando llegó la hora de su marcha, le había otorgado a su hija el regalo de un par de alas. Y Darcy tendría que hacer eso mismo por Montana. Solo en ese momento adquirió Darcy plena conciencia de la maravillosa persona que era Margie. No era solamente una madre, sino una mujer con sus propios sueños y esperanzas, como todas las demás.

Ella misma necesitaba seguir adelante con su propia vida y responsabilizarse de su propia felicidad, al igual que había hecho su madre. Porque su hija también la abandonaría algún día, según el natural orden de las cosas, para encontrar su propio camino en el mundo. Terminó de secarse y se vistió. Abandonó luego el cuarto de baño sintiéndose más ella misma de lo que se había sentido en muchos meses… a pesar de que tenía el corazón destrozado por la marcha de Tom. Y todo porque no había podido abrir su estúpida boca y decir «te amo».

En aquel día, en el que Montana cumplía su primera semana de vida, Darcy apenas podía esperar para contarle a su madre todo lo que estaba sintiendo… y lo feliz que se sentía por dentro. «Bueno, relativamente feliz», admitió mientras se dirigía hacia el salón. Sí, Tom se había ido. Y sí: ella lo amaba, pero aun así lo había dejado marchar. Pero también seguiría adelante sola, con valentía y la cabeza bien alta, para forjarse una vida nueva, una vida que le permitiera a su hija crecer hasta convertirse en la preciosa mariposa que algún día sería…

Pero de pronto se detuvo en seco. Con las manos apoyadas en las caderas, contempló el salón. Era como si todos los artículos de una tienda especializada en decoraciones para fiestas hubieran aparecido como por ensalmo en el salón de la casa de su madre. Para no hablar de la variada cantidad de ropita y juguetes para bebé que estaban por todas partes. Por lo demás, no había nadie allí.

–¿Qué significa todo esto? –preguntó… a nadie en particular.

En ese instante entró Margie Alcott, procedente de la cocina, y nada más verla también se detuvo en seco. Sonrió con expresión culpable.

–Oh, Darcy…. Estás estupenda, corazón. Siempre me ha encantado esa blusa que llevas… Bueno –miró a su alrededor–. El salón está precioso, ¿no te parece?

–¿Precioso? Madre, ¿qué está pasando aquí?

–Sabía que te pondrás contenta.

–¿Contenta? Pero si hay globos, serpentinas, flores, ponches, tartas y regalos por todas partes… No entiendo nada, ¿Cómo es que has comprado todo esto? ¿Cuándo lo has comprado?

–Bueno, obviamente mientras tú estabas en la ducha.

–¿Tú sola? ¿Mientras yo estaba en la ducha? ¿Todo esto? Cuando entré en el cuarto de baño, no había nada de esto aquí… Espera un momento. ¿Dónde está Montana?

De repente Margie levantó los brazos y emitió un estridente chillido:

–¡Sorpresa!

Darcy retrocedió un paso, con una mano sobre el pecho. De inmediato pensó que su madre se había vuelto loca. Pero en aquel preciso instante unas cuatrocientas personas, o al menos eso le pareció a ella, aparecieron detrás de cada mueble o tiesto de plantas, silbando y gritando:

–¡Sorpresa, Darcy! ¡Ja, ja! Cómo te hemos engañado, ¿eh? Guau, Realmente se ha quedado sorprendida. Ni siquiera ha abierto la boca. Qué bien está. No parece que haya tenido el bebé hace solamente una semana. ¡Sorpresa!

Lo repentino de aquel alegre asalto obligó a Darcy a apoyarse en la pared más cercana para no caer. Era demasiado temprano, apenas las diez de la mañana. Y era día laborable. ¿Por qué no estaba toda aquella gente trabajando? Se volvió hacia la principal culpable de todo, la única persona que debería haber sabido que aquel día no quería nada más que esconderse en un agujero: su madre. Porque hacía exactamente una semana que había tenido a Montana y conocido a Tom, que acababa de marcharse dejándola sola. Encontró a su madre entre la bulliciosa multitud de sus vecinos y vecinas, sus antiguas compañeras de universidad, las amigas de su madre, algunos políticos locales… en suma, cerca de la mitad de la población local de Buckeye, Arizona. La agarró de un brazo y la llevó aparte, para que pudieran hablar.

–¿Qué es todo esto?

–¿Es que no lo ves? Una fiesta.

–Ya lo sé, madre. ¿Pero por qué? ¿Por qué hoy?

Su madre le recogió delicadamente un mechón de cabello detrás de la oreja mientras contemplaba satisfecha su rostro.

–Mírate. Te has maquillado, te has arreglado el pelo… Estás tan bonita…

–Gracias, pero explícate, por favor.

–Darcy Jean Alcott –suspiró Margie–, yo creía que era obvio. Es la fiesta de aniversario de la primera semana de vida de Montana.

–¿Y dónde está Montana, si puede saberse?

Con creciente horror, Darcy contempló la expresión de azoro y confusión que atravesó el rostro de Margie mientras miraba a todas partes excepto a su hija.

–Estará aquí, en alguna parte, ¿verdad, madre?

–Shhh, cariño, vas a inquietar a nuestros invitados.

–Haré algo más que eso si no me dices ahora mismo dónde está mi hija –Darcy se obligó a mantener un tono tranquilo–. Madre, ¿se puede saber qué es lo que te pasa?

–Nada. Yo podría preguntarte lo mismo a ti. Jeannette, Freda, Barb y yo nos tomamos la molestia de organizar esta fiesta y…

–Lo sé. Mientras yo estaba en la ducha.

–No te creas. Anoche ya empezamos a trabajar en ello, llamando por teléfono a todo el mundo… Y tú ni siquiera te muestras un poquito agradecida…

–Mamá, podría ser la hija más agradecida del mundo si me dijeras dónde puedo encontrar a la mía. Por favor. Llámalo pánico de madre primeriza, si quieres.

–Te estás comportando como si la hubieras perdido, o algo así. He sido madre durante mucho más tiempo que tú, jovencita, y… ¿te he perdido yo acaso alguna vez?

–Sí, en el Gran Cañón del Colorado, cuando tenía cuatro años.

–Pero te encontré, ¿no?

–No. Me encontró papá.

–¿Ah, sí? Menos mal.

–¿Dónde está Montana? No me entusiasma la idea de que circule de mano en mano en medio de toda esta gente, mamá. Acabará como un plátano aplastado. Y solo tiene una semana de vida.

–Oh, cariño, tienes razón –la expresión de Margie se suavizó de inmediato–. Vamos, sal a verla.

–¿Que salga a verla? –gritó Darcy.

–Dios mío, Darcy Jean, me miras como si ya estuviera senil. Sí, está fuera, pero no sola. Porque algún monstruo de Gila podría morderle la cabeza y arrastrarla a su guarida. O picarla un escorpión. O una serpiente de cascabel…

Darcy no escuchó más porque, presa del pánico, se abrió paso entre la multitud atravesando el salón y el comedor para terminar saliendo al porche. Cuando la puerta se cerró a su espalda miró a su alrededor, con el corazón acelerado. Y vio a su hija que, como su madre le había dicho, no estaba sola.

No, estaba a la sombra, en el banco de columpio… en los brazos de Tom Elliott. Tocado con su Stetson blanco le hacía cariñitos al bebé sin levantar la mirada, como si no hubiera oído el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Darcy se quedó paralizada.

–Puedes acercarte si quieres.

La joven dio un respingo al oír el sonido de su voz. Tom seguía sin alzar la mirada, pero Darcy continuó mirándolo, mirándolo con su hija. Sintiéndose súbitamente deprimida, se acercó al columpio.

Por fin la miró. Sus ojos eran tan azules y brillantes como los recordaba… desde el día anterior.

–Estás muy guapa –comentó, deteniendo el balanceo del columpio–. Anda, siéntate con nosotros.

–No, gracias, prefiero estar de pie.

Tom no dijo nada más ni volvió a mirarla. Darcy también permaneció callada, contemplando el desierto… y se sintió invadida por una extraña calma.

–Se está bien aquí fuera –dijo sin pensar.

A su lado, Tom asintió. Y siguió haciendo cariñitos al bebé. Darcy vio que se estaba llevando su dedo pulgar a la boca.

–Bueno, Tom –tragó saliva, nerviosa–. Esta mañana te imaginaba camino de tu rancho.

–Yo también. Pero eso fue antes de que la ley me hiciera una visita en el hotel.

–¿La ley? –Darcy abrió mucho los ojos–. ¿Qué sucedió?

–El codiciado soltero número tres.

–¿Estás hablando en serio? ¿Johnny Smith?

–Tan en serio como un payaso de rodeo pueda serlo. El viejo sabueso se presentó en el hotel y me dijo que no se me permitiría regresar a mi rancho a no ser que antes lo acompañara a cierta fiesta.

Avergonzada, Darcy se llevó una mano a la frente.

–Pobrecito . Quiero que sepas que yo no tengo nada que ver en esto. Estoy tan sorprendida como tú.

–Lo supongo. Pero nuestra sorpresa no es comparable a la que se llevaron los clientes del hotel cuando me vieron salir acompañado del sheriff. Desde luego, fue divertido.

–Creo que deberías demandar judicialmente a mi madre.

–No está bien demandar a familiares nuestros –rio Tom.

Darcy ya se disponía a recordarle que Margie no era ningún familiar suyo cuando de repente tomó conciencia de la implicación de sus palabras. Apretó los labios, diciéndose que aquello había debido de ser un lapsus freudiano…

–Mira –se volvió hacia él, extendiendo los brazos para recoger a Montana–, ya has soportado bastantes cosas. Si quieres marcharte, yo me haré cargo de Montana y podrás salir por esa puerta…

–¿Quieres que me marche?

–Oh, por el amor de Dios, Tom, estamos volviendo al punto de partida. Esta novela ya la he leído.

–Entonces, cuéntame cómo termina.

Nuevamente se volvió para mirarlo. No se había movido del columpio. Y Montana se había apoderado firmemente de su dedo pulgar. Algo simbólico, sin duda.

–No puedo. No sé cómo termina.

–Quizá porque el verdadero final aún no ha sido escrito –sus ojos azules irradiaban sinceridad y una exquisita ternura.

Las lágrimas amenazaron con inundar los ojos de Darcy. Y eso a ella no le gustaba nada. Como tampoco le gustaba estar allí en aquel preciso momento, cuando ya se había acostumbrado a la idea de no volverlo a ver nunca. Era como si le estuvieran dado la oportunidad de volver a ver lo que sabía había perdido para siempre.

–De acuerdo, ¿cómo crees tú que termina? Imagínate que eres tú quien está escribiendo esta novela.

–Muy bien. La protagonista femenina ve la luz y se da cuenta finalmente de que el protagonista masculino es el hombre de su vida. Se besan y se prometen amor eterno. Luego, el protagonista masculino ayuda a la protagonista femenina a hacer el equipaje, junto con los artículos del bebé, y anuncian a todo el mundo que se ha reunido en la improvisada fiesta que van a vivir en cierto estado del oeste…

–¿Cómo Montana, por ejemplo? –Darcy se cruzó de brazos, disimulando una sonrisa.

–Puede ser –asintió Tom, pensativo–. Es tan bueno como cualquier otro.

–Bueno, no me tengas en suspense. ¿Qué sucede luego?

–Bueno, se marchan en medio de aclamaciones y aplausos…

–En una camioneta blanca, sin duda.

–Sí. Y con un remolque para guardar todos los regalos que les han hecho en la fiesta.

–Ya veo. ¿Y qué pasa con la carrera de la protagonista femenina en el este? Ha invertido una gran cantidad de esfuerzo en ella.

–Interesante observación. Eso es muy cierto. Pero el protagonista masculino le señala también acertadamente que las universidades de Montana son tan buenas como las del Este, y que probablemente necesiten profesoras como ella. Y ninguna de ellas tiene a su antiguo novio en el campus…

–Oh, muy convincente. ¿Y qué más? ¿Eso es todo?

–No. Me temo que el protagonista masculino tiene algo que confesarle a la protagonista femenina.

–Vaya, eso suena problemático. ¿De qué se trata? ¿Es que es un extraterrestre? ¿O se ha escapado de algún hospital psiquiátrico?

–Ni una cosa ni la otra. Estaba pensando más bien en el fondo fiduciario que se suponía debería haber corregido.

–Ah –Darcy levantó la barbilla–. ¿Es que no lo ha corregido?

–No, sí que lo ha hecho. Solo que no de la forma en que ella había esperado.

–Tom, ¿qué es lo que hiciste exactamente? –le preguntó ella, con las manos en las caderas.

–Lo puse a tu nombre –respondió, sin mirarla.

–¿A mi nombre? Pero si se suponía que…

–Iba a quitar el de Montana. Y lo hice.

Darcy solo pudo mirarlo fijamente. No podía hablar. Necesitaba verdaderamente decirle cómo se sentía. Lo que sentía por él. De repente las palabra surgieron solas de sus labios:

–Te juro, Tom Elliott, que si no te amara tanto como te amo, yo…

–¿Qué has dicho? –Tom dejó de columpiar el banco y se volvió para mirarla.

–He dicho que si no… –Darcy se tapó la boca con una mano–. No puedo creer que haya dicho una cosa así.

–Yo tampoco –repuso Tom, sonriendo–. Había empezado a pensar que tendría que torturarte para arrancarte algo así. No es que te culpe por ello, dado lo que te hizo ese antiguo novio tuyo.

Darcy pensó que Tom tenía razón en lo de Hank. En aquel momento las razones que había tenido para seguir estando sola le parecían absolutamente estúpidas. ¿Dónde estaba escrito que tenía que vivir para siempre como una mártir? De repente la expresión de Tom se tornó seria.

–Darcy, acércate más, por favor, y toma a tu hija. Me gustaría hablar contigo, si es posible…

Intuyendo algo extraño, Darcy miró a su alrededor y detectó un movimiento por el rabillo del ojo en la ventana de la casa. Desde el interior, unos cuatrocientos rostros más o menos se apretaban contra los cristales, observándolos. Algunos incluso se atrevieron a sonreírle, urgiéndola a que se acercara a Tom.

–Oh, por el amor de Dios.

–¿Todavía siguen ahí?

–Sí. ¿Cómo lo sabes? Estás de espaldas a la ventana.

–¿Estás de broma? ¿Cómo podía no enterarme? Ven aquí. No podrán verte si te acercas más.

Aquello la decidió. Avanzó unos pocos pasos y se sentó en el banco del columpio. Tom inmediatamente le entregó a Montana. Absolutamente enternecida, feliz y cada vez más enamorada del hombre que estaba a su lado, Darcy pronunció:

–Cuando hagas el equipaje, no te olvides de guardar esa montaña de pañales que trajo mi madre, ¿quieres?

Tom la miró como si acabara de decirle «sí, quiero» en una iglesia repleta de gente. Darcy estuvo segura de que al momento siguiente clavaría una rodilla en tierra y se le declararía.

–Porque vas a casarte conmigo, ¿verdad? –añadió ella–. Después de todo lo que he pasado, no voy a vivir con un hombre…

–Espera un momento. Me casaré contigo. Pero primero tienes que besarme.

–No, no es así como yo lo recuerdo –Darcy sacudió la cabeza–. El beso tiene lugar al final de la ceremonia.

–En Montana no.

–Me estás mintiendo.

–¿Qué manera es esta de empezar una vida juntos, con uno de nosotros llamándole mentiroso al otro?

–Tienes razón. Pero hablando de mentiras, ¿qué pasa con lo que hiciste con las tierras de tu abuelo?

–Yo no te mentí. Quité el nombre de Montana, tal y como me pediste que hiciera.

–Sí, y pusiste el mío.

–Cariño, estoy dispuesto a poner todo lo que poseo a tu nombre.

–Nunca he conocido a un hombre como tú, Tom Harrison Elliott. Haces que me olvide de todas mis dudas. Pensaba que tenía buenas razones para decirte todo lo que te dije ayer, pero solo he tenido que verte para cambiar de opinión.

–Si me amas, todas esas razones no son importantes. ¿Me amas, Darcy?

–Eso me temo.

–¿Crees que podrás vivir en Montana? Si no quieres vivir allí, yo me trasladaré al este contigo. Mi capataz podrá…

–No. Aquel comentario acerca de lo de mi antiguo novio en el campus me ha convencido. Probaré en Montana. Además, está más cerca de la casa de mi madre que Baltimore.

–Eso es verdad. Pero diablos, ella también podrá trasladarse allí, con nosotros, si así lo desea. A mí no me importa.

–Oh, por favor –bromeó Darcy, fingiendo una expresión suplicante–. Que te importe.

–De acuerdo –rio Tom–. No volveré a mencionarlo. Y hablando del traslado a Montana, ¿crees que tú y la niña estáis en condiciones de soportar el viaje?

–No había pensado en eso. No lo sé –entonces se dio cuenta de algo–. Oh, Tom, no estarás pensando en que nos marchemos hoy, ¿verdad? Necesitaré algo de tiempo. No puedo…

–No, no, está bien. Tómate todo el tiempo que necesites. Solo tengo que hacer algunas llamadas y mi capataz me traerá el reactor…

–¿El reactor, Tom?

–Bueno, sí, uno pequeño que tengo –explicó, algo avergonzado–. Corey me lo podrá traer dentro de unos días. Así tendremos tiempo para prepararlo todo y despedirnos de todo el mundo. Luego Corey me llevará la camioneta a Montana, y tú y yo podremos volar al rancho con el bebé.

–También eres piloto, ¿no?

–Sí. ¿No te lo había dicho?

–No. Omitiste esa parte. ¿Qué más debo saber de ti?

–Bueno, supongo que debería explicarte de qué va realmente toda esta fiesta.

–Por favor.

–Verás. Como tu madre me dijo ayer, ayer recibió por correo el certificado de nacimiento de Montana. Y cuando lo abrió…

–Vio tu nombre. Me había olvidado de eso. La muy tramposa me abrió la correspondencia. A mí no me dijo ni una palabra.

–No seas muy dura con ella. Hizo lo que creyó que era lo mejor. Darcy, solo quiero que sepas que siempre te querré, y que jamás te haré ningún daño. Te juro que os adoraré siempre, a Montana y a ti.

–Lo sé –las lágrimas asomaron a los ojos de Darcy–. Dime que me amas, Tom.

Adoptando una expresión solemne, murmuró:

–Te amo, Tom.

–Déjate de bromas –exclamó Darcy, golpeándole en un brazo.

Riendo, Tom la estrechó en sus brazos y se quitó el Stetson para cubrir sus rostros y evitar que la multitud congregada ante la ventana pudiera ser testigo de su beso. Tiernamente le confesó a Darcy que la amaba… y la besó con pasión, incendiándole los sentidos y el alma.

En el regazo de su madre, la pequeña Montana bostezó, relajada. Todo era perfecto en su pequeño mundo. O lo sería… con tal de que a alguien se le ocurriera cambiarle el pañal.