–Esto no me está sucediendo a mí.
Darcy Alcott necesitaba creerse eso. Porque si no lo hacía, entonces aquello sí le estaba sucediendo a ella y se encontraba real y absolutamente sola en un solitario tramo de la autopista de Arizona, en un soleado y caluroso miércoles de mayo, en medio del desierto, con un coche que se había estropeado. Y, además, estaba embarazada, y a punto de dar a luz…
–No te dejes llevar por el pánico, Darcy –pronunció en voz alta, respirando aceleradamente.
«¿Que no me deje llevar por el pánico? Aquí estoy, a punto de dar a luz en mi coche, y mi madre esperándome en casa para comer. Para colmo, me he dejado olvidado el teléfono móvil… Y después de todo esto… ¿no debo dejarme llevar por el pánico», añadió en silencio. Conforme iba adquiriendo plena conciencia de su situación, no hacía sino asustarse aún más. Hasta que llegó a la conclusión de que tenía que seguir hablando sola y en voz alta.
–Quizá venga alguien. Quizá vean las puertas del coche abiertas y el capó levantado y se detengan. Oh, otra contracción… Oh, bebé. Que no se te ocurra nacer todavía, por favor…
Pero el bebé no le hacía mucho caso, ya que aparentemente había decidido nacer dos semanas antes de tiempo. Darcy se estremecía con las contracciones. Estaba a punto de convertirse en madre. En una madre, más que soltera, solitaria… El dolor alcanzó su punto máximo para finalmente ceder. Darcy se derrumbó en al asiento, sollozando. En cierto momento oyó que alguien gritaba:
–¿Por favor, es que nadie me puede ayudar?
Miró a su alrededor, y entonces se dio cuenta de que aquella voz era la suya.
De pronto escuchó un chirrido de neumáticos, y distinguió una camioneta descubierta deteniéndose en medio de una nube de polvo. Alguien había aparecido por fin.
–¡Socorro! –chilló–. Por favor, ayúdeme. Mi bebé…
Una larga sombra se cernió sobre ella, antes de emitir un silbido de asombro.
–¡Dios mío! Señora, está usted a punto de dar a luz.
–¿Usted cree? –rezongó Darcy–. Luego, al incorporarse sobre los codos, se encontró con un atractivo vaquero, tocado con un blanco sombrero Stetson–. Ay, ay, ay… Oh, no, otra contracción… ayúdeme… por favor… el bebé.
–Sí, señora. Espere. La ayudaré –retrocedió y desapareció de su vista.
–No –susurró Darcy, incapaz de moverse–. Vuelva. No me deje sola…
Luego, en medio de una punzada de dolor, su mente registró algo parecido al ruido de la trampilla de un camión al abrirse. Minutos después el vaquero volvió a aparecer, solo que en esa ocasión, detrás de ella. Ya sin el sombrero, deslizó las manos debajo de sus brazos, sosteniéndola.
–Cuando pase esta contracción, prepárese porque voy a levantarla. La colocaré en la parte trasera de mi camioneta, encima de una manta.
Darcy negó con la cabeza, humedeciéndose los labios resecos.
–No. No puedo moverme. Mi niña…
–Tengo que moverla. Aquí no hay espacio suficiente. Mi camioneta está limpia. Y dispondré de más espacio para operar allí.
–¿Es usted médico?
–Relájese. Ahorre sus fuerzas para la próxima contracción. Y no, señora, no soy médico. Soy ranchero. Bueno, allá vamos. Uno, dos…
«¿Un ranchero? ¿Un ranchero que quiere operarme? ¿Y por qué operarme? ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que le sucede a mi bebé?», se preguntaba en silencio Darcy, aterrada.
–Tres –el vaquero la arrastró hacia atrás, con suavidad, pero a la vez con firmeza.
–Deprisa. Más rápido –susurraba agarrándose a sus brazos–. El dolor…
–Sí, señora. Ahora tengo que deslizar un brazo debajo de sus piernas para poder levantarla. Así, muy bien. Muy bien, cariño. Allá vamos. ¿Lista?
No. No estaba lista. No estaba lista para nada de aquello, ni para dar a la luz, ni para la maternidad, ni para…
–Sí –gritó–. Por favor, no me deje.
–No lo haré, cariño. No te dejaré –la tuteó de repente.
–Darcy, Me llamo Darcy. Y no… «cariño».
Los ojos azules del vaquero se encontraron con los suyos. Y asintió con la cabeza.
–No pretendía ofenderte… Darcy.
Acto seguido la levantó en vilo como si no pesara más que una pluma. Y en cuestión de segundos, con Darcy consciente de que su trasero desnudo estaba sobradamente al descubierto, la tumbó en el suelo de la camioneta descubierta. Era tan alto y grande que parecía una madre… o más bien un padre… depositando a su hijita en su cuna.
Darcy suspiró aliviada y de inmediato se aferró a la manta, apoyando la cabeza en la mampara del vehículo y concentrándose en inspirar y espirar profundamente. El vaquero subió de un salto para reunirse con ella.
–Esto es lo más que puedo hacer por ti, Darcy –le dijo, mirándola con expresión preocupada–. Me gustaría que tuviéramos un poco de sombra por aquí para facilitarte las cosas.
–Y a mí me gustaría… –murmuró Darcy–… que tuviéramos algún tipo de anestesia por aquí… para facilitarme las cosas.
–Ya me lo figuro. Anda, incorpórate un poco –enrolló la manta india debajo de sus hombros–. Así podrás apoyarte en algo. Y flexiona las rodillas más… todo lo que puedas. Bien. Ahora agárratelas. Y mantenlas flexionadas –luego la miró a los ojos–. ¿Qué tal te sientes?
–Estupendamente –respondió, sintiendo el comienzo de la siguiente contracción–. ¿Quieres ponerte… en mi lugar?
–Ni por todo el cielo azul de Montana, señora –extendió una mano para acariciarle el vientre abultado–. Lo estás haciendo muy bien, Darcy. Sigue respirando, facilítale las cosas a tu bebé. ¿Dijiste antes que es una niña?
Mordiéndose el labio inferior, con los ojos apretados con fuerza, Darcy asintió.
–Enhorabuena. Una hija. ¿Pero cómo lo sabes? ¿Ultrasonidos? ¿Intuición femenina?
El dolor se intensificó, arrancándole un grito.
–Ultrasonidos –suspiró–. Yo no… tengo… intuición femenina. Si la tuviera… no.. me encontraría… en esta situación.
–Entiendo –afirmó el vaquero–. Todos los hombres son unos canallas, ¿verdad?
–No todos –Darcy sacudió la cabeza–. Solo algunos –de repente recordó algo–. Hace un momento… en mi coche… hablaste de «operar». ¿Va… va todo bien?
–¿Operar? Oh. No. Quiero decir que sí, que va todo bien. Bueno, al menos por lo que yo sé. Me refería a «operar» en el sentido de… realizar las… «labores» del parto.
Después de suspirar aliviada, Darcy le preguntó:
–¿Has hecho… alguna vez esto antes?
–Más veces de las que puedo recordar –respondió, haciendo gala de una gran confianza–. Pero por supuesto, he asistido a partos de terneras. Tengo un negocio de ganado para carne.
«Estupendo. Ganado para carne. Y ahora, yo», se dijo Darcy mientras la barbilla empezaba a temblarle. Algo que debió de advertir el vaquero, porque en seguida cambió de tema:
–¿Cómo te has metido en este lío, Darcy? Me refiero a lo de quedarte aquí, sola, en medio de la carretera…
Comenzó otra contracción. Darcy empezó a jadear, con los ojos muy abiertos y agarrándose con fuerza las rodillas.
–Avería en el coche… Comida con mi madre… El bebé no tenía que llegar… hasta dentro de dos semanas.
El vaquero se puso alerta, desviando la mirada de la cara de Darcy al lugar donde se estaba produciendo la acción.
–Bueno, me temo que alguien se olvidó de decírselo a tu hija. Bueno, allá vamos. Lo estás haciendo muy bien, Darcy. Respira. Estupendo. ¿Necesitas empujar?
En ese instante volvió a cerrar con fuerza los ojos, tensando los músculos del cuello.
–Sí, necesito empujar, maldita sea. Eso es lo que estoy haciendo. ¡La espalda! ¡La espalda me está matando!
De repente abrió los ojos. El vaquero la había agarrado de los brazos y, apenas podía creerlo, pero la estaba levantando literalmente para ponerla en posición de cuclillas.
–Evidentemente yo nunca he tenido un bebé, Darcy…
–Bueno, yo tampoco, pero… ¡oye, hombre, qué haces!
«Hombre» era el peor insulto que podía utilizar contra él en aquel momento. El vaquero ignoró su estallido de indignación.
–… Pero sé lo que dicen al respecto las mujeres Crow: la posición en cuclillas reduce el dolor –y la afirmó en esa posición.
Inconcebible, pero felizmente, Darcy se sintió más aliviada. Se apoyó contra él, apoyando la cabeza en su hombro y aferrándose a su camisa.
–Lo siento… No suelo hacer estas cosas.
–Tranquila –intentó reconfortarla, acariciándole la espalda–. Yo, tampoco.
De pronto, pensó en algo completamente insustancial:
–¿Y tu sombrero blanco?
–En la camioneta.
Darcy asintió con la cabeza, aspirando su fresco aroma masculino.
–Como el Llanero Solitario.
–¿Qué?
–Tu sombrero blanco. La camioneta blanca. Has venido para ayudarme. Como el Llanero Solitario.
–No creo que lo sea. Carezco del hábito de ir por ahí al rescate de damiselas.
–Bueno, pues me alegro de que lo hayas hecho hoy. ¿Tienes un teléfono móvil? Necesito llamar a mi madre.
–¿A tu madre? ¿No sería mejor pedir una ambulancia?
–Mi madre trabaja de voluntaria en el hospital. Podría venir aquí en una ambulancia.
–Eso tiene sentido. Sí, tengo un móvil, pero no me lo he traído. Me lo he dejado en el hotel.
–Yo también. Me lo olvidé en casa –de repente sintió otra punzada de dolor y se aferró a él–. Oh, no, viene otra contracción. Abrázame.
El vaquero obedeció. Y mientras aumentaba su dolor, cuando se encontraba al borde de la inconsciencia, le habló… al tiempo que le acariciaba tiernamente la espalda. Darcy solo pudo registrar unas pocas palabras, pero se aferró desesperadamente a ellas como si de ello dependiera no volverse loca. «¿Sabes? Yo soy de Montana. Y Montana significa regiones montañosas, tierras llenas de ganado… un bonito país, Darcy… lo estás haciendo muy bien…».
–¡Oh, Dios mío, Dios mío, vaquero… aquí viene! ¡Ayúdame!
–Lo haré –y lo hizo. Rápida, pero delicadamente, volvió a tumbar a Darcy sobre la manta y la obligó a que flexionara las rodillas y se las agarrara con fuerza, como antes. Del bolsillo de la camisa sacó un pañuelo, que enrolló y anudó hasta convertirlo en una mordaza–. Ten –se lo metió en la boca–. Muerde esto.
Darcy obedeció, sin apartar la mirada de su rostro, distinguiendo las gotas de sudor que rodaban por sus sienes.
–Bueno, si empujas un poquitín más, dentro de muy poco podrás ver a tu preciosa hijita.
Y dicho eso, se sentó sobre los tobillos, delante de ella, adoptando la posición de un catcher en un partido de béisbol. La miró fijamente a los ojos.
–Puedes hacerlo, Darcy.
Parecía tan seguro… Darcy asintió, mordiendo con fuerza el pañuelo. Y de inmediato la asaltaron sucesivas oleadas de dolor, que a punto estuvieron de hacerle perder la conciencia. Lo único que podía oír era la reconfortante voz del vaquero, animándola. Lo único que podía sentir era el duro suelo de la camioneta bajo su espalda, el sol abrasador encima de ella. Lo único que podía hacer era empujar, respirar y empujar otra vez. Y observar su rostro y escuchar su voz… la del Llanero Solitario.
–¡Aquí viene, Darcy! –exclamó, emocionado–. Empuja, Darcy. Oh, Dios mío. La tengo, Darcy. Aquí está la cabeza. Respira. Empuja, empuja. Bien, ya tengo los hombros. Es una belleza. Lo más duro ya ha pasado. Deja de empujar… bien, yo… que me cuelguen. Un bebé. ¡Un bebé recién nacido! Ya ha llegado, Darcy. Lo conseguimos. ¡Nuestra pequeña…! ¡Mira!
Exhausta, bañada en sudor, pero emocionada hasta el llanto, Darcy miró. Allí estaba… una preciosa y diminuta niñita. Tenía el pelo negro, igual que su madre. Y parecía enfadada con el mundo, también al igual que su madre. Se quitó el pañuelo de la boca y extendió los brazos para recogerla.
–Mi bebé. Dame mi bebé.
–Felicidades, mamá –le dijo, tendiéndole la niña y sonriendo de oreja a oreja. Luego, como si fuera la cosa más natural del mundo, se inclinó sobre ella, la besó en la frente y le acarició una mejilla con su callosa y cálida mano. Con el rostro muy cerca del suyo, añadió–: Lo has hecho maravillosamente bien, Darcy. La niña es clavadita a su mamá. Absolutamente preciosa.
Perdida en la magia de aquel momento, Darcy le cubrió la mano con la suya y luego se la levantó para depositar un beso en su palma.
–Gracias –aquella palabra fue lo único que pudo pronunciar antes de fijar la mirada en su hija–. Mi bebé –susurró mientras la hacía apoyar la cabecita en la base de su cuello–. Mi hijita. Te quiero.
Durante los minutos siguientes, la atención de Darcy estuvo concentrada en su hija. Le limpiaba la carita, la acariciaba, la adoraba con la mirada, la examinaba bien para comprobar su estado. Solo tenía ojos para ella mientras el vaquero trabajaba discretamente para ayudar a su cuerpo a completar el proceso del nacimiento.
Una vez terminada la labor, desdobló la manta para cubrirle la cintura y las piernas. Fue entonces cuando Darcy vio que se sacaba una navaja del bolsillo.
–El cordón umbilical –explicó.
–Oh, Dios –Darcy abrazó con fuerza a su hija.
El vaquero se agachó a su lado y le puso una mano en el hombro.
–Lo dejaré lo suficientemente largo como para poder anularlo. Ya te lo quitará el médico después. No te preocupes –añadió–. Ya lo he hecho antes, Darcy.
–A las terneras.
–Sí. Pero es la misma operación –abrió la navaja y sacó una caja de fósforos de un bolsillo de la camisa–. Necesito esterilizar la hoja.
–Oh, Dios.
–Puedes confiar en mí. Sería incapaz de hacerle daño a una mosca, y mucho menos a un precioso bebé… O a su mamá.
Darcy tragó saliva, asintiendo, y desvió la mirada mientras besaba la cabecita de su hija.
–Todo saldrá bien, cariño –le susurró–. No dejaremos que nada malo te suceda.
«¿Dejaremos?», se preguntó de inmediato Darcy. ¿Por qué había utilizado la primera persona del plural? Miró al vaquero… y suspiró profundamente, dejando en suspenso sus reflexiones. Por fortuna no la estaba mirando, sino que se hallaba inmerso en su tarea, encendiendo fósforo tras fósforo para esterilizar la hoja de la navaja. Darcy lo contemplaba con horrorizado asombro. Iba a cortar el cordón umbilical de su bebé con aquel cuchillo ardiente. Pero de inmediato la sorprendió aún más el convencimiento de que confiaba plenamente en él.
Confiaba ciegamente en aquel vaquero de movimientos lentos pero firmes, seguros. Su serena fortaleza, como la de una roca, suscitaba confianza. Pero cuando los fósforos se terminaron y el vaquero se volvió hacia su hijita con el cuchillo preparado, Darcy no pudo menos que inquietarse.
–No le haré ningún daño –le aseguró–. Ella no sentirá nada. Pero quizá tú no debas verlo.
A Darcy le gustó la idea. Volvió la cabeza mientras el vaquero hacía su trabajo susurrándole al mismo tiempo cariñosas palabras al bebé.
–¿Cómo es que sabes tanto de estas cosas… –se atrevió a preguntarle–… cuando hasta ahora solo habías practicado con terneros?
–Lo aprendí de los Crow–. De chico pasé mucho tiempo con ellos.
–¿Los Crow? ¿Los nativos norteamericanos?
–Desde luego –una lenta sonrisa iluminó su rostro curtido por la intemperie–. Listo, mamá –volvió a entregarle a su hijita–. Hemos tenido mucha suerte. Pero ahora es necesario llevaros a las dos a la ciudad, y pronto –se dispuso a incorporarse.
–Espera –Darcy lo detuvo, tirándole de una manga. Luego miró fijamente a aquel vaquero, a aquel desconocido que había salvado su vida y la de su bebé–. Gracias, de verdad.
–No ha sido nada– Como ya te he dicho antes, me alegro de haber podido ayudarte.
–¿Ayudarme? Nos has salvado. Literalmente. No sé cómo compensarte…
El vaquero le apretó la mano con gesto cariñoso. Su mirada azul y su amplia sonrisa despedían todavía más calor que el sol que se elevaba sobre ellos.
–No hace falta. Mi mejor recompensa ha sido la de estar aquí cuando me necesitabas.
«Cuando lo necesitaba», se repitió Darcy. La barbilla empezó a temblarle y los ojos se le llenaron de lágrimas. Él era el único hombre en su vida con la excepción de su padre, recientemente fallecido, que se había molestado en ayudarla cuando lo necesitó.
–Bueno, de todas formas… gracias.
El vaquero le hizo un guiño, y le soltó la mano mientras se levantaba.
–Necesitamos envolver al bebé en algo antes de ponernos en camino… –empezó a desabrocharse la camisa– … y lo único que tengo… –después de quitarse la camisa, empezó a sacarse la camiseta de debajo de los pantalones–… es mi camiseta. Supongo que estará lo suficientemente limpia. Probablemente solo huela a hombre, a sudor, a polvo y a loción para después del afeitado. ¿Qué más podrías querer?
«Sí, ¿qué más podría querer?», se preguntó Darcy. Sabía que solo había querido hacer una broma. Contemplándolo absorta, hipnotizada, con su hijita en brazos, tragó saliva mientras sentía que su admiración por él crecía por momentos. Y no tanto por su presencia física sino por la resolución de su carácter. No tanto por su pecho bronceado y musculoso sino por su bondad. Se mordió el labio inferior. Ni por su maravillosa sonrisa ni por su mirada azul. No. Ni siquiera por la mezcla de todo eso.
Porque ahora que ya tenía a su hija, ya había terminado con los hombres. Para siempre. Y ni siquiera ese vaquero de Montana que había aparecido cuando más lo necesitaba iba a poder cambiar eso.