Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–Nunca antes en mi vida había visto el nudo que tu vaquero le hizo ayer a tu cordón umbilical. Debe de ser algo común en el rancho.

–Supongo. Y no es mi vaquero, madre.

–En cualquier caso, ahora tu hijita tiene un ombligo precioso. El doctor Harkness se lo dejó muy bien, ¿verdad?

Tumbada en la cama de hospital, dolorida todavía por el arriesgado parto del día anterior, Darcy asintió y miró a su madre con expresión de sospecha.

–Sí. Y no, no quiero salir con el doctor Harkness.

–Bueno, ahora no. Todavía es un poquito pronto.

–No, es demasiado tarde, madre. No pronto, tarde.

–No puedes estar hablando en serio.

–El doctor Harkness tiene ochocientos años de edad. ¿Por qué no sales tú con él?

–No puedo. Me estoy reservando para Brad Pitt.

Darcy se dijo que aquella conversación ya la habían tenido antes.

–Brad Pitt es demasiado joven para ti, madre. Recuerda que tienes casi setenta años.

Margi Alcott dio un respingo en su silla, sentada como estaba al lado de la cama.

–Oye, muchas gracias.

–No te ofendas. Pero admítelo: Brad Pitt es incluso demasiado joven para mí.

–Darcy, ese hombre debe de andar por los treinta y cuatro. Es unos seis años mayor que tú.

–Bueno , pues a mí me parece más joven que yo.

–Todo el mundo es más joven que tú, cariño. Eres como una abuelita, siempre lo has sido. En todo caso, creo que los dos hacéis una buena pareja.

–¿Quién? ¿Brad y yo? ¿O el doctor Harkness y yo?

–No. Ese vaquero y tú.

–Ya estamos otra vez –rezongó Darcy. Llevaba ya nueve meses repitiéndose a sí misma que no necesitaba un hombre para nada, y ya no podía volverse atrás–. ¿Qué te hace pensar que necesito un hombre?

–Bueno, para empezar, esa criatura que acabas de traer al mundo necesita un padre.

Darcy desvió la mirada. Sin que se lo esperara, la había asaltado una terrible sensación de soledad, ¿Podría ser que no estuviera hecha para ser madre? Sacudió la cabeza. No. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era dudar de sí misma. No podía hacerlo, no cuando otra vida dependía directamente de ella.

–No se trata de que deliberadamente le esté negando un padre a mi hija. Acuérdate de que lo de ser madre soltera no figuraba en el plan original –para su consternación, la barbilla empezó a temblarle.

–Oh, nena –su madre extendió una mano para acariciarle el brazo–. No pretendía hacerte daño…

–Lo sé. Dios mío, madre, las hormonas. Tan pronto me enfado como me pongo a llorar. ¿Es esto normal?

–Oh, claro que sí, cariño –asintió Margie Alcott, volviendo a sonreír–. Es normal después de lo que te ha pasado –vaciló por un momento–. Bueno, corazón, tan normal como tú lo puedas ser. Siempre has sido un poquito rara, tú lo sabes. Especial, digámoslo así.

–Gracias .

–No pongas esa cara, Darcy, como si no supieras de lo que estoy hablando. Claro que lo sabes.

Sabiendo que nunca se pondría de acuerdo con su madre acerca de si necesitaba o no un hombre en su vida, Darcy suspiró y cambió de tema.

–¿No es tu nietecita lo más precioso que has visto en tu vida?

Ante la mención del bebé, Margie Alcott esbozó una beatífica sonrisa.

–Es tan bonita, Darcy… Creo que incluso se parece un poquito a ese vaquero que ayer te ayudó a dar a luz.

Vaya, eso no había funcionado. Otra vez habían vuelto al asunto original: el vaquero.

–Oh, déjalo ya, madre. Él no la engendró, te lo aseguro.

–Bueno, ojalá lo hubiera hecho. ¿Sabes? Lo vi cuando ayer te trajo al hospital. Un tipo guapísimo, con su sombrero blanco y su camioneta blanca… Fue algo increíble, Darcy. Y ha salido en los periódicos. Puedes verlo por ti misma aquí, en titulares. Y con una bonita foto –le tendió a su hija el periódico que había traído consigo.

–¿Una foto? –Darcy revivió el momento en que le cegó el flash de la cámara mientras ella y su bebé, envueltas en la manta india, entraban en el hospital acompañadas del vaquero desnudo de cintura para arriba–. Dios mío.

Allí estaba. En la página de portada. En la imagen, la llevaban en una silla de ruedas, con una expresión similar a la de alguien que acabara de escapar milagrosamente de una abducción extraterrestre. Pero al lado había otra fotografía en la que aparecía su orgullosa y sonriente madre, sosteniendo en brazos a su nieta.

–Has salido estupenda.

–¿Tú crees? –empezó a atusarse su cabello gris plateado–. Déjame ver –le pidió mientras recuperaba el periódico para examinar bien la foto–. Pues sí, es cierto. Pero quiero tener unas palabras con Vernon Fredericks. Después de todo, él es el editor. No sale ninguna fotografía de tu héroe.

–¿Mi héroe? ¿Te refieres al Llanero Solitario?

–¿Es así como lo llamas? ¿El Llanero Solitario?

–Tenía que llamarlo de alguna manera –se encogió de hombros–. Con todo aquel ajetreo, se me olvidó preguntarle el nombre.

–Espero que al menos le dieras las gracias, cariño. Te salvó la vida. Y la de la niña.

–Ya lo sé, madre. Y sí, le di las gracias.

–¿Qué te dijo? –le preguntó Margie, acercando aún más su silla a la cama.

–Me dijo que no había sido nada, si mal no recuerdo.

–Vaqueros –suspiró, adoptando una romántica expresión soñadora–. Son los hombres más galantes del mundo.

–Ya.

La forma en que Margie arqueó las cejas indicó que no le había gustado nada el encogimiento de hombros de su hija.

–Oye, no vayas a culparle a él por lo que te hizo ese estúpido profesor tuyo.

–Oh –se cruzó de brazos, a la defensiva–, ¿no te referirás al tipo que me pidió que me casara con él, me dejó embarazada y luego se marchó… de segunda luna de miel con su esposa?

–Ya te dije yo que estaba casado.

–No me dijiste nada de eso. Ni siquiera llegaste a conocerlo.

–Conozco a los de su clase.

–Qué va. Jamás has salido de Buckeye. Y papá fue el único hombre con el que te relacionaste.

–Puede ser –repuso Margie, levantando la barbilla–. Pero leo mucho. Y veo esos seriales de televisión. He aprendido bastantes cosas.

–Claro.

–Claro que sí. Y he estado pensando en algo.

–Dios mío.

–No seas irrespetuosa, Darcy Jean Alcott. He estado pensando en tu vaquero. Creo que todo este asunto, lo de que él estuviera allí cuando más lo necesitaras, no fue una simple casualidad. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Me lo puedes explicar?

Extendió una mano para recoger el sandwich que no había querido comerse su hija, y que estaba en la bandeja de la mesilla. Darcy se sonrió. Eran las diez y media de la mañana. Todas las preguntas que le había hecho debían de haberle abierto el apetito…

–Yo no puedo imaginármelo –añadió Margie mientras tomaba un trago de soda–. Y no vuelvas a andar por ahí sin el teléfono móvil. ¿Me has oído? –la acusó con el dedo índice–. Ayer me llevé un susto de muerte cuando te vi aquí. Creo que no podría volver a soportarlo.

–Yo creo que lo has soportado muy bien, madre. Al fin y al cabo, has salido en la portada del periódico –no necesitaba forzar mucho su imaginación para saber cómo había conseguido aquel reportaje en El Clarín de Buckeye. Todo el mundo sabía que Vernon, el hijo de Barb Fredericks, era el editor. La misma Barb que jugaba al bridge una vez por semana con la madre de Darcy y con las otras cómplices en el crimen: Jeannette Tomlinson y Freda Smith. Las cuatro, o sea, la pesadilla de la pequeña población de Buckeye, Arizona.

–No seas tonta –repuso Margie Alcott–. La estrella del día es ese vaquero. Y, por supuesto, mi nieta.

–Y yo –le recordó Darcy.

–Tú, por supuesto. Si me incluí yo fue porque llamé a Vernon y le facilité el reportaje. No todos los días pasan cosas como estas.

–A mí, desde luego, no me pasan –Darcy decidió hacer un último intento por cambiar de tema–: ¿Has visto hoy a la niña?

–¿Que si la he visto? ¿Me llamo yo acaso Margie Alcott? Pues claro que la he visto. Es la criatura más bonita que existe sobre la faz de la tierra. Lo dice todo el mundo. Por cierto, te recuerdo que todavía no le has puesto nombre, y eso que sabías desde hace meses que era una niña. Mi nietecita ya tiene un día de edad y todavía no tiene nombre: es sencillamente horroroso.

Suspirando, Darcy desvió la mirada hacia el formulario que la enfermera le había dejado sobre la mesilla, esperando que su madre no se obsesionara con el espacio, todavía en blanco, que figuraba debajo de la palabra Padre. No había podido escribir el nombre de Hank en aquel lugar. El casado Hank Erickson nada tenía nada que ver ni con ella ni con su hija. Ahora Darcy ya sabía que tenía dos hijos con su esposa.

–Tranquilízate. Ya le he puesto nombre.

Su madre tomó el formulario que ella le tendió… y leyó en voz alta:

–Montana Alcott –levantó la mirada hacia ella, con una trémula sonrisa en los labios–. Qué bonito es, cariño. Es un nombre precioso. La pequeña Montana… –de pronto se le ocurrió algo–. ¿No tendrá que ver por casualidad con ese vaquero de Montana que te ayudó a traerla al mundo?

–Supongo que sí –se encogió de hombros–. Me parecía justo, ¿no te parece?

–Bueno, tengo que decir que sí. Ya es bastante malo que todavía no sepas cómo se llama ese vaquero –pronunció con el tono de voz más inocente que fue capaz de adoptar–. Porque de haberlo sabido, podrías haberlo puesto en este formulario, en el espacio correspondiente a la palabra Padre

–Mírame a los ojos, madre –Darcy se incorporó lentamente de la cama–. Él no es el padre. No. Incluso aunque supiera su nombre, jamás haría eso. No es correcto. No es legal.

–Bueno, nosotras jamás querríamos hacer nada en contra de la ley, ¿verdad?

–Madre –vio que su madre la miraba con una expresión de falso candor e inocencia, y se dijo que no volvería a caer en aquella trampa–. No. No lo haremos. Repítelo conmigo.

Pero en lugar de hacerlo, Margie comentó:

–Ya sabes que podríamos averiguar quién es…

–No, no podemos.

–Sí que podemos. Pregúntame cómo.

–No. No me importa cómo.

–Claro que te importa.

Un silencio siguió a aquellas palabras. Madre e hija se miraron fijamente.

–De acuerdo –cedió Darcy–. ¿Cómo?

–Por algunas cosas que ha dejado detrás –Margie sonrió triunfante.

–¿Cómo cuáles?

–Como aquella manta india. Y una caja de fósforos de un hotel de Phoenix. Y una navaja con tres iniciales grabadas: T.H.E. Sus iniciales, ¿no te parece? Todas esas cosas estaban entre los pliegues de la manta. Y yo las tengo.

Darcy recordó la navaja y la caja de cerillas. ¿La inicial de su nombre era T? ¿De Tom, de Terry? Su interés se intensificaba por momentos… hasta que recordó que no tenía que estar interesada. Pero ya era demasiado tarde. Su madre lo había advertido.

–¿Y qué vas a hacer con ellas?

–Johny Smith. Eso es lo que voy a hacer con ellas.

–No, Johnny no –pronunció, sintiéndose enferma–. Madre, ¿qué es lo que pretendes? No lo hagas. Te juro que…

–Tranquilízate –Margie Alcott se apresuró a levantarse–. Y ahora descansa, cariño. Dentro de un momento te traerán a Montana. Y yo tengo que volver al trabajo. Esa encantadora viejecita, la señora Hintzel, ha vuelto a ingresar en el hospital. Creo que lo único que le pasa es que se siente muy sola. Voy a echarle un vistazo y luego…

–No practiques la medicina con ella, madre. Se supone que tú solamente trabajas de voluntaria en la oficina de ingresos. No haces visitas médicas a pacientes.

–Sé cuál es mi trabajo, Darcy. No hago daño a nadie visitando a esa pobre gente. Y no entiendo por qué ese joven médico, el doctor Graves, no ha descubierto todavía que la señora Hintzel tiene problemas de útero. Debe de ser pura inexperiencia.

–O el hecho de que a la señora Hintzel se lo extirparan hace treinta años –suspiró Darcy–. Eso fue lo que me dijiste la última vez que la hospitalizaron.

–Veo que tus hormonas te están dando problemas de nuevo –la miró con el ceño fruncido–. Voy a ver a la señora Hintzel. Y luego llamaré a Johnny Smith.

A Darcy se le secó la boca. Johnny Smith. Hijo soltero de la jugadora de bridge Freda Smith, también era uno de los pocos policías que tenía aquella pequeña población. El hombre parecía un sabueso. Pero si alguien podía seguir el rastro de un vaquero de Montana, con tan escasa información como la que poseía su madre… ese era Johnny Smith.

Aquello no presagiaba nada bueno. Ni para ella ni para un Llanero Solitario cuyas iniciales eran T.H.E.

 

 

Mientras tanto en El Rancho, un hotel de Phoenix, Tom Harrison Elliott volvía a su habitación después de una entrevista matutina con los terratenientes que estaban interesados en adquirir las tierras que allí poseía su abuelo. Tras cambiarse rápidamente de ropa, se puso su sombrero Stetson, ladeando el ala sobre una ceja y se dirigió hacia la puerta. Pero de pronto se detuvo, como si hubiera chocado con un muro invisible. Con la mirada perdida en el vacío, se esforzó por asimilar lo que acababa de descubrir. Se había enamorado.

Se había enamorado instantáneamente. Así era como solía suceder en su familia. A todos les había pasado lo mismo. Amor a primera vista, eso era. Por esa razón, Tom siempre había pensado que los restantes miembros de su familia estaban locos. Implacablemente se había burlado de su hermana y de sus primos por haber sucumbido a aquella antigua tradición familiar, así como por creer en ella. Y ahora, era él quien estaba sucumbiendo… Y por dos mujeres. Bueno, por una mujer y por su hija. Se había enamorado de las dos… desde el momento en que levantó a Darcy en brazos para sacarla del coche.

Esbozó una mueca. «Tómatelo con calma», se aconsejó. «Dale a la dama algo de tiempo». Y hablando de tiempo, ya era hora de irse. Revisó por última vez la habitación y se revisó a sí mismo, comprobando que lo llevaba todo. Sí, tenía todo lo que necesitaba. Apenas podía creer que estuviera haciendo aquello. Nunca hacía esas cosas. Pero tampoco nunca antes había estado enamorado. Había comprado flores, un enorme ramo de rosas. La amable florista que se las había vendido le había asegurado que eran las más apropiadas, y Tom había confiado en ella. Lo de escribir las tarjetas había sido otra cosa. Después de mucho pensarlo, había escrito algo breve en una de ellas: Felicidades. Tom Harrison Elliott. Pero en la otra, en un momento de arrebato del que ahora se arrepentía, había puesto: Me alegro de haber estado presente en tu nacimiento, pequeña. Y había firmado El Llanero Solitario.

Aquello era, en efecto, la mayor estupidez que había cometido en su vida. Después del hecho mismo de comprar flores y de aprestarse a hacer el viaje a Buckeye para ver a la madre y a la hija. Y, muy probablemente, también al padre… Porque aunque el día anterior no había sido mencionado para nada, tenía que haber un padre por alguna parte. Y con la suerte que tenía Tom, probablemente también sería el marido de Darcy.

No confiaba mucho en que no la hubiera visto llevar anillo de boda o de compromiso. Diablos, muchas mujeres embarazadas no los llevaban, ya que los dedos solían hinchárseles. Al menos eso era lo que decía Sam. Y su hermana mayor debería saberlo, ya que Luke y ella le habían dado dos sobrinas y tres sobrinos… de momento. Ya que a sus treinta y siete años, Samantha había vuelto a quedarse embarazada.

Tom sacudió la cabeza mientras recogía el ramo de flores y se guardaba las tarjetas en el bolsillo de la camisa. Inútilmente luchaba contra el hecho de que se había enamorado… porque el sentido común le decía que tenía que haber un marido por alguna parte. Se recordó que él era un hombre al que le gustaban los grandes espacios. El tipo de espacios que podían saborearse mientras cabalgaba por el rancho, donde durante días enteros no se veía un alma viviente. Él y su caballo. Y las montañas, y el cielo. No tenía tiempo para dedicarlo a una familia, no cuando tenía un rancho que administrar. No tenía tiempo para pensar en otras cosas… como el amor.

Salió de la habitación y se dirigió a los ascensores. Por mucho que se esforzara por evitarlo, no dejaba de pensar en la joven a la que había ayudado. Tenía la sensación de que la conocía íntimamente. Y era verdad, sin que hubiera nada irrespetuoso en ello. Además, le había parecido una chica inteligente. Probablemente era una mujer culta, que no se molestaría en fijarse en un hombre como él. Pero dada la probable existencia de un marido en su vida… Tom no iba a poder quedarse allí durante el tiempo suficiente para preocuparse por esas cosas. En aquel momento solamente quería verla, a ella y a su hija, una vez más. Para asegurarse de que se encontraban bien. Eso era todo.

No, no lo era. Se detuvo frente a los ascensores y pulsó el botón de llamada. Y luchó contra el fuego que lo quemaba por dentro como un hierro al rojo vivo. Necesitaba dejar a aquella mujer en paz y regresar a Montana. Si hubiera tenido un mínimo de sentido común, eso era lo que habría hecho sin dudarlo. Pero no podía. Había en juego algo más que amor. Le habían educado según el código del vaquero… una vida salvada era una vida de la que responsabilizarse. Darcy y su hija estaban ahora bajo su responsabilidad de una forma que su marido probablemente no comprendería.

Afortunadamente el trayecto hasta Buckeye no fue muy largo, dado que hacia el mediodía se había reducido el tráfico en Phoenix. Una vez ante el hospital, salió de la camioneta y recogió el ramo de flores del asiento. Cuando alzó la mirada para contemplar la fachada del edificio, advirtió que una mujer de cabello oscuro, que lo había estado observando desde una ventana del segundo piso, se apresuraba a esconderse detrás de la cortina. Tom sonrió, preguntándose si aquella ventana pertenecería a la habitación de Darcy…

Subió en el ascensor al segundo piso sin preguntar a nadie, ya que estaba seguro de que era allí donde se encontraba su habitación, y se encaminó hacia la oficina de las enfermeras.

–Perdone –se dirigió hacia una joven enfermera, pelirroja y de aspecto simpático–. Estoy buscando a Darcy… –solo conocía su nombre de pila–. Bueno, a Darcy a secas. Ayer dio a luz una niña. En la parte trasera de mi camioneta. Yo mismo la traje aquí.

–Oh, Dios mío –la joven se levantó de un salto–, usted es el Llanero Solitario –lo miró de arriba a abajo–. Conduce usted una camioneta blanca, ¿verdad?

Tom se dispuso a responder, pero se distrajo con el creciente murmullo que se levantó entre el grupo de enfermeras que había empezado a rodearlo. Un murmullo en el que se destacaban palabras como «Llanero Solitario», «sombrero blanco», «el salvador de Darcy y de su bebé» y «es él». Abriendo mucho los ojos se inclinó sobre el mostrador, acercándose a la enfermera.

–Sí, señora. Conduzco una camioneta blanca.

–Claro que sí –afirmó ella–. No puedo creerlo, encanto. Todas nosotras estábamos haciendo cábalas sobre tu aspecto…

Tom se acordó entonces de lo que debía de sentir un toro cuando lo enviaban solo a una subasta para que los ganaderos lo examinasen y pujasen por él.

–¿De.. de verdad?

–Pues claro. Cariño, eres un héroe por estas latitudes. ¿De dónde diablos has salido?

–Me llamo Tom Elliott, señora. Vengo de Montana. Encantado de conocerla. Y ahora… ¿sería posible que pudiera ver a… –de pronto, afortunadamente, recordó su apellido–… la señora Alcott, por favor?

–Ya se ha marchado a casa, señor –pronunció una voz a su espalda.

Tom se giró para encontrarse con una chica encantadora, de aspecto hispano, con el cabello recogido en una larga cola de caballo.

–La señora Alcott ya se ha ido a su casa. Estuvo trabajando hasta las dos y luego se fue a la reunión del club de bridge.

Nada de lo que le estaba diciendo aquella chica tenía sentido.

–¿Club de bridge? ¿Se ha ido a una reunión de un club de bridge? ¿Y ha trabajado hoy? Pero si acaba de tener un bebé…

Tom de repente se preguntó si no habría ido a parar a un psiquiátrico, en vez de a un hospital. Pero en ese momento una de las enfermeras despejó la confusión.

–La señora Alcott es la madre de Darcy, que trabaja como voluntaria aquí. Usted quiere ver a Darcy… a la señorita Alcott. Esto es, la profesora universitaria Alcott, vamos.

«¿Profesora universitaria?», se preguntó Tom mientras la miraba incrédulo.

–Entiendo. Bueno… pues a la profesora Alcott, entonces. ¿Podría verla, por favor?

–Oh, claro que sí , cariño –recogió un impreso y empezó a leerlo–. Déjeme revisar el programa. Ajá, Marty, nuestra enfermera de neonatal, acaba de recoger al bebé para llevárselo al cuarto de los recién nacidos. Voy a llamar a la habitación de Darcy para avisarla de que tiene visita.

Mientras esperaban a que Darcy descolgara el teléfono, Tom miró a las enfermeras que aún seguían arremolinadas a su alrededor.

–Bueno, ¿qué tal? –se sintió obligado a preguntarles–. ¿Cómo va todo?

Todas ellas asintieron, comentando que les iba bien y que estaban muy contentas de conocerlo; que habían leído el artículo que hablaba sobre él en los periódicos, que las flores eran muy bonitas, que les encantaba su sombrero blanco… Justo cuando Tom estuvo seguro de que iban a pedirle un autógrafo, la enfermera colgó el teléfono.

–Dice que ya está lista. Puede verla ahora mismo –le señaló el pasillo–. Habitación 234. A la derecha.

Las demás compañeras se despidieron alegremente y empezaron a dispersarse. Y Tom aprovechó para escapar… solo para darse cuenta de que podría estar metiéndose en un avispero peor del que había dejado atrás. Aún así, una leve esperanza le hizo sonreír levemente, casi a su pesar. Aún contaba con una oportunidad.