Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Medio incorporada en la cama, con dos almohadas detrás de la espalda, Darcy se ató el cinturón de la bata y se arropó bien, mientras se repetía sin cesar: «va a venir, va a venir, va a venir». Luego entrelazó las manos sobre el regazo, miró hacia la puerta y se pintó una sonrisa en la cara. Y esperó.

«Las cortinas», se acordó de pronto. Estaban cerradas. Sabía que él la había sorprendido mirándolo por la ventana. Estupendo. ¿Tendría tiempo para abrirlas antes de que…? Al oír que la puerta se abría se volvió rápidamente, con el corazón acelerado y conteniendo el aliento. Al fin había llegado.

O al menos Darcy suponía que era él. Porque lo único que podía ver era un blanco sombrero Stetson, un enorme ramo de flores, unas largas piernas enfundadas en unos vaqueros… y unas polvorientas botas. Apartó el ramo de flores. Sí, era el vaquero de Montana.

–¿Qué tal, Darcy?

Sintió un nudo de emoción en el pecho. «Sonríe, Darcy», se ordenó. Y sonrió con una expresión de agradable sorpresa.

–Vaya, hola. Me alegro de verte.

Tal y como había temido, miró hacia las cortinas cerradas.

–Ah, pero… ¿no eras tú quien…? ¿Estás segura de que…?

Por pura fuerza de voluntad Darcy no desvió la mirada y mantuvo la sonrisa fija en los labios. Al menos, con las cortinas bien cerradas, era imposible que descubriera su rubor.

–Oh. Vamos, entra. Por favor. Y deja ahí las flores.

Tom dejó las rosas sobre la mesilla.

–Necesitarás un florero, creo yo. Tenía que haber pensado en eso.

–No hay problema –tomó una jarra de agua con hielo que estaba en la mesilla y se la tendió–. Aquí. Ponlas aquí.

–¿Está segura? ¿Y si te apetece beber un vaso de agua?

–Oh, bueno, pues entonces tomaré agua de rosas, supongo –replicó, y de inmediato se arrepintió de sus palabras. «Idiota, idiota, idiota…»

–Nunca había hecho esto antes –desenvolvió torpemente el ramo y lo puso en la jarra–. ¿Te encuentras bien, Darcy? –le preguntó, entrecerrando los ojos–. Pareces un poquito nerviosa.

–Hormonas –le espetó. Y a continuación deseó haberse mordido la lengua.

–Ya –asintió con tono tranquilo; luego señaló la silla que estaba al lado de la cama, pidiéndole permiso para sentarse–. ¿Te importa?

–No, toma asiento, por favor.

Tom lo hizo, quitándose su sombrero y pasándose una mano por el cabello negro. Darcy lo observó mientras evocaba el reconfortante contacto de aquellas cálidas manos. Luego, tras colgar el Stetson en una rodilla, la miró a los ojos.

–Espero que te gusten las rosas. No sabía si…

–Las rosas. Por supuesto. Me encantan las rosas. Son maravillosas. Gracias. No sé qué decir.

–Yo tampoco –desvió la mirada, fijándola en el recipiente de agua con hielo que ahora contenía su ramo de flores–. Me temo que no lo estoy haciendo muy bien, ¿verdad? Empecemos de nuevo. ¿Cómo te encuentras hoy?

En cambio Darcy, que pensaba que él lo estaba haciendo estupendamente, se sentía muy disgustada consigo misma por encontrarse tan nerviosa. Después de todo, ¿qué le importaban a ella los hombres? Aquel vaquero simplemente se estaba mostrando amable, dadas las insólitas circunstancias en las que se habían encontrado, y no estaba en absoluto interesado en ella, a pesar de las flores y de la visita…

–Me encuentro muy bien.

Tom asintió y miró a su alrededor, contemplando la habitación repleta de flores y regalos.

–Parece que tienes aquí una buena cantidad de amigos y familiares. Eso es estupendo.

–Oh. No, son de mi madre. Yo ya no vivo aquí –luego recordó que sí vivía allí–. Bueno, sí vivo. Por ahora. Pero solo estoy de visita. Bueno, no exactamente –se dio cuenta de que estaba parloteando–. ¿Y tú?

–Yo tampoco vivo aquí. También estoy de visita.

–Eres de Montana. Sí, lo recuerdo –se preguntó si aquella situación podría ser más incómoda. Sí, era algo que entraba dentro de lo posible.

–Bueno, ¿y qué tal van las cosas por Montana?

–Bien.

Silencio. Darcy le sonrió, jugueteando con sus dedos. «Este hombre me ha visto desnuda. Y en una posición poco decente», se recordó.

–Bueno, ¿y cómo te llamas? Creo que esa es la pregunta del millón que todavía se está haciendo todo el mundo en este hospital.

–Lo supongo, a juzgar por la multitud de enfermeras que me he encontrado. Elliott. Tom Elliott. Encantado de conocerte, Darcy Alcott –se levantó para tenderle la mano.

Darcy se la estrechó, disfrutando de su cálido contacto. Eran las manos duras y callosas de un trabajador. Muy distintas de las finas y suaves de cierto egoísta profesor universitario, mentiroso y estafador que ella conocía demasiado bien.

–Lo mismo digo, Tom. Ahora ya puedo dejar de llamarte Llanero Solitario.

Tom rio suavemente, y a Darcy el corazón le dio un vuelco en el pecho.

–Ya. Las enfermeras también me llamaban así.

–¿De verdad? Hum… ¿No has visto a la niña? Me refiero a hoy. Ya sé que la viste. Diablos, tú fuiste la primera persona en el mundo que la viste.

–Vaya, es verdad –una enorme sonrisa iluminó su rostro–. No, aún no la he visto. He venido directamente a tu habitación– No podía esperar para verte. A ella. A ti…

Vaciló de repente, como si estuviera revelando demasiadas cosas de sí mismo, y Darcy no pudo menos que emocionarse.

–Bueno –continuó él–.¿Cómo está la pequeña? ¿Le arreglaron bien el ombligo?

–Eh… sí. El doctor Harkness comentó que habías hecho un excelente trabajo. Se quedó impresionado con el nudo que le hiciste.

–¿Sí? Es verdad, es un buen nudo –silencio–. Bueno, por cierto… ¿qué nombre le has puesto?

Darcy sintió que se derretía por dentro. Suspirando profundamente, le confesó:

–Se llama Montana.

–¿De verdad? –una sonrisa de oreja a oreja volvió a iluminar sus rasgos–. Montana. Es el nombre más bonito que he oído nunca. Perfecto para una niña tan preciosa.

–Pensé que era lo menos que podía hacer –explicó ruborizada– dada la ayuda que me prestaste. No sabía qué más podía hacer para compensarte. Y pensé que nunca más volvería a verte para expresarte mi agradecimiento. Así que… –bajó la mirada–. Espero que no te moleste…

Tom se inclinó hacia delante, dejando caer el sombrero al suelo, y la miró intensamente a los ojos.

–No me molesta nada en absoluto, Darcy. De hecho, es un honor para mí. Me alegro muchísimo de haber podido ayudarte. Y de que todo haya salido tan bien.

–Yo también –y ya no supo qué añadir con tal de que siguiera allí, hablando con ella. Lo cual era una locura, porque a la vez deseaba que se marchara. Aquel vaquero llenaba la habitación con su presencia, y la hacía sentirse pequeña, cuidada, querida: todo aquello que no se podía permitir sentir. Él era de Montana. Y su hija y ella iban a vivir en Baltimore. No existía la menor oportunidad de que surgiera una relación entre ellos. Y Darcy tampoco la deseaba…

–De camino hacia aquí desde Phoenix, ya no he visto tu coche en la carretera –comentó de repente Tom, alzando demasiado la voz como para disimular su nerviosismo–. Supongo que alguien te lo habrá recogido…

–Sí, ha sido mi madre. Ahora está en el garaje –«mi madre. Dios mío», exclamó para sí–. Por cierto… necesito advertirte de algo.

–¿Qué es?

–Mi madre… está intentando localizarte.

–Bueno, pues aquí estoy.

–Ya. Pero ella no lo sabe. Y tiene tus cosas. Pero no tu nombre.

–No entiendo qué es lo que… –repuso Tom, frunciendo el ceño.

–Aquella caja de fósforos. La manta. Y tu navaja..

–¿Las tiene ella? Qué bien. Esta mañana me dí cuenta de que no tenía la navaja. Pensé que, con tanta excitación, se me habría caído de la camioneta. Qué amable ha sido tu madre al querer devolvérmela. Le estoy muy agradecido.

–No, no es amable –Darcy sacudió la cabeza–. Créeme. Es un verdadero sabueso. De hecho, ha puesto a John Smith sobre tu pista. Y él sí que es un sabueso de verdad. Un policía, vamos.

–Entiendo –repuso, a pesar de incrédula expresión–. ¿Y por qué habría de hacer algo así?

–Esto es tan embarazoso –murmuró, ruborizada–. Bueno. Vamos allá. Empecemos por el principio. Yo soy profesora universitaria. Hace poco menos de un año me doctoré en Literatura Inglesa. Doy clases en Baltimore. De momento vivo aquí con mi madre, pero tengo intención de regresar. Y soy lo que comúnmente se llama una madre soltera.

Tom asintió con expresión tranquila, comprensiva.

–Enhorabuena. Por tu doctorado, quiero decir. En cuanto a lo otro… bueno, pensaba que algo así estaría pasando, a juzgar por lo que me dijiste ayer.

–Sí. Dije un montón de cosas, ¿eh? Y me disculpo por ello.

–No pasa nada. Hormonas, como tú misma mencionaste. Mi hermana tiene cinco hijos. Sé algo de eso.

–¿Cinco? –Darcy abrió mucho los ojos. Mientras él asentía con la cabeza, algunas zonas de su cuerpo no dejaban de gritarle «nunca más»–. En cualquier caso, vamos con lo de mi madre. Ella piensa que mi hija necesita un padre.

–Aaah –Tom apretó los labios y miró a su alrededor como intentando localizar la salida más próxima.

Aquello le dolió a Darcy. Pero en realidad no podía culparlo. Después de todo, aquel hombre no tenía ninguna responsabilidad en su vida, ninguna relación con ella. Era normal que se sintiera… atrapado. Aun así, la última vez que había visto aquella expresión había sido en la cara de Hank, cuando le informó de que estaba embarazada.

–No te preocupes. Montana ya tiene un padre… uno que no está en absoluto interesado en ella. Ni en mí. Lo cual es precisamente lo que quiero, créeme. Pero no te preocupes, tiene un padre. Estás a salvo.

Tom la miró fijamente durante un buen rato.

–No estaba pensando en eso. De hecho, estaba pensando en cierto personaje que no ha estado a la altura de sus responsabilidades. Y tú me acabas de echar un discurso.

–Me temo que sí –Darcy levantó la barbilla.

–Pues ahora me toca a mí sincerarme, ¿no crees?

–Claro –repuso Darcy, poniéndose a la defensiva–. ¿Por qué no? Después de todo, aquí todos somos amigos…

–Espero que lo seamos, Darcy. A mí me gustaría mucho. Eres tú quien debe decidirlo.

Su expresión irradiaba sinceridad. E inteligencia. Y amabilidad. Tres cosas que Darcy valoraba en la gente, pero que aún no había encontrado en todos los hombres con quienes hasta el momento se había relacionado.

–Lo somos, Tom. Somos amigos. Lo que pasa es que… me temo que estoy algo resentida con el mundo.

–No es para tanto, Darcy –sonrió–. Imagino que ahora mismo te sientes asustada, inquieta. Has sufrido mucho, al parecer. Es lógico que sientas cierta desconfianza.

Darcy miró fijamente a aquel Tom Elliott, cada vez más convencida de que se trataba de un androide programado para decir todo aquello que deseaba escuchar una mujer.

–¿Siempre eres tan maravilloso?

–No –respondió, ruborizándose–. Generalmente, no. Supongo que en este momento hay en Phoenix ciertos abogados y terratenientes a quienes les gustaría poner precio a mi cabeza.

–¿De verdad? ¿A quién has asesinado?

–Todavía a nadie. Mi abuelo poseía una extensión de terreno en las afueras de Phoenix que algunos promotores inmobiliarios están interesados en comprar. Por eso he venido a Arizona: a echarle un vistazo. Precisamente me disponía a verlo cuando me encontré contigo ayer.

–Bueno, pues entonces tengo que estarle agradecida a tu abuelo y a su extensión de tierra. Pero debes de haber confundido el camino, porque Phoenix está bastante lejos de aquí.

–Sí, lo sé. Ya he visto el terreno. Solo quería curiosearlo un poco, averiguar por qué mi abuelo lo ha conservado durante tanto tiempo. Antes viajaba periódicamente a Arizona y hacía algún papeleo. Luego lo hizo mi padre. Siempre fue un engorro para ellos. Y ahora, también lo es para mí.

–Así que estás pensando en desentenderte de ese terreno para no tener que volver, ¿eh?

–Pues sí. Este será mi último viaje a Arizona. Si es que logro venderlo.

–Ya –de repente, Darcy sintió ganas de llorar. Nunca volvería a verlo. Y eso le dolía. Porque realmente aquel hombre había empezado a gustarle mucho–. Entonces… ¿es por eso por lo que quieren poner precio a tu cabeza? ¿Por qué no lo vas a vender?

–No. Lo venderé, pero no al precio que quieren ellos. Pienso esperar un poco, para ver cuántas ganas tienen de adquirirlo.

Darcy no sabía qué pensar. Bueno, sí sabía lo que debería pensar. Debería esperar que aquellos compradores le hicieran una jugosa oferta que él no pudiera rechazar y así tener que marcharse de allí. Porque aquel hombre le estaba gustando demasiado. Necesitaba irse… ya. Pero no era eso lo que estaba pensando. Quería que se quedara. Y eso no era bueno. Ni lógico.

Entonces pensó en otra cosa, algo que no se le había ocurrido antes. Mientras ella lo observaba, Tom sacó dos pequeños sobres de su camisa vaquera bordada. Pero antes de que pudiera hacer nada con ellas, Darcy le espetó sin pensar:

–¿Estás casado?

Tom Elliott se quedó asombrado, con la mano paralizada en el aire. Tan serio como un juez de rodeo, respondió:

–No. ¿Por qué me lo preguntas?

–Bueno… solamente sentía curiosidad por saber si, con este viaje tan largo que has hecho, había alguien… esperándote. Eso es todo –mintió.

–Quería darte esto antes –le entregó los sobres con imperturbable expresión–. Van con las flores.

Darcy se dispuso a tomar los sobres, pero cuando Tom cerró una mano sobre la suya, se quedó sin habla, con la garganta reseca.

–Y no, no hay nadie esperándome –añadió él–. Solo el ganado y varios cientos de hectáreas de tierra.

–Oh, gracias –Darcy tragó saliva, sonriendo–. Por las tarjetas. No por la explicación. No tienes por qué explicarme nada, yo…

–Quería hacerlo –y dicho eso, le soltó la mano.

«¿Que quería hacerlo? ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué quería hacerlo? ¿Es que está interesado en mí?». Darcy hizo todo lo posible por disimular su nerviosismo mientras abría el primer sobrecito. Podía verlo observándola… y se preguntó por lo que estaría pensando. No podía sentirse atraído por ella. Estaba sin maquillar, vestida con una bata de hospital, con el pelo hecho un desastre…De hecho, era sorprendente que a esas alturas aún no hubiera salido corriendo.

Luego, mientras el silencio se prolongaba, Darcy se concentró en leer cada tarjeta. Hasta que al fin levantó la mirada, sonriendo.

–Gracias otra vez. Y la tarjeta de Montana… es preciosa. El Llanero Solitario. Me gusta.

Para entonces Tom ya se había ruborizado y se movía incómodo en su silla. Intentó adoptar una expresión dura…, pero fracasó miserablemente.

–Es una tontería.

–No lo es. Es preciosa.

–¿Tú crees? Generalmente no soy tan… –intentó encontrar la palabra adecuada.

–¿Tonto? –terminó Darcy por él, con tono bromista.

Tom rió entre dientes y sacudió la cabeza.

–Me lo merecía.

Darcy lo miró. Aquel hombre era perfecto. Y se merecía casarse con alguna desconocida y maravillosa mujer allá, en Montana… una mujer a la que ella odiaba ya desde aquel mismo momento.

–Hey, ¿quieres ver a Montana?

–Ya la he visto –dejó de sonreír–. Vivo allí.

–No, a Montana, mi hija. ¿te acuerdas? –bromeó–. La niña a la que ayudaste a nacer.

–Oh, diablos –agitó las manos en el aire–. Otra vez ese estúpido gen familiar. Sí, claro. Me encantaría verla.

–De acuerdo. Iremos a verla a la sala de los niños –sin pensárselo dos veces se dispuso a levantarse de la cama, hasta que tomó conciencia de que no se encontraba en forma.

–Permíteme que te ayude. Baja las piernas… así.

Su contacto le incendió el corazón. Y alguna que otra parte más de su cuerpo.

–Sí. Mis zapatillas… ¿podrías calzármelas…? –cuando Tom lo hizo y ella pudo poner los pies en el suelo, añadió–: Gracias –se levantó lenta y cuidadosamente, agarrándose a su brazo, sólido como una roca, mientras con la otra mano se alisaba el camisón y la bata. Tom entrelazó entonces sus dedos con los suyos. Fue un pequeño gesto, pero tan intensamente íntimo que Darcy tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Mientras seguía alisándose la bata e intentando ocultar su emoción, murmuró:

–Supongo que es un poquito tarde para guardar el decoro contigo, ¿no te parece?

Tom Eliott no respondió de inmediato, sino que extendió una mano para enjugarle tiernamente una lágrima. Darcy luchó por conservar intacto el muro emocional que aquel hombre no había dejado de machacar con cada uno de sus gestos y palabras amables. No podía sentir aquellas cosas por él. Simplemente no podía.

Luego Tom le hizo un guiño y se pusieron en movimiento, dirigiéndose muy lentamente hacia la puerta abierta.

–Vamos, Darcy. Cúrame la nostalgia del hogar… y enséñame a Montana.