–Oh, mírala. Es tan pequeñita y tan dulce… La quiero tanto…
–No lo dudo –Tom sonrió. Estaba seguro de que Darcy sería una madre estupenda–. Y tan bonita, con ese cabello oscuro…
–Lo sé –suspiró antes de inclinarse hacia él para susurrarle–: Es el bebé más bonito de toda la sala.
–Seguro que sí. Y también es el único bebé de toda la sala.
Darcy se volvió de nuevo para admirar a su hija a través del grueso cristal.
–Es hermosa, ¿verdad?
Tom desvió la mirada de la cunita de la niña para posarla en Darcy, memorizando su perfil.
–Preciosa –afirmó.
–Sí, es… –esbozando una enorme sonrisa Darcy se volvió hacia él, y fue entonces cuando lo sorprendió mirándola.
Tom no desvió la vista. Sabía que debía hacerlo, pero no lo hizo. Y ya era demasiado tarde. De repente la expresión de Darcy se tornó seria. Fue ella la que primero bajó la mirada, y de inmediato Tom sintió remordimientos: sin querer, la había avergonzado.
–Darcy, lo siento, no pretendía…
–No, no pasa nada –lo miró–. De verdad. Es incluso… bonito que me hayas mirado de esa manera.
Tom intentó bromear para superar aquel embarazoso momento de atracción no correspondida:
–Bonito, ¿eh? Ya, y dentro de poco querrás ser mi amiga. Demasiadas emociones en tan poco tiempo. Me suicidaría de gozo.
–Dios mío, espero que no. Piensa en lo mal que me sentiría…
A juzgar por aquel comentario tan cortés y poco comprometedor, Tom se dijo que tenía razón: Darcy no se sentía atraída por él. De repente se sintió el tipo más estúpido del mundo por haberla puesto en una situación tan incómoda.
–Mira, sé que no he debido decirte eso, Darcy, cuando hace tan poco tiempo que te conozco. No sé lo que me pasa.
–No, no hay problema, de verdad. Me siento halagada.
Aquello solo hizo que se sintiera aún peor.
–Genial –sacudió la cabeza–. Necesito volver con mis caballos y mi ganado. O quizá sea ese mi problema. Quizá he tratado con ellos durante tanto tiempo que ya no sé cómo hablarle a una mujer…
Pero Darcy le puso un dedo en los labios, silenciándolo.
–Espera un momento, ¿quieres? Deja de disculparte. Solo quería decirte que no creo que tú me encuentres… atractiva, eso es todo. Por el amor de Dios, mírame bien. Debo de estar hecha un desastre, con esta horrible bata de hospital…
–¿Un desastre? –intensamente aliviado, ya que al parecer Darcy solo había estado preocupada por su apariencia cuando él pensaba que era porque había ido demasiado lejos, se cruzó de brazos y apoyó un hombro en la pared–. Para nada. Como te dije antes, estás preciosa.
–Debe de ser esa expresión de felicidad que se le pone a las madres después de dar a la luz… –sonrió, turbada.
–Puede ser. Pero dudo que se reduzca solo a eso.
La mirada que ella le dirigió le dijo que deseaba creer en sus palabras… pero que no podía. Tom creyó comprenderla. Bastante tenía ella con su recién adquirida condición de madre soltera para cargar, por culpa suya, con más preocupaciones. Decepcionado, vio cómo Darcy se volvía hacia el cristal para seguir contemplando a su hija.
–En cualquier caso –declaró–, se parece muchísimo a mí.
–Supongo que tendré que creerte… ya que su padre no está por aquí para que pueda evaluar el parecido.
Aquellas palabras fueron pronunciadas antes de que pudiera evitarlo. Darcy se sobresaltó, y Tom quiso arrancarse la lengua: ¿por qué diablos había mencionado a aquel miserable que ni siquiera deseaba reconocer a aquella dulce criatura como propia?
–De nuevo te pido disculpas… lo siento. No era mi intención decir una estupidez semejante.
–No te preocupes. ¿Sabes? Todo el mundo me pregunta por mi marido: qué es lo que hace, que si está orgulloso… –desvió la mirada–. Cosas así. Estoy acostumbrada a que me lo mencionen –levantó la cabeza, sin rastro alguno de lágrimas en sus ojos, y lo miró–. Así que no pasa nada. De verdad.
–No. Sí que pasa. ¿Cuántas veces te he pedido disculpas hasta ahora?
–Casi tantas como yo a ti.
–Bueno, menos mal –Tom sonrió tímidamente–. ¿Quieres que empecemos.. otra vez?
–Claro –su expresión se iluminó.
Animado, Tom le tendió la mano.
–¿Qué tal? Me llamo Tom Harrison Elliott, de Billings, Montana. Mis amigos me llaman El Llanero Solitario.
–Hola. Encantada de conocerte –Darcy se echó a reír mientras le estrechaba la mano–. Yo me llamo Darcy Jean Alcott, de Buckeye, Arizona. Mis amigos me llaman Damisela en Apuros.
–¿Ah, sí? Bueno, Damisela, veo que has tenido un precioso bebé –sin soltarle la mano señaló con la cabeza a la pequeña Montana, que acababa de despertarse para ponerse a llorar a pleno pulmón.
De inmediato, la expresión de Darcy se tornó seria y preocupada. Una enfermera salió de una pequeña habitación contigua a la sala de los bebés y se apresuró a tomar a la pequeña en sus brazos para tranquilizarla. Darcy apoyó entonces la frente contra el cristal gimiendo suavemente, como si anhelara estar en el lugar de aquella mujer y poder abrazar a su hijita. A Tom se le desgarró el corazón, pero no sabía qué hacer. Justo en aquel instante la enfermera levantó la mirada y, al verlos allí; de inmediato se acercó a la ventana con la niña para que pudieran verla.
Tom se sintió lleno de un inmenso orgullo, y un nudo de emoción le embargó la garganta mientras veía a la cría agitar los puñitos cerrados, inquieta. Darcy le comentó, tirándole de la manga:
–¿Qué le pasa?
–No lo sé muy bien, Darcy –le cubrió la mano con la suya–. Pero la enfermera no parece nada preocupada. ¿Ves? Está sonriendo. Debe de estar bien entonces, ¿no te parece?
–Supongo que tienes razón –retiró la mano y se la guardó en un bolsillo de la bata, para luego mirarlo con expresión asustada–. ¿Qué voy a hacer dentro de un día o dos cuando tú no estés a mi lado para decirme estas cosas?
–Lo harás muy bien, Darcy –le rodeó los hombros con un brazo–. Ya lo verás. Instinto de madre, como se suele decir.
–Oh, sí –no parecía muy convencida.
De repente oyeron unos golpes en el cristal y se volvieron para mirar a la enfermera. Mientras sostenía a Montana en un brazo la mujer le estaba mostrando a Darcy un impreso, que luego puso sobre una mesa que había en el centro de la habitación, indicándole por señas que debía escribir algo en él. Tom se volvió entonces hacia Darcy… y vio que había palidecido visiblemente.
–¿Necesitas sentarte?
–No –sin mirarlo, sacudió con la cabeza–. Otra vez estamos con lo mismo. Ese impreso que ella tiene en la mano es el certificado de nacimiento de Montana. La enfermera quiere saber el nombre del padre.
–No creo que eso sea asunto suyo.
–Sí que lo es. Es un trámite legal –suspiró Darcy, cansada–. Supongo que la enfermera piensa que antes debí de olvidarme de poner el nombre del padre. No me olvidé. Lo dejé en blanco a propósito.
–Oh.
De repente, la expresión de Darcy se tornó suplicante, como si le rogara que comprendiese:
–No puedo poner el nombre de ese hombre en su certificado de nacimiento, Tom. No puedo. Él no la quiere. Pero tampoco quiero que Montana sufra cuando, dentro de unos años, vea ese espacio en blanco. No deseo mentirle, pero…
–Espera, Darcy –en un impulso, Tom se llevó una mano al bolsillo trasero de su pantalón–. Espera un momento –sacó su cartera–. Creo que puedo ayudarte.
–¿Qué vas a hacer? ¿Es que piensas sobornar a la enfermera?
–No. Voy a sacar mi carnet de conducir.
–¿Tu carnet de conducir? ¿Qué…? Oh, espera. No, Tom. Eres muy amable al querer hacerlo, pero… No… Ya has hecho suficiente.
Tom sabía que tenía razón, al menos desde su punto de vista. Pero desde el suyo, consciente de que ya amaba a Darcy, ansiaba reconocer a aquel bebé como propio.
–Permíteme, Darcy. Quiero hacerlo.
–Lo sé. Y sé que eres un hombre muy bueno, pero no puedes hacerlo. Y tú no eres su padre, no puedo permitirte que hagas eso. Y hay un millón de razones legales para no hacerlo. ¿Es que no lo ves, Tom?
–Lo único que estoy viendo ahora mismo es tu cara, Darcy. Y tu cara me dice que esto te está haciendo sufrir. Déjame ayudarte, por favor –al ver que no parecía nada convencida, añadió–: Mira, puedes decirle a Montana lo que quieras. Y te juro que jamás se me ocurrirá plantearte ninguna reclamación sobre la niña, ni legal ni de ningún otro tipo –«ninguna que tú no quieras que te haga», agregó para sí.
Darcy seguía sin ceder. Tom apretó los labios mientras miraba de reojo a la enfermera, que parecía algo sorprendida.
–Por favor, déjame hacerlo. Por el bien de Montana.
–¿Por su bien? ¿Sabes acaso lo que estás diciendo? –antes de que él pudiera responderle, Darcy se volvió hacia la enfermera y le indicó por señas que esperara un momento. La mujer asintió, con una sonrisa. Luego se concentró en lo que deseaba decirle a Tom–: Imagínate lo que sucederá dentro de quince años, cuando Montana sea una adolescente inquieta e hipersensible y se ponga a buscarte…¿qué le dirás? ¿Puedes imaginarte lo mucho que se enfadará con nosotros cuando descubra que tú no eres su padre? O si ella se pone enferma y necesita una transfusión de sangre, o un transplante de riñón, y acude a ti en busca de ayuda… ¿qué pasará entonces?
–¿De dónde has podido sacar una idea tan descabellada? –le preguntó, incrédulo.
–De la vida, Tom. Esas cosas pasan en la vida. Solo estoy intentando ser realista.
–¿Realista? Eso me suena a argumento de opereta. También pueden suceder cosas buenas, y lo sabes.
–¿Como qué? –inquirió, con las manos en las caderas.
Tom miró a su alrededor; en aquel momento no podía revelarle las esperanzas que ya había concebido sobre Darcy y sobre su hija…
–Bueno, como que ella pueda pasar los veranos conmigo en el rancho, cuando sea algo mayor…
–¿Ah, sí? ¿Y cómo le explicarás por qué nosotros, tú y yo, no estamos juntos? Ella querrá saberlo.
Pero ellos estarían juntos; Tom lo sabía. Pero también sabía que estaba perdiendo aquella discusión y tenía que pensar con rapidez.
–Le diré que es porque su madre es la mujer más terca y discutidora que he conocido nunca.
–Oh, gracias. Ahora todo es culpa mía. Y encima querrás rebajar la consideración que me tenga…
Tom se sintió frustrado. Ansiaba confesarle sus verdaderos sentimientos, pero sabía que con eso solo conseguiría asustarla y ahuyentarla.
–Darcy, mírame.
–¿Qué?
–¿Por qué estamos discutiendo?
–No tengo ni idea –sacudió la cabeza.
–Montana es un bebé que necesita un apellido: eso es todo. Y eso es lo único que le estoy ofreciendo. Niégate, si quieres. Pero, aun así, voy a crear un fondo fiduciario para ella porque así lo he decidido. De alguna forma, me siento responsable de esa niña.
–¿Un fondo fiduciario? No sé qué es eso. No entiendo nada…
–Entonces, di que sí. Yo te ayudé a traerla al mundo, ¿no? ¿Eso no la hace, aunque solo sea un poquitín… mía? –«y tú también. Tú también eres, en cierto modo, mía», añadió para sí.
–De acuerdo –suspiró finalmente Darcy, asintiendo–. Creo que esto es un error. Va contra todo aquello en lo que creo. Y espero que no te arrepientas de ello algún día, pero… –hizo un gesto a la enfermera, que seguía esperando–. Adelante. Hazla feliz.
Un inesperado estremecimiento de gozo sacudió a Tom. Por el momento, había ganado.
–Gracias, Darcy –pronunció, y antes de que pudiera cambiar de idea, sacó de la cartera el carnet de conducir y se lo mostró a la enfermera para que pudiera copiar sus datos.
Cuando la mujer les indicó que ya estaba todo arreglado y se dispuso a cambiarle el pañal a Montana, Darcy se despidió con un gesto y se dirigió hacia su habitación, caminando lentamente con expresión abstraída. Tom llegó a preguntarse si se habría olvidado de su presencia. No sabía qué hacer ni qué decir para romper aquel silencio. De repente el acto que acababa de cometer se le presentó como lo que realmente había sido: el fruto de un impulso, de una emoción. Generalmente era un hombre prudente y metódico, tan lento en tomar decisiones que siempre conseguía desesperar a su familia. Pero en esa ocasión eso no había constituido ningún problema. Había tomado una decisión y había actuado de inmediato. Porque estaba enamorado.
Mientras caminaba al lado de Darcy, respetando su silencio, pensó que quizá sería eso lo que el amor le hacía a un hombre: lo convertía en alguien decidido. Y que cometía estupideces, como comprar un enorme ramo de rosas y luego conducir durante una hora entera para entregarlo, y terminar poniéndole su apellido a la hija de una desconocida. Miró a Darcy. Sí. Ella todavía era una desconocida para él, y él para ella.
No sabía de ella las cosas que normalmente un hombre sabría de una mujer cuya hija llevaba su apellido. Cosas como… lo que se sentiría al abrazarla, al hacerle reír, al hacerle sonreír. O llorar. O hacerle enfadar. Ni siquiera sabía cuál era su sabor de helado favorito. Ni dónde había estudiado, ni cómo pensaba educar a Montana… No, no sabía las respuestas a todas aquellas preguntas. Pero sí sabía que disponía del resto de su vida para descubrirlas…
De regreso en su habitación, una vez acostada con la ayuda de Tom, Darcy se sentó en la cama con las manos en el regazo y miró al hombre que acababa de… reconocer a su hija.
–¿Estás bien? –le preguntó Tom cuando la oyó suspirar.
Darcy asintió en silencio. Había tomado la decisión de facilitarle una vía de escape.
–Mira, si ya te has pensado mejor lo de que tu nombre figure en el certificado de nacimiento de Montana, yo puedo…
–No –levantó una mano–. No me arrepiento de ello.
La expresión de Darcy se iluminó. ¿No se arrepentía? Pero luego recordó que había decidido no enamorarse de él ni de ningún otro hombre, en ninguna circunstancia. Así que arqueó una ceja, intentando mostrarse escéptica.
–Pues a mí me parece que sí.
–¿Y cómo es eso?
–Bueno, estás un poquito pálido –mintió.
–Mira, admito que lo que he hecho antes ha sido algo… importante, trascendental. Pero no me asusta, Darcy. No voy a salir corriendo. Y no cambiaré de idea. Estoy satisfecho de haber obrado de esa manera.
Darcy se esforzó por disimular su emoción. No podía permitirse acostumbrarse a aquel hombre más de lo que ya lo había hecho. Ahora, su primera prioridad era su hija. Además, no quería darle la menor oportunidad de que le hiciera daño. Y eso, lamentablemente, no le dejaba más que una opción.
–Bien –y pulsó el botón de llamada a la enfermera.
–¿Qué haces?
–Llamar a la enfermera.
–¿Te duele algo?
–No.
–Entonces, déjame adivinar… ¿vas a cambiar el certificado de nacimiento, verdad?
Darcy se encogió de hombros, escondiendo el dolor que sentía por su hija. Porque Montana estaba a punto de perder a otro padre.
–Si es que puedo. Porque puede que haya algún requisito legal que me lo impida.
–Pero vas a intentarlo –cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
Darcy se dijo que ya lo había conseguido: se había enfadado con ella.
–Dime una cosa: ¿eres realmente tan bueno todo el tiempo?
–Pretendes provocar una discusión, ¿no, Darcy? Piensas que así conseguirás que te deje.
Aquella respuesta era la que ella necesitaba. Apuntándole con un dedo, replicó:
–¿Lo ves? ¿Conseguir que te deje? Tom, nosotros no tenemos ninguna relación. Somos unos desconocidos. Tú ni siquiera deberías estar aquí. Te estoy agradecida por todo lo que has hecho por mí… el corazón le gritaba que no siguiera adelante aunque, como siempre, no le hizo caso–… pero tu trabajo ha terminado aquí, Llanero Solitario.
Ya estaba. Ya lo había hecho. Ni siquiera cabía la posibilidad de una discusión. Un denso silencio se abatió sobre ellos. Mientras le sostenía la mirada, Darcy se sentía triunfante… y a punto de estallar en sollozos. ¿Por qué había sido tan odiosa con él? ¿Qué le sucedía? Tom se levantó lentamente.
–De acuerdo. Lo has conseguido. Me iré –se caló su sombrero Stetson con gesto tranquilo, ladeando el ala sobre una ceja–. Siento haberte importunado.
Darcy no dijo nada. No podía. Levantó la barbilla e intentó tragar el nudo de emoción que se le había atascado en la garganta. El corazón le gritaba que lo detuviera… pero ella se negaba a abrir la boca. Finalmente, Tom se volvió y salió de la habitación. Y de su vida.
Se había ido. Darcy permaneció mirando la puerta abierta, escuchando sus pasos por el pasillo hasta que desaparecieron del todo. Parpadeó para contener las lágrimas. Nunca en toda su vida se había sentido tan sola.
Luego se tumbó en la cama, de espaldas a la puerta, se cubrió con las sábanas y se tapó la boca con la mano… para que nadie la oyera llorar.