Capítulo Cinco

 

 

 

 

 

–Bueno, aquí estamos, Darcy Jean. Tú y tu Montana en casa, sanas y salvas. Ten cuidado, cariño, al cruzar en el umbral. No tropieces. No me gustaría que se te cayera al suelo esa preciosidad de bebé al suelo…

–¿Por qué? ¿Es que no botan?

La gente que se apelotonaba en el salón de la casa, así como la que se agrupaba detrás de Darcy, se quedó paralizada y en silencio.

–Dios mío, no digas esas cosas, Darcy –le reprochó su madre.

La verdad era que se sentía muy cansada. Había sido un viaje bastante pesado desde el hospital, con todas las Bellezas del Bridge de Buckeye siguiéndolas en sus coches, cargadas con las flores y plantas de la habitación.

–Bueno, ¿qué querías que te dijera, madre? No tengo intención alguna de dejar caer a mi bebé. Antes moriría.

–Bueno, gracias al cielo no creo que eso haga falta. Estoy nerviosa por ti, eso es todo. Así que no seas tan quisquillosa. Freda, ¿quieres colocarle esa almohada? Sí, esa. Bien –luego, mirando por encima del hombro–. Cierra la puerta, Barb. Meteremos las flores dentro de un momento. Gracias. Ya lo sé, pero Darcy insistió en ponerse esos viejos pantalones cortos de premamá. Yo los odio, y además no quiero que se resfríe.

–¿Qué me resfríe, madre? ¿En Arizona? ¿En mayo?

Evidentemente su orgullosa madre optó por ignorar sus preguntas mientras la ayudaba a sentarse en un cómodo sillón.

–Gracias por la ayuda, Barb –dijo Margie Alcott–. Muy bien, cariño. Ya está –miró satisfecha a su hija–. ¿Hay alguna cosa más que pueda hacer por ti? Jeanette, dame esa manta para que se la ponga a Darcy sobre las rodillas.

–No la quiero…

Pero Jeanette Tomlinson le puso la manta tejida sobre las piernas.

–Me encanta esta manta –pronunció la mujer mayor, con un brillo bondadoso iluminando sus ojos azules–. Ya le he dicho a tu mamá que algún día se la acabaré robando.

–¿Por qué no lo hace hoy mismo? –Darcy acompañó sus palabras de una sonrisa, pero aun así la señora Tomlinson la miró arqueando las cejas. Y Darcy se arrepintió. Lo único que quería era que la dejaran a solas de una vez con su hijita.

Pero justo en aquel momento Barb Fredericks se inclinó sobre ella para comentarle:

–Es la morenita más bonita del mundo, Darcy. Por cierto, ¿qué nombre de estado le habías puesto, cariño? Era algo que empezaba por M, ¿verdad? ¿Missouri, quizá?

Darcy se quedó mirando muy seria a aquella mujer pequeña y morena que había engendrado a Vernon, el cincuentón editor de El Clarín de Buckeye.

–No. Missouri no –la corrigió–. Pero se ha acercado: Michigan.

–Darcy –le recriminó nuevamente su madre–. Se llama Montana, Barb.

Agotada, Darcy se frotó la frente con su mano libre. De pronto, procedente de un lugar cercano al sofá, una voz exclamó:

–Hey, mirad esto.

Todas las miradas se volvieron hacia Freda Smith, que sostenía en la mano un biberón normal y corriente, para que todas lo vieran. Adoptando una expresión seria y grave, miró a Darcy:

–Hace cuarenta y ocho años, cuando Johnny era un bebé, no usábamos estas cosas. Usábamos los senos.

Entre el murmullo de desaprobación y nerviosismo que se levantó en la sala, repentinamente divertida y encariñada con todas y cada una de aquellas ancianas, Darcy le aseguró:

–Las mujeres de hoy todavía siguen teniendo senos.

–Ya, pero… ¿los usáis?

–Claro –Darcy no pudo resistirse–. Miren –empezó a desabrocharse su camisa de premamá.

Aquel gesto logró dispersar a las damas presentes, que se escabulleron hacia todas direcciones murmurando algo acerca de que tenían que preparar un té con hielo y llamar a sus respectivas casas. En la relativa tranquilidad del desierto salón, finalmente Darcy consiguió tranquilizarse y miró a su hija.

–Tu madre es una canalla, Montana. Pero tal vez logremos sobrevivir gracias a ello, pequeña.

Arropada de la cabeza a los pies, Montana bostezó antes de quedarse dormida.

–Estupendo –pronunció Darcy–. Soy una fantástica conversadora. O echo a todo el mundo… –intentó no pensar en el alto vaquero de sombrero blanco–… o los duermo –comenzó a arrullar a su hijita–. Mis conferencias sobre Chaucer surten el mismo efecto en mis estudiantes, cariño. Sí, es verdad. Tu mamá es una aburrida.

«¿Aburrida? Ojalá», se dijo mientras pensaba en el viaje en coche que tendría que hacer en enero a Baltimore al cabo de unos ocho meses, en las preocupaciones por la niña a las que tendría que enfrentarse sola una vez que estuviera allí, en el efecto del frío en un bebé acostumbrado al calor de Arizona, en las exigencias de su nuevo trabajo, en los cursos, en el papeleo, en las interminables clases que tendría que dar, en el nuevo apartamento que tendría que encontrar… Todo ello se le acumulaba en el cerebro en aquel momento, junto con la nueva vida que supuestamente tenía que construirse sola. Y todo ello… en el mismo campus universitario que Hank Erickson, el padre biológico de Montana. Sintiéndose abrumada y derrotada por adelantado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. «¿Dónde está el verdadero Llanero Solitario cuando más lo necesito?», se preguntó.

De pronto sonó el timbre, sobresaltándola. Desde el otro extremo del salón su madre le gritó:

–Quédate ahí, Darcy. Ya abro yo.

–Eso espero, madre –murmuró Darcy entre dientes, para que no la oyera–, porque soy incapaz de levantarme de este sillón…

Vio entonces que Barb, Freda, Jeannette y su madre, cada una con su vaso de té helado, se dirigían a la vez hacia la puerta procedentes del comedor. Y todas ellas evitaban mirarla. La invadió un súbito temor. «Oh, eso no puede augurar nada bueno», pensó al momento.

–Me pregunto quién podrá ser…–comentó Margie Alcott.

La voz de su madre, con aquel tono tan falso, se parecía peligrosamente a la que había adoptado el día anterior, cuando le sugirió la posibilidad de utilizar los servicios del hijo de Freda para localizar al Llanero Solitario. Y eso era algo que Johnny Smith podía hacer perfectamente. A Darcy, desde luego, no se le había ocurrido confesarle que Tom Elliott ya había ido a visitarla, pero suponía que a esas alturas toda la plantilla del hospital debía de habérselo dicho. Y si eso había ocurrido realmente, allí estaba el resultado: su madre había encontrado al vaquero y lo había invitado a su casa aquel día. La mataría por ello… siempre que fuera capaz de levantarse de aquel maldito sillón…

En aquel instante, Margie Alcott abrió por fin la puerta.

–Vaya, qué sorpresa, si es Vernon Fredericks. Hola –se volvió hacia Barb, la madre de Vernon. Mira, Barb, es tu hijo Vernon. El soltero más codiciado del pueblo. No puedo creer que esté aquí. En este día tan señalado…

Aquello confirmaba los peores temores de Darcy. «Oh, Dios mío, no», se quejó en silencio.

–Hola, hijo. Qué sorpresa. ¿Cómo me has encontrado? –preguntó estúpidamente Barb, que había perdido toda capacidad de actuación. Sus acartonadas palabras sonaban como la interpretación de una actriz novata recitando por primera vez un papel.

Darcy sacudió lentamente la cabeza, pensando que iba a tener que matar no solo a su madre, sino también a las otras tres ancianas…

–Pero si vosotras me dijisteis que viniera… –oyó protestar a Vernon, con tono quejumbroso.

–Pero qué estúpido eres, Vernon Fredericks. Nosotras no te hemos pedido tal cosa, y tú lo sabes –siseó Margie Alcott–. Pasa, pasa –con cuidado de no derramar su vaso de té, hizo entrar al flacucho hombrecillo, cerró la puerta a su espalda y lo llevó ante Darcy–. Mira, Darcy ha regresado, y acaba de tener un bebé.

–Lo sé. Ya me lo habíais dicho –rezongó, mirando sorprendido tanto a Margie como a su madre. Se estaba quedando calvo, sudaba a raudales y llevaba un traje brillante, muy ajustado.

Allí estaba el codiciado soltero número uno, pensó Darcy. Apiadándose de él, ya que era una buena persona, aunque terriblemente tímido. Lo saludó sonriente.

–Hola, señor Fredericks. Me alegro de volver a verlo– . Me encantó el reportaje que hizo sobre mí en el periódico.

–Podéis tutearos, no pasa nada –terció Freda, sonriendo dulcemente–. Vamos, saluda a Darcy, hijo.

Y empujó al hombre, unos veinte años mayor que Darcy, con tanta mala fortuna que trastabilló con la alfombra y cayó, en medio de un coro de exclamaciones y gritos de alarma… de rodillas delante de la joven. Para colmo, y sobrecogida por el ruido, Montana se puso a llorar. Fue un absoluto caos. Los vasos de té con hielo se derramaron por todas partes. Varios pares de manos se extendieron hacia Vernon para ayudarlo a levantarse del suelo, mientras Margie se apresuraba a tomar en sus brazos a la pequeña para tranquilizarla.

De pronto volvió a sonar el timbre de la puerta. Todo el mundo se quedó paralizado excepto Montana, que aparentemente no veía razón alguna para dejar de llorar.

–¿No será el codiciado soltero número dos? –le preguntó Darcy a su madre con tono irónico.

–No sé de qué estás hablando, Darcy Jean Alcott.

–¿Ah, no? –señaló a Vernon–. ¿Por qué no se lo explicas a él?

El timbre sonó de nuevo. Margie entregó entonces el bebé a una aterrada Freda y se dirigió hacia el vestíbulo.

–Voy a abrir.

Segundos después, cuando todo el mundo la miraba expectante desde el salón, abrió la puerta y se quedó de piedra. Luego, con una mano en la cadera, se volvió hacia el grupo.

–¿A que no adivináis quién ha venido? El Llanero Solitario.

 

 

En el porche de la casa, Tom enrollaba y desenrollaba nerviosamente el ala de su sombrero Stetson. Sí. Debió haberse vuelto cuando vio aparcados frente a la casa todos aquellos coches. No debió haber ido allí. Quizá incluso ni siquiera debió haber dejado Phoenix. Pero allí estaba. Y Darcy, también.

Se sentía absolutamente fuera de lugar. Ella no quería verlo: el otro día se lo había dejado meridianamente claro en el hospital. Pero en aquel momento todo el mundo lo estaba observando, y no se le ocurría nada que decir, excepto un…

–¿Qué tal?

Aun así, nadie dijo nada. Podía oír a la pequeña Montana llorando. Pero nadie se movía. Tom fijó la mirada en la mujer mayor profusamente acicalada que le había abierto la puerta y pronunció:

–He venido a ver a Darcy Alcott. Esto es, si ella quiere recibirme.

–Seguro que sí. Adelante, pasa. Yo soy su madre. Puedes llamarme Margie. Así es como me llama todo el mundo.

–Gracias –Tom entró en la casa y saludó a los demás–. ¿Cómo están? –repitió, asintiendo con la cabeza–. Me llamo Tom Elliott, yo…

De repente todo el mundo se puso a hablar entre sí:

–¿Dice que se llama Tom Elliott?

–¿Ese es su nombre? ¡Qué alto es!

–¡Y qué guapo!

–Yo tengo que volver a la redacción de El Clarín…

–¿Ese es el tipo que se detuvo y… ?

–Ssshhh, Freda, no lo digas en voz alta.

–No tiene pinta de ser de Michigan.

–Montana, Barb, Montana.

–Yo tengo que volver a …

–Ya lo sabemos, Vernon. A la redacción de El Clarín –dijo Darcy, levantándose–. Entra, Tom, y siéntate un rato. Madre, ¿querrías prepararle un té helado? ¿Y quizá acompañar a Vernon a la salida? Ya sabes que tiene que volver a la redacción. Freda, si me pasas a Montana, quizá quieras recoger junto con tus compañeras las flores que habéis traído en los coches, antes de que se estropeen con el calor.

Una vez impartidas las órdenes, todo el mundo se puso en movimiento. Darcy recuperó a su bebé y, casi al momento, el salón se despejó de gente. Tom abrió la puerta y se hizo a un lado, saludando a las damas mientras se marchaban seguidas del flacucho hombrecillo del traje ajustado. Margie Alcott, a su vez, se encaminó hacia la cocina. Y, finalmente… se quedaron solos.

Tom miró a Darcy, que permanecía de pie con la niña en brazos. Tenía una apariencia magnífica, aunque cansada. Lo suficientemente magnífica como para acelerarle el corazón… y como para que valiera la pena el trayecto de una hora desde Phoenix, realizado con la esperanza de que quisiera verlo una vez más…

–Estoy impresionado. Realmente sabes vaciar una habitación.

–El trabajo de profesora suele convertirte en una mandona.

–¿Te importa que la vea? –señaló a Montana–. ¿O a estas alturas estará ya demasiado cansada de ver a tanta gente?

–Oh, seguro que sí. Pero creo que le gustaría verte. Siéntate en el sofá con nosotras.

Darcy se volvió hacia el sofá azul que estaba a su izquierda y tomó asiento en un extremo, para luego colocar cuidadosamente a la criatura en el medio. Mientras lo hacía, Tom atravesó el salón reflexionando sobre la cordialidad que ella parecía demostrarle, tan distinta de su comportamiento durante la víspera. Aparentemente estaba contenta de verlo. Y él se alegraba muchísimo de ello, porque no podía apartar los ojos de Darcy. Después de todo, aquella era la primera vez que la veía en una situación que no fuera crítica, o en el hospital. Nunca antes se había fijado en sus largas y bien torneadas piernas. O en sus brazos bronceados. O en los reflejos rojizos que el sol arrancaba a su oscura melena rizada. Ocultando cuidadosamente sus emociones, tomó asiento en el otro extremo del sofá y se inclinó para observar de cerca al bebé. Allí estaba la pequeña Montana Alcott, vestida con un camisoncito y unas botitas de punto, bostezando y agitando sus manitas. Tom se sintió henchido de un inmenso orgullo. Aquella niña era suya, tanto si él podía llamarse su padre como si no.

–Es preciosa, ¿verdad?

Al levantar la vista, Tom descubrió que Darcy había acercado mucho su rostro al suyo, ya que también se había inclinado para contemplar a Montana. Dejó de sonreír y fijó los ojos en sus labios. Lo único que tenía que hacer para besarla era acercarse unos centímetros más… pero reprimió aquel impulso y asintió con la cabeza:

–Claro que sí. Señorita Alcott, fabrica usted unos bebés terriblemente preciosos.

Darcy se retrajo, visiblemente turbada.

–Gracias. ¿Te gustaría tenerla en brazos?

–Me encantaría, si tú quieres –respondió, con el corazón acelerado–. Ya he tenido bebés en brazos, muchas veces. Los de Sam y…

–Tranquilo, Tom –rio Darcy–, no necesito que me hagas un informe. No tengo ninguna duda de que en esto te las arreglas mejor que yo –levantó a su niña y se la entregó.

Tom creyó morir de placer al sentir la exquisita fragilidad de aquella criatura, que parecía encajar tan bien en el hueco de su brazo. No podía respirar: tenía miedo de hacerlo, por si le hacía algún daño… Y no podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo. Había tenido en sus brazos a muchos bebés, pero aquel era distinto. De algún modo era suya, así como lo era su madre. Maravillado, miró a Darcy… y advirtió una expresión vacilante en su rostro. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

–¿Qué pasa? ¿Lo estoy haciendo mal?

Sacudiendo la cabeza, Darcy le puso una mano en el brazo con gesto de consuelo.

–No –pero su voz sonaba tensa.

–¿De verdad? Si no estás tranquila y quieres que te la devuelva…

–No, Tom, de verdad. Lo haces perfectamente. Hablo en serio.

–De acuerdo –suspiró–. Si tú estás segura… –luego se concentró en Montana, fijándose en su pelito y en sus ojos oscuros, como los de su madre. La niña agitaba en el aire sus puñitos y Tom sonrió, sorprendiendo nuevamente a Darcy mirándolo–. Esta cría va a dar mucha guerra, ¿verdad?

–Eso me temo. Y me temo también que va a hacer lo que yo: luchar contra molinos de viento.

–No creo que eso le convenga mucho.

–No lo sé. Tendrás que preguntárselo a Cervantes.

Allí estaba otra vez: la brillante, ingeniosa y culta Darcy Alcott. Todo en ella era una constante sorpresa. Pero, de repente, la expresión de Darcy se ensombreció.

–¿Qué sucede? ¿Qué es lo que va mal? –le preguntó, preocupado.

–Todo. Y nada es culpa tuya. Es porque… mira, el otro día, en el hospital… bueno, quería disculparme por el comportamiento que tuve contigo, Tom. No sé qué es lo que me pasó. Pero, desde luego, no te lo merecías.

Tom le sonrió. Además de inteligente, era una mujer buena. Verdaderamente buena. Al descubrir el brillo de las lágrimas en sus ojos, sintió un nudo de emoción en la garganta.

–No te preocupes por eso. De hecho, probablemente te deba yo una disculpa, Darcy. Porque tú tenías razón. Yo estaba sentado allí, en tu habitación del hospital, preguntándome qué diablos acababa de hacer. Me refiero a lo de haberle dado mi apellido a la niña. Ni siquiera me detuve a pensar en lo que eso podía significar para ti.

–¿Qué quieres decir con eso de… «para ti»? –inquirió mientras se pasaba una mano por los ojos para enjugarse las lágrimas.

–Quiero decir que tú eres una Alcott y que ella es una Elliott. Montana te hará todas esas preguntas que tú me mencionaste. Ahora me doy cuenta de ello.

–No. Te equivocas.

–Ah, entiendo –comentó, decepcionado–. Has cambiado el certificado de nacimiento, ¿verdad?

–No, no lo he cambiado. No llegué a llamar a la enfermera. Yo… bueno, he decidido que tenga el apellido Dalcott. Aunque el tuyo todavía sigue en el certificado. Pero pensé que sería más fácil para ella que tuviera el mismo apellido que yo.

–Una parte de la decepción de Tom desapareció, pero no toda.

–Sí. Eso tiene sentido.

–¿Pero no te gusta, verdad? Habrías preferido que se llamara Montana Elliott.

–No importa que me guste o me deje de gustar. Ella no es mi hija, sino la tuya. Y la educarás a las mil maravillas.

–Ojalá yo pudiera estar tan segura de eso como tú –suspiró Darcy.

–¿Qué quieres? –le preguntó mientras seguía meciendo a Montana en sus brazos–. Tú eres una mujer inteligente y cultivada. Has llegado muy lejos. Tienes una buena cabeza sobre los hombros.

–Bueno, sí, excepto en cuestiones de amor.

–Quizá. Pero eso no tiene nada que ver con lo que quieres a tu hija. Serás una estupenda madre para Montana, y yo te admiraré por eso.

Darcy sonrió, agradecida. Quiso decir algo más, pero la puerta principal se abrió repentinamente dando paso a las tres viejas damas cargadas de flores… incluidas las rosas que le había regalado Tom. Para colmo, y procedente de la cocina, apareció Margie Alcott con el prometido té helado. Con exquisito cuidado, Tom le devolvió el bebé a Darcy y se levantó, recogiendo su sombrero.

–Creo que debo irme…

–Tonterías –Margie le indicó con un gesto que volviera a sentarse–. Ni siquiera te has tomado el té –le entregó el vaso–. Y ahora, sigue haciéndole los honores a Darcy.

Tom se volvió para mirar a Darcy, como buscando su aprobación, y ella le aseguró:

–Es mejor que le hagas caso.

Así que Tom sonrió y tomó asiento de nuevo. Solo entonces se dio cuenta de que Margie seguía hablándole:

–Cuando se vaya mi club de bridge, bueno, supongo que antes querrán que te las presente. En todo caso, una vez que se hayan ido, quiero que Darcy y tú paséis a su dormitorio y…

–¡Madre!

Tom no sabía a dónde mirar. Ciertamente no a Darcy, que estaba acomodando a Montana sobre los almohadones del sofá, de modo que se concentró en tomar un gran trago de té.

–Oh, Darcy, no he querido molestarte, por el amor de Dios. Estaba hablando de la cunita que tienes en el dormitorio.

–¿Qué pasa con ella? –inquirió, frunciendo el ceño.

–Bueno, todavía no he podido montarla.

–Pero si me dijiste que lo habías hecho.

–Lo sé. Pero tenía demasiadas piezas, y no sabía muy bien dónde iba cada una. No quiero preocuparte. La verdad es que tengo miedo de poner allí a la niña por si se cae.

–Oh, Dios mío, madre, no digas esas cosas…

–Por eso había pensado que tal vez Tom… –se volvió hacia él–… aprovechando que se encuentra aquí… podría echar un vistazo a la cunita para saber si es lo suficientemente segura para la niña. ¿No crees que es una buena idea?

Tom vio clara aquella oportunidad y la aprovechó:

–Desde luego. Así podré hacer algo útil.

–¿Estás seguro? –inquirió Darcy.

–Por supuesto. Ya he montado antes varias cunas.

–¿De verdad?

–Sí. ¿Recuerdas que te dije que Sam había tenido cinco hijos?

–¿Conoces a una Sam que ha tenido cinco hijos? –terció Margie Alcott.

–Sí –Tom se volvió hacia ella–. Sam es mi hermana mayor, Samantha. Ella me enseñó algunas cosas sobre bebés, y de paso también sobre las contracciones de los partos…

–¿De verdad? –los ojos de Margie se iluminaron como ascuas.

–Madre. Déjalo ya.

Tom miró a Darcy:

–¿Qué pasa?

Darcy parecía algo cansada, pero tenía una expresión sonriente.

–Si yo fuera tú, no le contaría a mi madre ni una sola palabra más.

–¿Por qué no?

–Porque si lo haces… te convertirás en el codiciado soltero número dos.