Darcy se hallaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, con Montana durmiendo plácidamente en sus brazos. A su lado estaba Margie, y en amigable compañía las dos contemplaban a Tom mientras armaba la preciosa cuna de madera labrada. Desde su punto de vista, Darcy habría cobrado entrada para admirar aquel espectáculo. Aunque lo mismo hubiera dado que pintara una pared, compusiera un puzzle o copiara a mano la guía de teléfonos. Con tal de que estuviera desnudo de cintura para arriba, por supuesto.
El cuerpo de aquel hombre era una verdadera obra de arte. Darcy suspiró. Y lo peor era que ella misma no quería ningún hombre en su vida. «Bah, bah, bah. No desear una relación en común no quiere decir que estés muerta», le dijo una voz interior. Ni que su libido se activara de nuevo. Aún podía admirar sus fluidos movimientos, sus piernas musculosas, su ancho pecho…
–¿Por qué suspiras tanto, Darcy? ¿Te duele algo? –le preguntó Margie.
–No, no me duele nada.
–Menos mal. Lo que le está costando a Tom armar bien esa cuna, Darcy Jean. Ya te dije que era un verdadero rompecabezas. El otro día me hice un corte en un dedo mientras lo intentaba. Mira –y levantó el pulgar para que lo viera.
–Valoro tus heridas de guerra, mamá. Y estoy segura de que ahora Tom también aprecia el esfuerzo que hiciste al intentarlo.
–Desde luego –afirmó él, rodeado como estaba por las múltiples piezas de la cuna regadas por el suelo–. Ya estoy terminando. Estará dentro de un segundo.
No era verdad, desde luego.
–Ya sabes que no estás obligado a hacer esto, Tom. Estoy segura de que no habías previsto que terminarías intentando montar esta cuna cuando mi madre te localizó para pedirte que vinieras a verme hoy.
Tom se volvió hacia ella. Y también su madre. Los dos estallaron a la vez:
–¿Qué quieres decir…? –preguntó él.
–Darcy Jean, yo nunca…
–Ella no…
–Yo fui al hospital…
–Él fue al hospital… y ellos me dieron su dirección…
–… y ellos me dieron la dirección de aquí… Espero que no te importe –dijo Tom amablemente.
–No me importa –Darcy levantó una mano para acallarlos, divertida por sus insistentes negativas–. De acuerdo, lo siento –se volvió hacia su madre–. ¿De verdad que no lo coaccionaste para que viniera aquí?
–No me coaccionó.
–¿No? –Darcy se volvió hacia Tom.
–No –sus ojos azules emanaban sinceridad–. Como antes te dije, vine aquí porque quise hacerlo. Fui al hospital, y allí me dijeron que acababas de marcharte. Luego, la enfermera de recepción me facilitó tus señas. Dijo que supuestamente no debía hacer eso, pero que siendo yo quien era y puesto que había ayudado a traer a Montana al mundo… bueno, el resto ya lo sabes.
–Ya. Algo he leído en el periódico –repuso Darcy–. ¿No es verdad, madre?
Margie abrió mucho los ojos… con expresión de culpabilidad. Pero se recuperó rápidamente.
–Huelo a algo… Vaya, creo que la niña acaba de bautizar el pañal –se levantó–. Voy a llevarla al salón para cambiarla allí… –y emprendió una retirada estratégica hacia el salón.
–Detrás de ese carácter tan entrometido y metomentodo, tiene un corazón de oro –le explicó Darcy a Tom–. Aunque a veces se pase un poco…
Conmovida por el simpático guiño que acababa de hacerle, y ansiando acariciarle el rostro, las mejillas, el cuello… Darcy fue en aquel momento plenamente consciente de que Tom había ido a buscarla porque así lo había querido, sin que nadie lo hubiera presionado. Y aquella convicción poco hizo para aplacar su resucitada libido. Arrodillado en el suelo y con una llave inglesa en la mano, él le sonrió.
–¿Que se pasa un poco? ¿Tiene eso algo que ver con el hecho de que yo sea el codiciado soltero número dos?
–Sí, pobrecito. Ella piensa que yo necesito un hombre y Montana un padre. Bueno, alguien que quiera quedarse con nosotras, vaya.
Tom la contempló en silencio. Darcy llegó a pensar que iba a declarársele en aquel mismo momento, y se estremeció de excitación y de algo más que no sabía cómo calificar. Pero el propio Tom le evitó tener que explorar aquel sentimiento.
–Entiendo. ¿Y entonces quién es el codiciado soltero número uno? ¿El tipo del traje brillante?
–Efectivamente, Vernon –Darcy se echó a reír–. Que vive con su madre.
Tom parecía estar disfrutando demasiado con la incomodidad de Darcy mientras seguía haciéndole preguntas:
–¿Hay algún otro competidor de cuya existencia deba estar al tanto?
–No, que yo sepa. Por ahora solo estáis Vernon y tú.
–Bien. Creo que podré imponerme –la miró detenidamente–. ¿Cómo te encuentras tú, Darcy?
–¿Por qué me lo preguntas?
–Bueno, pareces algo cansada.
–Genial. ¿Cuándo llegará el día en que vuelva a estar presentable? –exclamó con tono bromista.
–Ahora mismo estás maravillosa.
–Ya, con estas ropas de premamá que llevo…¡puaj! ¿No habías dicho hace un momento que parezco cansada?
–Diablos, tienes todo el derecho del mundo a sentirte cansada. Hace solo unos días que has dado a luz a un bebé… bueno, supongo que lo sabes.
–Tienes razón. Me siento cansada. Muy cansada. Hoy ha sido un día muy duro. Tanto para Montana como para mí.
–No me extraña. Fuera hace mucho calor, y el calor te quita las fuerzas. Y luego el trayecto tan largo que has hecho hasta aquí. Creo que a las dos os vendría muy bien dormir una siesta.
Algo se derritió en el interior de Darcy. ¿Era posible que existiera en el mundo un hombre más tierno y cariñoso que Tom? Su manera de hablar, tan pausada y tranquila, y la constante preocupación que demostraba por ella, eran razones más que suficientes para que se echara a sus brazos en aquel mismo instante y…
–¿Darcy? ¿Me estás escuchando?
Parpadeando avergonzada, volvió bruscamente a la realidad.
–Oh, perdona. ¿Qué me estabas diciendo?
–Que hoy mismo he cerrado el trato de la tierra de mi abuelo. Voy a arrendarla.
Darcy se quedó paralizada, como si acabaran de abofetearla.
–¿Ah, sí? Bueno… eso es estupendo. Me alegro por ti. Supongo que eso quiere decir… que volverás pronto a tu casa.
Dando vueltas distraídamente a la llave inglesa en la mano, Tom la miró fijamente, asintiendo.
–Supongo que sí.
Darcy bajó la mirada. No entendía por qué la afectaba tanto el simple hecho de pensar en su marcha. Pero así era. Le entraban ganas de llorar. Pero de inmediato se reprendió por ser tan estúpida y, al alzar la vista, lo sorprendió contemplándola. Intentó sonreír, pero no pudo.
–Entonces… ¿cuándo te marchas?
–No lo sé. Hay algunos detalles que necesito arreglar antes, y algunos papeles que firmar. Calculo que a mediados de la semana próxima.
–Vaya –aquello era el viernes, pensó–. ¿Tan pronto?
–Ajá. Tan pronto –lanzó la llave con gesto indiferente en la caja de herramientas, haciendo un ruido que a Darcy le pareció estridente. Luego, se dedicó a levantar la cuna–. He conseguido un buen precio por el arrendamiento. El promotor quiere convertir la propiedad en un campo de golf.
–Bueno, no hay muchos campos de golf aquí, en el desierto.
–¿Lo desapruebas? –Tom se volvió para mirarla.
–No tengo una opinión al respecto –Darcy se encogió de hombros–. Es tu tierra. Bueno, era tu tierra.
–Lo era. Ahora es de Montana.
Darcy se sentó muy derecha en la cama, olvidado su anterior cansancio.
–¿De Montana? Supongo que estarás hablando del estado de Montana.
–No. De tu hija. Todos los intereses del arrendamiento, su parte de los beneficios… le corresponderán a ella. Es el fondo fiduciario del que ya te hablé. Y tú serás su representante legal. Tendrás que firmar algunos papeles.
–¿Qué tendré que…? No debiste haber hecho eso, Tom.
–¿Por qué? –frunció el ceño–. Es solo una simple cuestión de papeleo.
–No estoy hablando de eso. Estoy hablando de dinero. Ni siquiera me imagino qué cantidad puede ser…
–Bueno, es bastante. De siete cifras. Por lo menos.
Darcy tragó saliva, nerviosa. Las palabras no conseguían salir de su boca, por mucho que se esforzara. No podía creerlo. Tom acababa de cambiarle la vida para siempre, y se comportaba como si no fuera consciente de lo que acababa de hacer. La magnitud de aquel regalo era abrumadora. ¿Pero por qué no se sentía contenta? Porque aquel regalo, si lo aceptaba, la obligaría a ella y a su hija para con él hasta el final de sus vidas. Por siempre. Y la parte de su ser que se resentía de su fracasada relación con el padre de Montana le decía que aquello podría acarrearle una seria complicación. Aquel regalo podría convertirse en una reclamación sobre ella y sobre Montana, y ello a pesar de que Tom le había prometido en el hospital que jamás le presentaría ninguna. Sin embargo, por otro lado, ¿cómo podía rechazarlo? Aquel regalo no era para ella, sino para Montana. ¿Tenía derecho a negarle a su hija tanta riqueza?
Darcy simplemente no sabía qué pensar. Así que se quedó mirándolo, inquieta. Hasta que al fin se le ocurrió algo:
–No puedes hacer eso, Tom. Tu familia… ¿Qué pasa con tu familia? ¿Qué dirán ellos?
–La única familia en la que tengo que pensar es mi hermana. Lo he consultado con ella, aunque no tenía necesidad. La tierra es mía. De todas formas, está de acuerdo con lo que estoy haciendo.
–Debe de ser una persona muy generosa.
–Lo es.
–Bueno, por eso ya me cae bien. ¿Pero que hay acerca de tus futuros hijos? Esa tierra constituía su legado, ¿no?
–Si con el tiempo llego a tener hijos, tendrán legado más que suficiente –sonrió, intentando aflojar la tensión de la situación–. No te preocupes tanto, Darcy. Quiero esto para ti y para Montana. Supuse que te pondrías contenta.
–¿Contenta? Tom, estoy abrumada. Es un milagro que no me haya caído al suelo. Pero es tanto dinero… Yo no puedo…
–Oh, diablos, no es para tanto –se esforzó por despejar su preocupación–. Y no es como si se lo fuéramos a entregar a Montana cuando cumpla dos años. He dispuesto que tú recibas regularmente los intereses y determines el momento en que ella esté en condiciones de tomar las riendas del negocio. ¿Quién mejor que su madre podría saber eso?
–Vaya –lo miró fijamente–. Veo que has depositado muchísima confianza en mí.
–Creo que no me equivocado. Sé que eres una mujer absolutamente honesta –aparentemente satisfecho, colocó el edredón en la cunita y añadió–: Ya está. Terminado.
Bebiéndoselo con los ojos y deleitándose en la contemplación de su cuerpo esbelto y musculoso, Darcy se olvidó incluso de respirar.
–¿Por qué estás haciendo todo esto?
–¿Lo de la cuna? Tu madre me pidió que…
–No lo de la cuna, Tom. Lo del fondo fiduciario. Quiero decir que… no puedo creerlo. Te comportas como si simplemente acabaras de regalarle a Montana un pequeño juguete… y no un campo entero de golf en Phoenix.
–Bueno, todavía no es un campo de golf. Pero lo será. Y yo no he vendido la tierra. Solo se la he arrendado a los promotores con un plazo muy largo. Así que el dinero y los beneficios seguirán fluyendo. Para cuando Montana cumpla dieciocho años, habrá ahorrado una bonita cantidad para financiarse los estudios universitarios.
Darcy no sabía si Tom se estaba comportando de forma humilde o arrogante.
–Tom, para cuando ella tenga dieciocho años, con ese dinero podrá comprarse una universidad para ella sola. En Europa.
–¿Es que no te satisface el trato?
–¿Satisfacerme? No lo sé. No puedo definir bien mis sentimientos. Es como si fueras Elvis y empezaras a regalar coches a sorprendidos desconocidos que jamás en toda su vida habrían soñado con poseer uno…
–Bueno, eso sería una arrogancia…
–No creo que seas un tipo arrogante. Quizá… abrumadoramente generoso. Pero este regalo tuyo cambia por completo mi vida, Tom: dónde viviré, lo que haré en el futuro, cómo educaré a Montana… ¿Es que no lo comprendes?
Tom asintió con expresión pensativa y como si… como si se sintiera orgulloso de ella, según advirtió Darcy.
–¿Lo ves? ¿Ves lo que te dije acerca de que me parecías una mujer honesta? La mayor parte de la gente ni siquiera habría vacilado: se habría apresurado a tomar el dinero. Pero tú no. Tú te preocupas por las cosas importantes de verdad, Darcy. Eres una buena persona. Y le darás una estupenda educación a Montana.
–Ojalá tuviera yo tanta confianza como tú tienes en mí, Tom.
–Ya la tendrás. Pero, diablos, Darcy, no era mi intención ponerte en tantos aprietos con lo del fondo fiduciario. Fue una idea que se me ocurrió durante una de las reuniones que sostuve ayer. Yo solo quería hacer algo bueno. Para Montana y para ti.
–Tom, ya habrías hecho algo bueno por Montana y por mí comprándonos un gran paquete de pañales.
–¿Los necesitas? Voy ahora mismo a…
–No, Tom. No los necesito. Bueno, sí. No, los necesita Montana… o al menos los necesitará pronto, si es que mi madre sigue cambiándoselos con una frecuencia de diez minutos. Pero volviendo a lo del fondo, no tienes por qué hacerlo. Este no es tu lugar.
–Sé que no tengo un lugar aquí, Darcy –repuso Tom. Su expresión se había tornado seria, dolorida–. Lo único que quiero es… –se interrumpió, suspirando.
–¿Qué es lo que quieres, Tom?
Levantó la mirada hacia ella, sorprendiéndola con el intenso anhelo que se reflejaba en sus ojos.
–No sé lo que quiero, Darcy– Pero te prometo que no soy un millonario loco que vaya por ahí regalando el dinero a sus amiguetes. Nunca antes había hecho algo así.
–Te creo. Tom, eres el hombre más bueno y dulce que he conocido. No quiero causarte ningún problema legal con el trato que has hecho con tu tierra. Y tu gesto ha sido el más maravilloso que he visto nunca hacer a nadie.
–¿Pero?
–Pero no voy a firmar esos papeles. Sencillamente no puedo permitir que hagas eso.
–¿Por qué no?
–Porque no tendría forma alguna de explicárselo a Montana. Es la misma conversación que mantuvimos en el hospital acerca de lo de registrar tu apellido en el certificado de nacimiento de Montana. ¿Qué le diré cuando me pregunte quién eres, o por qué hiciste una cosa así? Ella querrá saberlo.
–Bueno, pues entonces díselo. No sé por qué habría de ser tan malo. Quiero decir que… diablos, yo no soy el padre que la abandonó. Yo soy el único que está intentando ayudarla.
Darcy se quedó paralizada, con la humillación y la furia batallando en su interior.
–¿Que tú eres el único que está intentando ayudarla? ¿Y qué hay de mí?
–Oh, diablos, Darcy, perdona. No he querido decirlo de esa manera…
Las lágrimas asomaron a los ojos de Darcy. Lágrimas que hablaban de la inseguridad que le había generado la decisión de tener a Montana sola.
–Sí, sí has querido. Querías decir eso. Eres como las amigas de mi madre, todas ellas cargadas de consejos y de hijos solteros. Al parecer nadie cree que yo puedo criar y educar sola a mi hija.
Tom se arrodilló frente a ella y tomó sus manos entre las suyas.
–Darcy, tú sabes que eso no es verdad. Ya te he dicho que tú eres diferente. Estás exagerando.
–Puede ser, Tom, no lo sé –retiró una mano para frotarse una sien–. Dios mío, estas hormonas. Tan pronto me siento eufórica como al momento siguiente me deprimo. O estoy llorando, o durmiendo, o deprimida. Incluso Montana me odia. Y no la culpo.
–No es verdad. Ella te quiere más que a nadie en el mundo, Darcy. Durante toda su vida, solo tendrá una madre. Y esa eres tú.
–Y eso es lo que me asusta, Tom. Puede que la eduque mal y…
–No debes tener miedo de eso, porque la amas. Y en cada una de tus decisiones antepondrás siempre sus intereses a todo lo demás.
Darcy se quedó mirando fijamente al hombre que estaba arrodillado ante ella… hasta que finalmente comprendió.
–Ya. O yo soy Cenicienta y tú mi Hada Madrina… o tienes doce hijos y no me has hablado de ellos, y has aprendido a ser tan sabio por el camino más difícil.
–Ni una cosa ni otra –sacudió la cabeza, sonriendo–. Yo simplemente… bueno, me importas, Darcy.
Darcy no sabía qué decir. Le apretó las manos y sonrió.
–Tom, aprecio de verdad todo lo que estás intentando hacer por mí. De verdad que sí. Pero tengo que declinar tu generosa oferta. Mira, es muy importante que llegue a saber si puedo o no puedo educar y criar sola a mi hija, abastecer plenamente sus necesidades. Tanto si es un fondo fiduciario como un paquete de pañales, quiero dárselos yo. Ni… –suspiró profundamente–… tú ni nadie más.
–Comprendo tus sentimientos, Darcy –Tom se levantó, sin dejar de mirarla–. Y debo respetarlos.
Darcy levantó la barbilla… y una lágrima solitaria corrió por su rostro, como suplicándole que reconsiderara su decisión. Pero no podía permitirse escuchar. Porque si lo hacía, se lanzaría a los brazos de Tom al instante… y perdería todo respeto por sí misma.
–Gracias –fue lo único que logró pronunciar, con un nudo en la garganta.
Tom seguía donde estaba, como si hubiera echado raíces en el suelo. Al igual que una tormenta atravesando rápidamente un desierto, una extraña emoción se reflejó en sus rasgos… y en seguida desapareció. Al fin, emitió un profundo suspiro.
–Bueno, entonces ha llegado la hora de que nos despidamos, Darcy. Cuídate mucho. Os deseo a las dos que seáis inmensamente felices –y dicho eso, salió del dormitorio.
Tan pronto como se marchó, Darcy miró al techo luchando por contener las lágrimas. «Yo puedo hacerlo», se dijo. «Yo puedo».
–No puedo hacerlo –exclamó Darcy en voz alta. Ya había estropeado cuatro pañales en su intento de ponérselos a Montana.
El problema consistía en que la niña tenía demasiadas partes móviles y un cuerpecillo que parecía el de una rana. Cuando al fin lo conseguía y levantaba a la criatura, el maldito pañal se caía invariablemente, o una vez que lograba ajustárselo bien, lo ensuciaba de nuevo. Y bien ensuciado.
En aquel instante, en aquella soleada tarde de domingo, Darcy estaba empapada en sudor, agotada por la falta de sueño y a punto de arrojar la toalla. Montana, que no dejaba de llorar, no hacía con ello más que echarle en cara sus deficiencias como madre. Y Darcy, a su vez, se desahogaba con la suya.
–¿Cómo puede ser tan inútil? ¡Estos pañales! ¿Estás segura de que son de su talla? Son demasiado grandes. ¿Y cómo se supone que voy a mantenerle el ombligo seco y al descubierto, madre? Han pasado cuatro días, y ni siquiera puedo hacer algo a derechas…
–Darcy. Déjalo ya –la sujetó de un brazo–. Te estás enfadando. Y eso no le hace ningún bien a tu hija –vio que empezaba a temblarle la barbilla–. Tranquila, cariño. Es normal que estés así. Les pasa a todas las madres primerizas. Cuando te tuve a ti, estaba segura de que te dejaría caer al suelo o de que me olvidaría de dónde te había dejado. Te lo juro, solamente dejabas de llorar cuando estabas en brazos de tu papá. Y nunca dejó de sorprenderme que mi madre, que en gloria esté, escogiera aquellos inoportunos momentos para hacerme preguntas absurdas, como por ejemplo si me había acordado de darte de comer tal o cual día…
Darcy se enjugó las lágrimas. Su madre jamás antes le había contado esas cosas. Por supuesto, antes de ese momento, no había existido la necesidad de hacerlo. Pero aun así, la hacían sentirse mejor.
–¿La abuela hacía eso?
–Sí. Yo estaba convencida de que era la peor madre del mundo.
–No lo fuiste –en un impulso, Darcy la abrazó–. Fuiste, y aún lo eres, la mejor madre que ha existido nunca. Te quiero.
Al cabo de un momento, Margie se liberó de su abrazo. A punto de llorar, miró a la niña que estaba en la cuna. Darcy también la contempló, y en aquel momento habría jurado que Montana las miraba con cierta sospecha y desconfianza.
–Bueno, será mejor que te os deje solas –pronunció su madre, disponiéndose a marcharse.
–No. No te vayas… –le tiró de una manga del suéter–. Estoy asustada. Y ella me odia…
–No te odia, Darcy. No digas esas cosas. Olvídate del pañal y tenla en brazos. Eso es lo único que quiere.
–¿Tú crees? ¿Cómo lo sabes?
–Porque eso es lo único que quieren los bebés. No la malcriarás por mimarla demasiado. Por lo menos, a una edad tan temprana. Más tarde sí, pero no ahora.
–¿Dónde aprenden las madres todas esas cosas? Mírame. Enseño en la universidad, por el amor de Dios. Pero no puedo hacer esto. Creía que podría, pero no puedo. He suspendido en maternidad. Y Montana lo sabe. Y me odia por ello. ¿Qué puedo hacer?
–¿Por qué no me la dejas a mí mientras tú te tomas un baño y luego duermes un poco? Eso es lo que necesitas. Vamos, no discutas.
«Un baño y un poco de sueño: el paraíso», pensó Darcy. No discutió. Sabía que había llegado al límite de sus fuerzas emocionales. Y también sabía que su madre, a sus casi setenta años de edad, era su principal apoyo en aquellos momentos, cuando habría debido serlo su marido. Un marido tan cariñoso como, por ejemplo, Tom Elliott. Un marido que Darcy nunca tendría. Ni querría, se recordó a sí misma.