Prólogo

El día en que Ernesto Marroné descubrió, al volver a su casa del country Los Ceibales tras una hermosa tarde dedicada al golf, el póster del Che Guevara colgado en la pared del cuarto de su hijo adolescente, supo que el momento de hablar de su pasado guerrillero había llegado.

No es que fuera un secreto guardado bajo siete llaves: su esposa, por supuesto, estaba en parte enterada –a fin de cuentas por aquel entonces ya estaban casados, y algo así era más difícil de ocultar que una infidelidad conyugal–; pero Mabel, lejos de esforzarse por violar su reserva, más bien había siempre cercenado sus tímidos atisbos de sinceramiento con un tajante “prefiero no enterarme”. Sus suegros, y en menor medida sus padres, estaban al tanto de algo; cuánto, nunca se había propuesto indagar. Y en el trabajo, por supuesto, era un secreto a voces. ¿Quién podía ignorar el paso de Marroné por la célebre organización extremista que en aquellos días mantenía secuestrado nada menos que al mismísimo presidente de la empresa? Sus hijos, en cambio, para bien o para mal, habían sido –hasta hoy– preservados.

Es así, es así, pensó Marroné, mientras desanudaba resignado los cordones de sus zapatos Jack Nicklaus, no se puede huir del pasado. Por más que corras, tarde o temprano termina alcanzándote; a todos nos alcanza. Porque la historia de Marroné, lejos de ser excepcional, era más bien emblemática de toda una generación, una generación abocada hoy a borrar las huellas de un vergonzante pasado con el mismo ahínco que antes había dedicado a la construcción de un utópico futuro. ¿Quién, entonces, se atrevería a tirar la primera piedra, quién a señalarlo con el dedo? Aquí mismo, sin ir más lejos, ¿cuántos que hoy ocupaban sin asombro estas hermosas casas semiocultas entre las frondosas arboledas no habrían, con la misma mano que hasta hace un rato balanceaba con soltura la raqueta Slazenger, empuñado en el pasado las armas para luchar contra privilegios mucho menos injustos que los que ahora detentaban?

La ducha caliente devolvió a su cuerpo el calor que el clima de junio y los incipientes recuerdos habían desalojado, y a su espíritu, la templanza necesaria para afirmarse en la decisión tomada. Había llegado la hora de que su hijo supiera la verdad. Ni siquiera lo consultaría con Mabel, como solía hacer en estos casos, para que su resolución no flaqueara. Una pareja podía recorrer el camino de la vida sorteando con soltura los recodos de silencio y siguiendo de largo ante las puertas cerradas, pero un hijo era otra cosa. Para un hijo, el secreto, el silencio, la indiferencia de un padre eran un mensaje, un mandato, quizás hasta una condena, tanto más insidiosa cuanto más solapada. Quizá, si se tratase de su hija Cynthia, la todavía mimada princesa de papá, podría dejarlo para más adelante. ¿Qué podría entender ella, cuando hasta ayer los juegos con muñecas Barbie, y hoy los peinados, los bailes de fin de semana, los regímenes para adelgazar y los coqueteos inocentes con jóvenes de su misma edad y condición ocupaban todo el tiempo libre que sus estudios en el colegio situado dentro del perímetro del country le dejaban? Si bien era verdad que en aquella época la guerrilla en su impetuoso avance había llegado a sumar miles de mujeres a sus filas, era igualmente cierto que, hoy por hoy, dicha posibilidad había quedado definitivamente sepultada. Con los varones, en cambio, uno nunca podía estar del todo seguro. Siempre empezaban por ellos: por su idealismo, por sus románticos anhelos de aventura, por su culto al riesgo por el riesgo mismo, por toda esa energía que era tanto más fácil hacer estallar que encauzar y conducir por los ordenados circuitos de la sociedad. Tenía confianza en su hijo: era un joven brillante, condenado al éxito, un líder nato y a la vez excelente compañero, y sobre todo de una gran nobleza de corazón. Pero eran justamente estas cualidades, lo mejor que en él había, lo que lo volvían más proclive a escuchar el canto de sirena de los impacientes y los violentos. Marroné lo sabía mejor que nadie. ¿Acaso no lo habían logrado con él? ¿Cómo creer entonces que su hijo estaba a salvo de sus tácticas de seducción?

Ya vestido con el atuendo de entrecasa que llevaría hasta la hora de acostarse, se encontró una vez más, al pasar frente a la puerta abierta de la habitación de su hijo, con los nítidos contornos en blanco y negro (nunca un gris, nunca un matiz) del póster del Che Guevara. Sus ojos se cruzaron con los intensos y desafiantes de su demasiado famoso compatriota, pero esta vez, a diferencia de otras, le sostuvo la mirada. “Pudo haber funcionado conmigo”, le dijo mentalmente, “pero con mi hijo no te va a resultar tan fácil. Porque él no está solo, me tiene a mí. Y yo... te conozco demasiado”. Marroné sintió una puntada en el pecho al pensar en cuántas vidas se podrían haber salvado si tan sólo los padres hubieran sabido hablar a tiempo con sus hijos. “Nunca nos dimos cuenta de nada”, decían luego, como si las paredes de cientos de habitaciones de jóvenes no ostentaran, por aquellos años, la señal de alarma que emanaba de los ojos de fuego del romántico revolucionario. Una generación entera se había inmolado en el altar de dudosos ídolos, una generación de la cual él, Marroné, era un sobreviviente. ¿Y para qué había sobrevivido, si no para contar la historia y, contándola, conjurar su repetición, y devolver al descanso de la tumba a los inquietos fantasmas del pasado?

No podía hacerlo ahora, de todos modos: Tommy estaba fuera de casa, recién terminando su entrenamiento en el CASI, y aun cuando no volviera muy tarde, la presencia de la madre y de la hermana, que habían ido como todos los domingos al shopping y no tardarían en llegar, conspiraría contra el clima de íntima charla padre-hijo que sabía imprescindible para que sus palabras no cayeran en saco roto. Mañana, en el auto, cuando como todos los lunes Ernesto y Tomás Marroné recorrieran juntos los casi setenta kilómetros de autopista que los separaban, a él de la torre de oficinas de Puerto Madero, y a su hijo del edificio de la universidad, sería el momento de hablar tranquilos. Y mientras tanto tendría toda la noche para pensar en qué decir.

Una cosa, sobre todo, lo preocupaba.

¿Le creería? ¿Podría su hijo, podría alguien que sólo conociera al Ernesto Marroné de hoy, creer que él, gerente de finanzas del conglomerado de empresas de construcción y negocios inmobiliarios más pujante del país, se había ocultado en las sombras y recovecos de la clandestinidad, se había declarado alguna vez enemigo de la misma sociedad que ahora lo cobijaba, había no sólo levantado la voz sino empuñado las armas contra supuestas injusticias que en todo caso su actuación no había contribuido sino a agravar?

Esa noche, Ernesto Marroné no durmió.

La pasó en vela, las manos cruzadas bajo la nuca, la mirada fija en un punto del cielo raso donde se entrelazaban las sombras fantasmagóricas que proyectaban las ramas de los árboles crucificadas por las luces de la calle, dejando que los recuerdos acudieran. Allí, como en una pantalla vacía, contempló con lucidez y sinceridad, y del principio al fin, la película de su pasado rebelde. La película que para él había comenzado dieciséis años atrás, la tarde en la que fue convocado por primera vez al subsuelo del edificio de Paseo Colón al 300, al subterráneo complejo de oficinas que el presidente de la compañía había bautizado con el poético y valquiriano nombre de Nibelheim, pero que todos sus empleados denominaban, más familiarmente, el búnker de Tamerlán.