Marroné by Marroné
Como para equilibrar la balanza de highs del día con un indudable low, le tocó compartir el viaje en ascensor hasta las cocheras con Aldo Cáceres Grey, el ejecutivo que usurpaba la silla que Marroné hubiera querido con toda su alma ocupar: la de gerente de marketing y ventas de Tamerlán e hijos. Cáceres Grey era un perfecto representante de una especie en extinción: la del ejecutivo de buena cuna, que debe su puesto menos al currículum que al pedigree y más a su handicap golfístico que a su scoring académico. El señor Tamerlán no era de tomar petimetres por su doble apellido, pero como daba la casualidad de que uno de ellos fuera también el de su esposa, y como el sobrinito en última instancia no molestaba, y el vicegerente era obsesivamente eficiente pero impresentable en sociedad, el equilibrio podía parecer bastante sensato. Pero para Marroné, cuya cabeza bullía de ideas innovadoras traídas de Estados Unidos, Cáceres Grey representaba por sobre todas las cosas un obstáculo al progreso de la empresa, una barrera de contención para las nuevas tendencias que ya estaban cambiando la faz de los negocios en el mundo entero. Y last but not least, su rival había tenido el descaro de cogerse a Mariana, la secretaria veinteañera que Marroné, trabado por la culpa y los escrúpulos, había cortejado tímida, casi crípticamente, durante toda la primavera. Cogerse a la secretaria del colega, violar el tácito derecho de pernada que cada directivo tenía sobre sus nuevos empleados era poco menos que una declaración de guerra, un guante arrojado en pleno rostro. Marroné lo había recogido –sin que el otro lo viera– y desde entonces meditaba, también a escondidas, la elección de las armas. Lo que no le impidió contestar a la sonrisa sobradora de Cáceres Grey con una sincera y abierta, tal como se recomienda en Cómo ganar amigos.
–¿Y? ¿Se venden los monoblocks, o no se venden? –preguntó, sonriendo a puro diente.
–Nacen giles todos los días. Che... ¿Y del tío? ¿Se supo algo más?
–¿Quién? –preguntó Marroné, que aun sabiendo perfectamente a quién se refería fingió ignorarlo para fustigar lo que consideraba una obscena ostentación del grado de parentesco.
–Dale, no te hagas el sota, que si te llamaron al búnker no habrá sido para hablar del aumento del ladrillo hueco.
–Ah. Vos te referías al secuestro del señor Tamerlán. No tocamos el tema –mintió con un íntimo estremecimiento de regocijo. Así que ya se había corrido la voz. Si este mequetrefe supiera, si apenas sospechara hasta qué punto estaba no sólo enterado, sino que estaba en el riñón, el centro neurálgico, el puesto de mando del operativo...
–La tía está como loca. Ya ni la podemos visitar. Y mis primos por ahí andan. Nosotros tratamos de darles ánimo, viste, al menos por teléfono; pero llega un momento en que ya no te la creés ni vos. Para mí que lo boletearon, porque en general no los guardan tanto. Al presidente de la Fiat...
Marroné le devolvió una non-committal smile. ¿Para qué tomarse el trabajo de decirle que él poseía evidencia irrefutable de lo contrario? Aunque pensándolo bien, el dedo no probaba que el señor Tamerlán todavía estuviera vivo. La última prueba fehaciente, la consabida fotografía con el diario del día, databa de hacía un mes, y aunque no era de las más convencionales –a último momento el señor Tamerlán se había dado vuelta para mostrar cómo se limpiaba con él el trasero– los titulares resultaban lo suficientemente visibles como para no dejar lugar a duda. Pero bien podían haberlo ejecutado después de tomada la foto y guardado en el congelador para trozarlo como un pollo y a su debido tiempo ir mandando una por una las presas. No, no harían eso, se corrigió; congelado resultaría mucho más difícil de cortar, seguramente lo trozarían antes.
–Debe ser duro para ella... –inició Marroné.
–Eso es lo de menos. El tema es que se desbocó. El tío la ponía en caja, viste, y ahora que él no está no hay quien la pare. Con decirte que el otro día fueron a entrevistarla para la Gente, por el secuestro claro, y terminó tratando de montarse al fotógrafo. Estaban haciendo unas tomas del lecho conyugal para dar la nota lacrimosa y dice que le agarró como una congoja, y cuando quiso acordarse... Ya sé que seis meses es mucho tiempo, pero para qué está la servidumbre si no, ¿no? Con los periodistas hay que andar con cuidado. Después publican cualquier cosa.
Marroné no supo qué contestar, y eso hizo que se le revolviera la hiel todavía más. Era otro de los trucos que Cáceres Grey empleaba para humillarlo: desde su privilegiada posición de miembro de la familia se complacía en revelar intimidades incómodas y hablar con excesiva familiaridad de las personas a las que sus colegas estaban obligados a referirse con ceremoniosas fórmulas de respeto.
Llegando al final del viaje bajaron del ascensor y tras despedirse con formal cortesía (Marroné sincero y enfático, extendiendo su nervuda diestra en un viril American handshake, Cáceres Grey con un dejo de ironía y parisino nonchalance, su mano laxa flotando palma para abajo como si en lugar del apretón esperara el beso de un súbdito) subieron éste a su Cupé Mustang 68 anaranjada y aquél a su Peugeot 504 color champagne. Antes de entrar, Cáceres Grey le gritó por encima del techo de su auto:
–¡Decile a Mariana que no se olvide de llamarme mañana!
La frase no terminaba de rebotar entre las columnas y paredes de cemento desnudo que Cáceres Grey ya había cerrado la puerta y puesto su auto en marcha, y por una décima de segundo Marroné anheló con cada fibra de su ser la explosión de gelinita que lo volatilizara para siempre, antes de recordarse que a esa distancia la onda expansiva lo alcanzaría a él también y lo último que quería era compartir otro viaje con su odioso rival, así fuera al Más Allá. Marroné fue más cauteloso: como le habían enseñado en el cursillo de supervivencia –dictado nada menos que por un coronel retirado de los Marines, veterano de Vietnam para más datos– examinó las cerraduras para ver si mostraban señales de haber sido forzadas o exhibían rastros de explosivo plástico en su interior o exterior. Una vez –se estremecía todavía al recordarlo– había descubierto en el interior de la cerradura la temida sustancia rosada que tras la alarma y la evacuación del edificio había sido identificada por los expertos en explosivos como “chicle Bazooka masticado”, y Marroné fue blanco durante varias semanas de las cargadas de sus colegas que le ofrecían chicles a toda hora o hacían globos para reventar en su presencia, salvo Cáceres Grey que se mostraba especialmente solícito y comprensivo y lo felicitaba por su sentido de la responsabilidad, confirmando así las sospechas de Marroné sobre su complicidad en la pesada e imperdonable broma. Luego miró debajo del chasis –apoyando las rodillas sobre su pañuelo para proteger el pantalón– y tras incorporarse rezó un breve padrenuestro e introdujo la llave en la cerradura. Nada. Una vez adentro examinó el cableado y abriendo el capot volvió a salir para terminar por el motor: todo parecía estar en su lugar. Aun así, antes de arrancar rezó dos padrenuestros seguidos, uno en inglés y otro en español, y suspiró aliviado cuando el amable ronroneo del motor de su Peugeot le indicó que había ganado otra batalla contra la muerte.
Le pasaba con este chequeo de rutina lo mismo que cuando entraba con libros al baño: le daba pudor que lo vieran, sobre todo desde que con la violencia de los tiempos los tártaros de Tamerlán parecían haberse impregnado de una filosofía similar a la de El samurái corporativo. Ahora, cada vez que dos de ellos bajaban juntos al estacionamiento, hacían toda una ceremonia del acto de partir en sus autos, despidiéndose con frases como “nos vemos en el spa celeste” o “Tamerlán o muerte” y luego contando “¡A la una, a las dos y a las tres!” antes de revolear las llaves como sables e insertarlas en las cerraduras de sus respectivos automóviles. Tras la exagerada risa (y el íntimo suspiro de alivio) volvían a repetir la ceremonia bufa al dar arranque, y en ningún momento –lo hubieran considerado un imperdonable menoscabo del código guerrero– se dignaban seguir el procedimiento de prevención, aun sabiendo que lo que estaba en juego no era sólo la propia integridad física sino la de sus colegas y –si la carga explosiva era suficientemente poderosa– la del edificio entero. Hasta le habían puesto nombre al juego: “ruleta montonera”. Marroné sabía que había poco o nada del código bushido, y mucho en cambio del más vulgar y pedestre machismo latinoamericano, en semejantes fantochadas, pero en presencia de un colega no era capaz de sustraerse al peer pressure y terminaba afectando el mismo comportamiento, por lo que tomó la costumbre, si le tocaba bajar con uno de ellos, de demorar la partida con excusas triviales –bajándose del ascensor so pretexto de hablar con quien fuera, arguyendo el olvido de esenciales papeles, recurriendo en el peor de los casos al infalible “qué pelotudo, me dejé las llaves del auto arriba”, para luego llevar a cabo el procedimiento a cubierto de miradas de sorna. Y ahora más que nunca debía extremar las precauciones, pues aun cuando ante sus colegas seguía siendo apenas el jefe de compras, al convertirse en una pieza clave de las negociaciones se había puesto en la mira de los asesinos, y en ese mismo instante su nombre podía estar pasando de boca en boca en una reunión del Comité Central de Montoneros: “¿Marroné? ¿Marroné? ¿Qué se sabe de él? Tráiganme toda la información disponible sobre Ernesto Marroné”.
Antes de salir saludó con la mano al encargado del estacionamiento, cuyo nombre, a pesar de su nominal sujeción a la tercera manera de agradar a los demás (“recuerde que para toda persona su nombre es el sonido más dulce e importante en cualquier idioma”), Marroné nunca lograba recordar. La mayoría de sus colegas no sólo no se tomaban el trabajo sino que considerarían un menoscabo de su rango acordarse del nombre de alguien tan subalterno, pero Marroné tenía bien presente el caso ejemplar de Andrew Carnegie, padre del autor, que recordaba y llamaba por su nombre de pila a todos sus obreros, por lo cual en los años que tuvo los altos hornos a su cargo jamás se declaró en ellos una huelga. Pensó en volver a preguntárselo y apuntarlo en la libretita que a tal efecto llevaba siempre consigo, pero hacerlo equivaldría a admitir que se había olvidado y así terminaría ofendiendo en lugar de hacerse agradable, que era lo que supuestamente buscaba. Además... ¿qué si justamente era uno de los infiltrados de la subversión, y con su pregunta impertinente Marroné sólo lograba hacerlo entrar en sospecha? No parecía muy probable: el hombre trabajaba en la empresa desde hacía años y era además demasiado negro para guerrillero; pero tampoco eso era ninguna garantía. En la inexorable espiral de violencia hasta los pobres habían empezado a tomar las armas y gente de lo más insospechable, con una foja de servicios intachable, era diariamente ganada para la subversión, convirtiéndose en cómplices voluntarios o en el mejor de los casos en idiotas útiles a su servicio. Cuando la simple persuasión fallaba, suplían su falta la amenaza de muerte, personal o a familiares, o el lento goteo de la indoctrinación ideológica, que por acumulación podía culminar en un completo lavado de cerebro. Eran tiempos difíciles sin duda.
Sus pensamientos se hicieron menos sombríos cuando el Peugeot acometió la rampa de salida y, emergiendo de la cadavérica iluminación fluorescente a la luz radiante de la tarde de verano, se sumó a la doble columna de autos que con lentitud de rush hour gateaba por los carriles laterales. Era éste el momento más delicado de su viaje, y a pesar del calor sofocante mantuvo las ventanillas cerradas: mientras un ojo chequeaba por los espejos retrovisores que no lo siguieran salidores de la guerrilla, el otro se mantenía atento a los peatones que con argentino desprecio por líneas blancas y semáforos rojos se materializaban entre los troncos de las tipas y se le cruzaban por delante. “Si alguno persona se les tire delante del carro”, recordó la idiosincrásica dicción del coronel Knaphle, “no deténgase. Pase por encima, y luego el Departamento Legal toma a su cargo. Es más fácil escaparse de una juicio que de una secuestra”. Tras dar la vuelta por Balcarce y retomar pudo agarrar los menos vulnerables carriles centrales y superar el paso de hombre, hasta que llegando a Alem el tráfico se abrió como el agua en la flor de la manguera y Marroné pudo bajar la ventanilla para que el viento secara de sudor su rostro. Eran las 19:35; si todo salía bien estaría en su casa para las ocho, se dijo, distendiéndose y estirando por reflejo la mano hacia el autoestéreo para escuchar el lado B de The Socratic Pitch, que podría traducirse aproximadamente como El método socrático de ventas, aunque en rigor no se trataba tanto de vender puerta a puerta como de realizar presentaciones empresariales: “Once the dialectic moment of your presentation is over, and your formerly sceptical hearer has become an ardent ‘yes man’ for your proposals, it is high time for the midwife to make her appearance. The Socratic Pitch will teach you the art...”, desplegó la cinta la letanía de frases que, por haberla escuchado durante casi treinta días dos veces al día –el lado A en el viaje de ida, el B en el de vuelta, como recomendaba el folleto adjunto–, se sabía casi de memoria, y se distrajo contemplando los familiares mojones de belleza de su recorrido cotidiano, difuminados, casi espiritualizados por la luz horizontal de esa hora que los pintores denominan dorada: el majestuoso declive arbolado de la plaza San Martín, el señorial edificio Kavanagh y el flamante Sheraton Hotel, símbolos respectivamente del pasado esplendor y la prosperidad futura; la afrancesada gracia del Palais de Glace y el viril arcaísmo del monumento a Alvear de Pierre Bourdelle, flanqueado por las cuatro figuras alegóricas de La Victoria, La Fuerza, La Elocuencia y La Libertad; la imponente fachada grecorromana de la Facultad de Derecho; el esplendor asiático de la columna asiria coronada de toros y las formas galácticas del Planetario Municipal... El eje Paseo Colón-Libertador, junto con sus laterales y adyacentes, le gustaba decir, era como la columna vertebral de otra Buenos Aires posible, de la cual ningún porteño debía avergonzarse, una ciudad que nada tenía que envidiarles a las grandes capitales de Europa o Norteamérica, eje y norte de un país deseable, mejor; y cada vez que a Marroné le tocaba hacer de anfitrión de visitantes extranjeros se abocaba con deleite al desafío de trazar itinerarios que unieran todos los high-points sin atravesar ninguno de los puntos impresentables, al menos de día, que era cuando podían causar una peor impresión; y nada recompensaba mejor sus desvelos que la espontánea exclamación del importante ejecutivo o empresario extranjero “But this doesn’t look like South America at all!”. En fin, se dijo, resignándose a pulsar la tecla de stop e interrumpiendo a Sócrates en plena discusión con un ejecutivo rival, por ser hoy podía tomarse un break y dejarse llevar por los propios pensamientos. No se le escapaba a Marroné que estaba ante un decisivo turning-point no sólo de su carrera sino de su vida en general, que en el futuro vería, quizá, claramente separada en un antes y un después a partir del día de la fecha. Hasta hoy, arriesgó ante sí mismo con delectación, había meramente vivido; hoy quizás empezaba a escribir su autobiografía:
“¿Cómo llega Marroné a ser Marroné? Es una buena pregunta. En la carrera de todo ejecutivo top hay determinados momentos... Son cosas que a veces no se pueden poner en el CV, pero que son justamente las que hacen que todos quieran leer su CV. Esta es una de las golden rules de lo que anteriormente denominé el marketing de sí. Le daré un ejemplo: cuando gracias a mi enérgico aunque prudente manejo de las negociaciones logré rescatar a Fausto Tamerlán de las garras del terrorismo marxista, yo no era más que un junior executive de escasa antigüedad en la empresa; recién llegado de Estados Unidos. con un master en Marketing de Stanford y una batería de ideas innovadoras, es verdad, pero no más que una pieza, necesaria quizá, pero también reemplazable, dentro de una compleja maquinaria comercial. La sangre fría, la serenidad, y sobre todo la capacidad de leadership demostrada durante aquellas horas aciagas, en las cuales el futuro de la empresa toda pendía de uno de los platillos de la balanza, sellaron mi suerte: a partir de ese momento me convertí, en todo menos en el nombre, en el CEO de Tamerlán & Sons, como se la llamaba por aquel entonces. El prolongado cautiverio del señor Tamerlán, unido a los tormentos administrados por sus captores –que incluyeron la mutilación–, había dejado secuelas físicas y psíquicas que motivaron su alejamiento de todo lo que no fuera una dirección apenas nominal, y ese vacío debía ser llenado por un hombre providencial, lleno de ideas nuevas y de la voluntad para implementarlas. Hasta ese momento el actual holding Marroné & Tamerlán S.A. no había sido más que una empresa familiar en el sentido más tradicional de la palabra, que nunca había conocido la invigorante intemperie de la sana competencia, por haberse acostumbrado a medrar bajo las prebendas de un Estado-paraguas que, dicho sea de paso, ya está llegando la hora de cerrar de una buena vez”, se embaló Marroné en componer su autobiografía, ceñida en su estilo y lenguaje a los de aquellas que se deleitaba en leer, como las de Henry Ford, Alfred P. Sloan, Thomas Watson Jr. y Lester Luchessi, dictándosela a un interlocutor imaginario que sin perder palabra lo escuchaba grabador en mano desde el vacío asiento del acompañante. Le gustaba imaginarse dictándola pues, como pasó ahora a explicarle al atento redactor (un ghost-writer que había en principio aceptado el assignment sólo por dinero y que ahora estaba recibiendo boquiabierto una verdadera lección de liderazgo y, por qué no, también de vida) los únicos ejecutivos que pueden dedicar tiempo a escribir ellos mismos su biografía son o los retirados o los fracasados. Marroné cruzaba ahora bajo el puente de General Paz y entraba en la provincia, y la docilidad del Peugeot 504, unida al viento que gracias al fijador apenas lo despeinaba, le producían una leve intoxicación, como si respirara el aire de cumbres altas, que lo impulsó a seguir adelante con la redacción de su autobiografía, que tentativamente había titulado Marroné by Marroné: “Mi familia no reparó en gastos a la hora de procurarme una educación first-class, que se desarrolló íntegramente en el exclusive and expensive Colegio St. Andrew’s del cual me graduaría en 1964 con el honor de haber obtenido la vistosa corbata de rayas turquesa y café de los prefects y las insignias de capitán del equipo de rugby de Dodds, la house de camiseta amarilla como el sol. Mi paso por el St. Andrew’s me legó muchas cosas importantes, como el buen manejo del idioma inglés, que hace que muchos businessmen extranjeros no me crean cuando confieso mi nacionalidad argentina; una sólida formación humanística en la mejor tradición británica, y el esencial school-spirit que en el mundo empresarial se traduce por ponerse la camiseta (‘el calzoncillo’, le susurró nuevamente el lado taimado de su mente, y con un manotazo mental espantó la palabra intrusa como si se tratase de un moscardón) de la compañía; pero dos cosas esenciales aprendí que marcaron a fuego mi carrera posterior: aprendí a obedecer, y aprendí a mandar”.
“Aprendí a obedecer, es decir, a dejarme guiar”, explicaba ahora ante un auditorio no de uno, sino de cientos, el grabador vuelto micrófono y la cabina de su Peugeot expandida hasta alcanzar las proporciones del inmenso salón de actos del Colegio St. Andrew’s, engalanado para homenajear a su hijo dilecto, Ernesto Marroné, que graciosamente había condescendido a brindarles algunas horas de su precioso tiempo para pronunciar una conferencia sobre liderazgo que luego sería reproducida en versión completa por The Thistle, la revista del colegio. “A dejarme guiar por mis profesores y entrenadores”, continuó paseando su mirada sonriente por las primeras filas, donde estaban sentados sus antiguos maestros, algunos todavía en actividad, otros jubilados pero invitados expresamente para la ocasión; y siguiendo las recomendaciones de Cómo hablar bien en público e influir en los hombres de negocios, de –quién si no– Dale Carnegie, posó por un segundo la vista en cada uno: Mr. Adams, Mrs. Halley, Mrs. McCarthy, Mrs. Oxford que arcada a arcada lo obligaba a terminarse la leche con nata en el comedor, la Sra. Polino, la Sra. Regamor, Mr. Guinness, el Polaco Wojcik, los entrenadores Mr. Trollope, Osvaldo Lamas y Willy Speakeasy, el Uve, la Sapa, el Pollo, Mr. Peters, el temible Sr. Macera que lo había humillado frente a todo el curso para luego mandarlo a diciembre en Anatomía... “Y aprendiendo a obedecer, aprendí a mandar, es decir, a ser un líder. ¿Qué es un líder?”, se preguntaba Marroné en el teatro de su mente mientras su cuerpo manejaba el volante y los pedales de su Peugeot, respetando las señales de tránsito y esquivando los autos vecinos. “El líder sabio no empuja para que las cosas ocurran, sino que permite que el proceso se despliegue por sí mismo. El líder enseña más por el ejemplo que por la prédica. A los jefes se los designa; los líderes, en cambio, son elegidos por sus colaboradores”, hiló una serie de frases traducidas de The Tao of Management, recorriendo ahora con la mirada los rostros de algunos de sus compañeros: el Flaco Sörensen, Ramiro Agüero que le decía “maricón” en los recreos de la primaria, el traga de Alberto Regamor que se había alzado con la Dux Medal y cuyas facciones el recuerdo se obstinaba en confundir con las del odiado Cáceres Grey, y muchos más; pero su satisfacción pudo ser completa cuando descubrió la inconfundible aunque ahora prolijamente recortada cabellera colorada de Paddy Donovan, su héroe del secundario, que al verlo le devolvió una sonrisa de dientes blanquísimos y alzó ambos pulgares en señal de aprobación. Y por detrás de los invitados y conocidos, los rostros expectantes boyando sobre un mar de blazers azul oscuro tocados con el escudo orlado de cardos y la leyenda Sic itur ad astra en el borde inferior: las futuras camadas de líderes, entre las cuales se encontraría para aquel entonces, sin caber en sí del orgullo de ver a su papi allá arriba, el pequeño Tommy...
Bajando el portón levadizo del garaje se acordó de los pañales descartables que su esposa, sitiada por el creciente desabastecimiento, le había encargado conseguir a cualquier precio. Le había prometido buscarlos cerca de la oficina pero se había olvidado, por ser de natural algo dado a la distracción (“el talón de Aquiles de los creativos” la llamaba la literatura especializada) y a la deriva del ensueño diurno. Espoleado por las imágenes anticipadas de la escena que Mabel por nada del mundo se privaría de hacerle, tornó a empujar la chirriante hoja de madera para realizar un operativo comando al supermercado de Libertador, antes de acordarse de que estaba “cerrado por refacciones”, eufemismo para la bomba que la semana pasada le había metido Montoneros o quizás el ERP. Pensó en intentar en las farmacias de turno pero se había dejado el diario en la oficina y la posibilidad de recuperar el de la casa y salir sin ser visto quedó abortada por la severa vigilancia del pequeño Tommy, quien alertado por el ruido del portón o quizás el del auto lo interceptó en el rellano de la planta baja con su estridente demanda de ¡bolosinas!, ¡bolosinas! que por supuesto su padre también se había olvidado de comprar. A su abyecta confesión de manos vacías la boca del pequeño Tommy respondió con una O de incredulidad que sin demora se angostó a un ∞ de llanto infinito, el cual indefectiblemente hizo acudir a Mabel. “Seguro que también te olvidaste de los pañales”, le espetó antes de saludarlo, a resultas de lo cual el hola mi amor que Marroné traía preparado apenas logró pasar por su garganta estrangulada y salió exprimido de todo sentimiento genuino. “Iba a mirar en el diario las farmacias de turno”, dijo, adoptando un tono resolutivo pero Mabel ya tenía preparada la respuesta y le disparó: “¿Ernesto, no te enteraste de que hay des-a-bas-te-cimien-to? ¿Que en las farmacias no hay ni aspirinas?”. “Claro que sé. ¿O te olvidaste de que soy el jefe de compras de una de las empresas más im...”, retrucó ofendido y demasiado tarde se dio cuenta de que le había dado la pelota servida (Mabel siempre lo derrotaba cuando jugaban al tenis): “Sí, en la oficina serás el jefe de compras pero acá no sos capaz de conseguir un miserable chocolatín”, le dijo y el pequeño Tommy, viéndose avalado, redobló su llanto y Marroné sintió la tensión subir y bajar por su cuerpo en viscosas e indignantes oleadas de puro estrés; supo con la estoica fatalidad del somatizador contumaz que esa noche padecería de acidez e insomnio y fue con un supremo esfuerzo de autocontrol que se privó de gritarle a su esposa en la cara: “¡La vida de un hombre esencial está en mis manos y vos me venís con chocolatines!”. Pero no podía hacerlo sin poner en riesgo toda la operación y como siempre hacía en estos casos recurrió a las páginas salvadoras de Cómo ganar amigos, más precisamente al capítulo titulado “Si se equivoca usted, admítalo” de la sección “Logre que los demás piensen como usted”, que aconsejaba “diga de sí mismo todas las cosas derogatorias que sabe está pensando la otra persona, y dígalas antes de que el otro haya tenido oportunidad de formularlas, y le quitará la razón de hablar”.
“Tenés razón, mi amor”, dijo Marroné a través de quijadas apretadas como una prensa hidráulica, “te merecés un marido mejor que yo. Con todo el esfuerzo que hacés, de la noche a la mañana, para llevar la casa adelante, y yo ni siquiera soy capaz de acordarme de un mínimo favor que me pediste...”. A medida que su lengua trabajosamente se abría paso a través de la viscosa insinceridad de sus dichos, las facciones de Mabel fueron perdiendo su tirantez, como si cada admisión de culpabilidad soltara uno de los hilos que las tensaban, y muy pronto era ella la que había asumido su defensa: “Bueno, Ernesto, no es para tanto, total hasta el fin de semana tenemos (‘hija de puta, ¿y por eso me armaste semejante escándalo?’) y vos, Tommy, callate de una vez que tu papá tuvo un día largo en la oficina, vení que te tengo caramelos arriba...”, y Marroné, seguro ya de su triunfo, se permitió arriesgar un “mañana a primera hora me acerco al supermercado de La Lucila” sólo para que Mabel dijera “no, no, ya siempre salís muy apurado no quiero que hagas nada que te cause más estrés yo le digo a doña Ema que me consiga el fin de semana viste que en la villa hay de todo nunca les falta nada acá volvemos a los pañales de tela y allá tienen para elegir claro revenden lo que el gobierno les regala me dice doña Ema; Cynthia recién se despertó podés creer como si supiera que llegaste ¿la querés venir a ver?”.
Durante la cena, que consistió en una entrada de jamón cocido con rusa, un plato principal de milanesa con puré y de postre flan con crema y dulce de leche –antes de entrar a su servicio doña Ema había trabajado de cocinera en un hotel sindical de las sierras de Córdoba y se le habían pegado todos los vicios–, Mabel procedió a actualizar el anecdotario de gracias de la nueva integrante de la familia, animada por la estudiada postura de oyente absorto que su marido le dedicaba. Saber escuchar, al fin y al cabo, era uno de los secretos del éxito en los negocios y en la vida privada, pues la Regla N° 6 (“Cómo hacerse agradable ante las personas instantáneamente”) nos recuerda que la persona con la cual uno habla está cien veces más interesada en sí misma, sus necesidades y problemas que en uno y los suyos, aunque uno sea el presidente de la república y ella una simple ama de casa. Lo que toda persona desea, a fin de cuentas, es sentirse importante, y escuchar con atención era una manera infalible de satisfacer esa necesidad básica, se repetía Marroné cuando Mabel le espetó:
–¿Te pasa algo? Estás callado hoy. Casi no me dijiste palabra desde que empezamos a comer.
–Te estaba escuchando atentamente –esbozó tras su sonrisa de labios apretados.
–¿Tampoco pudiste hoy...?
Ya había abierto la boca para darle la buena nueva pero una fracción de segundo después lo pensó mejor y la cerró, sacudiendo en cambio la cabeza compungido. Marroné había hecho de su pertinaz sequedad de vientre una excusa infalible para encerrarse en el baño durante lapsos prolongados cada vez que lo agobiaban las múltiples demandas de la vida conyugal o doméstica; sobre todo desde que le habían sacado su estudio para hacer lugar a la habitación de la niña y ya no quedaba en la casa otro espacio que pudiera llamar propio. El baño se había convertido en el único lugar donde podía gozar de cierta tranquilidad y dedicar tiempo a su persona, y confesar ante Mabel el éxito que había coronado sus esfuerzos de la tarde era privarse de ese mínimo pero imprescindible derecho a la privacidad.
Retirados los pocillos de café de la sobremesa terminaba la jornada laboral de doña Ema y comenzaba el momento en que a Marroné le tocaba ocuparse de los niños mientras Mabel subía al cuarto a distraerse un poco con la televisión. Si bien la idea abstracta de hacerlo con gusto le devolvía una imagen de padre ejemplar que lo llenaba de orgullo, después de un día de tensiones, como lo eran todos en la empresa, la tarea concreta podía exasperarlo hasta el límite de lo tolerable, sobre todo porque con la llegada de la niña las demandas de atención irracionalmente parecían haberse multiplicado no por dos sino por diez. Hacía un esfuerzo sobrehumano por recordar que todo potencial espacio de recreación era esencial en la vida del ejecutivo, permitiéndole luego volver a sus tareas con renovado vigor, pero a los pocos minutos de darles su atención indivisa se ponía a pensar en todas las tareas atrasadas que podría estar realizando o en los libros que podría estar leyendo, y que a veces intentaba leer mientras los cuidaba, con la lamentable consecuencia de no poder concentrarse en la lectura ni disfrutar de los juegos o cuidados y terminar exasperándose con las demandas incesantes, perdiendo la paciencia y gritando. Esta vez no llegó a los veinte minutos: mientras le cambiaba a Cynthia el pañal cagado el pequeño Tommy por celos zarandeó el cambiador haciendo caer al suelo el frasco de óleo calcáreo que por supuesto había dejado destapado; maldiciendo se lanzó algodón en mano a limpiarlo antes de que se arruinara la alfombra y le mereciera otro reto de Mabel, mientras que por el suyo, no tan violento como crispado de cólera contenida, el pequeño Tommy que en el fondo era un niño sensible se largó a llorar desconsoladamente, distrayéndolo de cuidar a la niña que cuando levantó la vista oscilaba al borde del cambiador a punto de seguir hacia el abismo el camino del frasco. Una vez que la hubo depositado bien segura en el centro de la cuna se ocupó de consolar al pequeño Tommy y para cuando advirtió que el pañal nuevo yacía abierto y sin colocar sobre el cambiador, el pis de la pequeña Cynthia había empapado las sábanas y pasado al colchón. “No sirvo para esto, no sirvo para esto”, hipaba Marroné con la garganta cerrada por la histeria mientras apoyaba a la niña en el suelo y arrancaba las sábanas para levantar el colchón. Coqueteó por un momento con la tentación de sentarse en el suelo y echarse a llorar pero eso seguramente desencadenaría el llanto solidario del pequeño Tommy, que ya más calmado se había trepado al tercer estante de la biblioteca y estaba a punto de caer hacia atrás y desnucarse contra el borde de la cuna. Llegado a ese punto se sintió psíquica y moralmente justificado para acudir a su esposa con la beba en brazos y el niño de la mano y decir sin culpa: “¿Los podés tener un rato? Voy a intentar...”.
–¿Vas a tardar mucho? –le preguntó Mabel, y como cada vez que le hacía esa pregunta Marroné estuvo tentado de gritarle “¿No te das cuenta de que si me apurás me siento presionado y a la larga termino tardando el doble?”, cuando se acordó de que estaba mintiendo y sólo buscaba un lugar tranquilo para dedicarse a la lectura.
–Hago lo más rápido que puedo y vengo –respondió como siempre, y antes de que Mabel pudiera retrucarle salió de la habitación y emprendió el descenso por las escaleras rumbo a la biblioteca donde comenzó a recorrer con el índice lomos y títulos en busca del libro que lo habría de acompañar. La gerencia de empresas, de Drucker, no, demasiado astringente; The Use of Lateral Thinking, de Edward De Bono, ya se lo sabía de memoria; Small is Beautiful, de Schumacher, se lo había regalado un profesor medio hippie en Stanford y no había podido pasar de las primeras páginas. Necesitaba algo más ameno, alguno por ejemplo de su género favorito, que sabía extraer ideas y principios de filosofía empresarial de las grandes obras de la cultura universal, de los que poseía varios, algunos muy buenos y otros no tanto. Jesus Means Business, por ejemplo, no era más que un refrito del clásico El vendedor más grande del mundo, de Og Mandino; pero Haikus for Managers, de Konosuke Takamura, era en cambio un verdadero oyster-bank del cual había extraído perlas como “La inmensa pirámide / el elefante no puede escalarla / la hormiga sí”. Su favorito indiscutido, sin embargo, era Shakespeare the Businessman, de R. Theobald Johnson. Gracias a él había podido optimizar el provecho derivado de su lectura del genial “Cisne de Avon” en las aulas del St. Andrew’s, pues Shakespeare the Businessman enseñaba a aplicar lo aprendido en la escuela al day by day del ejecutivo eficiente, convirtiendo cada obra en un manantial de enseñanzas prácticas: de Hamlet por ejemplo se podía aprender a no dilatar la toma de decisiones en interminables e infructuosas deliberaciones; de El mercader de Venecia, a leer con atención la letra chica del contrato, sobre todo cuando se trata del financiamiento del capital de riesgo; Enrique V era una lección de liderazgo y Timón de Atenas, un llamado a no excederse en los gastos de publicidad y representación. El rey Lear alertaba sobre el peligro de repartir una gran empresa familiar entre los herederos, de premiar a los obsecuentes y castigar a los críticos y, sobre todo, de postergar hasta último momento el nombramiento de un sucesor y luego hacerlo caprichosa e impulsivamente; Romeo y Julieta, sobre las consecuencias a veces trágicas de las fallas de comunicación en la empresa, y Ricardo III, sobre el potencial destructivo del ejecutivo que se propone llegar a la cumbre sobre una escalera de cabezas cortadas. Macbeth ponía el dedo en la llaga al apuntar a la esposa que se queda en casa como verdadero acicate del marido de inescrupulosa ambición, y Antonio y Cleopatra, sobre el riesgo inverso que implica para todo manager perder en los voluptuosos brazos de una amante las virtudes espartanas que su profesión demanda. Otelo ofrecía el análisis más penetrante sobre las intrigas en la empresa, ese infierno cotidiano que desencadenan los celos, la envidia y el rumor; y del inimaginable potencial destructivo de un ejecutivo intermedio que siente que ha sido injustamente relegado en su promoción. La tempestad, en cambio, era una lección de cómo recuperar el control de la empresa sin venganzas y con un mínimo daño a la organización; y el discurso de Marco Antonio en Julio César ofrecía una lección de cómo hablar bien en público que combinaba lo mejor de la oratoria clásica con la eficientísima utilización de los apoyos materiales de una moderna presentación audiovisual (a saber: el manto tajeado, la sangre, el cuerpo mismo del líder asesinado). En fin, que tras una caricia nostálgica a su ajado lomo, el dedo de Marroné siguió viaje hasta toparse con Don Quijote, el ejecutivo andante, de Michael Eggplant, que sus padres recientemente le habían traído de España y todavía no había tenido tiempo de hojear, y con una exclamación de júbilo lo arrancó de su estante y enfiló hacia el baño, donde por mera costumbre se desabrochó antes de sentarse en la tabla y comenzar:
Hace cientos de años, la civilización occidental estaba a punto de desaparecer en las tinieblas de una edad oscura. Entonces surgió una clase especial de hombres, emisarios de la luz, pilares de la sociedad, defensores de la justicia: los caballeros andantes. Gracias a ellos la Europa cristiana pudo derrotar a sus enemigos de dentro y de fuera y prosperar, irradiando su luz hacia todos los pueblos del orbe. Hoy, cuando la oscuridad asume nuevas formas y vuelve a asediar la ciudadela de la civilización, el futuro del mundo libre y la liberación del esclavizado dependen nuevamente de una fuerza de hombres escogidos, herederos de los caballeros andantes de antaño: la clase de los managers y gerentes de empresa; los ejecutivos andantes. Sus castillos son las deslumbrantes torres de cristal de las grandes corporaciones, portan lapicera en lugar de lanza y attaché en lugar de escudo, para sus incesantes viajes a distantes comarcas no recurren al caballo sino al avión, pero esencialmente nada ha cambiado. El surgimiento y desarrollo de la clase de los ejecutivos es el hecho crucial y definitorio de nuestro tiempo, y uno de los más trascendentes en la historia de la humanidad. Más que los presidentes y estadistas, más que las autoridades religiosas y militares, más incluso que los propietarios de empresas, son los ejecutivos los que marcan el camino, los que ocupan, como los caballeros de antaño, la primera línea en el frente de batalla. La aparición de estos, a principios de nuestro siglo, coincide con el salto más espectacular en la historia de la humanidad: el que lleva de una civilización materialista, es decir, sujeta a la tiranía de los recursos existentes, a una idealista, en la cual la generación ilimitada de recursos asegura la verdadera liberación del espíritu humano. No de otra manera don Quijote de la Mancha, el célebre héroe de Cervantes, se decide un buen día a dar por traste con lo exiguo de sus condiciones materiales de vida y con la chatura del medio que lo rodea –gentes timoratas o mediocres, apegadas al modo tradicional de hacer las cosas, para quienes es anatema la palabra creatividad– y se lanza a los caminos en busca de aventuras. El gesto de don Quijote resume el espíritu aventurero del que depende la empresa de hoy: acometer la conquista de nuevos mercados, atreverse a competir con los gigantes del ramo, darse un nombre y una imagen y encomendarse a ella. Hasta ese momento –sus cincuenta años– no ha hecho nada de su vida: un hidalgo de aldea, un hidalgo pobre, tan ignoto y apocado que ni siquiera sabemos con certeza cómo se llamaba: Quesada, Quijana, Quejana... El señor Quejana no ha vivido, meramente ha vegetado a la sombra de las aventuras de otros, como un pequeño comerciante de pueblo que leyendo biografías de millonarios se consolara de su vida sin relieve. Y un buen día se mira al espejo y no se reconoce. Ese rostro apagado, gris, esos ojos sin brillo, esa expresión de derrota –la más agria expresión de derrota, la de quien nunca ha luchado– no pueden ser suyos. Hay otro rostro posible, el de su verdadero yo, el de su potencial inexplorado. Ese día decide convertirse en don Quijote de la Mancha.
Marroné cerró por un momento el libro. No existe el azar, pensó. Este libro, que había comprado hacía ya dos semanas, había estado esperando pacientemente en los estantes de su biblioteca el momento indicado para despertar. Y esta noche, justamente esta noche, en la víspera del comienzo de su nueva vida, una vida de aventuras, una vida en la cual los sueños iban a comenzar a cumplirse, lo había llamado para darle su mensaje de aliento, y su mano había viajado a su encuentro. Era esto lo que quería, ahora lo entendía con claridad. Mañana, al despuntar el alba, Ernesto Marroné salía al mundo. ¿Quién sabe cómo, y cuándo volvería?
Ansioso, entusiasmado, se salteó el resto de la introducción y abriendo el libro al azar tornó a leer la sección titulada:
Análisis de algunos episodios aislados
Los molinos de viento. En ésta, tal vez la más famosa de sus aventuras, don Quijote arremete a todo galope contra unos molinos de viento que toma por desaforados gigantes, con el previsible resultado: las grandes aspas comienzan a moverse con el viento quebrando su lanza en varios pedazos y derribando el caballo y al caballero, que en lugar de reconocer su error acusa a unos “malignos encantadores” que supuestamente lo persiguen de “volver estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento”. Aunque la frase proverbial “luchar contra los molinos de viento” ha terminado asociándose con una actitud de idealismo heroico o, más propiamente, “quijotesco”, el ejecutivo andante hará bien en cuidarse de imitar a pie juntillas a nuestro caballero. Los gigantes del mercado no se rinden al primer embate, sus brazos son muchos y llegan lejos, y una pequeña o mediana empresa dispuesta a dar batalla debe medir sus pasos si no quiere morder el polvo y terminar quebrada. Los molinos de viento, por otra parte, cumplen una función útil, como toda gran empresa; verlos como enemigos a destruir es otro ejemplo de la ya mencionada desmesura quijotesca. El ejecutivo andante debe en todo caso diseñar molinos mejores, más baratos y eficientes, y ofrecerlos en el mercado, y los gigantes pronto resultarán obsoletos y caerán bajo su propio peso sin que nadie deba quedar molido para derribarlos.
El yelmo de Mambrino. Un barbero se acerca por el camino, llevando sobre la cabeza, para proteger su sombrero de la lluvia, su dorada y reluciente bacía, que don Quijote toma por el yelmo de oro del legendario moro Mambrino, y tras acometerlo y arrebatársela, se la coloca sobre la suya, haciendo el ridículo. El refrán de todos conocido “no es oro todo lo que reluce” bien podría venir a cuento para resumir la enseñanza que esta nueva aventura ofrece al ejecutivo andante: cuántas veces parece venir hacia nosotros por el camino, sin que la hayamos buscado, la tantas veces anhelada “oportunidad dorada”, aquel negocio perfecto cuyo brillo nos ciega a la distancia y que una vez en nuestras manos (e invertido en él todo nuestro capital) se revela como latón dorado que deberemos “llevar sobre nuestra cabeza” y ser los hazmerreír del mundo empresarial.
La liberación de los galeotes. La lectura de este episodio está especialmente recomendada para gerentes generales o jefes de personal que en estos turbulentos tiempos puedan caer en la tentación de ceder a las incesantes demandas de sus empleados. En esta aventura nuestro héroe se topa con una cadena de galeotes, condenados por la justicia real, y sin más decide liberarlos, atacando a los oficiales de la ley que los custodian. Cuando en pago por el beneficio recibido, nuestro ingenuo caballero les exige que se presenten ante su señora Dulcinea cargados de sus cadenas, recibe como muestra de gratitud una lluvia de piedras que da con su cuerpo en tierra. En esta aventura el caballero, en nombre de un ideal de justicia tan abstracto como dogmático, interfiere nada menos que con la justicia estatal, dejando en libertad a una gavilla de peligrosos delincuentes, cuya culpabilidad ellos mismos le han confesado, convirtiéndose en la primera –pero no seguramente la última– víctima de su accionar delictivo, ya que no conformes con aporrearlo le roban a él y a Sancho una buena parte de sus pertenencias. No de otra manera proceden hoy los sindicatos u organizaciones gremiales, en las cuales los obreros, encadenados muchas veces en contra de su voluntad, pierden su independencia de criterio y su libertad de acción, y llevados a la huelga por líderes resentidos u oportunistas dan pedradas allí donde corresponde el agradecimiento. Así, quien cede ante las demandas de los huelguistas, por ejemplo, reincorporando personal justamente despedido, y espera que los beneficiarios de su generosidad cumplan con sus obligaciones, no sólo pecará de ingenuidad quijotesca sino que habrá hecho un serio y quizás irreparable daño a su empresa...
Una estampa idílica lo esperaba cuando regresó a su habitación: su esposa durmiendo con un niño a cada lado, la pequeña Cynthia al medio, su boquita entreabierta rozando el pezón descubierto que asomaba bajo el borde del corpiño desabrochado, Tommy al borde de la cama con el brazo de su madre rodeándolo para que no cayera. Contemplándolos, lo atravesó una oleada de ternura, que llegando hasta el fondo de su ser levantó un sedimento de culpa que vino a enturbiar la pureza del sentimiento inicial. Qué clase de hombre era, se preguntó mientras extricaba al pequeño Tommy del abrazo de su madre y lo llevaba a su habitación, que era incapaz de pasar un rato con sus hijos como cualquier padre normal, que necesitaba encerrarse en el baño para esconderse de... ¿quién? ¿De un niño de dos años y medio, de una beba de apenas dos meses? ¿Que además eran sus hijos? ¿Estaba convirtiéndose, a los veintinueve años, en unos de esos ejecutivos workaholics que conocía tan bien, incapaces de pensar en lo que no fuera el trabajo, que al poco tiempo terminaban acostándose con la secretaria y divorciándose? (En tu caso ni siquiera eso, le susurró artero el hemisferio derecho de su cerebro; con la tuya se acuesta Cáceres Grey). A partir de hoy se esforzaría por ser un padre mejor, se prometió mientras llevaba a la pequeña al cuarto que hasta hace poco había sido su estudio, tocándole la frente transpirada con el dorso de la mano para asegurarse de que no tuviera fiebre (llamaría al médico, salvaría a la niña, Mabel deshecha en lágrimas le diría “si no fuera por vos no sé lo que hubiera pasado”), palpando el pañal para ver si aguantaba hasta la mañana –podía cambiarlo, pero con el desabastecimiento era mejor hacerlos tirar lo más posible–. Quizá, pensó mientras se deslizaba bajo las sábanas y tratando de no rozar el cuerpo de su esposa alineaba el suyo rígido pegado al borde de la cama, el problema era que se había casado y tenido hijos demasiado joven: a una edad en que otros podían dedicarse por entero a sus estudios y sus carreras, él había tenido que dividir sus energías entre el trabajo y el hogar. No es que hubiera tenido opción alguna: se habían conocido en las aulas de la Facultad de Ciencias Económicas, donde él daba clases como ayudante y ella cursaba las últimas materias, y en alguna de las interminables interrupciones producto de asambleas y tomas y juicios a profesores y homenajes a Eva Perón y el Che Guevara, de las cuales huían con parejo fervor, habían coincidido en el bar de la planta baja y comenzado una relación más personal. A la vista le había parecido bastante agradable, casi bonita si hubiera sabido maquillarse, y a través de las capas de ropa invernal su cuerpo se había anunciado cálido y deseable; pero cuando a principios de verano logró por fin despojarlo de sus últimos envoltorios, su piel desnuda le resultó desagradable al tacto, como esos colchones de lana que al tirarse uno sobre las mantas parecen mullidos pero una vez metido debajo se empieza a sentir bolas de lana apelotonada por todos lados. Más que maquillaje necesita cardado, le susurraba su mente mientras con una mano mecánica la acariciaba, y con este y otros pensamientos de parecido tenor por una vez no acabó antes de la penetración; y derrumbándose con lágrimas de emoción entre los brazos de Mabel pudo haber confundido con amor el alivio de haber sorteado por una vez el humillante trance. Durante dos meses siguieron viéndose, al cabo de los cuales Marroné agradeció la tregua ofrecida por el viaje que Mabel y sus padres realizaron a Europa, que le daría un mes de tiempo para pensar en cómo terminar la relación sin lastimarla demasiado. Antes de que el plazo expirara estaban de vuelta, y para cuando reconoció el Mercedes Benz de sus futuros suegros estacionando frente a la puerta de la casa de su padres y los cuatro progenitores se encerraron a conferenciar en el living y Mabel con la piel toda roja como macerada en salmuera y estrujando un pañuelito bordado entre las manos de uñas mordidas le hubo dado la buena nueva, el curso futuro de su vida estaba trazado para siempre. La boda había tenido lugar dos semanas después y prescindieron de la luna de miel para acondicionar la casa para la llegada del primogénito, que casi inmediatamente dejó de crecer y al poco tiempo se escabulló en un aborto espontáneo, y de no haber sido por la necesidad de dejar de lado todo sentimiento mezquino y acompañar la subsiguiente depresión de Mabel, Marroné pudo haber sentido que a las indignidades del chantaje se habían sumado luego las de la estafa. Aunque con el tiempo había aprendido a quererla y a apreciar sus buenas cualidades, a veces, como ésta, con la mirada ya algo adormilada vagando por las sombras que la luz de la calle proyectaba sobre el cielo raso y escuchando el monótono tictac del reloj, se preguntaba perplejo si no había cierta ironía en el hecho de que Mabel hubiera sido la única mujer con la cual había podido mantener una relación sexual normal, justamente porque no lo atraía lo suficiente. Pensó que en el terreno laboral pasaba algo similar, que a veces un ejecutivo eficiente en puestos ajenos a su área de especialización o interés conseguía por fin el cargo anhelado y a partir de allí su carrera en lugar de catapultarse se desbarrancaba; trató de formularlo como una regla general a la que luego pudiera recurrir en alguna de sus disertaciones pero el sueño ya lo vencía y de todos modos no se veía utilizando ejemplos de su vida sexual en una presentación empresarial...