El burgués proletario
A la achaparrada sombra de un ombú afantasmado de yeso su viejo conocido Baigorria se dirigía a sus compañeros subido a un cajón. No había a la vista ningún casco blanco.
–Compañeros... Estamos viviendo un momento histórico acá en Yesería Sansimón... Hemos realizado con éxito y en perfecto orden la toma de la fábrica... Les demostramos a los patrones que cuando queremos, podemos, y que lo que hicimos ahora lo podemos hacer de nuevo... Pero lo cierto, compañeros, es que si perseveramos en esta actitud le vamos a terminar haciendo el juego a la patronal. Los galpones están abarrotados de mercadería que no tiene salida, y eso lo saben ustedes mejor que yo. Con esta huelga les estamos haciendo un favor: pueden parar la producción y encima no tienen que pagarnos. Yo quiero creer –quiero creer– que los que insisten en seguir con esta toma están actuando de buena fe, pensando que hacen lo mejor, pero no sería la primera vez que nos meten gato por liebre compañeros, que los que se dicen nuestros amigos resultan ser en el mejor de los casos idiotas útiles y en el peor los agentes de la patronal, por no hablar de los infiltrados que todos conocemos, esos lobos con piel de obrero...
Marroné estaba de veras impresionado. El jefe de personal Garaguso no era solamente rápido: era sutil, por no decir maquiavélico. En cuestión de horas no sólo había ganado a uno de los huelguistas para su causa sino que lo había convertido en un hábil orador capaz de envolver a sus oyentes sin que se dieran cuenta. Hubiera querido acercarse a darle ciertos consejos sobre su postura corporal, la disposición del auditorio y sobre todo su posición respecto de la fuente de luz, pero en ese momento comenzaron a hacer oír su opinión algunos de sus oyentes.
–¡Callate, crumiro! ¡Carnero!
–¿Cuánto te está pagando Garaguso, vendido?
–¡Volvete con Babirusa, traidor!
Imperturbable, Baigorria intentó seguir con lo suyo.
–¡Compañeros, compañeros! No me malinterpreten. No digo que la toma estuvo mal, no digo que reculemos. Digo que ya está: que lo que queríamos lo tenemos. Hay un tiempo para sembrar y otro para cosechar, y si no se recoge a tiempo, la cosecha se pudre compañeros. Si seguimos con la toma vamos a perder todo lo que ganamos hasta ahora, y más. Lo único que vamos a lograr es más despidos y a lo sumo un pequeño aumento para los que queden. ¡Si están dispuestos a pagar ese precio, entonces adelante! Vos, Pampurro... ¿Vas a disfrutar de los boletos del partido, sabiendo que les sacaste el pan de la boca a los hijos de Alfieri? ¿Y vos, Zenón, le vas a comprar a tu señora el vestido nuevo mientras el Tuerto vuelve a trabajar de botellero?
Por reflejo Marroné ya había sacado su libretita y anotaba los nombres con rapidez, “Pampurro... Alfieri... Zenón... El Tuerto”, agregando las imprescindibles indicaciones mnemotécnicas, y tan embalado estaba que tardó en reaccionar cuando una voz a sus espaldas exclamó:
–Che, vos... ¿Qué escribís?
Antes de levantar la vista trató por reflejo de terminar la frase, que se le volvió un garabato negro cuando una mano cayó sobre su brazo y le dio un tirón violento.
–¡Compañeros! ¡Agarré un cana! ¡Un botón!
Sin darle tiempo a explicarse media docena de recias manos obreras lo habían sujetado de brazos y hombros, y un hombre de casco azul, tez renegrida y anteojos de grueso marco negro leía sus anotaciones recorriéndolas con un dedo calloso y deletreando con los labios cada palabra:
–Acá está todo, compañeros. Estamos todos escrachados, uno por uno. Agarramos a un señalador. –Luego, acercando su rostro a centímetros del suyo–: ¿A vos quién te manda, la yuta o Cerbero?
–No, no –balbuceó Marroné, apabullado por lo absurdo del error–. Leí Cómo ganar amigos, estoy tratando de agradar a los demás...
Una mano se cerró sobre su rostro y ya no pudo hablar, ni ver. Sintió menos miedo que una ofendida indignación. ¿Se había salvado ayer de morir en el fuego cruzado sólo para terminar linchado por un error imbécil?
–A ver, compañeros, calma, compañeros...
Marroné advirtió que lo habían soltado cuando su forcejeo no encontró más resistencia que la del aire y el suelo. Abrió los ojos para descubrir a un obrero de –¡al fin!– casco blanco que lo observaba en cuclillas, bloqueando con su cuerpo la luz del sol, nimbado su rostro por las llamas de su cabello de fuego. Un segundo después sus ojos consiguieron abarcar también sus facciones y lo reconoció.
–A ver, amigo, qué es eso de la libretita que dicen los compañeros –comenzó con calmosa autoridad. Si alguna duda había tenido, la voz terminó de disiparla.
–¿Paddy? ¿Paddy Donovan?
El pánico cambió de morada, alojándose por un instante en los ojos color miel del aludido, mientras su piel color té de leche se enrojecía hasta rivalizar con el pelo. Con un esfuerzo visible se compuso y le dedicó una sonrisa canchera que enseguida hizo extensible al resto de la concurrencia.
–Me parece que se confunde, jefe. –Luego, a los demás–: Che, éste para ser de los servicios la pifia fulero.
Marroné se había incorporado y mecánicamente se sacudía el polvo de yeso que le cubría el saco, el pantalón y probablemente también el rostro, impidiendo que Paddy lo reconociera. Toda la zozobra de la situación vivida se había disuelto en la estupefacción del imposible encuentro.
–No, no, estoy seguro –insistió sonriendo–. Soy Ernesto, Ernesto Marroné, fuimos compañeros en el St. Andrew’s, ¿no te acordás? Me sentaba en el banco de atrás. Jugábamos al rugby, vos estabas en Monteith y yo en Dodds. Por un instante pasó alocada por su mente la posibilidad de que Paddy hubiera perdido la memoria en un accidente y, rescatado por una familia obrera, se creyera ahora uno de ellos. Quizá necesitara estímulos sensoriales más básicos.
–Monteith, camiseta verde. Dodds, amarilla. El scrum. Push, St. Andrew’s, push!
Marroné congeló su grito de guerra con los puños en el aire. Paddy lo contemplaba boquiabierto, pero los otros obreros, entre perplejos y extrañados, fijaban sus ojos en Paddy, que esta vez habló con menos convicción, casi tartamudeando.
–N... n... no sé de qué me habla, jefe.
Incapaz de determinar si sus ojos reflejaban confusión o súplica, y aprovechando que su dramática arenga, fracasando en el intento de devolverle la memoria a Paddy, había logrado al menos insinuar en el ánimo de los demás la sospecha de que se encontraban frente a un inofensivo orate antes que un peligroso agente de inteligencia, decidió emprender la retirada.
–Perdón, entonces. Me debo haber confundido.
Sonriendo insistentemente fue reculando hasta volver al Moisés de la entrada, a cuya sombra se sentó a observar una vez más a la persona que había tomado por su antiguo compañero de escuela. Eran tan parecidos como lo era del original el calco que ahora lo cobijaba...
Si algún héroe había habido en la juventud de Marroné, ése había sido Paddy Donovan, a quien el ojo del recuerdo siempre veía nimbado de luz en una soleada postal de campo de rugby, capitán del house de Monteith como si a propósito le hubiera tocado el verde para destacar la llamarada pelirroja de su cabello, y los partidos contra Monteith eran los que a Marroné más le costaba ganar, al menos hasta cuarto cuando Paddy Donovan, para desesperación de directores y entrenadores, había abandonado la práctica del rugby para integrarse en el más plebeyo equipo de fútbol, gesto que completaría en quinto devolviendo la corbata café y turquesa de los prefects para volver a la azul marino con vivos plateados del común. Paddy el primero en fumar marihuana, Paddy el que escribía para la revista del colegio artículos que las autoridades invariablemente debían censurar, Paddy el que se cogió a la hija del rector, una inglesita rubia y liberada a la que todos le tenían ganas pero nadie se le atrevía. No habían sido exactamente amigos, menos por reticencia de Paddy que por timidez de Marroné, que nunca se había sentido del todo digno de semejante amistad, sentimiento que quizá se remontara a un episodio sucedido en primer grado, cuando Marroné, quedando solo en el aula, se había entretenido repasando en tiza de colores, pensando que a la maestra le agradaría, la tarea escrita en el pizarrón, quedando las letras como si fueran de arco iris. Pero la señorita con el ceño fruncido demandó que revelara su identidad el culpable, que paralizado y mudo en uno de los bancos del fondo no lograba pronunciar las palabras de explicación. Cuando amenazó con quitarles la excursión a la Rural Paddy Donovan, que ya había echado dos o tres miradas suspicaces en su dirección, levantó la mano y dijo que había sido él. La maestra le agradeció la sinceridad y no le dio otro castigo que pedirle que borrara el pizarrón, lo cual no hizo sino agravar la culpa de Marroné, que se había portado como un cobarde, dejando que otro pagara por él, y todo por un riesgo insignificante. Nunca confesó a Paddy la verdad, nunca por lo tanto pudo agradecerle lo que había hecho, y la sospecha de que Paddy se había dado cuenta y por delicadeza no lo presionaba a hablar lo llenaba de gratitud y rencor en partes iguales. Otra vez, cuando estaban en el campamento de verano de séptimo grado, Marroné había sido víctima de un caso de mobbing totalmente gratuito e injustificado: le había quemado sin querer el repasador a un chico de sexto, y sólo por hostigarlo todos sus compañeros, cebados por la impunidad del montón, se pusieron del lado del llorón para patotearlo y basurearlo, todos excepto Paddy, que con cuatro palabras firmes puso las cosas en su lugar y desperdigó a la jauría; y tampoco esa vez Marroné supo encontrar las palabras de agradecimiento. Apenas terminado el colegio Paddy se había ido por un año a correr mundo y no había tenido más noticias que los rumores espaciados que incluían todas las palabras prohibidas: hippies, drogas, comunas y hasta un intento de suicidio. No habían vuelto a verse, ya que Paddy nunca concurrió a las cenas que una vez al año celebraban los ex alumnos en el Hotel Claridge, pero se supo que a la vuelta había sentado cabeza, estudiando derecho, haciendo carrera en la empresa de su padre y casándose con una modelo de la tele... No, concluyó Marroné, sus ojos veían visiones, sus oídos lo engañaban, no podía ser su antiguo compañero de clase ese que ahora terminaba de sellar lo que parecía un desafío o una apuesta chocando las palmas en el aire con el obrero de anteojos y casco azul y avanzaba hacia él a grandes trancos.
–Mire –empezó Marroné–, le juro que no fue mi intención...
–Soy yo, boludo –masculló Paddy con la comisura de la boca, quedando de espaldas al grupo para que su rostro no resultara visible–. ¿Cómo se te ocurre deschavarme así? ¿Qué querés, quemarme? Ahora les dije que iba a seguirte el juego para averiguar quién sos.
–Pero, Paddy, te juro que no sabía nada. ¿Qué te pasó? Hubieras venido a verme, en la empresa siempre hay algo...
Paddy detuvo con un cepo de cinco dedos el gesto de Marroné de llevar la mano a la billetera.
–Lo único que me falta, para rematarla, es que piensen que querés sobornarme.
–Perdoname, Paddy, pero... ¿Me podés explicar qué hacés acá?
–Me estoy prltrzndo –dijo entre dientes.
–¿Qué? –gritó Marroné–. ¿Te estás problematizando?
–Proletarizando –escupió exasperado Paddy–. Me estoy haciendo proletario.
–Pero por qué. ¿Tu familia cayó en la ruina?
–No, no. Con ellos ya no me hablo. Es una decisión personal, entendés, un renunciamiento. Una opción por los pobres.
–¿Te hiciste cura? –preguntó con cierto alivio Marroné. La familia de Paddy siempre había sido muy católica.
–No. Peronista.
Paddy sonrió. Ahora que había pasado el peligro inminente de verse expuesto empezaba a ser el mismo de antes. Sonriente. Carismático. Líder del piquete huelguista como antes del equipo de rugby. Tomó a Marroné del brazo.
–Vení. Caminemos.
Bordeando el estacionamiento, que ondulaba gelatinoso por el calor que irradiaban la granza blanca y la chapa recalentada de los autos, llegaron al playón donde conductores distendidos se estaban haciendo un asadito y tomaban vino de damajuana junto a los camiones parados. Indicándole que lo siguiera Paddy se les acercó y tras la ronda de saludos cordiales le ofrecieron a cada uno un choripán y un vaso de tinto.
–¿Te ves con alguien? –preguntó Marroné con la boca llena mientras se alejaban–. El otro día me crucé con Robert Ermekian en una obra de los Suburban Players, estaba con la señora y el nene, y mirá qué casualidad, justo me preguntó si sabía algo de vos...
Paddy lo miró con una sonrisa extrañamente compasiva.
–¿Y vos, Ernesto? ¿Te casaste? ¿Tenés hijos?
–Sí –contestó orondo–, dos. Un nene de dos y medio y una beba de meses.
Sacó las respectivas fotos de la billetera. La de Cynthia era de recién nacida, y con la cabeza deformada, y roja como un langostino, se la veía más que nunca parecida al señor Tamerlán, pero siempre se olvidaba de cambiarla por alguna de las más recientes.
–Se te parecen –dijo sin rastro de ironía Paddy, devolviéndoselas.
–¿Y vos, Paddy?
–Paddy ya no existe. Se murió. Decime Colorado, o Colo, como me dicen todos acá. No, no tengo hijos, todavía. Con mi compañera hablamos del tema y decidimos esperar hasta después de la revolución. Así se van a criar de otra manera.
–Claro –asintió Marroné, que viendo por dónde venía la mano decidió que era hora de aplicar las reglas de Cómo ganar amigos–. Con el socialismo van a poner muchas guarderías, ¿no? Eso va a ser muy beneficioso, porque no siempre es fácil conseguir una niñera o una baby-sitter como la gen...
Paddy lo miraba torcido. No, por ahí no era. Estaba metiendo la pata.
–No quiero que sean como nosotros, Ernesto. Educados para despreciar a los que tienen menos plata, menos apellido, o la piel más oscura. Para tratar a las personas como cosas y a las cosas como dioses. Para venerar lo inglés y lo yanqui y despreciar lo argentino y latinoamericano. “Para mandar y para obedecer” –resopló, concluyendo.
–Bueno, nos educaron para ser líderes, ¿no? Y por lo que veo, con vos they didn’t do such a bad job –agregó con un guiño cómplice que rebotó en el ceño fruncido de Paddy.
–No, Ernesto, estás confundido. Acá me respetan porque soy como ellos. Y aprender a ser como ellos fue lo más difícil que hice en mi vida.
–Y... digo yo... ¿No podrías hacer más por ellos desde algún cargo gerencial, o político? Hasta... No sé, mirá lo que te digo, hasta abogado de los sindicatos, podrías ser, si terminás lo estudios.
–Eso es caer en la trampa del reformismo burgués –dijo perentorio Paddy–. Mirá, Ernesto, te puede resultar difícil de creer, pero el capitalismo tiene los días contados. No hay otro futuro que la revolución, y la revolución únicamente la pueden hacer los proletarios.
–¿Estos? –preguntó incrédulo Marroné, echando un vistazo a los camioneros que sobre el fondo de la primera damajuana se habían dado en contar chistes y reían a carcajadas–. ¿Estás seguro? ¿Vos les preguntaste?
–Eso es porque todavía no se les ocurrió. Lo quieren, pero no saben que lo quieren. Eso se llama alienación. La cosa es así. Por su situación de clase son proletarios y necesitan hacer la revolución para acabar con la explotación y por lo tanto con la sociedad de clases. Esas son las condiciones objetivas. Pero a causa de la alienación, su conciencia de clase es burguesa, y por lo tanto no están dadas las condiciones subjetivas: no saben que pueden, y deben, hacer la revolución. Este divorcio entre condiciones objetivas y subjetivas es lo que hace que, por el momento, no se haga realidad la revolución. Es como el salitre y el azufre: separados, no pasa nada; si los juntás, tenés pólvora. Los viejos comunistas pensaban que la solución era educar a los proletarios para que adquirieran una conciencia revolucionaria. Un esfuerzo enorme que dio pocos resultados. Esta solución es mucho más sencilla, si querés: el huevo de Colón, la revolución copernicana de la revolución. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña.
–¿No era al revés?
–No. Mahoma somos nosotros. En ellos están dadas las condiciones objetivas, pero no las subjetivas, en nosotros es al revés. Nosotros sabemos que es necesario hacer la revolución, pero como somos burgueses, si la hacemos va a ser una revolución burguesa, como la francesa.
–Claro. Y ahí cortaron muchas cabezas, ¿no?
–Las cabezas son lo de menos, Ernesto. Escuchame bien. Si nosotros, entonces, nos hacemos proletarios, estamos juntando el salitre y el azufre. En nosotros se aunarán la conciencia revolucionaria y la condición proletaria, y cuando seamos verdaderamente proletarios los otros proletarios, la masa, nos seguirá. ¿Entendés?
Marroné asintió. De veras que Paddy sabía hacerse entender. Lástima que no dispusiera de los medios para hacer una presentación audiovisual.
–Che... ¿Y funciona?
–Qué.
–Esto de la... proletarización.
–Y... dejar de vivir como burgués es lo de menos. Mal que mal, todos lo hicimos de pendejos, ¿no? Cuando nos metíamos de hippies, o de mochileros.
Marroné asintió así por encima, sin abundar en detalles.
–Pero no deja de ser una lumpeneada. Lo difícil es dejar de pensar, de ver, de sentir como burgués. La conciencia burguesa es lo más insidioso que hay. Es como un genio maligno que te engaña en todo, en todo...
Marroné recordó en ese momento los sabios encantadores que se mencionaban en Don Quijote, el ejecutivo andante, que le pareció venían muy a cuento, pero Paddy estaba arengadísimo y no lo dejó meter bocado.
–Pasarte al campo del pueblo es como un exorcismo, es sacarte el genio maligno del cuerpo. Y aun así... Ponele yo. Mi vida, ahora, es intachablemente proletaria... pero de noche sigo teniendo sueños burgueses. Mirá, para que te des una idea... el otro día fuimos a la cancha, con los compañeros acá de la fábrica, y después, para festejar... imaginate adónde. A mí, por vacilar, me tocó la última, una chica del norte que debía tener menos de treinta pero parecía de cincuenta, y con una papada así... Viste que en la puna el bocio es endémico, con un poco de yodo en la dieta se acabaría el problema, pero claro, son indios collas, a quién puede importarle... Se había puesto una minifalda de cuerina roja, y medias de red agujereadas, y una peluca rubia, y cuando me sonrió los dientes que no eran de oro estaban negros y todos carcomidos... Y yo trataba de pensar en su pueblo, que había sufrido casi cinco siglos de opresión, y en las condiciones infrahumanas de hambre y miseria en las que habría crecido, la explotación feudal que habría sufrido en su tierra y la sexual de acá... Y me recordé que la belleza física es un privilegio burgués que los proletarios no pueden costearse y que además las pautas estéticas nos vienen impuestas desde afuera y que una cholita, sobre todo si viste sus ropas típicas en lugar de la basura sintética que les vendemos puede ser más linda que una modelo sueca... Pero no se me paraba, viste, no había caso, y al final, cosa que no fuera a hablar y deschavarme con los compañeros, cerré los ojos y se lo hice pensando en Monique, pensé en Monique todo el tiempo para llegar al final –terminó su relato Paddy con un dejo de tristeza en la voz y la mirada perdida en el pálido césped lunar.
–¿Siguen juntos?
La risa de Paddy salió toda junta en un único resoplido de sorna.
–Sí, de día trabaja de modelo y de noche viene a la piecita a cocinarme los fideos en la Primus. Nos separamos cuando empecé a militar.
–Ah. Lo lamento.
–Yo no. Monique era una trampa. Hay que estar alerta, muy alerta... Bueno, ahora contame. ¿Qué andabas haciendo con la libretita cuando te agarraron los compañeros?
Marroné largó el discursito que había preparado.
–Anotaba sus nombres porque para mí los huelguistas son individuos, no una masa anónima. Había bajado a buscar a alguno de los cabecillas, justamente, para organizar una actividad conjunta, como un taller, entre los administrativos y los obreros, así los dos sectores pueden conocerse mejor, descubrir que quizá no son tan diferentes sus ideas, sus preocupaciones, sus intereses... En concreto había pensado en que pasaran una tarde, hoy mismo si estás de acuerdo, fabricando una serie de figuras de yeso... –tomó aire antes de dar el gran salto– de Eva Perón, como prenda de unión entre los blue collar y los white... Aunque como acá son todos white el primer paso ya está dado –concluyó con una agudeza simpática.
Paddy lo miró fijo, sin parpadear siquiera, y luego sacudió la cabeza como el padre que está a punto de revelarle a su hijo la verdadera identidad de Papá Noel.
–No va a funcionar, Ernesto. Los oficinistas, como típicos representantes de la pequeña burguesía, ponen todo su empeño en parecerse a la burguesía, a la cual aspiran, y en diferenciarse del proletariado, en el cual tienen terror de caer. Pueden ocasionalmente formar alguna alianza tentativa con el proletariado, si piensan que con eso van a sacar alguna ventaja, pero cuando es el culo el que está en juego, vas a ver cómo se van al mazo. Por eso la única opción es proletarizarse, Ernesto. Si querés... yo puedo darte una mano.
–Bueno... gracias... –dijo Marroné, tratando de ganar tiempo–, tendría que pensarlo.
Caminando habían llegado al pie del cementerio de estatuas, una inmensa montaña donde iban a parar todas las piezas rotas o falladas, que resplandecía al sol como una cumbre nevada. Marroné escudriñó la pila de escombros con la vana esperanza de descubrir un tesoro olvidado de bustos de Eva cascados pero todavía aprovechables, pero lo más parecido que encontró fue un torso de Marilyn tratando de bajarse la pollera para disimular que no tenía nada debajo. Paddy hizo rodar un capitel corintio roto hasta ponerlo a su alcance y sentándose a horcajadas sobre uno jónico lo invitó a imitarlo.
–Mirá –dijo Paddy tras un segundo de pausa, aludiendo con un gesto la montaña de piezas rotas–. ¿Qué ves?
Marroné paseó la vista por el entreverado montón: molduras quebradas, columnas partidas, ánforas rotas, un David sin piernas, un discóbolo a punto de revolear su muñón, las máscaras cómica y trágica partidas a la altura de la boca de modo tal que no se sabía cuál era cuál, una ballerina atándose los lazos de un zapato de baile inexistente, un Perón de nariz rota que parecía la esfinge de Egipto, una Venus de Botticelli sin brazos que parecía la Venus de Milo, una Venus de Milo sin cabeza que parecía una Victoria de Samotracia sin alas, las dos mitades de un calendario azteca...
–Tienen una proporción muy alta de piezas dañadas. El índice de productividad...
–Ahí estás de nuevo. Lo ves todo desde el punto de vista del negocio. No pensás en el sentido del trabajo humano. ¿Cuál es el sentido de hacer estas copias?
–Eeeeh... –sabiendo que por más que pensara el genio maligno de la burguesía pondría en su boca la respuesta errónea, prefirió ganar tiempo con la vocal inocua.
–Exacto. Ninguno. Vivimos en una cultura de la copia, de la imitación, del calco, y encima mal hecho. Mirá esto –dijo, levantando una Pietá en la que Cristo más que desfallecer parecía derretirse como mozzarella sobre las rodillas de su madre, que lo contemplaba con más asco que pena–. ¿Quién puede confundir este aborto con el original de Miguel Ángel? Tratamos de ser como ellos y esto es lo que nos sale –dijo, arrojándolo de nuevo al montón–. Esta montaña de ruinas, de copias mal hechas y rotas, es el monumento a la cultura prestada que queremos armar con las sobras de los amos. Nos contentamos con fragmentos, con copias de copias, y fijándose en ellas nuestros ojos quedamos cegados para la realidad.
Algo de razón tenía Paddy. De tanto mirar fijo las piezas quebradas había terminado por encandilarse y ahora en sus retinas varios montoncitos giraban en un calidoscopio de negras imágenes residuales.
–Europa está agotada, como dice Fanon. Tenemos que dejarla atrás. Mejor que te vayas haciendo a la idea. No podemos ir muy cargados en este viaje. Y el día que lleguemos, habrá que quemar las naves.
–¿Qué querés decir?
De la superficie de la inmensa pila Paddy tomó las dos mitades del calendario azteca y las unió de manera tal que no resultara visible la fisura.
–Cuando estemos así –dijo– vamos a tener que olvidarnos de todo esto. –Sus ojos claros, ladeados, indicaban lo que no podían señalar sus manos, ocupadas en mantener unido el disco solar: el triste túmulo de imágenes rotas de cinco milenios de inútil cultura occidental–: París. El Greco. Shakespeare –musitó con anticipada nostalgia.
Marroné decidió sazonar con una pizca de sano disenso.
–Pero a vos Shakespeare te gustaba.
–Es verdad. ¿Te acordás cuando leíamos Julio César?
–Sííí –comenzó ilusionado, creyendo que podría guiar la conversación hacia el discurso de Marco Antonio, justamente ponderado por Dale Carnegie, y también por Theobald Johnson, como el mejor que Shakespeare hubiera jamás escrito.
–Una obra donde los revolucionarios que quieren salvar a la república aparecen como villanos y el dictador y sus esbirros como héroes. ¿Y el pueblo? O te los ponen como idiotas que se dejan llevar de la nariz o como una turba salvaje que asesina e incendia a mansalva. Lo único que les falta es meter las patas en la fuente y quemar iglesias. Te digo, si en lugar de Shakespeare la escribía Borges no le salía más gorila.
Marroné tragó saliva dos veces antes de contestar. Le costaba aplicar los principios de Dale Carnegie a las conversaciones con Paddy. Le costaba muchísimo.
–Pero tenemos mucho que aprender de la lectura de sus obras –imploró Marroné–. De Hamlet, por ejemplo...
–Sí, ahí te doy la razón. Una lectura crítica de Hamlet podría ayudarte a dar el salto de la duda del intelectual a la certeza del revolucionario. Si Hamlet dejara de mirarse el ombligo vería que hay un mundo más allá de los muros del palacio: afuera está el pueblo de Dinamarca, esperándolo. Si se hubiera pasado al campo del pueblo todas sus dudas y vacilaciones se evaporarían como por arte de magia: entraría a sangre y fuego en el palacio de invierno y podría ejecutar su venganza, porque ya no sería en nombre del padre –a fin de cuentas, un oligarca más– sino de las oprimidas masas danesas –concluyó, y luego tras una pausa apenas perceptible–: Ernesto, quiero preguntarte una cosa, y quiero que me contestes con toda sinceridad. ¿Qué es, para vos, Eva Perón?
La pregunta lo tomó completamente por sorpresa. Trató de asirse a alguna de las reglas de Cómo ganar amigos, pero su mente se había puesto en blanco.
–Eeeh... La Madre Espiritual de Todos los Niños Argentinos... la Personera Plenipotenciaria de los Trabajadores... La Primera Samaritana Argentina... –recuperó de sus recuerdos de infancia las frases, procurando escurrirlas de la sorna con que su padre solía escupirlas entre dientes. No lo logró del todo–. La esposa de Perón. No sé. Nada –terminó por admitir.
–Y entonces –dijo Paddy como si hubiera obtenido la respuesta que esperaba–, ¿para qué los querés?
–Es un encargo –dijo Marroné, tratando de contener la creciente exasperación–. Yo soy el jefe de compras de una empresa constructora y me mandaron a eso, a comprarlas. Mi trabajo es conseguir calidad, precio y en este caso, sobre todo, velocidad de entrega, que dicho sea de paso con tu dichosa toma me está resultando más bien difícil. No estoy buscando el Santo Grial, apenas unos bustos de yeso hechos en serie. No es mucho lo que pido. Me los podrían hacer y dejarse de joder, ¿no? Hacerme la vida un poco más fácil. Porque algunos de nosotros no podemos darnos el lujo de largar todo y dedicarnos a cambiar el mundo. Tenemos responsabilidades, un trabajo, una familia que mantener... Eeehh... Perdoname –dijo, pasándose el dorso de la mano por la frente sudada–. No sé qué me pasó. Debe ser el calor.
–Está bien, Ernesto, no te preocupes. Es un comienzo.
–¿Comienzo de qué? –preguntó con un dejo de alarma Marroné.
–No se liberó Cuba en un día. Yo también, la primera vez que me vinieron a hablar, los saqué carpiendo. Y aquí me ves –fue la sesgada respuesta de Paddy.
–¿Quiénes te hablaron? ¿De qué?
–Mirá, ahora me tengo que ir. Son tantas las cosas de las que nos tenemos que ocupar... Es muy importante que la huelga salga bien, porque es el ensayo de algo más grande... Si los trabajadores ven que pueden con esto, van a querer ir por más... No podemos fallarles.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
–Esta noche, te voy a acercar algo para que leas. Y mañana, si querés ver quiénes somos, podés acercarte, también. No te voy a decir que no mordemos... Lo importante es que veas a quién. Ah, y otra cosa –agregó antes de despedirse, guiñándole un ojo enterado–, te prometo que si retomamos la producción, voy a hacer lo que esté en mi poder para que tengan prioridad los noventa y dos bustos de Eva.
* * *
Supo que algo no andaba del todo bien al entrar en la Catedral y ver la lluvia de formularios, boletas, facturas, carbónicos, memorandos, talonarios, recibos, cartas, sobres, carpetas, biblioratos, cintas de mecanografiar y otros enseres oficinescos que caían como papel picado, colgaban de las barandas en serpentinas y guirnaldas y tapizaban el suelo y las máquinas, dando a la fábrica el aspecto que toma la ciudad el día en que comienzan las vacaciones de los oficinistas y todos festejan del mismo modo bobo. En las inmediaciones del montacargas descubrió las bandejas de aluminio y los pebetes de jamón y queso que yacían por el piso despanzurrados, y al elevar los ojos hacia el balcón interno alcanzó a ver otra bandeja que caía girando, rodeada de una órbita de pebetes flotantes, y tuvo que dar un salto de lado para esquivarla. A medida que subía por la escalera caracol fue oyendo un confuso rumor de gritos y risas histéricas y al llegar a la plataforma confirmó lo que sospechaba: los oficinistas se habían amotinado y corrían por pasarelas y plataformas cargados de ficheros y biblioratos que arrojaban con gritos de júbilo sobre las barandas. Liderados por Gómez y Ramírez, un piquete de administrativos trataba de tomar por asalto las oficinas de los directivos, que habían armado barricadas con los ficheros y otros muebles y resistían desde el interior; los oficinistas gritando consignas como ¡Basta de privilegios! ¡No queremos comer basura! ¡Atorrantas sí, libros no! y los de adentro amenazas y súplicas mezcladas ¡Esto lo podemos hablar! ¡Los vamos a despedir a todos! ¡Cálmense y parlamentamos! Los dos comisarios obreros habían perdido el control de la situación y asomados a las barandas llamaban a los gritos a sus compañeros.
Ramírez lo abrazó exultante cuando lo vio.
–¡Tenía razón, Marroné! ¡Era cuestión de atreverse! ¡Si queremos podemos!
Horrorizado Marroné quiso explicarle que no habían entendido la esencia de su propuesta pero Ramírez ya estaba en otra parte y no lo escuchó. Algunos hombres quemaban sus corbatas como si de banderas norteamericanas se tratase, y otros se habían descamisado y en musculosa saltaban coreando “Sansimón, Sansimón, te bajamo el pantalón” y “En el orto, Garaguso, la hinchada te la puso”; las mujeres, con Nidia y Dorita a la cabeza, golpeaban los zapatos contra el suelo para arrancar los tacos aguja, y dos desaforados, uno de los cuales era nada menos que el intachable González, arrastraban hacia las barandas, para arrojarla por la borda, la gran olla de café hirviente que les habían traído los obreros; pero topándose en el camino con una máquina de escribir caída tropezaron y volcaron íntegro su contenido sobre el despavorido Marroné, que por tercera vez en dos días creyó llegada su hora final hasta darse cuenta de que el brebaje estaba apenas tibio y no le había hecho otro daño que arruinarle para siempre su traje de James Smart y los zapatos italianos.
–¡Qué hacen, pelotudos! –se le escapó, inevitablemente.
González abrió redondos sus ojos azules, realmente preocupado.
–¡Ernesto! ¡Dios mío! ¿Está bien? ¡Déjeme que lo ayude! –balbuceaba, estirando manos ineptas hacia su traje ensopado.
–¡No me toques! ¡No me toques! –chilló Marroné al borde de la histeria, cacheteándoselas. Se arrepintió enseguida, al advertir la expresión dolida en los dos charcos azules que lo miraban.
–Fue un accidente –murmuró González, a punto de hacer pucheros.
–¡Pero qué pasó! ¿No siguieron con la actividad?
–Estábamos trabajando en grupos, como nos dijo –tartamudeaba González como si fuera su jefe el que le gritaba–, y todo el tiempo nos llegaba el olor de los asaditos de abajo... Pensábamos que era para nosotros también. Vio, ahora que estábamos unidos... Cuando los vimos llegar de nuevo con los pebetes y el café quemado... No sé... No pudimos soportarlo.
Tenía razón Paddy, se dijo Marroné, sintiendo crujir sus dientes en el esfuerzo por contenerse, de gente como ésta era imposible, im-po-si-ble, esperar nada. Uno les planteaba una visualización con trabajo en equipo, uno de los ejercicios de creatividad más simples, más elementales, y terminaban comportándose como escolares en viaje de egresados. Miró en todas direcciones, buscando un culpable sobre el cual volcar su exasperación. Sus ojos recayeron sobre uno de los comisarios obreros. Arrastrando el peso de la ropa empapada de café tibio, que le corría a raudales entre la tela y la piel y convertía sus zapatos en rebosantes pocillos, avanzó en su dirección decidido.
–Ustedes –lo señaló con un dedo tieso y tembloroso–. Ustedes tienen la culpa de todo. ¡Era mi mejor traje! ¡Era hecho a medida! ¡Miren cómo quedó!
El guardia obrero, un joven de unos veinticinco años y rasgos aindiados, lo miró de arriba abajo antes de contestar:
–Yo nunca tuve un traje así para arruinar.
Marroné no se la dejó pasar.
–No me vengan con eso. No. Ustedes todo lo arreglan con la injusticia social. Si quieren tomar las fábricas, si quieren tomar el país, háganlo. Pero a mí este traje me lo limpian o me compran otro. Todos tenemos que aceptar la responsabilidad por nuestros actos. Les exijo que me den una solución.
El obrero se encogió de hombros:
–Si quiere puede darse una vueltita por el pañol. Ahí seguro le van a poder dar algo para cambiarse.
A medida que el café terminaba de enfriarse sobre su cuerpo, también lo hacía su irritación. Dadas las circunstancias, no había mucho más que pudiera hacer.
–¿Adónde? –preguntó con resignación.
–Cuando baja del montacargas, agarra para la derecha...
Dorita apareció desde las oficinas y se acercó corriendo.
–¿Señor Ernesto, está bien? ¿Se quemó? ¿Lo puedo ayudar en algo?
Si bien su presencia en ese momento más que otra cosa era un estorbo, su solicitud ayudó a dulcificar su ánimo. No había hecho bien en irritarse. No era una emoción inteligente, y las emociones estúpidas no eran un lujo que pudiera darse un hombre en su situación.
–Gracias, Dorita, no. El señor ya ha tenido la amabilidad de indicarme...
Al bajar, el montacargas la fue guillotinando por sectores: primero la cabeza con sus ojos extrañamente brillantes que lo siguieron mirando hasta último momento, luego el cuello de gallina desplumada, el pecho plano, la cadera estrecha y los muslos que bajo la pollera recta se adivinaban delgados. Lo último fueron los pies descalzos, visibles a través de la trama de la media que se había corrido varios puntos en la refriega. No tenía feos tobillos, pensó Marroné. ¿Se habría enamorado de él?
El encargado del pañol era un viejo obrero de ojos azules y cabello blanco, que tras echarle un vistazo agarró un overol blanco plegado del talle adecuado y se lo alcanzó por encima del mostrador. Le preguntó también por las medias y los zapatos y Marroné aceptó, porque le desagradaba la sensación de andar sobre esponjas mojadas y si quería salvarlos lo mejor era no usarlos hasta hacerlos ver por un buen zapatero.
–Si quiere puede darse una ducha, acá al lado está el vestuario –dijo, y le alcanzó una toalla.
El agua estaba fría, pero no le importó, tampoco lo áspero y barato del jabón, que se pasó con deleite por el rostro de barba crecida, los brazos, el pecho velludo, la espalda, las nalgas y los genitales, momento en el cual la vio y lo dejó caer para cubrírselos. Estaba parada en la entrada, asiendo con ambas manos la cartera sobre la cual colgaba doblado su saquito de hilo, observándolo con la boca abierta a medias y los ojos enteramente. Recién cuando Marroné juntó los muslos y se cubrió como una estatua pudibunda ella reculó trastabillando, dejando caer cartera y saco, que volvió a buscar justo cuando Marroné en un tonto reflejo de cortesía se descubría para recogerlos, haciendo que la embarazosa situación se repitiera. Levantándolos ella del suelo retrocedió turbada y mientras terminaba de enjuagarse Marroné echó desesperadas miradas en derredor: para colmo de males había dejado la toalla en el vestuario y para taparse no contaba con más que su delgado crucifijo de oro.
–¿Dorita? –preguntó.
–¿Sí? –contestó su voz desde el vestuario. Seguía ahí. Maldición.
–¿Podrías... alcanzarme la toalla, por favor?
–Sí, sí. Enseguida.
La toalla se asomó tras la esquina azulejada, flotando en el aire como un fantasmita, y se agitó un par de veces convocándolo. Estirando el brazo la tomó y rápidamente se secó y se la ató a la cintura. Dorita lo esperaba sentada en uno de los bancos de madera, las mejillas encendidas y la mirada gacha.
–Discúlpeme, señor Marroné. Pregunté por usted, me dijeron que podía encontrarlo aquí... Nunca pensé...
–Está bien. ¿Necesitás algo?
–Sólo decirle... que lo que hizo por nosotros... Quería agradecerle, porque nunca nadie me hizo sentir... que podía aportar algo valioso... que lo mío vale, tanto como lo de cualquier otra persona... que yo también puedo ser creativa, si busco en mi interior...
La toalla sobre la falda de Marroné comenzó a elevarse como si fuera una carpa de circo y cada palabra de Dorita un tirón de los enanos que la izaban. Nada lo estimulaba tanto como recibir elogios tras conducir un ejercicio de creatividad; no había manera de controlarlo y aunque la hubiera ya era demasiado tarde: Dorita parecía incapaz de separar los ojos de la hipnótica cobra encantada que latía acompasadamente bajo el algodón.
–¿Le... molestaría si me doy una ducha yo también? Hace tanto calor... Usted puede quedarse, por si viene alguien... No me da vergüenza con usted.
Marroné pudo verlo todo antes de que sucediera. El escuálido cuerpo ingrácil chorreando bajo la ducha, los torpes toqueteos previos, la corrida por meter más no fuera la puntita antes de que en dos o tres espasmos breves e irremediables se escurriera su dignidad junto con su erección; y después las preguntas preocupadas, las explicaciones abyectas, la falsa o la sincera conmiseración, el tanto más insoportable que el escarnio consuelo. Tomó la mano que Dorita había llevado tentativamente al primer botón de su blusa y alejándola lo más posible del centro palpitante de su ser la miró directo a los ojos y le habló:
–Dorita... Me siento agradecido por tus palabras y también por... esto... Pero soy un hombre casado, ¿sabés? Amo a mi esposa, tengo un hijo de dos y medio y mi pi... mi hija cumplió dos meses ayer –... y encima no fuiste de cuerpo desde que llegaste, su mente entrometida absurdamente se encargó de recordarle, como si tuviera algo que ver.
Dorita asintió a cada una de sus palabras compungida, como si hubiera podido preverlas. Estaba haciendo un esfuerzo por no soltar las lágrimas.
–Ahora... Si podés salir un minuto... Así me visto... Esperame y si querés subimos juntos.
Dorita asintió, mordiéndose el labio inferior, y se fue a esperarlo afuera. Directamente sobre el cuerpo desnudo, ya que ni siquiera los calzoncillos se habían salvado, se puso Marroné el overol blanco –más que ponérselo, se metió en él, como si fuese un traje de buzo o astronauta– y luego las medias y los pesados zapatos. Había de todos modos algo excitante en su nuevo atuendo, sobre todo en el roce de su miembro todavía erecto contra la áspera tela de algodón –se sentía diferente, más suelto, temerario... quizás hasta... viril. En ese momento su vista cayó sobre el bollo de ropa ensopada y los zapatos que, ahora lo sabía, nunca volverían a ser los mismos, y un súbito cansancio lo acometió. Apoyó los zapatos con fuerza sobre la ropa hasta que volvió a correr el café, los envolvió con las perneras de los pantalones y echó todo el bollo en el tacho de basura bajo los lavatorios. “Quemar las naves”, pensó en ese momento y cuando levantó la vista se encontró con el reflejo de un rostro de barba rala, pelo revuelto y expresión decidida de aventurero dispuesto a todo en el cumplimiento de su misión. Se desabrochó dos botones del overol, para que resultaran visibles en el escote sus pectorales y el nacimiento de los marcados abdominales que el ejercicio del rugby le había dado y dos sesiones de gimnasio por semana ayudado a conservar. Frunció el ceño, se llevó una mano al pecho, cerró la otra en un puño crispado y sonrió para sus adentros: si querían un modelo para el monumento al Descamisado, ya podían parar de buscar.
Dorita no estaba visible por ningún lado cuando salió; camino al montacargas se cruzó con un obrero de casco blanco que pasaba agitado y lo encaró.
–¿Va para arriba, compañero?
–Sí –respondió Marroné tras una ínfima, imperceptible vacilación.
–Dígales a Zenón y Aníbal que los larguen de una vez, que le dijo Trejo si le preguntan.
–¿A todos?
–No, no. Los patrones se quedan. A los administrativos nomás. Los boludos se quieren sumar a la huelga y nos están jodiendo toda la organización.
Cuando llegó, los oficinistas seguían saltando sobre la plataforma, arrojando papeles al aire mientras coreaban ¡El que no salta es un Sansimón! ¡El que no salta...! Ramírez, subido en una silla y empapada de sudor su camisa rosada, intentaba arengarlos con voz afónica aunque la algarabía ahogaba sus proclamas.
–Compañeros. Ha llegado el momento de sacudirnos el estigma de olfas, chupamedias y cagones que siempre nos echan en cara. Acá en Yesería Sansimón hoy se reescribe la historia y esta vez los administrativos vamos a estar junto a los trabajadores de planta hasta las últimas consecuencias, si esta toma la sostenemos entre todos no nos para nadie compañeros...
Una vez que hubo transmitido la novedad a los dos guardias obreros, llamándolos por sus nombres, Zenón y Aníbal (escarmentado, había decidido archivar la libretita y activar la memoria), Marroné no vio motivos para demorar las buenas nuevas.
–¡Llegó la orden de abajo! ¡Se pueden ir cuando quieran!
Un chorro de agua helada, echado en una olla de agua hirviendo, no hubiera tenido un efecto más apaciguador. El pandemonio cesó al instante, y en los rostros apareció una expresión inicialmente perpleja que al ir relojeando la de los vecinos se fue animando al alivio culposo, la vergüenza propia y ajena, y finalmente la inconfesada satisfacción. Sin decir una palabra, primero uno –Suárez–, después otro –desconocido–, empezaron a rumbear hacia la oficina para recoger sus cosas y partir. Ramírez intentó retenerlos con unas pobres palabras de persuasión.
–Compañeros... ¿Adónde van? ¿Vamos a desperdiciar una oportunidad de demostrar que no es verdad lo que dicen, que cuando las papas queman nos vamos al mazo, que somos pura espuma y nos corren con la vaina? ¿No prefieren quedarse, para volver a casa con la frente bien alta, diciendo que por una vez nos hicimos respetar...? Si nos vamos, compañeros... ¿A qué vamos a volver? ¿A lo mismo de siempre...?
Marroné, por compasión, se le acercó.
–Es inútil, pibe. No te escuchan.
Ramírez lo miró con ojos vacíos que no le dieron ningún signo de reconocimiento ni de adiós, y luego apoyándose en su hombro se bajó de la silla y enfiló él también hacia la oficina. Sus compañeros habían empezado a hacer cola junto al montacargas. Entre ellos detectó, mezclado como quien no quiere la cosa, al gerente de ventas de Sansimón, que ya había protagonizado un frustrado intento de fuga el día anterior.
–Che, vos, Papillón, no te hagás el vivo. Andá p’adentro con los demás –con dos golpecitos en el hombro le dijo Marroné.
El gerente de ventas obedeció compungido y sin decir una palabra, apenas echando una mirada extrañada en su dirección, como si su rostro le resultara familiar pero no supiera de dónde... Marroné se restregó las manos, complacido. Era como un juego de roles, y lo estaba disfrutando un montón. Era una regla que se cumplía siempre: uno nunca sabía cuál era su potencial hasta que comenzaba a explorarlo. En ese momento llegó el montacargas y de él bajaron Paddy que traía un periódico en la mano y otros dos de casco negro. Paddy se quedó boquiabierto cuando lo vio.
–¡Ernesto! ¿Qué hacés? –le dijo.
Marroné le contestó con un encogimiento de hombros y expresión desafiante.
–¿Qué? ¿Acaso sos el único que puede proletarizarse, acá?
El obrero al que Marroné había transmitido la directiva había empezado a bajar a los oficinistas en dos tandas de diez. Dorita bajó en la segunda, y esta vez el montacargas fue feteándola al revés, comenzando por los pies y terminando por los ojos apenas llorosos que hasta último momento siguieron fijos en él. Por cortesía mantuvo una sonrisa y la mano levantada hasta que lo dejaron de ver, y luego se volvió a Paddy que seguía mirándolo asombrado.
–Bueh. Ya nos sacamos a los pequeñoburgueses de encima. Un problema menos, ¿no?
–¿Y vos, Ernesto? ¿Qué vas a hacer?
Había algo que necesitaba saber antes de tomar una decisión.
–¿Y en el resto del país? ¿Qué pasa con las otras yeserías?
Paddy sonrió.
–Todas tomadas. ¡Esta huelga no la para nadie, Ernesto!
–Entonces me quedo –dijo Marroné, sin titubeos.
Paddy se confundió con él en un abrazo fraterno y Marroné se sintió inundado de felicidad. Por qué extraños caminos había venido a cumplirse su anhelo de la edad escolar. Paddy y él eran amigos al fin. Cuando se separaron, Paddy desplegó la revista y la alargó en su dirección.
–Tomá.
–¿Qué es? –Marroné preguntó.
–Lo que te había prometido. Leé, y mañana lo comentamos.
Marroné dio un vistazo a la portada. En la tapa, una mujer fina y vibrante como una cuerda tensada arengaba una tiniebla que sin duda cobijaba una multitud en su seno, y por encima del tirante rodete, en rojas letras de pintada callejera, podía leerse: “Evita montonera”.
* * *
Uno por uno se fueron yendo los autos: el Peugeot de Gómez, con González de acompañante; un Auto Unión impecablemente preservado con Fernández al volante; un Fiat 600 que en un apretujado pool se llevó a Suárez, Ramírez, Nidia y Dorita; un Fiat 1500, un Citroën 3CV y un Renault 4L a los restantes. Por la ventana alta que desde el pasillo principal dominaba el estacionamiento Marroné los vio subir, encender los motores y las luces y enfilar hacia el portón de entrada que los guardias armados mantenían abierto. Anochecía, y lejos de aflojar, el calor venía en aumento; pesadas nubes color borra vino, encendidas por el reciente paso del sol, ardían todavía en el poniente, mientras otras, gris plomo y gris ceniza, se amontonaban en el cielo del norte como un malón cobrando fuerza.
Lo que necesitaba ahora era un lugar tranquilo donde sentarse a leer la revista de Eva Perón sin que nadie lo interrumpiera, y tras recuperar su attaché de la devastada oficina principal, por donde había pasado como un vendaval la rebelión oficinesca, fue probando uno por uno los pomos de las puertas hasta encontrar el que girara y le franqueara el paso a una oficina desierta. Pasados los segundos que precisó para hacerse luz continua el parpadeo del tubo fluorescente, se encaminó hacia el baño con paso resuelto.
1919. Un país que a pesar de transitar el primer período democrático de su historia gime bajo el yugo del imperialismo sajón y la oligarquía terrateniente, leyó mientras acomodaba las nalgas en el hueco del asiento. Un país dividido en una metrópoli civilizada, europea y blanca y un interior bárbaro, americano y mestizo. Un país rico repleto de pobres, un país donde se castiga a los patriotas y los vendepatria prosperan. En un pequeño pueblo de este país, un pueblo, como tantos otros de la pampa, fundado en las tierras arrebatadas por el milico a nuestros hermanos los indios, nace el 7 de mayo una de las grandes revolucionarias de la historia americana: Eva Perón, rezaba el texto sobre la foto que mostraba una estación de tren a la inglesa, arracimados silos plateados y la leyenda “Los Toldos” en letras de molde sobre la pared de un galpón. En la foto siguiente una mujer de chalequito de lana y pañuelo a la cabeza sostenía en alto una muñeca que hacía las veces de bebé recién nacido y exclamaba, en un globo entusiasta, ¡Mirala, Juan! ¿No es hermosa? El destinatario de la esperanzada frase era un hombre mayor con atavíos de pituco que incluían el traje cruzado a rayas, el cabello lustroso y el fino bigote trazado a lápiz sobre el desdén del labio. Su globo no era de diálogo sino de pensamiento, y rezaba: Con ésta ya van cinco. Es hora de tomarme el olivo.
Fiel a sus valores de clase, Marroné leyó en el recuadro de texto, el padre de Eva abandonó a su mujer (que si no por ley lo era doblemente por amor y entrega) y a sus cinco hijos para regresar a Chivilcoy con su familia“legítima”.
Viviendo en carne propia el rechazo social, desde muy pequeña Eva supo de qué lado estaba, era el copete que acompañaba la siguiente foto, en la cual una niñita de trenzas y vestido a lunares resguardaba con su frágil cuerpecito a un pequeño mendigo harapiento y asustado. Tres niños bien, de pantalones cortos, jopo engominado y zapatos de cordón, levantaban cascotes en alto y uno decía ¿Qué sos, la defensora de pobres y ausentes vos? y otro Correte, guacha, o también te reventamos. El globo de pensamiento de Eva, en cambio, arriesgaba su primera sentencia infantil: Desde pequeña cada injusticia era como una astilla clavada en mi alma.
Al toparse con la incómoda palabreja Marroné se revolvió en su asiento, inquieto, como si temiera que un fisgón oculto estuviera en condiciones de observar no ya sus actos –a fin de cuentas estaba en el baño– sino el contenido mismo de su mente, pero eso era imposible, claro. Hizo un poco de fuerza, aprovechando la pausa, pero sin ningún resultado. Los cuadros siguientes reproducían uno por uno los clichés de telenovela: la abnegada madre pedaleando encorvada sobre la Singer hasta altas horas de la madrugada; la misma madre de luto, como una gallina negra cobijando a sus cinco pollitos bajo el ala, agachando la cabeza frente a una verja cerrada y una señora de raso y visón, de cuyo rostro de madrastra de cuento de hadas surge el iracundo globo que dice ¿Cómo se atreve? ¡Llévese a esos bastardos de aquí! ¡Desvergonzada! Y la leyenda explicando debajo Siete años tenía cuando murió en un accidente Juan Duarte y Eva sufrió la humillación de no poder asistir al funeral de su padre; luego la pequeña Eva tomando la comunión en un traje prestado; Eva en la escuela, practicando declamación y soñando con ser actriz, y una Eva quinceañera esquivando los avances de un galán engominado que promete llevarla a Buenos Aires y hacerla famosa mientras su globo de pensamiento revela sus aviesas intenciones y el de ella su sagacidad temprana: Este porteño cajetilla si cree que me tiene embaucada no sabe con quién se metió.
Marroné hizo fuerza, una vez más, sin otro resultado que la certeza de estar muy lejos de la meta ambicionada, y después dio vuelta la página: la Eva adolescente ya había llegado a Buenos Aires con su valija llena de esperanzas, como tantos miles de hombres y mujeres del interior marginado y empobrecido que emigran a la gran ciudad en busca del espejismo de una vida mejor, e iniciado su carrera como actriz y modelo. Pero apagada la última candileja, fuera de la ilusoria realidad del escenario, Eva encontró la misma explotación y las mismas injusticias en el mundo del teatro que en el exterior. Poco podía hacer por el momento. Cuando exigía mejoras, cuando hacía oír su voz ante los patrones, era indefectiblemente despedida, y una foto la mostraba de espaldas, sentada frente a un empresario gordo como un sapo que fuma un grueso habano y rompe en sus narices un contrato; otra en la calle invernal, aterida en su raído abrigo de verano, a pesar de su propio desconsuelo advirtiendo, y dando una moneda, al mismo niño harapiento de Los Toldos mientras comenta: quería no ver, no darme cuenta, no mirar la desgracia, el infortunio, la miseria; pero más quería olvidarme y más me rodeaba la injusticia. Probablemente por eso intenté evadirme de mí misma olvidándome de mi único tema: y me entregué intensamente a mi extraña vocación artística. Se la veía más a sus anchas en su etapa radiofónica, empuñando el micrófono como un arma, su voz llegando a todos los rincones del país, aun a los más pobres y olvidados... a la casa del obrero explotado, al rancho del campesino que carga su cruz de hambre... Porque los empresarios, los banqueros, los adinerados, no ven que el país está cambiando. No oyen el clamor que crece desde abajo, desde las fábricas, desde las villas miseria... Eva lo escucha, y sabe que un día hablará por ellos. Porque Eva ya no es la misma niña asustada que llegó a la gran ciudad con una mano atrás y otra adelante... Eva ha cambiado.
Este cambio se advertía sobre todo en la nueva actriz que habían elegido para encarnarla de grande. Resultaba evidente en el primer fotograma que la mostraba en traje de baño a lunares, las largas piernas desnudas y cruzadas a la altura de los pies, el castaño cabello suelto cayendo hasta los hombros, los brazos detrás de la cabeza revelando las axilas cuidadosamente depiladas. La postura podía ser antinatural, incómoda, muy camera-conscious, pero había en la sonrisa forzada y en los ojos que buscaban los del fotógrafo solicitando infantiles su aprobación una alegría genuina, incontaminada. De la mayoría de los fotogramas estaba ausente esa magia, borrada por la mala calidad de la impresión, la ineptitud del fotógrafo, la inexperiencia de los demás actores y la pobreza de vestuario y decorados. Pero aquí y allá volvía a aflorar: en la Eva que realiza su último trabajo para el teatro, una obra proféticamente titulada ¡La plata hay que repartirla!, arrojando al aire billetes y carcajadas; en aquella que de ladeado sombrero negro y un tul que apenas vela su tez blanca empuña el temible marlo metálico con la misma decisión de esas grandes mujeres de la historia, Isabel I, Catalina la Grande, Isadora Duncan, Madame Chang Kai Shek, cuya vida interpreta sin saber que algún día será la más grande de todas; y finalmente en una Eva de cabello suelto que mira a cámara y parece hablarle a él, Marroné, como si lo estuviera viendo: En todas las vidas hay un momento que parece definitivo, es el día en que uno cree que ha empezado a recorrer un camino monótono, sin altibajos, sin paisajes nuevos. Uno cree que desde ese momento toda la vida ha de hacer ya siempre las mismas cosas, y que el rumbo está definitivamente tomado. Pero todos, o casi todos, tenemos en la vida un día en que todo cambia, nuestro “día maravilloso”. Para mí...
La página terminaba en esos puntos suspensivos y Marroné, más intrigado de lo que hubiera querido admitir, la dio vuelta para leer lo que seguía del otro lado: Para mí, fue el día en que mi vida coincidió con la vida de Perón. Ese encuentro señala el comienzo de mi verdadera vida. Esta vez no fue el texto informativo (en enero de 1944 un terremoto destruye San Juan, uno de los tantos rincones olvidados de un país que prefiere mirar hacia el océano, y en el festival a beneficio de las víctimas se conocen el coronel Perón y Eva), ni tampoco las imágenes (una la mostraba abrazando al ya ubicuo niño harapiento de Los Toldos, parado ahora en medio de una pila de escombros; otra en el Luna Park, su mano enguantada tocando con timidez la charretera del hombre uniformado sentado en la butaca delantera) sino los pensamientos de Eva los que lo pusieron caviloso y reflexivo. ¿Cuál había sido, si es que ya lo había vivido (“todos o casi todos”, alertaban con dureza sincera las negritas de la admonición de Eva), el “día maravilloso” en la vida de Marroné? No parecía muy probable que fuese aquel en que su vida había coincidido con la de su esposa Mabel, le susurró insidioso un lado de su mente y en un reflejo de culpa el otro trató de convocar imágenes de dicha familiar: la casa de Olivos con su jardín, la cama matrimonial, las dos cunas... Pero aquí estaba, disfrazado de obrero, leyendo en una fábrica tomada una fotonovela sobre la vida de Eva Perón, y todo aquello estaba tan lejos del momento presente como debían estarlo de Tahití la numerosa prole de Gauguin y su rígida esposa danesa. También era posible que el “día maravilloso” fuera, se dijo con un estremecimiento, aquel en que había conocido al señor Tamerlán. Le dolía en el alma admitirlo, pero podía ser. O quizás había sido aquel en que le había encomendado su misión Govianus. No era tan fácil determinarlo. Porque el “día maravilloso” podía haber sucedido, podía estar sucediendo ahora, en este preciso instante –se le estaban pegando al pensamiento las negritas de la fotonovela– y uno no darse cuenta hasta después de mucho tiempo. A veces, el “día maravilloso” podía acudir bajo la máscara de la catástrofe: la “verdadera vida” de Lester Luchessi, aunque él no pudiera saberlo hasta mucho más tarde, había comenzado el día en que el despótico Warren Holmes III lo echó de la Michigan Real Estate Co. sin miramientos: sin el empuje que le dieron el ultraje y el pánico nunca se hubiera convertido en el hombre providencial que salvó a la Great Lakes Building de la ruina, en el autor de la Autobiography of a Winner, en el hombre cuya imagen de triunfador había dado la vuelta al mundo; así que el “día maravilloso” de Marroné bien podía ser éste, el del aparente callejón sin salida y probable fracaso. Luchessi había tenido su cambio de vida a los cincuenta y tantos años, la misma edad que Ray A. Krock, que Alonso Quijano... y que Juan Domingo Perón, comprobó asombrado tras recorrer raudo los cuadritos que presentaban al nuevo personaje.
¿Quién era este apuesto aunque oscuro coronel, que de la noche a la mañana estaba en boca de todos?, se preguntaba el texto, abocándose luego a contestar la pregunta con una magra información biográfica y un tedioso listado de las medidas de Perón al frente de la Secretaría del Trabajo, que Marroné se salteó sin remordimiento. No le interesaba ese maquillado Lugosi sonriente, él quería a Eva, sólo a Eva. Se reencontró con ella al cabo de una improbable aunque simpática mesa de café que congregaba a los nacientes adversarios de la ya por entonces famosa pareja del coronel y su joven amante: un militar indignado de gorra con visera y globito que decía tiene el tupé de llevarla a los desfiles, a esa ramera, un estanciero vestido de lord inglés que le recordó a su padre (hasta que les llenó la cabeza los peones eran mansos y hacían contentos su trabajo), un anteojudo de chivita y boina parisina que denotarían su carácter de intelectual de izquierda (Perón es un nazi-fascista indudablemente), una señora de la oligarquía con cara de oler mierda (aunque la mona se vista de seda...) y un cura con expresión de infinita desaprobación que permanecía mudo por haberse quedado sin espacio para su globito. Al lado, evaluándolos y condenándolos, cortante, la frase que surgía de la boca de Eva: Pronto, desde los bordes del camino, nuestros supercríticos empezaron a apedrearnos con amenazas, insultos y calumnias. Los “hombres comunes” son los eternos enemigos de toda cosa nueva, de toda idea extraordinaria y por lo tanto de toda revolución.
Lo mismo le había pasado a él, pensó Marroné, con todas las ideas innovadoras que había traído de Estados Unidos, también a él los “hombres comunes” como Cáceres Grey lo habían tenido por loco y soñador, mirándolo “compasivos” y “misericordiosos” con ese aire de superioridad que de manera tan paradojal asume el mediocre frente al hombre de genio. También a don Quijote lo habían considerado loco los “hombres mediocres” de su aldea, pero era su nombre el que había quedado grabado en letras de bronce, mientras que el de los cuerdos y sensatos se desleía para siempre en las medias tintas de su vacuidad inane. No me detendré ante los perros que ladran, agregaba altiva Eva, remedando aquella famosa sentencia del Quijote: “Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”.
Pero los perros, los supercríticos, no se daban por vencidos, y volvían a aparecer en los cuadritos siguientes, esta vez bajo la forma de cuatro jóvenes ataviadas con las pieles, sombreros y bijouterie de sus abuelas, agitando banderitas francesas e inglesas mientras brotaban de sus bocas varias colitas zigzagueantes que desembocaban en un globito electrizado por las estrofas de La Marsellesa; y en medio de todas ellas y abrazándolas, a sus anchas como único gallo del gallinero, campeaba un rubio barrigón de sombrero tejano y bandera estadounidense impresa en la pechera. Las fuerzas del antipueblo, desde la oligarquía vendepatria y la pequeña burguesía gorila a los intelectuales socialistas y comunistas que nunca habían visto un obrero de cerca, liderados por el principal agente del imperialismo, el embajador yanqui Spruille Braden, piden la cabeza de Perón y obtienen su arresto, rezaba el texto y en los cuadros siguientes un Perón digno aunque algo amedrentado era arrancado por la policía de los brazos de una Eva de sencillo vestido floreado y cabello revuelto, al principio llorosa y desconcertada (Nunca me sentí tan pequeña, tan poca cosa como en aquellos días...), levantando de pronto a cámara la mirada decidida y rabiosa (Me largué a la calle buscando a los amigos que podían hacer todavía alguna cosa por él), hablando luego con militares, curas y políticos de pétreas caras de póker (arriba conocí únicamente corazones fríos, calculadores, “prudentes”, corazones de “hombres comunes”, incapaces de hacer nada extraordinario, corazones cuyo contacto me dio asco, miedo y vergüenza); enseguida con obreros de casco y boina que gritan en sus globitos ¡Viva Perón! ¡Viva Eva!, amas de casa que para seguirla arrojan sus compras por el suelo, villeros enardecidos con tiesos puños en alto (pero a medida que iba descendiendo desde los barrios orgullosos y ricos a los pobres y humildes las puertas se iban abriendo generosamente). La secuencia culminaba, en un alargado cuadro del ancho de la página, en una Eva que evocando a la Libertad de Delacroix pero sin teta al aire enarbolaba una bandera argentina y lideraba a la muchedumbre parda y esperanzada de los trabajadores, el pueblo, las masas que ese 17 de octubre de 1945 por primera vez irrumpieron en la política argentina para hacer oír su voz y abajo Eva: Desde aquel día pienso que no debe ser muy difícil morir por una causa que se ama.
Del otro lado Marroné se encontró con una doble página que mostraba la marea peronista llenando la Plaza de Mayo y clamando por la libertad de Perón en globitos variados, un recuadro de los cabecitas con las patas en la fuente –ambas al parecer fotos de archivo– y un redondel en el que retornaban los actores de la fotonovela, un Perón exultante con un brazo en alto y con el otro rodeando el espigado talle de Eva. Como Venus del mar, rezaba escueto el desbocado texto, Eva Perón nace de ese millón de bocas que exigen la libertad de un hombre.
Así que también ella había conocido la duda y el desaliento, la noche oscura del alma, pensaba Marroné, mientras volvía a contraer los abdominales. Y aun así su espíritu se había sobrepuesto y templado, convirtiendo en de victoria la hora más aciaga. Perdida estaba su carrera artística, caída en desgracia junto al hombre que la había encumbrado; el enemigo había ganado la partida, todas las puertas se habían cerrado, y hasta había sido golpeada en la calle por una turba de exaltados. Y de allí, con las manos vacías, salvo de decisión y coraje, lo logró todo: la libertad de Perón, el casamiento, una candidatura presidencial para su marido y para ella el título, a los veintiséis años, de Primera Dama. Había tenido clara conciencia de su misión: salvar a Perón, liberarlo, y no se había detenido ante nada. Qué mujer admirable, pensó. Compartiera uno o no sus posturas políticas, era mezquino, propio de “hombres comunes”, no reconocer sus cualidades de liderazgo.
Eso era, sintió Marroné mientras desprendía sus nalgas del borde plástico hincado en ellas y volvía a acomodarlas, ahora le quedaba claro: Eva había seguido el Camino del Guerrero, era una mujer-samurái, y su señor era Perón, claro: No se extrañe quien buscando en estas páginas mi retrato encuentre más bien el de Perón. Yo he dejado de existir en mí misma y es él quien vive en mi alma, dueño de todas mis palabras y de mis sentimientos, señor absoluto de mi corazón y de mi vida. Le vino a la mente una de las máximas de El samurái corporativo: “Tus errores son tuyos; de tu señor, tus aciertos”. O en las palabras de Eva: Yo no era ni soy nada más que un gorrión en una inmensa bandada de gorriones... Y él era y es el cóndor gigante que vuela alto y seguro entre las cumbres. Si no fuese por él que descendió hasta mí y me enseñó a volar de otra manera, yo no hubiese sabido nunca lo que es ser un cóndor...
¿Y él? Él también tenía clara su misión: debía salvar al señor Tamerlán a cualquier precio. El mensaje era claro: todos, en nuestra vida, tenemos nuestro 17 de octubre, y el suyo estaba golpeando a las puertas. Seguiría el ejemplo de Eva, salvaría al señor Tamerlán, y como en aquel otro 17, lo haría utilizando a los trabajadores. Todavía no sabía cómo, pero ya se le ocurriría. Pues él no era hombre de ceñirse a los caminos trillados ni de cavar siempre en la misma cantera. Haría su propio camino, aunque bufaran los supercríticos y los perros ladraran.
Había, además, otra idea que comenzaba a roer los bordes de su mente. Si la actitud ejemplar de Eva Perón el 17 de octubre podía servirle de norte y guía en una situación como la que ahora estaba viviendo, ¿por qué no escribir un libro que la tomara en su totalidad como ejemplo para la emulación? Eva Perón en la empresa, por ejemplo, o quizás algo más metafórico, menos pedestre: El cóndor y el gorrión. Una biografía que desprendiera la accidental ideología de lo verdaderamente central: la fibra, la garra, el espíritu, la voluntad de autosuperación, la capacidad de liderazgo. ¿Acaso había mejor ejemplo en la historia de alguien que supo sobreponerse a las condiciones adversas, darse una imagen y un nombre y creyendo ciegamente en ellos llegar a la cima superando todos los obstáculos? Eva Perón era una triunfadora nata, una self-made woman creadora de un producto –ella misma– que habían comprado y consumido millones, en la Argentina y en el mundo entero. Había, preciso era admitirlo, poderosas razones para que nadie, hasta ahora, hubiera advertido lo que con tanta claridad él veía. Una, la circunstancial retórica anticapitalista y el resentimiento de clase que la experiencia y los años que le fueron negados habrían sin duda contribuido a apaciguar; dos (doloroso era admitirlo, pero peor era faltar a la verdad), su condición femenina en un mundo empresarial todavía eminentemente masculino, donde pocas mujeres podían hacerse un lugar.
Recorrió luego las páginas que daban cuenta de los primeros pasos o tropiezos de Eva como Primera Dama, y el gradual refinamiento de su gusto y la creación de un estilo personal –reflejados en su guardarropa y peinados– que culminaría en el rutilante viaje a la devastada Europa de posguerra que la fotonovela, quizá por limitaciones de producción, apenas trataba, salvo para sugerir que en esa gira Eva se dio el lujo de refregarles a los países imperialistas en plena cara sus oropeles de bacana rea. Era una verdadera pena, porque la “Gira del arco iris”, como se la llamaba, había producido una mutación profunda, una verdadera metamorfosis, en la joven de Los Toldos que había partido en aquel vuelo. Hasta entonces, reflexionó Marroné, Eva Duarte, Eva Perón luego, se había limitado a interpretar papeles preexistentes: el de joven provinciana que sueña con el estrellato, el de amante influyente de un hombre poderoso, incluso el de Primera Dama... Y lo había hecho sirviéndose de las herramientas de su profesión, la única que conocía: los vestidos, los peinados, el maquillaje, los estudiados gestos de la actriz. A partir de su regreso, empezó a avanzar sobre territorio desconocido. Eva se volvió Evita, y Evita ya no era una interpretación sino una creación completamente nueva. Y fue sobre todo en la Fundación de Ayuda Social Eva Perón donde esta singularidad de Evita se manifestó de la manera más plena. Una foto mostraba la fachada neoclásica de la Fundación (hoy Facultad de Ingeniería), otra la cascada de cartas que diariamente llegaban a ella, escritas por madres con diez o doce hijos que mantener, padres desocupados, ancianos desdentados, jóvenes casaderas, cracks con pelota de trapo, ciegos, sifilíticos y tullidos; cartas de hombres, mujeres y niños de nuestro pueblo que ya no estaban solos, que tenían quien los escuchara, solucionara sus problemas, pidiéndole desde trabajo o vivienda hasta pelotas de fútbol, ropa, calzado, muebles, dentaduras postizas, muletas y sillas de ruedas, bicicletas, máquinas de coser, juguetes, sidra y pan dulce para Navidad o un ajuar de novia para un casamiento. Los pedidos no eran atendidos por funcionarios anónimos, sino que se le daba a cada uno una audiencia personal con Evita: y el día señalado la foto la mostraba, con la carta en la mano, sentada frente a su escritorio, invitando a sentarse a un descamisado incrédulo, escuchando sonriente sus pedidos, sus necesidades, la historia de su vida a veces, el reclamo que frecuentemente no era más que de atención, de respeto, de que alguien reconociera su existencia –de amor, en suma–. Evita había puesto en marcha uno de los servicios de atención al cliente más innovadores y verdaderamente revolucionarios de la historia: la Fundación era una aceitada maquinaria de fidelización clientelar, probando una vez más la veracidad del apotegma aprendido por Marroné en sus cursos de marketing: “Una empresa fabrica siempre el mismo producto: clientes felices”. Evita sabía además fomentar el consumo, pues a todos los que acudían a ella en lugar de retacearles los azuzaba: ¡Pidan más! ¡Lo mejor, lo más lujoso, lo más caro! ¡No se achiquen! ¡Ahora todo es de ustedes! ¡Sírvanse sin miedo! Quien pedía un juego de sábanas se llevaba un colchón, quien un colchón la cama, quien la cama una vivienda. Era imposible no enternecerse ante las imágenes que proponían los cuadros siguientes: Evita recibiendo a largas filas de pobres harapientos, dándoles plata de su bolsillo cuando se acababa la del cajón, Evita besando a un leproso, Evita partiendo su capa con un pobre, Evita regalando sus joyas... Por el amor de mi pueblo yo vendería todo cuanto soy y cuanto tengo y creo que incluso daría mi vida, decía Evita, y a Marroné se le hizo un nudo en la garganta; pues esa vida, soplada por millones de bocas, en efecto se estaba consumiendo en una furiosa hoguera; y como refinada y purificada en ese fuego que la quemaba por dentro y por fuera, y trocados hace rato los costosos atavíos de reina en la sencillez republicana del traje sastre gris o negro, y la babel de bucles y bananas en el pétreo cabello que ya ambicionaba el mármol, Evita se había ido acerando, apretándose el vestido sobre la carne y la carne sobre los huesos; tensándose como un arco el cuerpo y afilándose el rostro en punta de flecha; mordiendo el aire con hambre creciente los cada vez más descubiertos dientes de conejo. A Perón en cambio se lo veía rozagante, cual un vampiro que se nutriera de la energía de ella, hundiéndose los ojillos de puerco como pasas de uva en una masa muy levada, ensanchándose hacia la base y hundiéndose cada vez más la abotargada cara de tortuga en el ancho cuello. Y así llegó la eterna pareja, o work-team de la idealista y el realista (la esencia de don Quijote y Sancho) al día en que ante más de un millón de fieles que le pedían a gritos que aceptara, Evita renunciaría a su candidatura a la vicepresidencia. Ha llegado el momento que tanto esperabas, chinita, le decía en el balcón un Perón tierno y sonriente. Mira, han venido de todos los rincones de la patria... Nunca antes en la historia de la humanidad fue una mujer tan amada por su pueblo... Y ella, con semblante doliente, No, Juan, no puedo, motivando la respuesta azorada de Perón: ¿Cómo que no puedes? ¿Quién se merece este cargo sino tú? Y Evita: Yo no estoy hecha para cargos y protocolos... Si yo fuese funcionario dejaría de ser pueblo, no podría ser lo que soy ni hacer lo que hago... He vivido siempre en libertad. Nací para la revolución. Míralos. ¿Los ves? ¿Los oyes? No hay paisaje más hermoso, ni música más maravillosa. Mi lugar está entre ellos... Soy su puente hacia vos... No quiero ser otra cosa. Prométeme, que si algún día les falto... los seguirás escuchando... Y luego, dirigiéndose a la multitud que corea su nombre: Yo no valgo por lo que hice, yo no valgo por lo que he renunciado, yo no valgo por lo que soy ni por lo que tengo. Yo tengo una sola cosa que vale, la tengo en mi corazón, me duele en el alma, me duele en mi carne y arde en mis nervios. Es el amor por este pueblo y por Perón. Si este pueblo me pidiese la vida se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado vale más que toda mi vida.
Qué gran oradora, pensó Marroné, levantando por un minuto la vista a la puerta cerrada del baño. No se trataba de un discurso de circunstancia, de un mero ejercicio retórico... Era Cómo hablar bien en público, de Dale Carnegie, hecho carne y hueso. La fría inteligencia podía hacerles muchas objeciones puntuales a las palabras de Evita, pero el corazón se veía subyugado por ellas. Ésa era la piedra de toque para un buen orador; cuando logra transmitirnos su pasión aun cuando no estemos de acuerdo con sus ideas. “Conmover”, se dijo Marroné, “no es todavía convencer, pero es indudablemente un paso en la dirección correcta”. La fórmula le pareció tan feliz que se prometió anotarla entre comillas, con su nombre al lado entre paréntesis, en las páginas de su libretita dedicadas a citas y frases célebres.
Los militares y la oligarquía vendepatria, aliados al imperialismo, interpretaron como debilidad la prudencia de Perón y la abnegación de Evita y lanzaron su primera intentona golpista, frustrada por la rápida movilización del pueblo que una vez más se volcó a la plaza para defender a su líder. Pero Evita había comprendido que a partir de ese momento no bastaba con la presencia del pueblo en las calles. No quería que sus descamisados fueran como ovejas al matadero. El pueblo, además de movilizado, debía estar armado. Y allí estaba de nuevo, examinando ella misma, en ropa de fajina y pelo suelto, como una joven guerrillera, una pistola 9 mm que había levantado de una mesa cubierta por un impresionante despliegue de ferretería, mientras comentaba con éstas en manos de mis descamisados los oligarcas se van a cagar en las patas, y el recuadro de texto 5000 pistolas automáticas y 1500 ametralladoras compradas con el dinero de la Fundación, las primeras armas del ejército popular peronista, que serían entregadas a los obreros para defender a Perón y su gobierno. Si esas armas hubieran llegado a destino, muy otra hubiera sido la historia argentina reciente. No habríamos tenido Revolución Libertadora, ni proscripción y fusilamientos, ni tortura y muerte de los militantes populares y dirigentes obreros... Pero Evita, trabajando sin descanso y a un ritmo frenético, durmiendo a veces no más de dos o tres horas por día, como si quisiera en unos años compensar a los pobres por más de cien de sufrimiento, atenta únicamente a las necesidades de sus descamisados ha desatendido las propias, y el cáncer, deseado y luego festejado por la oligarquía, y llorado amargamente por su pueblo, se ha enseñoreado de su cuerpo... Ahora se mostraba a una Evita en su lecho de enferma, recibiendo un grupo de cinco chicos entre los que se encontraba una vez más el niño de Los Toldos. Evita les hablaba y los cinco escuchaban atentos: Yo les pido hoy, chicos, una sola cosa: que me prometan defender a Perón y luchar por él hasta la muerte. Cuando yo no esté ustedes deberán tomar mi lugar: ustedes serán el puente entre Perón y el pueblo, ustedes serán los eternos vigías de la revolución, porque ustedes son mis herederos, decía una Evita tan vehemente que el contorno que englobaba sus encendidas palabras se había adentrado en el cuadrito siguiente, en el cual los cinco chicos, ya crecidos y con fusiles en las manos, no olvidaron nunca el mensaje de Evita; y hoy donde haya un niño con hambre, donde haya un obrero que luche contra la explotación, donde haya un pueblo que luche por su liberación, siempre habrá un montonero.
Muerta Evita, se sosegaba un tanto el texto, su cuerpo fue entregado al embalsamador español Dr. Pedro Ara, que había tratado entre otras a la momia de Lenin, para que quien ya vivía preservada eterna e incorruptible en el corazón de su pueblo lo hiciera también de cuerpo presente; para que estuviera siempre disponible para guiarlos, cual Juana de Arco, en la lucha contra la dominación extranjera. La foto mostraba la silueta de Evita cubierta por una mortaja, integrada al pedestal de mármol como esas esculturas funerarias del Medioevo donde el caballero aparece dormido sobre su propio féretro; y velando sobre la doncella de Los Toldos un calvo Dr. Frankenstein que de guardapolvo y anteojos contemplaba su obra maestra. Después de los funerales, que duran catorce días en los cuales el cielo, solidario con los desposeídos, acompaña el llanto popular con una llovizna persistente, el cuerpo es depositado en el segundo piso de la CGT, donde esperaría la construcción del monumento al Descamisado, que sería el más alto del mundo (duplicando la Estatua de la Libertad) y guardaría definitivamente en sarcófago de plata sus restos.
Sonrió al reencontrarse con su viejo amigo el descamisado del monumento. En cada recodo del camino –más bien en cada recuadro– se encontraba con estos pequeños cruces, o puntos de encuentro, entre su historia personal y la de Evita. Volvía a pasar en los cuadritos siguientes, que daban cuenta del bombardeo aéreo de Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno, el subsiguiente golpe que derrocaría a Perón y la furia iconoclasta desatada por los antiperonistas contra las efigies de Perón y Evita. Él tenía recuerdos personales de todo eso, habiendo nacido en pleno gobierno peronista, y todavía podía ver, en el hall de entrada de la escuela, junto a los paneles de madera oscura que listaban en letras de oro a los “Dux Medalist Boys”, los retratos pompier del Presidente y la Primera Dama; y sin esfuerzo le venían a la mente las frases del libro con el que había aprendido a leer en primer grado: “Eva – Evita – Evita mira a la nena – el nene mira a Evita – Perón ama a los niños”. Y así hasta el día cuando estando en tercero o quizás en cuarto grado vio a las maestras, maestros y directores a puro beso y abrazo y en lugar de los retratos de Perón y Evita estaba el de la reina y les cambiaron los libros de lectura y nunca más se volvió a hablar de ellos. Y fue en ese momento que surgió, convocado por sus vecinos, el recuerdo del busto de Evita que presidía el patio de juegos del colegio: una Evita de rodete trenzado montada sobre un pedestal de lustroso mármol negro, que usaban de casa en la mancha o de piedra libre en las escondidas, y ese día ya no estaba, hasta la base habían arrancado, y tapado el hueco de los cimientos con baldosas nuevas. Y así en cada escuela del país, en cada oficina pública, en cada hospital, comisaría y plaza de pueblo. Cientos, quizá miles de bustos de Perón y Evita entregados a la furia de las mazas, martillos y caños de hierro; desorejados, desnarigados, partidos al medio, rodando como las cabezas en la Revolución Francesa.
En ese momento llegó a sus oídos un rumor sordo, ahogado, poderoso como el rugido que surge de la cancha los días de partido. Tan compenetrado estaba en su lectura que por un momento creyó que su imaginación había conjurado el clamor del pueblo que lloraba la falta de Evita, pero al cabo de algunos segundos de aguzar el oído la ilusión sonora no se disipaba y subiéndose con resignación el overol apretó el botón del inodoro para que el agua se llevara su lánguido pis, único resultado tangible de tantos esfuerzos, y se asomó a la ventana interna de la oficina. El sonido venía de la fábrica, era el techo de zinc que retumbaba con el fragor de la lluvia que caía, y en ese momento la luz de un relámpago recortó nítidas las ventanas y claraboyas y un segundo después el primer trueno sacudía la estructura de hierro y chapa que como un inmenso tambor de metal siguió vibrando un buen rato todavía. Salió al pasillo principal, a recibir en el rostro la primera bocanada de aire fresco que entraba por la ventana abierta; por ella sacó manos y brazos y sintió el agua helada y los golpes tenues de algunas piedritas de granizo que terminaron de derretirse sobre sus palmas, y llevándoselas al rostro refrescó su frente, su nuca, sus orejas, sus ojos cansados. La lluvia estaba lavando los jardines nevados, que se veían con cada relámpago menos blancos y más verdes, escurriéndose entre los pastos la capa de yeso que los cubría, corriendo en arroyos lechosos por zanjas y senderos.
Marroné pensaba, mirando llover, como otros piensan con la vista perdida en la inmensidad del mar o en las profundidades de un fuego de leños. Algo había cambiado, y seguía cambiando adentro suyo, desde que había empezado a leer la fotonovela de Evita. “Es sólo un encargo”, le había dicho a Paddy, creyendo en aquel momento que lo dicho era cierto. “Para mí no son nada, apenas bustos hechos en serie”, había agregado, lamentándose de su mala suerte. ¿Y si no era apenas cuestión de buena o mala suerte? ¿Y si había una razón para que él se hubiera visto enredado en la huelga? Aparecían por momentos ante el ojo de su mente vislumbres de una trama secreta, de la cual por ahora sólo alcanzaba a percibir hilos sueltos. ¿Sería eso lo que Paddy había querido señalarle? Él, Marroné, había venido a encargar los bustos como quien ordena una docena de facturas, y a un vendepatria oligarca además. No, los bustos de Eva no podían salir de las manos de obreros descontentos y avasallados: ésa era la lección. Sólo podrían surgir del trabajo reconocido y bien remunerado, de las manos de obreros felices y bien tratados, de descamisados contentos. Los bustos de Eva no podían comprarse: había que ganárselos, serían suyos cuando supiera merecérselos.
¿Pero cómo? Fuera cual fuera la respuesta, que quizá, como tantas otras veces le había sucedido, llegaría en el momento menos pensado, de la nada, aparentemente, pero de una nada abonada y cultivada por días o semanas de infructuoso esfuerzo, sabía que debía seguir buscando. El busto de Eva era un oráculo, una cabeza parlante que, si se le hacían las preguntas correctas, sería capaz de dar todas las respuestas. Todas sus dudas y vacilaciones se reducían, en suma, a una básica: ¿Sería un cóndor o un gorrión? ¿Un don Quijote o un cura y un barbero? ¿Un “hombre común” o un “hombre de genio”? Mañana, quizás, o en los días venideros, lo sabría a ciencia cierta, pero Marroné confiaba en que en el fondo de su alma ya anidaba la respuesta.