Siete cascos para debatir

El día después de la tormenta despuntó fresco y soleado, con un viento que soplaba del sur y se había llevado todas las nubes del cielo. Retirado por la lluvia el yeso que la cubría, la piel del paisaje había asomado suave y tierna como la de un recién nacido, y el césped, las plantas y los árboles resplandecían con un verde que hería la vista, como si cada brote y cada hoja vieran la luz por vez primera; los frondosos fresnos invitaban al descanso en el verde oscuro de sus remansos, los álamos centelleaban sus monedas de plata y las cortaderas agitaban sus penachos como velas buscando el mar abierto. El cielo sin nubes que rutilaba radiante como un zafiro, el aire limpio que llenaba los pulmones, el canto de numerosos pájaros que en el silencio de las máquinas alegraban el aire con sus silbos y trinos, y los rostros felices de los obreros que iban y venían abocados con ahínco a sus tareas huelguísticas, hacían creer por momentos que un nuevo mundo había nacido, y ese día y los siguientes hubieran podido contarse entre los más felices que Marroné jamás había vivido.

Los trabajos se distribuían según un sistema rotativo, para que nadie se aburriera o sintiera relegado, y alternaban las tareas más sencillas con las más duras; así, además, le explicó Paddy, iban ensayando el orden de la sociedad futura, en la cual, como Marx había predicho, cada hombre podría desarrollarse en la rama que mejor le pareciera; podría por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer dedicarse a la crítica. Poco a poco Marroné se fue integrando en su nueva vida. Participaba con entusiasmo de las tareas que a veces elegía y a veces le eran asignadas, cada una señalada por el casco correspondiente: de casco verde descargaba provisiones de los camiones de reparto, tarea para la cual su físico de rugbier lo capacitaba ampliamente; de casco rojo introdujo mejoras en el management de la cocina, variando los platos del menú y sobre todo enseñando a los improvisados cocineros el arte de usar los condimentos, del que poco o nada sabían. Más de una noche se calzó el casco negro para hacer turnos de guardia, uniéndose a las canciones de la guitarreada a medida que iba aprendiendo las letras, intercambiando chistes verdes y también anécdotas picantes que a veces adaptaba y otras inventaba completamente; conversaba de fútbol o política, adaptando sus palabras y opiniones a las capacidades de sus interlocutores, que muchas veces se revelaban más desarrolladas de lo que había supuesto; y a veces simplemente meditaba, con la vista perdida en las crepitantes llamas de la fogata que poco a poco se derrumbaba en ascuas profundas, sobre el giro que parecía estar tomando su vida. Un par de veces salió con el casco azul de los propagandistas a volantear por las calles vecinas, siempre en grupos de tres o más y custodiados por otros armados de casco negro; más que los policías, que aunque armados hasta los dientes se limitaban por ahora a dejarlos pasar y a mirarlos con ganas, era de temer que les salieran al cruce los matones del sindicato o las bandas parapoliciales que en las últimas semanas habían secuestrado y asesinado a varios delegados obreros. La gente, en cambio, salía a su paso para abrazarlos o felicitarlos, diciendo “aguanten los muchachos de Sansimón” o “no le aflojen compañeros”; las amas de casa se asomaban a la vereda con sendos vasos de gaseosa o jarras de limonada fresca, les alcanzaban fruta o alfajores y paquetes de sándwiches de milanesa, “para los muchachos de adentro”, y Marroné entendía ahora, porque a veces para entender algo hace falta vivirlo en carne propia, un poquito como debió sentir, todas las tardes en su despacho de la Fundación, en las calles y rutas de su país, y avasalladoramente en su balcón, el amor de su pueblo Eva. Era una realidad nueva, distinta; no lo habían preparado en el St. Andrew’s o en Stanford para ella. Pero no por solazarse en el abrazo fraterno de la gente le hizo ascos Marroné al casco amarillo de la limpieza, que ejecutaba si no con gusto sí al menos con dedicación y a conciencia, y con idéntica actitud, munido del casco marrón de las brigadas de pertrechamiento, pasó más de una tarde juntando bulones y tuercas para arrojar con gomera, o bajando por el montacargas muebles de oficina que pudieran servir de barricada, todo en previsión de un ataque de la policía que podía producirse en cualquier momento. Sólo los cascos blancos de los dirigentes le estaban vedados por ahora: esos cargos implicaban mayores responsabilidades y se renovaban únicamente por asamblea.

Tal vez por el permanente clima de trabajo en común, vivido, más que como obligación, como fiesta y como juego; seguramente por la presencia de Paddy Donovan, que con su optimismo infatigable estaba siempre activo del alba a la madrugada, dando una mano en todas las actividades, justificándose con la metáfora “los dirigentes usan casco blanco porque el blanco es la suma de todos los colores, el casco blanco es una divisa no de privilegios sino de deberes”; quizá por la preeminencia del trabajo manual sobre el mental, que siendo muchas veces al aire libre le permitía trabajar a torso descubierto, lo cierto es que en esos días Marroné creyó revivir los dichosos del campamento de verano del Lago Mascardi, del que tantos buenos recuerdos guardaba. Su entusiasmo, su actitud franca y abierta, la sonrisa que llevaba siempre pronta a flor de labios le ganaron enseguida el reconocimiento, y poco después el aprecio, de sus nuevos compañeros. Ya no podía caminar por el predio sin que a su paso lo saludaran todos, gritándole ¡Eh, Ernesto! ¡Grande Ernesto! los que sabían su nombre, cuyo número aumentaba con los días, y ¡No le afloje compañero! los que no, o ¡Lindo día, compañero! a lo cual inevitablemente respondía ¡Un día peronista! Por una vez en su vida Marroné agradeció el tono mate de su piel, los labios apenas gruesos, el crespo cabello negro. Unidos al overol, la barba incipiente y el cultivado descuido de su aspecto, le hacían más fácil hacerse pasar por uno de ellos. Para las conversaciones, las reglas de Dale Carnegie se aplicaban tan bien en este mundo como en aquel para el cual originariamente habían sido propuestas; y para lo que era del todo inocultable, el acento educado y cierto empaque burgués en la postura del cuerpo, le servía de suficiente coartada y cobertura la gran proporción de jóvenes de clase media que para proletarizarse habían sido enviados a las fábricas y se habían incorporado al universo de la clase obrera. El primer día que le había tocado hacer guardia en la entrada, sin ir más lejos, se acercó el móvil de Canal 13 y le hicieron algunas preguntas para el noticiero:

–A cinco días de iniciada la toma de Yesería Sansimón, ¿cómo ve la situación?

–Bueno, la toma sigue fuerte acá y en todo el paí, lo muchacho stamo firme y con la moral bien alta, decidido a seguir en la lucha cuesste lo que cuesste –comenzó Marroné, comiéndose las eses finales y duplicando las intermedias, y bajando un poco la visera del casco para que no lo escrachara la cámara tan guarangamente.

–¿Qué hay de los rehenes? ¿Cuándo piensan liberarlos?

–Bueno... Nosotro liberamo ya a todo el mundo... Esepto lo directivo... Eso siguen acá hasta que se cumplan toda nuesstra revindicacione... Flor de vivo son eso... El señor Sansimón no quiso scuchar nuesstro reclamo... nos inoró... se burló de nosotro... Ahora que se la aguante, ¿vio?

–Se dice que hay muchos infiltrados entre ustedes... Agitadores profesionales, comunistas, vinculados a organizaciones guerrilleras...

Marroné adoptó una actitud beligerante de ofendido y se llevó la mano dentro del overol para extraer el crucifijo que llevaba al cuello:

–¿Me esstá diciendo comunissta a mí? Digamé qué comunista puede llevar un crucifijo como éste. Le apuessto a ussté y a lo que vinieron con ussté a que me entren en la fábrica y si me encuentran un solo ladrillo que no sea peronissta me ganan la apuessta.

–¿Y si los directivos no ceden? ¿Se van a quedar para siempre?

–Si no ceden, peor pa ellos. Se van a quedar sin nada. Podemo manejar la fábrica solo, nosotro, si nos lo proponemo. Así le vamo a demosstrar que son uno parásito que viven de esplotar al pueblo y que nos la arreglamo mucho mejor sin ello.

–¿Y qué pasa si la policía intenta retomar la fábrica por la fuerza?

–Pasa que stamo preparado, que vengan nomá si se atreven, que se van a llevar má de una sorpresa.

En cierto modo era comprensible la confusión de los periodistas, que debido a la conciencia burguesa que los engañaba no sabrían diferenciar a un obrero falso de uno auténtico. No valía la misma excusa, en cambio, para la señora que se le acercó bamboleante sobre dos piernas como macetas y le alcanzó una bandeja de empanadas sonriendo con la media docena de dientes que le quedaban: “Pa’ vos y los muchachos, bonito. No le aflojés, m’hijito, que acá todos hinchamos por ustedes. Aguanten, que los tienen por las pelotas, che, no los vayan a largar a estos que son más taimados que mandinga y como se descuiden les clavan el puñal en la espalda. Eso sí, cuídense. No dejen de comer, y estén bien dormidos... Miren que tienen que estar sanitos y fuertes por si la cosa se pone brava. Uuuuuh, si sabré yo de eso. Mi marido, el finado, que en paz descanse, era como ustedes. Siempre fue de darle duro a los gorilas, y a los que hablaban mal de Perón”. Porque si quería ser absolutamente sincero consigo mismo debía admitir que la satisfacción que le proporcionaban estos innegables logros prácticos se veía hasta cierto punto carcomida por un íntimo desasosiego. ¿Alcanzaba con los consejos de Dale Carnegie, con su probada ductilidad, con su recientemente descubierta capacidad histriónica, para explicar lo fácil, lo poco traumática que había resultado su inserción en el medio obrero? ¿O había algo más? Al propio Paddy, según se desprendía de su relato, se le había hecho bastante cuesta arriba, mientras que a él... A fin de cuentas también con los directivos y los oficinistas había puesto todo su empeño en integrarse y aplicar las reglas de Cómo ganar amigos, y no le había ido ni la mitad de bien que con estos dilectos hijos de Eva. ¿No sería que después de todo los genes eran más fuertes que todo lo demás, que a pesar de la crianza en el seno de una refinada familia angloargentina, la educación en el St. Andrew’s y en Stanford, los viajes a Europa y Estados Unidos y los veraneos en Punta del Este, su condición de hijo adoptivo se transparentaba a través de las máscaras y atravesaba todas las barreras, como su cabello que a días de escapar de las manos del peluquero tiraba enseguida a crin y delataba a la legua su sangre plebeya? “¡Cómo se ve que sos hijo de negros!”, retumbaron una vez más en su oídos –como lo hacían, cada vez que le venía a la mente el tema– las palabras pronunciadas por su padre en uno de sus tantos arrebatos de exasperación. Inmediatamente se había arrepentido, pidiéndole disculpas, pero el niño de diez u once jamás lo había perdonado ni olvidado sus palabras, sintiendo en ellas una condena que lo marcaba a fuego por el resto de su vida. El estigma de su origen lo había perseguido como un perro de presa también en el colegio. ¡Marrón! ¡Marrón caca! ¡Marrón villa! eran algunos de los insultos que le gritaban sus compañeros al patotearlo. De ahí sus sentimientos encontrados, cada vez que los huelguistas, o la gente humilde del lugar, lo tomaban sin asomo de vacilación por uno de ellos. De ahí también que la comprobación, con el paso de los días, de lo poco que extrañaba su casa y su trabajo, se convirtiera en otra fuente de desasosiego. Podía hablar por teléfono cuantas veces quisiera, lo que hacía al menos una vez al día con su casa, para saludar a su hijito que lo extrañaba, y para apaciguar a su esposa que sólo por la oportuna intervención de Govianus había desistido de creer que todo era una gran farsa que había montado para meterle los cuernos; y todas las mañanas con el susodicho, para informarse del curso de las negociaciones con los secuestradores y ponerlo al tanto del desarrollo de los acontecimientos. Podría, también, haber subido en su auto y manejado hasta su casa o trabajo en cualquier momento, era libre de irse cuando quisiera. Pero la huelga de los yeseros, como le había informado él mismo al periodista que le hizo la nota para la televisión, era fuerte en todo el país, y todos los intentos hechos desde la empresa para conseguir por otra vía los bustos de Eva habían fracasado por completo: los obreros de Sansimón eran su única esperanza. Cada vez que podía, en las charlas, en las cotidianas asambleas, dejaba caer una palabra sobre la posibilidad de hacer una excepción a la regla básica de toda huelga y fabricar más no fuera algunos bustos “de prueba”, y a los menos obcecados trató de iniciarlos en las bondades del paro a la japonesa, y si bien la moción nunca fue aprobada, por conversaciones posteriores descubrió que sus ideas no caían en saco roto, y uno nunca sabía dónde ni cuándo el suelo árido podía trocarse en fértil y germinar una propuesta.

Pero estas y otras justificaciones de índole puramente práctica no alcanzaban a tapar el innegable hecho de su renuencia a regresar a la rutina del trabajo y a la vida hogareña. Quizá, se dijo para tranquilizar su conciencia burguesa, no fuera nada más que la sensación de estar de vacaciones, sin los horarios y obligaciones de siempre: la yesería tomada vendría a ser como un resort all-inclusive con actividades de recreación y juegos. Sólo le pesaban un poco los varios días sin ir de cuerpo y los casi tantos sin sexo. Tal vez debió haberlo intentado con Dorita, se arrepentía retrospectivamente; la misma falta de atractivos podría haber obrado, como en el caso de Mabel, de antídoto para esa disfunción en la que su timidez sexual había arraigado tan profundamente. ¿Por qué broma siniestra de la naturaleza, se lamentaba a veces, le habían hecho las conexiones al revés? Si la precocidad de respuesta pasase de sus testículos a sus intestinos, y la tozudez de estos hiciese el camino inverso, todo estaría bien en su vida.

Se acercaban, mientras tanto, horas decisivas, el momento clave que bien podía ser ese “17 de octubre” que había anticipado al leer la fotonovela. La toma, si bien era sostenida con entusiasmo por los obreros, sus familias y hasta los vecinos de la zona, había empezado a desinflarse, perdiendo aire por infinidad de pequeños agujeros. La cantidad y variedad de las tareas era abrumadora, y muchos ya empezaban a murmurar que era más liviano trabajar para la patronal, porque al menos tenían un horario (aunque no siempre se lo respetaran) y también garantizado un sueldo. Las asambleas se sucedían diariamente, a veces al ritmo de dos o tres por día, y mayormente eran copadas por militantes de las agrupaciones de izquierda, quienes se la pasaban hablando de la revolución china o cubana y pidiendo minutos de silencio por el Che Guevara y el último, diariamente renovado, militante muerto. La mayoría de los obreros auténticos tenían familias que mantener y muchos extrañaban dormir en sus camas, besar a sus hijos por las mañanas y coger con la patrona cuando les viniera en gana; además, Sansimón poco a poco había ido cediendo ante sus demandas, otorgándoles aumentos de sueldo, mejoras en las condiciones de trabajo, el pago cabal de las horas extra y las cabezas de Garaguso y Cerbero; pero se había trancado ante la demanda de reincorporar a todos los despedidos por razones gremiales o políticas desde el 55 hasta la fecha, y su exabrupto ante la insistencia de los delegados obreros, “Sí, ¿y quieren que les chupe la pija uno por uno también?”, había enfriado el clima de las negociaciones por completo.

Había rumores de que las concesiones no pasaban de meras tretas, y que Sansimón sólo estaba esperando que desocuparan la fábrica y lo soltaran para declararse en quiebra y dejarlos a todos en la calle, y muchos, socavados por la diaria prédica de Baigorria y sus secuaces, habían empezado a creer en ellos. Frente a esta posibilidad, los colaboracionistas llamaban a levantar la huelga antes de que las cosas fueran demasiado lejos; los negociadores a consensuar un cronograma para las reincorporaciones; los moderados a levantar la toma y seguir con el paro (lo que les permitiría, entre otras cosas, quedarse todo el día en casa viendo la tele, si no para qué carajo iba uno a la huelga) y los duros, ya en franca minoría, doblaban la apuesta: si Sansimón sacaba los pies del plato se quedaban con la fábrica y que se fuera a llorar al puerto. Las posturas intermedias poco a poco fueron gravitando hacia una u otra de las dos antagónicas y polares, y todo se fue encaminando hacia una gran asamblea que decidiría definitivamente por el fin o la continuidad de la toma, y la dirección que de ahí en más debería tomar la huelga.

La asamblea se celebró una mañana nublada que nuevamente amenazaba tormenta, en el interior de la gran fábrica vacía, que cada vez más se parecía, en el silencio sepulcral en que los pasos sonaban como martillazos e inducían a hablar en susurros, a una vasta catedral, abandonada ahora, cubiertos el suelo, las máquinas, las bolsas de material y los productos que habían quedado a medio terminar al declararse la huelga, por una fina capa de polvo que dejaba al tocarlos una marca gris sobre la yema del dedo; y el aire quieto y tenso como un sus compañeros animal agazapado, y la luz doblemente filtrada por las nubes del cielo y las claraboyas del techo, hacían difícil creer que hacía una semana apenas todo aquello había estado limpio y reluciente y funcionando con la precisión de un mecanismo de relojería. Se sintió un poco culpable, en ese momento, de haber cedido, con el paso de los días, a los halagos de la irresponsabilidad huelguística: a esto conducía la satisfacción egoísta de los propios deseos, cuando cada parte del cuerpo obraba en propio beneficio, desentendiéndose de la salud del resto. Lo que estaba sucediendo en Yesería Sansimón podía resultar una advertencia de lo que podía suceder en la totalidad del país, si no se revertía la actual espiral descendente hacia el caos de la desorganización y el conflicto permanente. En fin, quizá no fuera demasiado tarde para remediar la falta. Porque esta vez Marroné estaba decidido a intervenir en la asamblea, esta vez se jugaba al todo o nada; si no conseguía sacar adelante el tema de los bustos daría por terminada su misión en Yesería Sansimón y buscaría por otro lado. Todavía no tenía definido un plan de acción o una estrategia; primero observaría, vería cómo se perfilaba todo, y aprovecharía cualquier resquicio para plantear su propuesta.

En el límite impreciso entre la zona azul de la nave y la marrón del ábside, más o menos donde estaría el altar de tratarse de una catedral verdadera, habían improvisado un estrado sobre una pirámide trunca (más azteca que egipcia, digamos) de apilados pallets de madera, lo que tenía además la ventaja de ofrecer escaleras naturales a ambos lados para el ascenso y descenso de los oradores. Había casi doscientos obreros reunidos, pues por la trascendencia de esta asamblea habían vuelto los que estaban en sus casas con permiso; incluso habían invitado a los dos Sansimón, padre e hijo, en calidad de oyentes. Los que querían hablar se anotaban, como era costumbre, en la lista de oradores, que llevaba Trejo, uno de los lugartenientes de Paddy, quien de inmaculado casco blanco y una sonrisa permanente aflorando de la barba de cobre que se había dejado crecer en estos días llevaba la voz cantante.

El arranque fue tan previsible como decepcionante. Empezaron con las adhesiones: de delegados de fábricas vecinas, de sindicatos clasistas o combativos, de políticos oportunistas de esos que se subían al carro de la victoria cuando marchaba y se bajaban de un salto apenas empezaba a temblequear alguna rueda; de organizaciones estudiantiles, juventudes políticas y organizaciones guerrilleras; se repetían las citas de rigor de Marx y Lenin, Ho Chi Minh y Mao, Brecht, el Che, Fidel y por supuesto Eva... Para ese entonces varios de los obreros de la fábrica habían empezado a toser, a bostezar, a juntarse en grupitos de espaldas al podio y a hablar entre ellos: era comprensible, estaban en vilo su vida y su trabajo y tenían que bancarse a un pedantito de voz atiplada que les contaba con la cara del que viene con las últimas noticias lo que había sucedido en San Petersburgo en 1917. Marroné observaba cada vez más impaciente los gestos automáticos y las frases gastadas de los oradores, que procedían como si el arte de hablar en público no hubiera hecho ningún progreso desde los días de Demóstenes y Cicerón, como si nadie, desde Dale Carnegie hasta el presente, hubiera escrito jamás otra palabra sobre el tema. Nadie hacía ningún esfuerzo por ponerse en el lugar del otro, los oradores se escuchaban sólo a sí mismos, y el arte de la persuasión había cedido lugar a la mera ostentación de consignas gritadas a voz en cuello. Si sólo tuviera espacio para proponer algún ejercicio de creatividad... ¿Pero cuál? Ni hablar de un brainsailing o un brainstorming, ya era de por sí demasiado tumultuosa la dinámica de la asamblea, y la tendencia entrópica crecía exponencialmente con el número de gente. Un mindmapping sería ideal para conjurar esta tendencia a la dispersión, pero carecía de los mínimos elementos materiales: un proyector de transparencias sobre el cual escribir, un pizarrón... Tiza de colores había, y también estaba el atril de la oficina, pero las fibras estaban secas, y además... No, debía ser algo más dramático: oral, que involucrara el cuerpo, es decir con actuación, y que obligara a los participantes –que debían ser unos pocos, seleccionados, mientras la mayoría seguía ocupando el lugar de espectadores– a salirse más no fuera por un momento, y a título de prueba, de sus posturas rígidas e inflexibles, a ponerse en el lugar del otro. En otras palabras, debía ser un juego de roles. Su mente, con rapidez de calculadora, revisó todas las opciones conocidas, practicadas en reuniones y talleres, o leídas en los libros sobre el tema. Nada de lo hecho o conocido le servía, y ahí, descubrió, estaba la respuesta; la creatividad bien entendida empieza por casa; debía ser él mismo creativo: inventaría algo nuevo, algo que nunca nadie hubiera hecho antes. Pero qué, qué, se dijo, paseando la vista sobre la abigarrada multitud heterogénea; cómo subyugarlos, cómo llegar a ellos, que no tenían ninguna experiencia previa. Fue entonces que sus ojos se posaron sobre los cascos de colores.

Ernesto Marroné vislumbró, en ese momento, lo que pudo haber sentido Moisés al ver la zarza ardiendo en el desierto, Arquímedes al saltar desnudo de la bañera, Newton al ser golpeado por la manzana en la cabeza. Absorto, ensimismado en la revelación que adentro suyo se desenvolvía sin esfuerzo, apenas alcanzó a darle un codazo a Trejo, que estaba a su derecha:

–Poneme en la lista de oradores.

La maniobra no pasó inadvertida a Paddy.

–¿Qué hacés? –le preguntó sorprendido.

Sin mirarlo, con una certeza tal que la voz parecía de otro, de aquel en quien se había convertido después de su descubrimiento, le contestó:

–Vos dejame a mí, que en dos patadas te encamino esta asamblea.

Tuvo que esperar todavía un rato a que hablaran los que lo precedían en la lista, y aunque una impaciencia rayana en el frenesí le carcomía en un hormigueo rabioso el cuerpo, sabía que era para mejor, porque le daba tiempo para desplegar la genial intuición originaria en sus mínimos detalles y trazarse un plan de acción digno de ella. Como en otros momentos clave de su vida, su cerebro se había puesto al rojo blanco, como un filamento de tungsteno, y ante sus ojos afiebrados todo su entorno se había transfigurado, como si la luz misma que venía del cielo, y no sólo su mirada, hubiera cambiado por completo. Cuando llegó su turno subió los escalones de la tarima con paso firme y decidido, y el dejo de temblor de sus primeras palabras era más un estudiado Oxford stutter, calculado para generar simpatía en su auditorio, que nerviosismo genuino y sincero.

–Compañeros –hizo una pausa para asegurarse de que tenía la atención de todos y siguió–: Acá yo vengo hace rato escuchando a uno tras otro que nos dice que tenemos que hacer las cosas entre todos y que los trabajadores tienen la palabra y que los trabajadores tienen la batuta y a la final lo único que hacen es hablar ellos y decirles a los trabajadores lo que tienen que hacer (murmullos de aprobación). ¿Será porque tienen miedo que, si les dan de veras la palabra a los trabajadores, digan algo que a ellos no les gusta? (más murmullos, aplausos todavía aislados, alguno que grita “¡Buena!”) Compañeros... Acá todos nos conocemos, y sabemos que a la final siempre termina pasando lo mismo en estas asambleas. Hablan siempre los mismos, hablan y hablan, hasta que la gente se cansa y se termina yendo, y después recién ahí votan, o arreglan todo entre ellos (aplausos más sostenidos, gritos de “¡Es verdad!” y “¡Así se habla compañero!”).

Paddy lo observaba preocupado, y Marroné le hizo un guiño para tranquilizarlo.

–Bueno, a la final yo también estoy hablando de más (risas y aplausos –tenía la atención absoluta de todos: había llegado el momento–). Así que vamos a los bifes, quiero decir a los hechos. En la Constructora Tamerlán, de donde yo vengo, inventamos una manera mucho más eficiente, y divertida, de hacer estas asambleas. Usamos los cascos de colores; sí, esos mismos que llevan puestos –dijo cuando varios de sus oyentes llevaron instintivamente las manos a sus cabezas–. Siete compañeros, siete voluntarios, se suben acá a la tarima, cada uno con un casco de color diferente. A ver... ¿Hay alguno que quiera...?

Los obreros se miraron entre sí, dudando, aunque los ojos les chispeaban y sus comisuras esbozaban sonrisas a medias; su vacilación no era de rechazo o desconfianza, sino la reticencia inicial de niños ante el animador de fiestas infantiles que los convoca a un juego: una mezcla de ganas, un poco de vergüenza y cosita de ser el primero.

Un obrero de casco verde y mentón a lo Edmundo Rivero, que había estado entre los que irrumpieron en la oficina de Sansimón aquella lejana mañana en que todo esto había comenzado, levantó una mano grande y pesada como un guante de amianto relleno de acero. Marroné lo invitó a subir al estrado. Lo siguieron Saturnino, el adusto acompañante de Baigorria en la noche de la bacanal patronal, de casco negro; el propio Baigorria, de casco amarillo; el joven aindiado al que Marroné le había reclamado por su traje de James Smart arruinado, que se llamaba Zenón y llevaba casco rojo, y el gordo de casco marrón y ojo velado al que todos llamaban el Tuerto. Marroné llevaba a la sazón el casco azul de los propagandistas, pues el día anterior se lo había pasado hablando por teléfono con distintos programas de radio, explicando las razones de la toma y su progreso; faltaba pues un casco blanco y estaban completos. Pero el último que subió, de nombre Pampurro, venía con casco verde.

–A ver, tenemos un problema. Acá tenemos dos cascos verdes, y en cambio nos anda faltando uno blanco. Parece que a los señores dirigentes les agarró la vergüenza (risas). A ver, Pa... Colorado, ¿nos prestás el tuyo? No tengas miedo, che, largalo por un ratito, que después te lo devolvemos.

Con la sonrisa pintada Paddy cambió cascos con Pampurro y se calzó el verde, y Marroné sonrió al verlo: una estampa de los días escolares, la cabellera roja de Paddy y el color de la camiseta de Monteith, había acudido en ese momento a su mente.

–Bueno, ahora viene lo más interesante. Pongan atención. Acá, cuando la fábrica era del señor Sansimón (risas, burlas, cara de orto del susodicho, que desde hacía rato lo venía escudriñando como tratando de sacar de dónde lo conocía: Marroné agradeció la barba de varios días que, aunque rala, había cambiado bastante su aspecto), cada color marcaba la sección: blanco los patrones, rojo los del taller, negro los de mantenimiento... Con la toma dimos vuelta las cosas: ahora los de blanco son los que mandan (hubo una risa apenas, la del joven escultor del taller: la ironía había sido demasiado sutil para el resto), los de azul hacen propaganda y los de amarillo limpieza; con la diferencia de que los cascos van rotando y por en... por eso también las tareas. Lo que les propongo ahora se parece más a lo segundo que a lo primero: en este debate, cada color va a tener una tarea: el blanco es el color neutro, y el que lo tenga deberá exponer los hechos, las cosas como son y no como queremos que sean, de la manera más objetiva que pueda. El rojo es el color de la pasión, de la calentura; por lo tanto el que tenga ese casco tiene que hablar desde el sentimiento que lo domine: la bronca, el hartazgo, el miedo –estaba improvisando, pensando mientras hablaba, pero cada idea encontraba inmediatamente su lugar y su expresión correcta, las palabras se sucedían unas a otras sin esfuerzo. La vara divina de la inspiración había tocado su frente, como a Eva Perón cada vez que hablaba ante el pueblo–. El amarillo es el color del sol, compañeros, y el que lo lleve –tocó por un momento la cabeza de Baigorria– debe dar una versión positiva y optimista de la situación. El de casco negro, en cambio –miró a Saturnino, que con su expresión siempre sombría parecía haber sido elegido ex profeso–, debe imaginar siempre lo peor, advertirnos de las posibles consecuencias, las más graves que pueda imaginar, de nuestros actos y decisiones. El verde es el color...

–¡De la esperanza! –gritó desde la multitud la voz de un entusiasta. Estaban con él, no cabía duda al respecto.

–Claro que sí –concedió Marroné con sonrisa de animador televisivo–, y también de la naturaleza, de todo lo nuevo que crece... El que lleve el casco verde tiene una misión muy difícil y especial –hizo una pausa hasta que adquirió la suficiente gravedad el rostro de Edmundo Rivero–. Debe ser creativo. Debe aportar ideas nuevas. Aunque resulten absurdas, aunque suenen ridículas, aunque parezcan ir contra la razón y la experiencia. –Hubiera sido más fácil y más corto decir que el de casco verde debía aplicar el pensamiento lateral, pero dudaba de que hubiera uno solo de sus oyentes familiarizado con ese concepto–. Nos queda el marrón. –No tenía ni la más puta idea de qué hacer con el marrón, le sobraba un color y se le habían acabado las ideas. Ufa, que fueran un cacho creativos también ellos–. A ver... ¿qué puede hacer el de casco marrón, compañeros?

–¡Tirar mierda! –gritó otra de las voces de la multitud, y todos festejaron su salida con risas y pedorreos.

–¡Exacto! En toda reu... en toda asamblea nunca falta el que siembra cizaña, serrucha el piso, reparte mierda. Ésa, compañero –dijo, palmeándole la espalda al Tuerto, que complacido por anticipado reía haciendo ondular su ampulosa barriga cubierta de pelos–, será su tarea. Pero ojo, a no confundirse. Tirar mala onda, sembrar la duda y la discordia, no es lo mismo que advertir de los riesgos y estar atento a todo lo que puede fallar al trazarnos un plan de lucha. Para eso tenemos al amigo de casco negro –dijo a Saturnino, que acusó recibo con su sonrisa de una comisura apenas–. Bueno. Creo que ya estamos, ¿no? –preguntó e hizo una pausa para ver si caían.

Varias manos se levantaron entre sus oyentes, señalando en su dirección con insistencia.

–¡El azul! ¡El azul, Ernesto!

–¿Qué? ¿Cómo? –se hizo el sonso Marroné, hasta girar ambos ojos hacia arriba y “descubrir” con fingido azoramiento el casco azul calzado sobre su propia cabeza. Se lo sacó para darse un golpe seco de palma sobre frente.

–Azul. El color del cielo, que todo lo ve, porque está por encima de todo y todo lo rodea. El que lleve el casco azul –yo, en este caso– es el director de orquesta, el que organiza el juego. También el responsable de la síntesis y las conclusiones finales, pero todavía falta para eso. Porque como cualquier otro juego, éste se aprende mejor jugando. Así que les propongo que larguemos, y vayamos viendo sobre la marcha. A ver, arranquemos con el casco blanco. Cómo está la cosa, amigo Pampurro.

–Eeeh... Bueno... Esteee... La toma ya lleva una semana, y conseguimos la mayoría de las reivindicaciones... La moral de los compañeros sigue alta, aunque algunos, la verdad, estamos un poquito cansados... –comenzó Pampurro, frotando la suela de sus zapatones contra las ásperas tablas de la tarima.

–A ver, a ver –lo interrumpió cortésmente Marroné–, me parece que acá estamos avanzando sobre el terreno del casco rojo. ¿Zenón?

–Yo lo que considero es que estuvimos demasiado flojos... Al señor Sansimón acá, que hace años viene explotando a la clase trabajadora... Si lo ponemos a trabajar ocho horas por día en el Sector Azul, con el ruido que meten esas máquinas que no se escucha uno pensar, tragando polvo todo el día que a la noche no deja dormir de la tos, mientras le gritan al obrero por el megáfono que trabaje más fuerte y le cobran cada pieza que rompe... Yo creo que en un día nos dan todo lo que pedimos, compañeros.

–¡Una maravillosa propuesta de casco verde! –intervino Marroné–. ¿Ven? Acabamos de empezar y ya tenemos una idea nueva. Que los patrones trabajen como nosotros, así sienten en carne propia lo que sufre el obrero. ¿Tiene algo para agregar, compañero? –dijo, dirigiéndose a Edmundo Rivero, quien le devolvió una mirada de asnal desconcierto. Evidentemente no era el más indicado para portar el casco verde, vería cómo hacer para que cambiara cuanto antes de dueño.

–Va queriendo la cosa, va queriendo. Un poco de buena onda ahora. A ver, casco amarillo. ¿Podemos hacer el esfuerzo?

La pregunta venía al caso: Baigorria había sido hasta ahora el más tenaz opositor a la toma. ¿Sería capaz de entrar en el juego y ver las cosas del lado opuesto?

–A mí me parece, compañeros –se largó Baigorria en tono canchero–, que la cosa marcha fenómeno. Mirenló al señor Sansimón, la cara de contento que tiene. Asómense al alambre y saluden a nuestros amigos de la cana, que por cuidarnos no se mueven de su puesto. Yo creo, compañeros, que no sólo nos van a conceder todas las reivindicaciones, sino mucho más: así que vayamos pidiendo: veinte horas semanales, tres meses de vacaciones pagas, cuatro comidas y descanso para siesta con opción de trola para el que no tenga sueño...

Algunos le festejaron la gracia, otros lo abuchearon. Lo cierto era que, más allá de la ironía, Baigorria había interpretado cabalmente el mecanismo del juego. La influencia de Garaguso había despertado en el apático e inimaginativo hombre de otrora dormidas cualidades de liderazgo. Podía ser un adversario de cuidado, de ponérselo en contra.

–Ahora –dijo Marroné, frotándose las manos de contento– oigamos la otra campana. El casco negro.

Saturnino contempló a su ex compañero de juerga con mirada aviesa:

–Yo lo único que tengo para decir es que si no levantamos pronto la toma acá nos van a hacer cagar y vamos a perder todo lo que conseguimos hasta ahora. Del gobierno al principio nos daban bola y nos mandaron un diputado y dos jetones del ministerio y ahora ni siquiera nos atienden al teléfono. En la radio andan diciendo que somos anarquistas y comunistas y que estamos llenos de infiltrados y subversivos. Cualquier noche de éstas nos van a caer encima con todo lo que tienen, y si no alcanza con la policía nos van a mandar el ejército. Lo menos que va a pasar es que nos rajen a todos, lo más, que nos comamos una tanda de muertos.

La respuesta del público no se hizo esperar. ¡Cagón! ¡Traidor! ¡Vendido! Fue lo menos que le dijeron.

–¡Momentito, momentito! –terció Marroné, interrumpiéndolos–. Me parece que le están sacando el lugar al compañero de casco marrón.

–Vos lo que pasa es que te vendiste a la patronal –largó sin preámbulos el Tuerto señalando a Saturnino–. Vos y éste –dijo, incorporando a Baigorria en un vaivén de su dedo– son traidores al movimiento obrero.

–¿Yo traidor? ¡Repetilo si te da el cuero! –se ofuscó Saturnino, avanzando con los puños crispados sobre su compañero que sacó pecho o más bien panza para recibirlo y si los demás no los agarraban se trenzaban ahí mismo. Lejos de amilanarse, Marroné decidió que había llegado el momento de doblar la apuesta.

–Está bien, está bien. Ahora sí que van a ver para qué sirve este juego. Intercámbiense los cascos.

Los dos se le quedaron mirando.

–¿No fui claro? Vos, Saturnino, agarrá el marrón; y vos, Tuerto, ponete el negro.

Esta vez lo hicieron. Pero no fueron más allá.

–¿Y?

–La concha de tu hermana –le espetó el nuevo Saturnino marrón al Tuerto.

–Vos vas a terminar mal, pibe –le retrucó el Tuerto, terminando de calzarse el casco negro y luego, abarcando a la concurrencia en el arco de su dedo–: Igual que todos estos.

En la carcajada general hasta el Tuerto, y luego el propio Saturnino, terminaron riendo; luego se dieron la mano, y todos vivaron. Habían entendido: el ejercicio estaba resultando un éxito. Las posturas eran eso, posturas: no estaba comprometida en ellas la identidad, podían cambiarse con la facilidad con que se saca o se pone un sombrero. Y éste era apenas el comienzo. Salirse de los lugares, ver las cosas desde el punto de vista del otro, eran los pasos previos hacia el objetivo final del juego: abrir las puertas a las propuestas de casco verde, encontrar nuevas soluciones, creativas, a los viejos problemas. Hasta Paddy, ahora, lo miraba con otros ojos. Nunca lo había mirado así: Marroné sintió un íntimo calorcito que lo recorría por dentro.

–Bueno, ahora vamos a abrir un poco el juego. El que quiera decir algo puede subir, o hablar desde donde está; pero eso sí, antes de hablar que piense bien lo que va a decir, y que se ponga el casco correspondiente.

Se levantaron varias manos en el auditorio. Una de ellas era la del viejo Sansimón, que había estado cuchicheando todo el tiempo con el joven escultor de su taller. Marroné decidió correr el riesgo y lo invitó a subir.

–¿Qué casco, compañero?

–Blanco –dijo el viejo.

Los obreros lo miraban curiosos, aunque sin hostilidad; el rostro de su hijo, en cambio, estaba desfigurado por el recelo. El viejo contempló la extensión de cascos de colores a sus pies, como un fondo de mar cubierto de caracoles multicolores, y habló.

–Pedí el casco blanco porque es el de la información, y yo ahora voy a decirles algo nuevo. Todos ustedes saben que cuando fundé Yesería Sansimón yo era como uno de ustedes. No era más que un tallercito en una casa del barrio de Constitución: éramos tres ayudantes y yo, y entre los cuatro hacíamos todo. Después, gracias a Dios y al trabajo de todos, fuimos creciendo, hasta convertirnos en esto que somos hoy. El actual presidente, acá presente, dice que fue él quien levantó esta gran empresa de sus humildes comienzos, pero ésa es su manera de ver las cosas. Yo sé que la realidad es muy otra. Yo sé que quienes han hecho de Yesería Sansimón la gran empresa que es hoy, han sido ustedes.

Su primera pausa fue llenada con una general ovación. El viejo tenía pasta de orador, de eso no cabía duda.

–No es un trono el sillón de presidente –prosiguió cuando se hubo hecho silencio– ni una fábrica es un reino que pasa de padre a hijo automáticamente. Cuando vi llegado el momento de dar un paso al costado, y poner en manos más capaces que las mías la dirección, yo tenía una idea muy distinta de lo que debía ser la empresa. En mi juventud había leído a Proudhon, a Bakunin, a Kropotkin; y esta mano que ven estrechó la diestra de Buenaventura Durruti, héroe de la Guerra Civil Española... Aprendí muchas cosas en esa época... Que el hombre no debe ser el lobo del hombre, que más vale la dignidad que la panza llena...

Marroné empezaba a impacientarse: si el viejo empezaba a dar la lata con su pasado socialista todo lo logrado hasta ahora se iba a ir por la borda. En eso vio que llegaba corriendo hacia ellos y comenzaba a abrirse paso entre sus compañeros el joven escultor con un fajo de papeles en la mano, y al advertir la sonrisa del viejo Sansimón, comprendió que todo había sido una treta para ganar tiempo.

–¡Y sobre todo aprendí que la tierra debe ser del campesino que la trabaja, y la fábrica del obrero! –remató el viejo, alargando la mano para recibir los papeles que su ayudante le alcanzaba–. ¡Y acá está la prueba! –exclamó, levantándolos en alto y haciéndolos flamear al viento–. ¡Estos documentos demuestran que yo había decidido regalarles la fábrica a todos ustedes! ¡Y este explotador, este hijo de mi sangre al que sólo la virtud de su pobre madre me impide llamar de otra manera, interpuso un recurso legal para declararme mentalmente incapacitado, aduciendo los papeles de la cesión como prueba! Sólo un loco, argumentaron sus abogados ante el juez comprado, podía querer regalar su fábrica a sus obreros.

Marroné no salía de su asombro. Era como si se representara ante sus ojos la gran escena del testamento de Julio César, igual que en la obra de Shakespeare. Y sin embargo cosas más maravillosas que ésta se daban todos los días en el mundo de la creatividad aplicada. Una vez abiertas las compuertas era imposible predecir lo que podía salir por ellas.

–¡Así se quedó con todo! –siguió el viejo, incapaz de contenerse–. ¡Pero ha llegado el momento de que la trampa sea descubierta! ¡Ustedes son mis verdaderos hijos! ¡Ustedes son mis herederos! ¡Lo que están haciendo no es más que recuperar lo que les pertenece!

Entonces fue el pandemonio, el vuelo de cascos por el aire, los abrazos efusivos y los besos, en medio de todo lo cual pasó a todos o casi todos desapercibido el desconsolado, escueto comentario que un Sansimón hijo de ojos vidriosos dirigió al padre que como un gigante se erigía de brazos cruzados en lo alto de la tarima.

–¿Vos también, viejo?

Marroné sintió sobre el hombro el contacto de una mano. Era Paddy, que había subido. Durante unos segundos contemplaron la escena en silencio.

–Es lo que te decía, ¿ves? –habló Paddy finalmente–. Ahí tenés un ejemplo de conciencia revolucionaria. El viejo Sansimón rompe con los lazos familiares y los condicionamientos de clase y se coloca junto a la vanguardia del proletariado y la clase obrera.

–¿Te parece? –le contestó Marroné con más tristeza de la que hubiera deseado–. Yo pensé que lo hacía únicamente para humillarlo al hijo.

–No tenés que seguir fingiendo, Ernesto. Ya me di cuenta de que vos tampoco sos el que aparentabas. No parás de sorprenderme. ¿Todo esto lo tenían preparado con el viejo?

Marroné sacudió la cabeza. Su mirada se había detenido en el porte patriarcal, casi profético, que había asumido Sansimón padre, y estaba demasiado ocupado con su nueva visión como para responder a las preguntas de su amigo.

–Hacé que me traigan el Moisés.

–¿Cómo?

–El grande, el de la puerta. Ah, y también una maza.

–¿Qué vas a hacer?

–Llegó la hora de calzarme el casco verde.

Mientras le llegaba su pedido, Marroné empezó a asentar el aire con las manos para ver si lograba el necesario silencio. No le llevó mucho tiempo, a estas alturas tenía a todos estos feroces huelguistas comiendo de la palma de su mano. Marco Antonio no lo hubiera hecho mejor.

–¡Compañeros! –dijo y el efecto de su voz en la multitud fue como aceite sobre las olas de un mar picado–. Acabamos de tener, todos, aquí en Yesería Sansimón, un privilegio: el de vislumbrar una nueva sociedad, una nueva Argentina en la cual el capital y el trabajo puedan marchar de la mano, en lugar de enfrentados, como querían el General y la compañera Eva. Lo que ha hecho el señor Sansimón padre, hoy, aquí, marca un hito y es un ejemplo para todos, incluso para su hijo, aunque por ahora no parece muy contento que digamos. –Todos festejaron el chiste, menos, como era de esperarse, el implicado, que desde que Marroné había retomado la palabra había vuelto a escudriñarle el rostro preocupado y con atención redoblada. ¿Estaría a punto de reconocerlo? Si así fuera, no había mucho que pudiera hacer. Ya estaba jugado–. Éste es, compañeros, el sentido profundo de la palabra revolución: cuando los que hasta ayer eran enemigos hoy se encuentran hermanados. Y bien, compañeros, ahora la fábrica es nuestra. Y no, aunque agradecemos el gesto del señor Sansimón padre, porque nos la hayan regalado; apenas nos han devuelto lo que era nuestro desde siempre: no ha sido un acto de caridad sino de justicia, como quería la compañera Eva. La pregunta es, ahora, ¿qué hacemos con ella? Una fábrica en manos de sus trabajadores... ¿Puede ser la misma fábrica de antes? Un nuevo mundo se abre ante nosotros. ¿Qué queremos hacer de él? Lo de siempre... ¿o algo inédito? Llegó la hora de ser creativos, compañeros. Pongámonos todos por un minuto el casco verde.

Los obreros se miraron todos entre sí, o más bien a los multicolores cascos sobre sus cabezas, con un principio de azoramiento.

–Hablo metafóricamente –aclaró Marroné–. Imagínense que lo llevan puesto.

Fue en ese momento que saltó Sansimón.

–¡Yo te conozco! ¡Vos sos Macramé! ¡El jefe de compras de Tamerlán! –Y luego al resto–: ¡No lo escuchen! ¡Este hombre los está engañando con oscuros propósitos!

Se hizo un espectral silencio. Los ojos de la multitud iban de Sansimón a Marroné y de nuevo a Sansimón, como en un partido de tenis. El hechizo fue quebrado por una tímida voz que, precedida por una mano levantada, surgió del seno de la expectante masa:

–Ésa no es una propuesta de casco verde.

Hubo murmullos de aprobación, y algún que otro aplauso por lo atinado de la observación. El que la había hecho, un joven de huesos delgados y aspecto tímido, sonrió complacido y hasta se puso un poco colorado. Nuevamente la nota discordante fue aportada por Sansimón.

–¡Qué casco verde ni qué ocho cuartos! ¡Este hombre es un ejecutivo de una empresa rival! ¡Ahora entiendo todo! ¡Seguramente quieren arruinarme para después comprarnos por chirolas! ¡Los están usando! ¿No se dan cuenta?

–¡Casco marrón, casco marrón! –reclamaron varios de los presentes–. ¡Si va a tirar mierda que se ponga el casco correspondiente!

Una mano comedida calzó sobre la cabeza de Sansimón el casco correcto, con tanta fuerza que llegó a la base de la nariz la visera. Como en un número de payasos de circo tuvieron que ayudarlo a forcejear para que pudiera sacárselo y luego volvérselo a poner correctamente.

Ofuscado volvió a despotricar, pero Marroné había aprovechado la pausa del gag para extender los brazos con dedos abiertos para pedir silencio. Un par de codazos en las costillas transmitieron el mensaje a Sansimón.

–Respuesta de casco blanco –enunció Marroné, y con Pampurro que seguía en el estrado trocó su casco azul por el de ese color–. Blanco, el color de los hechos. Lo que dice el señor Sansimón es, compañeros, en efecto verdadero.

Una ráfaga de desaliento agitó el ánimo de la congregación. Era exactamente lo que quería. “Más fácil que venderle dulces a un niño”, pensó.

–Es verdad, compañeros, porque el señor Sansimón, como todo buen manipulador, trafica en verdades a medias. Es verdad que me crié en el seno de una familia acomodada... Pero también es verdad que soy hijo adoptivo, y nací en un hogar más pobre que el de muchos de ustedes. Es verdad que llegué aquí como ejecutivo de Tamerlán e hijos... ¿A quien se lo he ocultado? ¡Pero participar en esta toma me ha cambiado, y hoy me siento uno de ustedes! Mírenme si no... ¿Es éste el aspecto de un patrón, de un oligarca, de un explotador de la clase obrera? (no, no, gritaron varios). Es verdad que yo era un pituco... un burguesito... un... ¡A ver, los de casco marrón!

–¡Un cajetilla! ¡Un bacán! ¡Un garca! –le respondieron con entusiasmo, sonriendo de oreja a oreja.

–Gracias, compañeros... No esperaba menos de ustedes. Todo eso es verdad, como les venía diciendo... ¡Pero también es verdad que Perón era militar, Evita era actriz y el Che Guevara a niño bien me ganaba por varios cuerpos! –remató y justo a tiempo, porque ya se abría paso en dirección al podio el autoelevador sobre cuyas fauces metálicas se bamboleaba el Moisés en toda su monumental imponencia.

Le había venido de perlas el incidente con Sansimón, permitiéndole insuflar un poco de emoción en lo que de otra manera hubiera sido tiempo muerto. Todos los que lo acompañaban en la tarima, incluyendo a un Paddy cada vez más boquiabierto, ayudaron a descargar la mole de yeso con sumo cuidado para que no se desplomara e hiciera añicos contra el suelo. “Si sólo supieran lo que planeo”, pensó Marroné con una sonrisa para sus adentros. Luego de agradecerles les pidió a todos que bajaran, pues necesitaba disponer del máximo de espacio para sus próximos movimientos. Un compañero diligente había depositado la maza a sus pies, para cuando la necesitara. Todos los ojos estaban fijos en él, había vuelto a su cabeza el casco verde. Marroné dio un paso al frente, arremangándose el overol. Había llegado la hora de demostrarles a estos aficionados lo que podía una presentación audiovisual como la gente. Si sólo el señor Tamerlán estuviera allí presente para verlo, pensó por un segundo antes de dar comienzo a su arenga.

–Todos ustedes conocen esta figura, compañeros; la vienen viendo todos los santos días, algunos desde hace años, cada mañana cuando llegan y cada tarde cuando salen del trabajo. Y algunos quizá sepan que se trata de una reproducción idéntica, es decir, un calco, del célebre Moisés de Miguel Ángel que está en Roma. Moisés, señores, fue el profeta que sacó a su pueblo de la esclavitud y lo guió hasta la Tierra Prometida, aunque él mismo nunca pudiera entrar en ella. Algunos de ustedes, lo veo en sus miradas, creen ya haber adivinado por qué lo hice traer hasta aquí. Creen que lo usaré para trazar una analogía entre el señor Sansimón y el faraón, entre la liberación del pueblo de Israel y la de los trabajadores de esta yesería. Bueno, es así y no es así, así como este Moisés es y no es el verdadero. ¿Ustedes saben cuál es la diferencia entre el Moisés que está en Roma y éste, compañeros?

Aprovechando su pausa de efecto el joven escultor levantó la mano.

–El otro es de mármol.

–¡Exacto! –exclamó Marroné, apuntándolo con un dedo–. El compañero sabe de lo que habla, el compañero está en lo cierto. El otro es de mármol de Carrara, y Miguel Ángel, el gran Miguel Ángel, subió él mismo a la montaña para elegir un bloque sin falla. En cambio éste... –escupió sobre sus palmas, las frotó una con otra y, agarrando la maza del extremo de su largo mango, la blandió en un amplio arco que llegó a su término en pleno vientre del patriarca hebreo. Cuando la nube de polvo se hubo disipado todos pudieron ver, a través de la hundida malla de alambre y los fragmentos de yeso que colgaban precariamente de sus hilos sueltos, el enorme boquete que había abierto: el brazo izquierdo, desde el codo, y gran parte del pecho y vientre habían pasado hacia el interior hueco del imponente monumento.

–¿Lo ven? ¿Lo ven? ¡Es hueca! Hueca como todo lo que nos quieren enchufar de afuera. Allá podrán ser grandes obras de arte, compañeros, pero acá no son más que una cáscara vacía. Yo les pregunto, compañeros, ¿es ésta la tierra prometida que nos quiere vender el capital extranjero? Una hermosa fachada... ¿Y adentro qué? ¡Nada! Por eso decía el General que ni yanquis ni marxistas sino peronistas, compañeros. Acá no queremos saber nada con ideas foráneas que después nos resultan huecas como el fantoche este (Marroné le pidió perdón mentalmente). ¡Nada de Moiseses ni de Davides ni de Venuses de Milo ni Torres Eiffeles! ¡Nos quieren vender gato francés por liebre argentina compañeros! ¡Vamos de una vez a lo nuestro! ¿Y qué es lo nuestro compañeros? ¡Pero qué les voy a decir, si eso lo saben hasta los más pequeños, los hijos en sus casas, compañeros! ¡El Martín Fierro, el obelisco, Gardel, Perón y la Difunta Correa! ¡Y sobre todo Evita, la Primera Trabajadora de la Argentina y la Eterna Vigía de la Revolución, compañeros! –las últimas frases tuvo que gritarlas desgañitado para que pudieran ser oídas sobre el ruido de doscientas bocas que rugían. Ya estaba. El día era suyo. Había ganado la partida.

–¡A romper! ¡A destruir todas las figuras extranjeras! –gritaban varios exaltados, como si llevaran en las manos antorchas encendidas.

Era momento de encauzar esa energía.

–¡Compañeros! ¡Compañeros! ¿Adónde van? ¿No vieron el casco verde? Todavía no les dije mi nueva idea.

Varios rieron. ¡Es verdad! ¡La idea! ¡La idea de casco verde!

–Propongo que a esta nueva yesería, a esta yesería liberada, le cambiemos el nombre. Propongo que se llame Yesería Eva Perón, en honor a la Reina del Trabajo, y que para festejarlo lo primero que salga de su taller, hoy mismo, sea una remesa de noventa y dos bustos de Eva, así la primera ganancia que vaya directo al bolsillo del trabajador, sin que los chupasangres se queden con la mayor tajada, será, como en los días de la Fundación, cuando teníamos con nosotros a nuestra Hada buena, un regalo de Eva. ¡Yo mismo, en nombre de Tamerlán e hijos, les garantizo la compra y el pago inmediato!

Tras la vuelta olímpica de los obreros, que recorrió todo el perímetro de la planta llevando a Marroné en andas, lo depositaron nuevamente sobre el podio, al lado del baqueteado Moisés, y marcharon ordenadamente hacia el taller a cumplir con su tarea. Marroné los contempló con los brazos en jarra, satisfecho; y a Paddy, que se había subido a la tarima tras los festejos y miraba, ora a él, ora al Moisés horadado, le salieron las primeras palabras con esfuerzo:

–Disculpame, Ernesto. Yo creía... Nunca en mi vida vi dar vuelta así una asamblea. Vos sí que sos un cuadro de verdad –esbozó una sonrisa avergonzada–: Yo explicándote la diferencia entre condiciones subjetivas y objetivas y vos con tu mejor cara de boludo... –A pesar de que no había nadie cerca que los oyera, bajó la voz a un susurro para decir las palabras siguientes–: Vos sos un tapado, ¿no? ¿Con quién estás? ¿Con el erp o con nosotros?

–Mirá... –comenzó Marroné, reticente.

–Ya sé, ya sé, no me digas nada –hizo el gesto de labios sellados–. Una sola cosa quiero que me digas, si no te compromete. ¿Dónde recibiste tu entrenamiento? ¿Estuviste en Cuba?

–¿Eh? No, no –contestó Marroné, cuya atención se había desprendido súbitamente de lo que sucedía a su alrededor, como obedeciendo a un llamado interno de su cuerpo.

–¿Te pasa algo? –preguntó Paddy, viéndolo así absorto.

–No. Sí –le contestó mientras una sonrisa tenue se abría paso en su rostro, en respuesta al raro milagro que por segunda vez en una semana volvía a repetirse: algo estaba cambiando en su vida, sin duda alguna; y dijo, como para sí mismo, aunque no tan bajo que no pudiera oírlo su amigo–: Qué curioso. De pronto me vinieron ganas de ir al baño.