El sansimonazo
La noticia de la expropiación de Yesería Sansimón, ahora Eva Perón, por sus propios obreros, corrió como reguero de pólvora por el barrio y las fábricas vecinas, y muy pronto, gracias a la radio y la televisión, que encuadraron la noticia bajo el titular sensacionalista “Comenzó la era de los soviets argentinos”, por todo el país; por lo cual nadie se sorprendió cuando la guardia policial que rodeaba el predio fue duplicada en hombres y vehículos, y todos los obreros que no estaban abocados a la fabricación de las Evas fueron destinados por sus compañeros de casco blanco –entre los cuales ahora se contaba, por supuesto, el “Negro” Ernesto– a reforzar las divisiones de pertrechamiento y defensa. Él mismo, cuando no se demoraba en la arrobada contemplación de las húmedas Evas que comenzaban a acumularse en los secaderos, se calzaba el casco marrón y colaboraba en la recolección o fabricación de elementos para la defensa, llenando frascos con bolitas de vidrio o acero, aprendiendo a fabricar clavos miguelito y bombas molotov (de mecha química y de llama), haciendo rodar hacia los accesos de la planta barriles de ácido o solvente, incautando todas las reservas de pimienta de la cocina y mangueando las de los almacenes vecinos, controlando el funcionamiento de los matafuegos y las mangueras de incendio que un día de mucho calor terminaron dirigiendo unos sobre otros, él y sus compañeros de tareas, derribándose en jocosos duelos de cowboys, haciéndose zancadillas con los chorros duros como barras de hierro, en un juego de carnaval improvisado del que emergieron empapados y sonrientes.
Este episodio daba cuenta cabal del clima general que reinaba en la fábrica liberada: todos sabían que un intento de ocupación de la Yesería Eva Perón era posible, pero nadie creía que fuera inminente. Eran, por un lado, demasiados, y estaban dispuestos a defenderla hasta las últimas consecuencias. Los barriles de combustible y solvente acumulados en las cuatro entradas habían sido exhibidos ante el juez interviniente para sugerirle que la policía, si atacaba, recuperaría a lo sumo un montón de ruinas humeantes, y además estaban los rehenes. No era que los obreros mismos tuvieran la intención de hacerles daño; pero en caso de ataque servirían de escudos humanos, ¿y quién iría a agradecerle al gobierno la recuperación de la fábrica si el dueño y sus principales directivos no estaban vivos para hacerlo? Los huelguistas contaban, además, con el apoyo del pueblo, como lo evidenciaba la actitud de los vecinos, que los vivaban cada vez que salían por el barrio, regalándoles muchas veces las provisiones que ofrecían pagarles, ofreciéndoles lo poco que tenían (era un barrio humilde, casi una villa por tramos), dándoles aliento. Seguían llegando adhesiones de fábricas de la zona y de zonas vecinas, agrupaciones estudiantiles y partidos políticos; improvisados oradores, que nunca faltaban en la puerta, hablaban de Yesería Eva Perón como la vanguardia del proletariado y la punta de lanza de la revolución. Y como si todo esto fuera poco, desde el día de la asamblea Marroné iba de cuerpo con inédita regularidad. Algo de la euforia reinante se le debía contagiar cuando hablaba con el contador Govianus por teléfono.
–¿Le pasa algo, Marroné? Lo noto cambiado...
–Es la alegría de saber que pronto estaré allí con los noventa y dos bustos, señor contador –contestaba exaltado.
Y en parte era cierto. Al ritmo que iban estarían embalados y cargados para el 24, un día después de lo inicialmente previsto, es verdad, y con escaso margen, porque ese día trabajarían media jornada por ser Nochebuena; pero la asamblea había votado, para festejar la recuperación de la fábrica por sus legítimos dueños, que se hiciera un gran asado a puertas abiertas (salvo para la cana y los burócratas, se entiende) y Marroné no había creído oportuno aguarles la fiesta y dilapidar el crédito que entre ellos había obtenido, insistiendo como un pesado en que le terminaran el trabajo primero.
El día en cuestión amaneció, aunque algo caluroso, radiante, y desde temprano los obreros se abocaron a la tarea de disponer todo para la gran fiesta. Pusieron las mesas del comedor y los talleres en los jardines del frente, presididos ahora apenas por el David que se había quedado sin compañero, y al ver que no alcanzaban las suplementaron con caballetes y tablones, escritorios de las oficinas y hasta puertas que sacaron de sus goznes, recubriéndolas todas con manteles de diversos estampados y colores aportados por las vecinas del lugar, muchas de ellas esposas de los huelguistas. Las parrillas existentes también debieron ser suplementadas: con rejas, con verjas y protecciones de alambre tejido, y la vasta superficie en forma de U fue tapizada por debajo con un lecho de carbones ardientes y por encima con el contenido de un camión que enviaron de regalo los trabajadores de un frigorífico vecino: pronto chirriaban y crepitaban sobre las brasas, envueltos en humaradas de grasa quemada y lanzando en todas direcciones el aroma más apetitoso del mundo, medias reses enteras, orladas de guirnaldas de morcillas, chorizos y chinchulines, ejércitos de pollos cuyas pieles se volvían a la vista doradas y crujientes, lechones enteros que brillaban como cuero lustrado y parecían sonreír de pensar lo deliciosos que quedarían; y como un cíclope sonriente, con largos cubiertos de asador en la mano, presidía el Tuerto el general holocausto de los animales parrilleros. Debajo de algunos sauces, para que el sol matinal no las calentara, se erigían dos pirámides de apiladas damajuanas, una de vino blanco y otra de vino tinto, algunas regaladas y otras vendidas al costo por los comerciantes locales; los panes habían llegado en grandes canastos de mimbre que debían cargar dos hombres por vez y estaban ya siendo abiertos al medio por una brigada de cortadores para la preparación de los chori y los morcipanes. El comité ensaladero manguereaba las lechugas y cortaba en rodajas tomates y cebollas, y luego echaba todo en las enormes bateas donde otros volcaban el aceite de maíz y el vinagre de vino, botella tras botella, y revolvían con palas y espátulas de madera. La gente de casco azul se había pasado el día anterior volanteando y pegando carteles, también había pasado el aviso un fitito con doble megáfono que daba vuelta tras vuelta a la plaza de la estación, y todo eso, sumado al boca a boca y sobre todo al olorcito que llevado por el viento sobrevolaba las casas de material y las de chapa y se metía enloquecedor por las ventanas –hasta se dice que hacía bajar a los pasajeros de los trenes que paraban en la estación–, hizo que desde temprano comenzaran a llegar los contingentes de delegados obreros, estudiantes, simpatizantes, vecinos y colados a pasearse entre las parrillas humeantes, sentarse a las mesas o sobre el césped y manguear los primeros tragos de vino en vasitos de cartón encerado. Entre los árboles correteaban y jugaban docenas de niños, la mayoría hijos de los obreros de planta, abrazándose a las piernas de padres que no veían, en algunos casos, desde hacía días, y Marroné los contemplaba con un dejo de sana envidia. Había llamado a Mabel, la noche anterior, ofreciéndole que se acercara con los niños a disfrutar del día de campo con sus nuevos amigos, y ella no sólo declinó la invitación horrorizada sino que le hizo por teléfono una escena de recriminaciones y llanto por los días que llevaba fuera de casa, lo que no fue óbice para que le saliera a renglón seguido con el tema de las fiestas: “El veinticuatro nos esperan papá y mamá como todos los años, y con los tuyos ya arreglé...”. Marroné se había mostrado reticente, y Mabel tomó aire para un segundo estallido: “¡Lo sabía! ¡Sabía que todo esto era una excusa para hacerles un desprecio! ¡Te conozco, Ernesto!”. “No, no me conocés”, le había dicho después de cortarle, “y cuando vuelva –si vuelvo– si te creés que las cosas van a seguir como antes te vas a llevar un par de sorpresas”. Pero en fin, todo a su tiempo, por ahora podía pasearse bajo los barriletes que enriquecían con su colorido el azul uniforme del cielo, y escuchar los chasquidos de su papel y cola cada vez que se alejaba el helicóptero policial que los sobrevolaba y arrancaba de los presentes una atronadora silbatina de rechazo; en las zonas más despejadas de árboles se habían armado hasta tres picaditos simultáneos y la tarima que en la asamblea había servido a Marroné de escalera a la gloria había sido trasladada y rearmada bajo la sombra de los pinos. Con un largo empalmado de alargues habían montado sobre ella una consola y un par de parlantes para los números musicales, ofrecidos por varios grupos aunados en un festival de solidaridad con la toma. En ese momento tocaba un cuarteto de jóvenes de tez oscura ataviados con ponchos con motivos norteños de vicuñas y cactus: siku, quena, charango y bombo: Los Atahualpas.
Por el monte boliviano
avanza fusil en mano,
un nuevo caballero andante.
No es hidalgo, es comandante,
y la revolución prepara.
¿Su nombre?
Preguntaron haciendo una pausa y señalando a su público que, compuesto de jóvenes avispados de pelo largo y morral en su mayoría, completó a coro “¡Che Guevara!”, dando hurras y vivas. Otra casualidad, o más bien, otra señal, reflexionó Marroné, a quien no había pasado desapercibida, en la letra de la canción, la inequívoca referencia a su colega manchego.
La mayor parte del tiempo Marroné meramente se paseaba, disfrutando del espectáculo del verde prado de la fábrica convertido en parque del pueblo; pero cada tanto debía emitir directivas o evacuar las dudas de los obreros que se acercaban a consultarlo: los compañeros de guardia en la planta pedían el relevo (ya es hora, contestó), a los rehenes (¡se había olvidado de su existencia!) ¿debían subirles algo de comer o los invitaban a participar también? (que se jodan por explotadores), la gente quería refrescarse con las mangueras de incendios, ¿los dejaban? (se hará lo que quiera el pueblo). Lo consultaban por los motivos más variados, a veces hasta por cuestiones personales, y el planteamiento del problema concluía con el invariable ¿qué hacemos, Ernesto? que se había convertido en el estribillo, en el eslogan con que se identificaba el nuevo Marroné. En algunas de las idas y vueltas de este incesante trajín se cruzó con Paddy, que tampoco paraba de ir de aquí para allá atendiendo cuestiones de toda especie. Juntos contemplaron por un momento el espectáculo que ante sus ojos se desplegaba.
–¿Entendés, ahora, por qué me hice proletario? –exclamó su amigo, exultante–. Mirá lo que es esto. ¿Dónde más vas a encontrar un fervor así?
Marroné recordó las tribunas del St. Andrew’s festejando el try de Paddy contra el St. George’s, pero por algún motivo no le pareció atinado traer a colación el recuerdo.
De puro contento Paddy le pasó un brazo sobre el hombro y lo apretó contra el suyo, zamarreándolo. A Marroné se le hizo un nudo en la garganta, y por un momento estuvo a punto de confesarle todo acerca del episodio de las tizas de colores, pero luego pensó que podía arruinar el momento y lo dejó pasar.
–¡A puro pueblo les vamos a ganar a esos hijos de puta, Ernesto! ¡A puro golpe de pueblo les vamos a ganar! ¡Quién nos para ahora, carajo!
–Compañero...
Ambos se dieron vuelta a la vez. El que había hablado a sus espaldas vestía una campera de cuero finita, cerrada a pesar del calor, anteojos espejados y el pelo engominado peinado hacia atrás de las orejas, formando en la nuca un astracán de rulitos prietos.
–¡Miguel! –se sorprendió gratamente Paddy–. ¿Qué hacés?
Se dispuso a abrazarlo pero el otro le tendió la mano seco, ignorando la que a su vez había extendido Marroné educado.
–¿Qué es todo esto, Colorado? –le dijo a Paddy.
–¿Cómo qué? ¡La fiesta del pueblo!
–Pero, Colorado... Yo pasé por el portón como Pedro por su casa. No me paró nadie. La seguridad... es cualquiera. ¿Vos viste la cana que hay afuera?
Paddy señaló los jardines de la fábrica, que parecían un paseo público en un día de fiesta. Los atronadores sacudones del helicóptero que volvía a pasar sobre sus cabezas ahogaron en parte su respuesta:
–¡... nos sobra pueblo!
Marroné seguía parado al lado de ambos con cara de circunstancia. Recién en ese momento pareció el recién llegado percatarse de su presencia.
–¿Y éste quién es?
–Yo pensé que lo mandaron ustedes –contestó Paddy, mirándolo con un principio de azoramiento.
Había llegado el momento de tomar la iniciativa.
–Ernesto –dijo apenas, ya que hacía rato había advertido que un líder guerrillero nunca daba su apellido, y extendió con su mejor sonrisa de Cómo ganar amigos la diestra en la cara del maleducado, que esta vez no tuvo más remedio que estrechársela. Hasta esbozó una tensa sonrisa de respuesta.
–Ah, sí. Encantado, compañero. Me hablaron mucho de vos. Salvaste la toma en tiempo de descuento. Venís de la Columna Norte, ¿no?
Como su casa estaba en Olivos y la de sus padres en Vicente López, se sintió autorizado a decir que sí. Total... Su interlocutor se volvió nuevamente a su amigo, endureciendo ahora notablemente el tono y la expresión del rostro:
–Bueno, Colorado, ahora mismo le vas diciendo al pueblo que se mande mudar, que acá se terminó la fiesta.
–Pero...
–¿Me vas a discutir una orden directa?
Marroné observó el color subir al cuello y las mejillas de Paddy. Así mismo lo había visto en el colegio cuando algún maestro o preceptor lo verdugueaba. La presunción del recién llegado hizo que Marroné se sonriera para sus adentros. En aquella época no había quien lo hiciera callar. Cuánto menos ahora, que tenía detrás a todo el pueblo.
–No –dijo Paddy, bajando la cabeza.
La agachada de su amigo lo dejó boquiabierto. Estaba asistiendo a un hecho inédito, o al menos, desconocido para él. Paddy recibiendo órdenes sin chistar y obediente.
–Bah, no sé, decime vos. ¿Te parece que hay mucho para festejar? Ustedes liberaron una fábrica, es verdad... Pero el noventa y nueve coma nueve por ciento sigue en poder de los capitalistas y la burocracia. Además, al convertir a los obreros en propietarios de la empresa, en realidad los están desproletarizando... haciendo que le tomen el gustito al capitalismo. Es una típica desviación pequeñoburguesa y liberal, que prueba que tu proceso de proletarización apenas fue en la superficie... Te rascan un poquito así con la uña y se te sale de nuevo el colegio inglés. Estuviste demasiado en el frente sindical, Colorado, y perdiste de vista los objetivos estratégicos de la Organización. Ya superamos la etapa de las reivindicaciones parciales. En ésta no podemos darnos el lujo de luchar por el confort de los obreros y dejar que se nos aburguesen: hay que endurecerlos y prepararlos para la toma del poder. Ya no se trata de pedir jabón para los baños, sino de hacer la Revolución, y no para unos pocos –dijo, abarcando con un gesto amplio a la variopinta multitud–, sino para todos. Ahora, si te faltan pelotas para hacer la Revolución sólo avisanos y lo arreglamos sin problemas, porque hay cientos de compañeros dispuestos a morir en tu lugar. Una huelga no es cosa de risa, Colorado. Mientras haya un solo argentino que sufra nuestro deber es sufrir con él. ¿Qué están festejando acá? ¿Que mientras ustedes comen hasta reventar en los ingenios tucumanos los changuitos se mueren de hambre? ¿Que acá se emborrachan mientras los compañeros que combaten en el monte caen desmayados a veces por faltarles un trago de agua podrida, como pasaba en la columna del Che?
Paddy aprovechó la pausa para juntar sus dispersos cabales.
–La huelga, la toma, la recuperación fueron decididas entre todos, por asamblea. Lo mismo deberíamos hacer si queremos suspender la fiesta. Y no creo que nos resulte muy favorable la votación... –contraatacó–. Yo, acá, no le doy órdenes a nadie.
–Ya lo sé, Colorado. El que da las órdenes soy yo. Mirá –dijo, apoyando una mano sobre el hombro de Paddy, que se tensó como si le hubiesen clavado un punzón en el omóplato–. Como sé que pese a todo acá lograron algo importante y hasta los errores y las desviaciones no fueron fruto de la mala intención, voy a hacer una excepción y explicarte un par de cosas. Eso si Ernesto está de acuerdo, claro.
Marroné asintió y agradeció con una escueta sonrisa la deferencia.
–La Conducción prepara algo grande... Primero vamos a recuperar el Gremio... ya sabés a lo que me refiero. Babirusa hizo más que el gobierno y la patronal juntas por hacer fracasar esta toma, y eso lo sabés vos mejor que yo... Ahora mismo, mezclada entre esta gente tan linda que entró por las puertas que ustedes dejaron abiertas al pueblo, se pasean los pesados del sindicato, marcando los accesos, los puntos débiles de la defensa y a los dirigentes que van a boletear, a vos primero de todos. Ésa es una de las razones para terminar con esta kermés: es una falla grave de seguridad. Igual, eso se arregla fácil. Mandé traer gente nuestra, antes de la noche llegan. Pero para tus liberaladas necesitamos un remedio más fuerte. Te voy a relevar de la conducción de la agrupación, Colorado. Vas a pasar al frente militar. Así que vas a seguir peleando por todos ellos... –señaló vagamente el edificio de la fábrica, dando a entender que se refería a la clase obrera–, pero en otro ámbito. Si querés, tomalo como un ascenso. Hay que empezar a moverse, Colorado, hay que saltar a la próxima etapa. Se terminaron los cuadros especializados, el que hace la diferencia es el cuadro integral, que pueda cumplir con todas las tareas. Cada militante debe ser también un soldado dispuesto a dar la vida.
Marroné, comedido, estuvo a punto de mechar con una cita de El samurái corporativo, pero luego lo pensó mejor. A ver si todavía se deschavaba. Paddy había fruncido el ceño, más preocupado que enojado ahora, hasta que al fin se atrevió a preguntar:
–¿Van a boletearlo a Babirusa? ¿Quieren que participe?
–¿Algún problema?
–No... Pero... ¿Es necesario? Si en las elecciones seguro los borramos del mapa. Mirá lo que es esto.
–Sí, ya vi. Lo mismo dijeron la última vez. Y dos días antes arregló con las patronales y despidieron a todos los compañeros de la lista opositora. Babirusa es un traidor a la causa de los trabajadores. Y tiene en sus manos la sangre de varios de tus compañeros, por si no te acordás.
Paddy se estaba cabreando de nuevo.
–Claro que me acuerdo. Me venís a echar en cara...
–Y entonces qué. ¿Tenés miedo?
–No, Miguel, pero es que así es todo lo mismo. Si al traidor lo sacás con elecciones limpias, o si se queda por embarrar la cancha, más si la embarra con sangre, lo señalás como traidor. En cambio boletear, podés boletear a cualquiera. Da lo mismo que sea Tosco o Vandor.
–¿Ves que sos un burguesito? Lo único que falta es que me salgas con el valor sagrado de la vida humana. ¿Sabés qué, Colorado? Por si no te enteraste, nuestro objetivo no es salir campeones morales, sino hacer la Revolución. Y la Revolución no es para señoritas remilgadas, andá enterándote. Así que terminémosla que ya me estoy hinchando un poco las pelotas. Si querés seguir charlando, otro día nos juntamos a tomar el té. Ahora, tenés una cita a las cinco en el último banco de la estación, del lado que va para capital. Mientras vamos a cerrarle la canilla a la festichola. ¿Venís, Ernesto? Como la gente todavía no me conoce va a ser mejor que les hables vos.
Marroné asintió, porque mal podía negarse, aunque hubiera preferido partir con su cabizbajo amigo. De todos modos lo agarró fuerte de un brazo y le dio una palmada en el otro, para darle ánimos, aunque después se dio vuelta en un reflejo inconsciente para ver si no le había dejado el overol blanco manchado de tiza de colores.
–Me cae bien el Colorado –le dijo Miguel a Marroné mientras se alejaban–. Con el tiempo, creo que va a llegar a ser un cuadrazo. El problema es que lo agarramos un poco grande, viste. A cierta edad hay vicios muy arraigados... No se lava así con un poco de grasa de máquina el estigma del colegio inglés. Formar un verdadero cuadro obrero lleva años, como bien sabés. En fin... No le va a venir mal un poco de cuerpo a tierra. Así que no se preocupen, que acá, como ves, está todo muy encaminado...
Con la última frase se hizo la luz en la mente de Marroné. Así que eso era. El tipo lo había tomado por un veedor que mandaban los de arriba, y para congraciarse había sobreactuado la reprimenda. Desde un principio había tenido una sensación de familiaridad. Era una paranoia de lo más común en el mundo de la empresa, que se adosaba a cada nuevo que aparecía. En fin. Gracias a este malentendido, la coyuntura se presentaba favorable. Si se cuidaba de no meter la pata podía sacar partido.
–¿Vos estás con Tamerlán, no?
Su corazón dio un vuelco. ¿Lo estaría poniendo a prueba?
–Vigilándolo de cerca... –murmuró.
–Brillante –concluyó Miguel–. Siempre hay que tener alguien adentro. Desde el comienzo, una operación impecable... un relojito. ¿Fue tuyo el plan?
–Yo sólo pasaba los informes –respondió Marroné con falsa modestia que el otro tomó, como esperaba, por asentimiento.
Secundado por Miguel, que lo seguía como su sombra a todos lados, Marroné fue despertando a los obreros que bajo los árboles dormían la mona, mandándolos a tomar café y colocar el casco que correspondiera sobre sus cabezas; mandó cerrar el portón de entrada y dio al portero la orden de abrirlo sólo para los que salieran; hizo echar agua sobre las brasas del asado, guardar en el depósito las damajuanas que quedaban llenas, confiscar las pelotas de fútbol, enrollar los hilos de los barriletes y empezar a juntar, entre todos, el extenso nevado de vasos y platos de cartón, servilletas, envases y colillas que había caído sobre el verde prado. No era tarea grata, pero había que hacerla, y un índice del alto grado de disciplina y el ascendiente que en los últimos días había ganado sobre los obreros era que si bien algunos refunfuñaban y otros le respondían con un dolorido “¿Ya, Ernesto?” ninguno discutió ni remoloneó a la hora de cumplir con su tarea. Su acompañante estaba por momentos más y más impresionado, y Marroné, que no cabía en sí del orgullo, pudo vislumbrarse, en un futuro no tan lejano, compartiendo en un seminario sobre liderazgo toda esta rica experiencia con un auditorio embelesado. “Un líder nato es líder en cualquier circunstancia”, fue la frase-fuerza que se formó sola en su mente en ese momento, y se prometió anotarla en su libreta apenas tuviera un respiro.
Esa misma noche llegó en una combi la gente que Miguel había prometido. Eran seis, cuatro hombres y dos mujeres, todos jóvenes, le pareció a Marroné, que no llegó a verlos sino de lejos: vestían jeans o pantalones Ombú, zapatillas y remeras, con camisas Grafa abiertas por encima algunos de ellos, y cargaban bolsos largos, tan pesados que estiraban el brazo que los llevaba, y que al ser depositados en el suelo hicieron ruido de ferretería. Miguel cuchicheó con ellos unos cinco minutos al cabo de los cuales se dispersaron, desapareciendo en las sombras vecinas.
–Si estás de acuerdo –le dijo Miguel apenas hubieron partido–, el mando militar lo tomo yo, para no andar pisándonos la cola. Pero la estrategia global la planeamos juntos.
Decidieron montar el puesto de mando en la oficina de Sansimón –habiendo sido él y los otros rehenes trasladados, por sugerencia de Marroné, a la general, “para terminar con los privilegios”–. Cuando entraron sintieron olor a encierro, sudor, pucho, cerveza volcada, comida en mal estado y hasta semen rancio: era evidente que los altos ejecutivos habían ido perdiendo con el paso de los días sus costumbres civilizadas, entre ellas la higiene. Marroné reprendió a los del comité de limpieza: que fueran los patrones y los explotadores de la clase obrera no justificaba que los tuvieran en condiciones indignas, no queremos ser como ellos, dijo aunque íntimamente se regocijara; y tan rápido como pudieron abrieron ventanas para que se aireara, sacaron la basura, echaron desodorante en aerosol y pasaron la aspiradora. Se quedaron, él y Miguel, tomando mate hasta la hora de la cena, con la luz apagada por seguridad, ya que el amplio ventanal daba al frente y serían un blanco fácil para los tiradores de elite allí apostados. Más que nunca, pensó Marroné, debía aplicar en esta charla todo lo aprendido en cursos, lecturas y conferencias, y así habló poco y escuchó mucho, haciendo preguntas precisas y dando respuestas ambiguas, repitiéndose mentalmente que era el otro, no él, el que estaba siendo examinado, de lo cual por otra parte estaba su interlocutor absolutamente convencido, razón por la cual hablaba hasta por los codos, en su intento por congraciarse con los superiores que habrían mandado a Marroné de espía:
–La idea es que cada fábrica tomada se convierta en una trampa para los matones del sindicato, la Triple A y la policía. En cada una metemos un pelotón de combatientes, bien escondido. Después les boleteamos a algún burócrata del gremio, viste, para chuzarlos. Cuando se vengan, pensando que se enfrentan apenas a laburantes con cortas y sin ninguna práctica de tiro, se van a llevar la sorpresa de sus vidas. Otra vez no nos agarran dormidos, éste va a ser el Ezeiza de ellos, eso te lo aseguro. Y cuando el pueblo los vea salir corriendo se va a dar cuenta de que sólo con nosotros está seguro.
Marroné aprobaba todo lo que escuchaba con gesto convencido, y hasta se dio el lujo de dar a entender que nada de esto sería pasado por alto cuando le llegara al compañero el turno de ser promovido. Pero esa noche tras darse una ducha y ponerse un overol limpio, prenda a la cual se había habituado como si no hubiera vestido otra en su vida, y acostarse en el sofá cama de la que había sido la oficina de Garaguso, adonde se retiraba cuando quería estar tranquilo, le resultó imposible conciliar el sueño: cada pequeño ruido lo sobresaltaba, pensando que podía ser el crujido de una bota, el amartillado de un fusil semiautomático, el rodar de una granada por el piso; así que optó por levantarse y hacer la ronda de los piquetes de guardia, para ver si todos estaban alertas y en sus puestos. La noche estaba fresca y limpia, como correspondía al día radiante que habían tenido, y recordando que al siguiente sería Nochebuena –o más bien hoy mismo, pues las doce habían dado hacía rato– levantó los ojos al cielo, como buscando una nueva estrella de Belén que anunciara el nacimiento... ¿De quién? ¿Del nuevo Ernesto?
En el portón principal resultaban claramente visibles las siluetas armadas, recortadas nítidas por los reflectores de la policía; en los puestos del perímetro este y el vértice norte se oían las voces bajas y ardían vivaces los fuegos; apenas en el ángulo sur la oscuridad y el silencio lo invitaron a llegarse más cerca: el Tuerto y Pampurro, que habían escabiado duro toda la fiesta, dormían éste con cierto decoro apoyado de espaldas en un tronco y aquél despatarrado sobre el césped húmedo y con la boca abierta. Marroné se inclinó para recoger el arma caída, que resultó ser la Smith & Wesson de Sansimón, y la amartilló junto a su oreja, no logrando del Tuerto más respuesta que un sonoro ronquido. Empujándolo con la punta del zapato lo hizo rolar en vaivén hasta que se abrió en su rostro un ojo somnoliento.
–Me parece que se le cayó esto, compañero –dijo, balanceando la pistola del guardamonte con el dedo.
Incorporándose, el Tuerto le dedicó una sonrisa de pícaro atrapado y alargó paralelas e invertidas ambas muñecas en el tradicional gesto de “voy preso”, y Marroné soltó despacio el percutor del arma y la depositó sobre las palmas abiertas. Le hizo un saludo militar con dos dedos y se alejó silbando, levantando dos dedos en V al susurrado “¡Gracias, Ernesto!” que sonó a sus espaldas. Eran buenos hombres, después de todo, apenas les faltaba un poco de entrenamiento.
No se había cruzado con ninguno de los montoneros que había hecho venir Miguel, pero no era de extrañarse; siendo profesionales no se dejarían ver tan fácil. Aunque para toda regla hay una excepción, comprobó Marroné una vez más al franquear el acceso del transepto derecho y divisar, más allá de las máquinas verdes, una figura de espaldas, sentada bajo uno de los faroles que en órbitas de insectos colgaba del techo. Era una de las dos chicas, descubrió al acercarse sigiloso, para no sobresaltarla, y distinguir el largo cabello castaño que caía suelto sobre su espalda. Empezando a darle la vuelta descubrió también qué era lo que la tenía tan absorta: un libro abierto sobre las rodillas, que estaba leyendo. Sorprendido –era la primera lectora de libros con la que se topaba desde su llegada– debió haber hecho algún ruido, porque un segundo después, con una exclamación de sorpresa, la chica había dejado caer el libro y le apuntaba con su fusil FAL a la cabeza. Pero no fue esto, sino el rostro de la joven que ahora lo miraba con ojos desorbitados por el susto lo que dejó a Marroné paralizado y con la boca abierta. Marroné la había reconocido de inmediato. Era Eva. Al encontrarse sus miradas, también ella pareció reconocerlo, porque acto seguido bajó el arma y le hizo la venia.
–Disculpe.
Marroné dijo lo primero que se le pasó por la mente.
–Descanse, compañera –señaló el libro caído–. ¿Leyendo?
Eva hizo un gesto impulsivo de ir por él pero Marroné la frenó con la palma abierta y se agachó él mismo para recogerlo. Era una edición de bolsillo, con una tapa color fucsia desde cuya base se levantaba un bosque de manos alzadas, algunas abiertas pero la mayoría enarbolando los dedos índices enhiestos; la sensación de incomodidad casi física de Marroné fue tan intensa que no pudo contener un vistazo al rostro de Eva, para ver si se había dado cuenta. Pero ella sólo parecía preocupada por el libro cuyo predecible título, Los condenados de la tierra, no le dijo nada a Marroné, aunque el autor, Frantz Fanon, le sonaba de algún lado. De puro curioso lo abrió al voleo.
–Por favor, devuélvamelo –dijo Eva, alargando la mano–. Le juro que no volverá a suceder...
–No te preocupes –condescendió Marroné al tuteo–. Entiendo que se hacen largas las horas de guardia. Pero no hace falta que te diga lo que podía haber pasado si en vez de ser yo era el enemigo.
Eva asintió compungida, despejándose el rostro del pelo: era sin duda la Eva de la fotonovela, recordándole más que a ninguna otra, así con su castaño pelo suelto, a la jovencita recién llegada a Buenos Aires, posando feliz en su malla enteriza a lunares: hubiera querido hacerle una gracia, para verla sonreír de nuevo, esta vez en vivo y en directo.
–¿Cómo te llamás? –le preguntó.
–María Eva –contestó tras titubear apenas.
Por supuesto, pensó Marroné. Era el nombre de guerra, evidentemente, y tendría que contentarse con él: un dirigente guerrillero jamás preguntaría por el verdadero.
–Así que María Eva nos ha resultado una lectora –dijo en tono que quiso ser simpático, pero demasiado tarde se dio cuenta de que le había salido como un reto de profesor de secundario–. No te preocupes –se apresuró a remediarlo–. Por esta vez queda entre nosotros. Yo también soy un lector voraz, leo siempre que puedo, hasta en el... eh... colectivo –dijo, sorteando con un leve esfuerzo el palito que él mismo inadvertidamente se había puesto–. ¿Puedo? –dijo, desplegando el libro en la página abierta y comenzando a leer acto seguido:
En primer término, la imposibilidad de pararnos junto a una mujer, el riesgo que corremos de no volver a encontrarla ningún día más, le infunden bruscamente el mismo encanto con que revisten a un determinado país la enfermedad o la falta de recursos que nos impiden visitarle, o con que reviste a los días que nos quedan por vivir el combate en que de seguro sucumbiremos. De modo que si no hubiera costumbre, la vida debería parecer deliciosa a esos seres que estuviesen amenazados con morir en cualquier momento, es decir, a todos los humanos. Además, si la imaginación se siente arrastrada por el deseo de lo que no podemos poseer, su impulso no está limitado por una realidad perfectamente percibida en estos encuentros en que los encantos de la mujer que vemos pasar suelen estar en relación directa con lo rápido de su paso. A poco que oscurezca, y con tal de que el coche vaya aprisa, en campo o en ciudad, no hay torso femenino mutilado, como un mármol antiguo, por la velocidad que nos arrastra y por el crepúsculo que le ahoga, que no nos lance, desde un recodo del camino o desde el fondo de una tienda, las flechas de la Belleza; esa Belleza que sería cosa de preguntarse si en este mundo consiste en algo más que en la parte de complemento que nuestra imaginación, sobreexcitada por la pena, añade a una mujer que pasa, fragmentaria y fugitiva.
Marroné levantó la vista, asombrado, al encabezado de la página: “A la sombra de las muchachas en flor”. Intrigado buscó la primera página: era la 127. Recién ahí entendió: lo que tenía entre manos era el fragmento de un libro mayor, desprendido del original y pegado entre las tapas de otro.
–Por favor, no le cuente a mi responsable –escuchó la voz de María Eva–. La otra vez que me agarró leyendo a Proust me hizo escribir mi autocrítica. Si se entera que reincidí...
–¿Por eso lo escondiste adentro del de Fanon? –le preguntó sonriente.
María Eva le devolvió una sonrisa entre tímida y traviesa, la primera. Era la de la fotonovela, sin duda. Apenas entraran en confianza le preguntaría.
–¿Y te gusta?
–¿Fanon? Bueno, claro, tiene razón en todo lo que dice, sobre la cultura del colonizador y la del colonizado, ¿no? Claro que son un poco distintas la situación de África y la nuestra... digo, cuando lo escribió, allá eran colonias en serio...
–No, Proust –la atajó antes de que siguiera.
Hablaba rápido y como excusándose, como si su propio entusiasmo le diera vergüenza.
–Aaaah. ¡Claro! Bueno, es re-burgués, no, ojalá, ni siquiera burgués, es re-oligarca, con todas esas princesas y marqueses, y sus residencias... Son todos tan snob... Por momentos casi te da vergüenza ajena. Cualquiera diría que en Francia nunca hubo Revolución Francesa. Y es tan tan europeo... Yo entiendo que los compañeros me miren torcido cuando se enteran, pero qué sé yo, es como un vicio... Y tiene otras cosas... la relación de él con la mamá, cuando quiere que lo acueste, y el amor de Swann por Odette, y los paseos por el lado de Méséglise y de Guermantes... De golpe estás leyendo y es como si te hubieras ido al campo... Ay discúlpeme... Le hablo como si todos lo hubieran leído. Soy una guaranga, siempre hago lo mismo. ¿Usted...?
–Tuteame y llamame Ernesto –la tranquilizó. Hizo memoria para ver si sabía algo de Proust: había escrito En busca del tiempo perdido, eran varios tomos, y tenía algo que ver con los recuerdos... Pero no había en toda la literatura empresarial, que supiera, ningún título del estilo En busca del negocio perdido o A la sombra de los mercados en flor.
–No, no tengo tiempo que perder –se permitió el chascarrillo–. Como sabés, no existen los oficiales part time... eh... Pero a veces hay que tomarse un respiro, ¿no? No se puede leer a Marx y Lenin y Mao todo el tiempo. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo... –tomo airé antes de decir– el Quijote.
Esta vez obtuvo de María Eva la sonrisa de la foto: plena, radiante, eterna.
–No te creo. Yo lo terminé hace dos meses. Todavía me acuerdo del día. Cuando se murió, así, tan apichonado, me dio una pena... Me puse a llorar como una nena.
Marroné ensayó una mirada severa:
–Me contaste el final.
María Eva se tapó la boca y abrió los ojos horrorizada.
–Era un chiste. Ya sabía cómo termina –mintió para tranquilizarla.
De pronto María Eva pareció recordar dónde estaba, pues miró en varias direcciones como preocupada.
–Tendría que volver a mi puesto, ¿no? Si Miguel llega a verme...
–Yo me hago cargo –dijo Marroné, alzando los hombros como pelando jineta.
–Gracias –otra vez la sonrisa–. Pero lo que pasa es que... Miguel, además de mi responsable... es mi compañero, ¿entendés?
Marroné entendió, y sólo con un esfuerzo de los músculos faciales atajó a tiempo el rictus descendiente de la boca.
–Bueno –dijo, tratando de no dejar traslucir su propio apichonamiento–. Mañana por ahí hablamos con más tiempo. Sólo una cosa quería preguntarte: ¿vos sos la Eva de la fotonovela?
Esta vez su reacción fue diferente: se puso colorada, como la Eva bíblica, sólo que en lugar del cuerpo ocultó la cara en la mano abierta.
–No me digas que la leíste –dijo a través de los dedos.
–Sí. Vos sos la que hace de Eva, ¿no?
María Eva se destapó la cara y asintió con los labios pegados.
–¿Por qué te da vergüenza? Saliste muy bien.
María Eva lo miró un segundo como si tratara de adivinar qué respuesta se esperaba de ella.
–Sí, ya sé. A Eva yo la admiro muchísimo, y me encantó hacer de ella, me lo tomé muy en serio. Con decirte que para la parte en que se enferma me puse a dieta... Aunque La razón de mi vida es un poco pavo por momentos, medio cuentito de hadas, pero bueno, ya sabemos que se lo reescribieron cuando estaba enferma... Nosotros tratamos de recuperar a la Eva verdadera. El guión original estaba muy bueno, no sé si lo llegaste a leer... Era de un compañero, Marcos, ya sabés. Después se lo retocaron un poco, le metieron más militancia, más consigna –de golpe pareció darse cuenta de que Marroné, como dirigente, bien pudo haber sido el que ordenó dichos cambios, porque se atajó enseguida–: No es una crítica, eh, ya sé que lo que necesitamos no es literatura de sofá sino de trinchera. Igual, no sé, lo de la fotonovela un poco me cuesta. Son prejuicios burgueses que traigo, no, de chica me enseñaban que son chongas, para gente ignorante, porque las lee el pueblo. Pero al final, una fotonovela, bien hecha, ¿por qué no puede valer lo mismo que una película, o una historieta? No te digo El Tony o Intervalo, digo una como las de Oesterheld, ¿no?
Marroné asintió, aunque no tenía idea de lo que le estaba diciendo. Por momentos se dejaba ganar por la extrañeza: que una hermosa joven vestida con ropa de fajina le hablara de Proust con un FAL en la mano no era algo para lo cual su vida anterior lo hubiera preparado.
–O sea, no le vas a pedir a un obrero que lea esto –dijo, enarbolando el libro de Fanon, aunque quizá se refería al que se ocultaba adentro–. Pero hay algo que no me cierra... Viste, me dicen que no lea a Proust porque es burgués, porque es europeo, porque el pueblo no lo entiende... Pero en Cuba todo el mundo lee a Lezama, a Carpentier, que de obreros no tienen un pelo... Y al final la Revolución la hacemos para eso, ¿no? Los rusos no quemaron el Hermitage. Lo abrieron al pueblo. No sé... Supongo que en esta etapa hay que renunciar a Proust... para recuperarlo después de la Revolución, cuando podamos leerlo en serio, y todos, no un grupito selecto. Cuando hacía teatro me pasó lo mismo.
–¿Sos actriz?
–Claro. ¿No te diste cuenta, por la fotonovela? –dijo con una risita coqueta.
–¿Estuviste en cine, o en la tele?
–No, teatro solamente.
–¿Y por qué dejaste?
–Bueno, la verdad es que ustedes mucho tiempo no nos dejan, ¿eh? No lo tomes a mal, es un chiste. A ver... cómo te explico. Un día... le vi la cara al público. Hacía de Nora: todas las noches sacudía los bastidores de un portazo para que las señoras casadas volvieran a sus casas contentas. También de Antígona: enterraba a mi hermano para que al otro día al leer el diario los espectadores no se alarmaran por las listas de desaparecidos y muertos. Después leí a Brecht, y me di cuenta de que estaba haciendo teatro catártico. Me di cuenta de que estaba actuando para los burgueses, para aliviar sus conciencias culpables. Hice teatro en villas, pero seguía esa sensación... Lo que hacía no les llegaba, porque mi actuación seguía siendo burguesa. Ahí me di cuenta de que tenía que dejar el teatro, con todo lo que lo amaba... Pero bueno, a todo lo que renunciamos en esta etapa nos lo devolverá multiplicado el triunfo de la Revolución, ¿no? Así fue como pasé de la actuación a la acción. Como Evita. Ay, ahora sí, tengo que volver a mi puesto. Me encantó hablar con vos... eh...
–Ernesto –repitió su nombre Marroné, que a decir verdad apenas había hablado, pero esta vez no por aplicar la sexta regla de Cómo ganar amigos, sino por mudo embelesamiento.
Se despidió con un saludo vagamente militar, pero dándole un tono canchero, como “entre nosotros no nos tragamos ésta”, y para no activar el montacargas, que hacía mucho ruido, subió por la escalera caracol. Hojeó un poco la fotonovela, buscando las fotos de ella, acariciando la de la malla a lunares y la de uniforme guerrillero, luego apagó la luz y se quedó rememorando la conversación; recién cuando comenzaba a clarear el alba en las barras de cielo que filtraba la persiana baja logró conciliar un par de horitas de sueño.
A primera hora de la mañana se encontraba en el edificio del comedor compartiendo el desayuno de pan y mate cocido con sus compañeros cuando Zenón, que estaba con una radio a transistores pegada al oído, alzó la voz por sobre el general bochinche para anunciar:
–¡Boletearon a Babirusa!
Inmediatamente un rugido de triunfo, como el que festeja un gol en la cancha, hizo vibrar las ventanas del comedor y ensordeció los oídos, y los cascos de varios volaron por el aire, golpeando al caer cabezas o pies y reventando platos y tazas. Los obreros se abrazaban, se daban besos o pellizcos en las mejillas y algunos, los más exaltados, se subieron en los bancos como si fueran tablones de tribuna y saltando cantaban:
–¡Babirusa, traidor, a vos te va a pasar, lo mismo que a Vandor!
Marroné pensó en corregirlos: ya le había pasado. Pero cantos eran cantos, y quién era él para meterse con sus tradiciones. Zenón, que mantenía pegada a la radio la sopapa de su oreja, interrumpió el jolgorio para dar precisiones:
–Lo acribillaron a la salida de la casa. Bajaron a uno de los guardaespaldas también. Todavía no la espichó pero dicen que de ésta no sale.
La aclaración no hizo mella en el ánimo de los comensales, que volvieron a dar vivas y a entonar los cánticos de rigor. Al menos, pensó Marroné, no se andaban con medias tintas para expresar lo que sentían. No creía que en la empresa, en caso de que algo así le sucediera al señor Tamerlán, se atrevieran a exteriorizar de igual manera sus sentimientos, aunque muchos en privado le desearan la peor de las suertes.
Entre risas sueltas, bromas del tipo “¿Sabés cómo le dicen a Babirusa?” y algún cantito suelto, los obreros se fueron dispersando hacia sus respectivos puestos: apenas estuvieran terminadas las Evas se iban para sus casas, a prepararse para la Nochebuena; y después de la Navidad, por fin una Navidad obrera, retomarían la producción a pleno con el trabajo de planta y el concurso de todos sus obreros: fin de la explotación, fin de la plusvalía, fin del trabajo alienado; la Yesería Eva Perón era territorio liberado y en ella la patria socialista era un hecho, Marroné le iba diciendo a los obreros a medida que los despedía con una palmada en la espalda o, a los de más confianza, con una nalgada. Terminaban de salir y estaba él por hacer lo propio cuando se cruzó con un fantasma. Era Paddy que llegaba, con los ojos apagados, mortalmente serio.
–¡Pa... Colo! Vení, sentate. ¿Ya desayunaste? ¿Querés comer algo?
–No tengo hambre. Dame algo de tomar.
Chasqueó los dedos para que Pampurro, que hoy estaba en la cocina, le trajera una taza de mate. Paddy la bebió a grandes tragos sedientos que le abultaban la garganta.
–¿Todo bien?
Paddy sacudió la cabeza.
–¿Querés hablarlo?
Paddy repitió su gesto.
Marroné se quedó a su lado unos minutos, haciéndole compañía, observándolo. Le dolía ver así a su amigo, aunque también, si quería ser sincero consigo mismo, una parte suya lo envidiaba. Había estado en un tiroteo, había disparado un arma sobre otras personas; quizá, también, hasta había matado. ¿Tendría él el coraje necesario, en caso de hallarse en un trance semejante? Pensaba que no, pero la vida era tan sorprendente a veces. Si alguien le hubiera dicho, la mañana en que salió de su casa como todos los días, rumbo a la que entonces era Yesería Sansimón, que en poco más de una semana estaría convertido en líder de huelguistas y en supuesto dirigente guerrillero... ¿Qué habría respondido? Que a su interlocutor debían encerrarlo sin demora en el loquero más cercano, lo menos. Era una de las lecciones que le había dejado la lectura de la vida de Eva Perón. ¿Quién era uno realmente? ¿Quién sabía, en determinadas circunstancias, qué sería capaz de hacer, y qué no? Quizá su amigo estuviera haciéndose las mismas preguntas en este momento. O tal vez, se rectificó, mirando de nuevo la expresión de su rostro, tenía ahora algunas respuestas. Que no parecían ser de su agrado.
–Bueno... Me voy a ver cómo sigue la producción –dijo finalmente, dando en cada rodilla una palmada simultánea.
Paddy apenas lo miró para decirle, con voz quebrada:
–Me vieron, Ernesto. En este momento la gente de Babirusa me está buscando. Y a mí –con un gesto vago condensó la baliza encendida de su cabello y barba– me reconocen en cualquier lado. Voy a tener que desaparecer por un tiempo.
–Acá estás seguro –lo tranquilizó Marroné convencido–. Todos los compañeros te cuidamos. Miguel trajo a seis especialistas...
–Sí, ya sé. Pero yo no quería ser clandestino. Yo soy un jetón de alma. Lo mío es estar entre la gente. Pero si me quedo acá estoy jodido.
–No dramatices, che –dijo Marroné con júbilo sincero–. Me parece que son ellos los que tienen contados los días. Como el capitalismo, ¿no? –dijo, dándole una palmada en la espalda.
Apenas salió al exterior se encontró con un espectáculo inesperado, aun para los ampliados parámetros de esos días. Una inmensa nube de mariposas estaba atravesando los jardines de la fábrica; debía tratarse de una especie de migración, pues todas volaban en la misma dirección, aproximadamente de este a oeste: surgían desde atrás de las casas del barrio obrero que se extendía más allá de la entrada, pasaban por los huecos de la cada día más compacta barrera de móviles y efectivos policiales, o directamente la sobrevolaban, y luego atravesaban el alambrado, donde algunas se enganchaban y quedaban unos segundos, aleteando. Las que lograban pasar atravesaban todo el predio de la fábrica y tras sortear el alambrado del lado opuesto se perdían en las primeras estribaciones de la villa que se extendía del otro lado de un arroyo de aguas negras. Eran todas, hasta donde alcanzaba a ver, del mismo tamaño y formato, pero variaban en los colores: naranja apenas virado a óxido, amarillo limón, amarillo verdoso, blanco inmaculado y celeste cielo, y cuando logró atrapar una entre sus dedos –no era difícil, bastaba con alzar la mano en el aire y se golpeaban contra ella– pudo observar más de cerca el cuerpo velludo, los ojos iridiscentes, el botón verde brillante de las antenas y el reborde gris en el vértice de las alas. La dejó ir, aleteando, y observó curioso, como si evocara un recuerdo lejano, el polvo de colores que le dejó sobre la yema de los dedos. Restregándolos sobre el overol reemprendió la marcha hacia el taller. En el camino se topó con dos obreros que pasaban espantando las mariposas con la mano como si fuesen moscas, pero el tercero, aquel que había bautizado con el nombre de Edmundo Rivero, había dejado lo que fuera que estaba haciendo y como transfigurado las contemplaba, la boca entreabierta por el peso del mentón grueso, sus grandes manos colgando a los lados inertes.
En el taller todo marchaba a pedir de boca. Los obreros lo saludaron, aunque sin descuidar sus tareas, que encaraban con alegría y tesón renovados, ahora que todo era de ellos; y Sansimón padre, que seguía orientando el funcionamiento, se acercó a recibirlo en persona y tomándolo del brazo lo guió hasta el área de trabajo. La última de las Evas acababa de salir del secadero y aguardaba, junto a diecinueve compañeras, que la embalaran en su nido de estopa y madera y la cargaran en el camioncito que albergaba a las setenta y tres restantes. Pasó la yema del dedo por el esbelto y delicado cuello y el mentón redondeado, se demoró trazando el contorno de la enigmática sonrisa, ascendió por la tenue curvatura de la nariz, la frente despejada, el cabello pegado al cráneo y el apretado, intrincado rodete que revelaría a quien lo supiera desatar los destinos de la patria. Eran suyas. Lo había logrado. En un par de horas como mucho estaría de vuelta en la empresa, Govianus lo felicitaría, liberarían al señor Tamerlán, echarían a Cáceres Grey, le darían su puesto o cualquier otro que pidiera. Era demasiado bueno para ser cierto, comprendió un segundo después, cuando escuchó el primer sordo, abultado estampido, y supo sin que nadie tuviera necesidad de explicárselo que las cosas habían vuelto a su estado habitual, el de la catástrofe permanente. El primer disparo desencadenó una seguidilla de otros y dos o tres granadas de humo atravesaron con gran estrépito de cristales rotos las ventanas, un par de ellas con tanta carambola que impactaron en dos bustos de Eva, partiéndose uno sobre la mesa y el otro cayendo y haciéndose añicos contra el suelo. Los obreros del taller corrían de aquí para allá sin ton ni son, como las hormigas cuando les patean el hormiguero; algunos se habían atado pañuelos a las narices, por el humo, pero la mayoría apenas buscaba a tientas la salida, empujando y pisoteando todo lo que encontraban a su paso, incluyendo por supuesto algún que otro busto que había caído de las estanterías embestidas. El Tuerto, con el casco negro de los defensores, en un heroico intento de encauzar el pandemonio se trepó a la mesa, volviéndose el Godzilla de los bustos que quedaban.
–¡Calma, compañeros! ¡A replegarse en orden! ¡A defender la planta!
Gritaba cuando se lo permitían las toses que desgarraban su garganta. Una sola idea golpeaba el cerebro de Marroné como un martillo un yunque: ¡El camioncito! ¡Salvar el camioncito! Ocupar el asiento del conductor, pisar a fondo el acelerador y atravesar la lluvia de balas agachado sobre el volante; tirar abajo el alambrado si fuera necesario y no parar hasta Paseo Colón al 300 para entregar los setenta y dos bustos embalados y luego, en otra vida, se preocuparía por los veinte que faltaban. Apenas se asomó a la puerta supo que ni siquiera esa gracia parcial le sería concedida: alcanzado por vaya a saber qué proyectil o quizás hasta incendiado por los obreros para usar de barricada, el camioncito entero era una gran bola de fuego, y con él ardía la preciosa carga en su pira de estopa y madera. Se vio obligado a retroceder por el calor de las llamas.
–¡Mandaron aviones! ¡Nos bombardean! –le gritó un muchacho que pasó corriendo, mirándolo con ojos desorbitados, pero no era cierto, al menos Marroné, levantando los ojos al cielo, no lo vio surcado de naves, ni oyó el bramido que debía acompañarlas; apenas si lo cruzaban, sin dirección ahora, algunas mariposas que ahogadas por los gases y el humo de las fogatas iban cayendo al suelo como fumigadas.
Expectorando jirones de bronquios y casi a tientas por los ojos hinchados, Marroné volvió al taller, donde ya no quedaba nadie. Todavía estaba a tiempo de salvar alguno, se repetía, podía entre los disparos y las explosiones hacer carreras del taller al auto llevando en cada viaje una Eva bajo cada brazo, ida y vuelta hasta salvar todas las que quedaban, cuando una tanqueta de asalto atravesó el muro exterior de ladrillo, abriendo un enorme boquete y derribando una pared completa de estantes cargados, e inmediatamente sus orugas comenzaron a moler las piezas que caían como monstruoso granizo del terremoto de los restantes.
–¡A la planta! ¡A la planta! –gritaba una voz perdida en la niebla y Marroné, cuyo cerebro estaba demasiado baqueteado para pensar por su cuenta, siguió la consigna arrastrándose fuera del taller a gatas.
En el camino se cruzó con Ramírez, el joven oficinista rebelde, que corría a lo largo del muro exterior del transepto con una ametralladora en la mano. Se cobijaron en lo que venía a ser el sobaco izquierdo del edificio y se agacharon juntos por un momento.
–¿Qué haces acá? –le preguntó Marroné azorado.
–¡Morir en Madrid! –fue su críptica respuesta, y poniendo rodilla a tierra comenzó a disparar hacia la tanqueta que giraba sobre sí misma buscando un blanco. Dos botellas que salieron de la nada impactaron sobre su piel acorazada bañándola de combustible pero algo falló y las llamas que debían envolverla brillaron por su ausencia.
Para no estar allí cuando la tanqueta lo volara en mil pedazos se alejó de él, trastabillando y moviendo como borracho los brazos en molinete. ¿Qué era todo esto?, trataba de entender su mente, desorientada como en el ring un boxeador al que hace rato le están pegando. ¿Qué hacía el oficinista Ramírez, al que había conocido de camisa rosada y corbata escocesa verde, disparando con una ametralladora contra un tanque? ¿En qué película lo habían metido sin avisarle?
Cuando emergía del humo y se le hizo visible la entrada, una mano de gigante se incrustó en su pecho y lo lanzó dando volteretas hacia atrás, patinando despatarrado, y mientras se revolvía en el suelo para huir de ella descubrió que estaba totalmente empapado.
–¡Paren, che! ¡Es Ernesto!
Le habían dado los suyos con la manguera de incendio. “Por lo menos no te cueteamos”, le dijeron los brazos que lo levantaron del suelo y lo ayudaron a entrar sosteniéndolo de los sobacos. Antes de que pudiera siquiera intentar un regreso a sus cabales estaba rodeado por media docena de obreros que le pedían instrucciones sobre las cuestiones más diversas, y alzando los ojos sobre el cerco de cabezas alcanzó a vislumbrar el rostro de María Eva, que custodiaba la entrada con su fal colgado del hombro y le hizo una venia seria cuando sus ojos se encontraron. Se había recogido el pelo para el combate, lo que la había vuelto aun más parecida a la Eva de la fotonovela.
–La compañera está a cargo de las operaciones de defensa –sacó para zafar de la galera, y luego, más compuesto–: Obedézcanla en todo como si fuera yo mismo –dijo, y se alejó hacia el interior de la fábrica. Tenía que buscar un lugar seguro donde esconderse hasta que pasara toda esta demencia.
Con monótona regularidad entraban las granadas a través de claraboyas y ventanas, y los vidrios que caían desde lo alto en peligrosas granizadas podían dejarlo a uno ciego si miraba hacia arriba o cortarlo mal si no llevaba casco puesto, aunque apenas los proyectiles daban en tierra obreros siempre listos los agarraban con trapos y los arrojaban nuevamente hacia afuera, generalmente con buena puntería, y en distintos puntos ardían acotadas fogatas que con su humo conjuraban los gases, por lo cual el aire era todavía respirable.
Su primera idea había sido refugiarse en alguna de las oficinas, debajo de un escritorio o sofá cama, pero luego se representaron en su mente los barriles de combustible y las guirnaldas navideñas de granadas, y la promesa de Miguel de hacerlos volar si la fábrica era atacada, y ya no le pareció tan buena idea. Estando en esas deliberaciones atravesaba la nave central en dirección al ábside cuando una mano depositó en las suyas un frasco lleno de bolitas de vidrio y acero y una voz gritó en su oído:
–¡Los cosacos! ¡Vienen los cosacos!
Su sentido de la realidad estaba a esas alturas hasta tal punto zamarreado que no le hubiera asombrado del todo encontrarse al darse vuelta con feroces rostros barbados tocados con gorros de piel y blandiendo sables; y una vez más lo que sucedía colmó, en lugar de morigerar, sus más delirantes expectativas: a través del acceso del atrio, cuyas barricadas de muebles y vigas la tanqueta había desbaratado, irrumpía a todo galope de monstruosos, gigantescos caballos marrones una carga de la policía montada que agitaba en el aire no se veía bien si bastones o látigos. Nuevamente el sentido de la irrealidad le ganó al común de mano, y Marroné se quedó parado con su frasco de bolitas en medio de la nave, como si al mirarlos de frente estos embelecos de los encantadores que lo perseguían fueran a desvanecerse como burbujas en el aire. ¿Qué le pasaba a toda esta gente? ¿Cómo iban a tirarle encima a él, egresado del St. Andrew’s y jefe de compras de Tamerlán e hijos, como si estuvieran en la Edad Media, una puta carga de caballos? Por suerte algún otro, de mentalidad más práctica que metafísica, arrojó contra la móvil valla de bestias que venía pechando una de las granadas de papel que, al reventar y dispersar las nubes de pimienta por el aire, hizo que los caballos se encabritaran y caracolearan, obligando a los jinetes a detener su carga para controlarlos.
Eso, y una voz de mando que llegó nuevamente en su ayuda, le dieron el respiro necesario para reaccionar y correr hacia el ábside.
–¡Las bolitas! ¡Tiralas!
Obedeció ciegamente, demasiado quizá, porque en lugar de arrojar el frasco hacia atrás, para que el desparramo de bolitas quedara entre él y los caballos, lo hizo hacia adelante, a resultas de lo cual, cuando el frasco estalló contra el suelo y las bolitas de colores se esparcieron en todas direcciones fue el propio Marroné quien se encontró rodando sobre patines descontrolados y cayó de bruces al suelo. Sintió el inaudito dolor del golpe y creyó haber tragado algunas bolitas cuando la boca se le llenó de trocitos duros que flotaban en un como caldo espeso, y fue recién cuando pudo refugiarse tras las máquinas marrones y escupir sobre sus palmas la sangre que manaba profusamente que entendió que se había partido los labios, mordido la lengua y roto no sabía cuántos dientes. ¡Justo ahora, con lo ocupado que estoy, tener que pedir turno con el ortodoncista!, se indignó en automático la parte vieja de su mente, que como un pollo con la cabeza cortada se obstinaba en correr todavía de un lado al otro adentro de su cráneo, golpeándose contra las paredes.
Aun así, debieron quedar las suficientes bolitas rodando por el suelo para interponerse entre éste y los cascos de los caballos, que cuando llegaron al área que cubrían entraron en un Holiday on Ice de patas tiesas, chocando entre sí y cayendo con un gran estrépito, al menos dos aplastando a sus jinetes contra las máquinas o el cemento.
–¡Hurra! ¡Grande, Ernesto! –escuchó gritar desde su madriguera, y venciendo por un momento la vergüenza al miedo decidió asomarse. Una mano de hierro se cerró como un cepo sobre su brazo y lo obligó a incorporarse.
–¡No me hagan daño! ¡Soy un rehén! –estuvo a punto de gritarle, pero a tiempo reconoció las facciones de Saturnino y se guardó el descargo para cuando correspondiera.
–¡Ernesto! ¿Te dieron? –le preguntó con voz preocupada, y ante los sanguinolentos barboteos de Marroné que descubrió que apenas podía hablar por la sangre, siguió–: ¡Vení! ¡Vamos a replegarnos!
Lo condujo hacia la barricada que cortaba en dos la nave flanqueando los espacios entre las maquinarias azules. Corrieron agachados porque dentro de la fábrica también habían empezado los tiros y no de balas de goma precisamente. Detrás de la barricada había un par de obreros disparando con armas cortas y uno de los guerrilleros con una ametralladora liviana; pero la mayoría tenía apenas gomeras y bulones; había también tres hombres acostados en el suelo, los blancos overoles manchados de sangre. De los dos que no se movían, uno estaba irreconocible por el rostro quemado y echaba un olor pestilente a carne chamuscada; el otro tenía los puños crispados, como si ocultara en ellos algo precioso que habían querido sacarle, y los dientes descubiertos como si intentara arrancar de un mordisco un pedazo de aire; le llevó a Marroné un par de segundos entender que lo que estaba mirando se trataba muy probablemente de un cadáver; y otro para advertir que era, además, el del joven obrero llamado Zenón. El tercero era gordo y muy alto y tenía los ojos entrecerrados, espuma en la boca y agitaba los brazos del codo a la muñeca hacia delante y hacia atrás, alternadamente, como esos juguetes que al darles cuerda nadan en una palangana; Marroné lo reconoció también, pues a esas alturas los conocía al menos de vista a casi todos: era de River, como él, y habían pasado una mañana hablando del campeonato que quizá ganaran, quebrando una mala racha de dieciocho años. “Esta vez no se nos escapa”, le había asegurado el joven gigante rubio con una palmada en la espalda que casi lo descalabra. Arrodillado junto a ellos, Edmundo Rivero se cubría con sus grandes manos su no menor rostro y lloraba.
–¡Vamos, compañero, a un combatiente no se lo llora, se lo reemplaza! –le gritó el guerrillero, y Marroné estuvo tentado de hacer valer sus jinetas y decirle que se callara. Algo se había dado vuelta, girado, reacomodado en su interior al ver esos cuerpos tumbados, como si llevara un bebé en la panza y tuviera náuseas de embarazada. Había advertido, además, las miradas que más de una vez sus hombres habían echado en su dirección, como preguntándole por qué no hacía nada. De manera absurda e improcedente aparecieron ante sus ojos las facciones neutras de Tamerlán en el momento de calzarse el dedo de goma. ¿Y era por ese hijo de puta que todo esto le estaba pasando? Fue atravesar la frase su mente y destilarse el revoltijo de emociones caóticas y variadas en una clara y quemante, que le subió por el pecho y la garganta e inundó con un hormigueo sus brazos: Marroné estaba muy enojado.
–¡Denme un arma, carajo!
No terminó de gritarlo que ya la tenía en la palma extendida de la mano. Era una Browning 9 mm, la reconoció fácilmente. Desde la pubertad su padre solía llevarlo al Tiro Federal del Barrio River, y sabía de armas y cómo manejarlas, así que no le pareció gran cosa pispear con velocidad de lagartija por encima del borde de la barricada, ubicar al visteo los hombres que avanzaban parapetándose tras las máquinas, y medio al tuntún vaciarles lo que quedaba del cargador encima. Nuevamente en el suelo, cambiándolo con manos que apenas temblaban por uno lleno que le tiró el guerrillero, se dio cuenta de lo que había pasado: “Lo hice. Yo también pude hacerlo. ¡Soy valiente después de todo!”. Se lo contaría a Paddy apenas lo viera.
Pero tenía otras cosas, por el momento, de qué preocuparse. El hombre que estaba a su lado pegó un grito y cayó rodando, objetos pequeños picaban a su alrededor como si los arrojaran con mucha fuerza desde el techo.
–¡Nos tiran desde arriba! ¡Rajen!
Marroné elevó los ojos hacia el techo y vio lo que pasaba. Los atacantes habían vuelto a activar las aerosillas amarillas e iban y venían en todas direcciones, disparando sobre ellos como si fueran conejos, y sólo el humo que borraba los contornos y se acumulaba sobre todo en las alturas, envolviéndolos, evitaba que los cazaran uno a uno como quien pincha aceitunas con un escarbadientes. Disparó algunos tiros hacia arriba, sin resultados a la vista, y luego se arrastró debajo de una máquina pesada que podía protegerlo de la muerte que caía del cielo. Desde su escondrijo vio pasar, liderada o al menos encabezada por un Baigorria aterrado, una patrulla compuesta por pesados con pinta de barrabravas, portando palos y cadenas la mayoría, varios revólveres y al menos una escopeta de caño recortado. “Ése”, señaló de pronto Baigorria con un brazo que temblaba, y los que lo seguían –aunque era evidente, ahora, que ellos lo empujaban a él, porque el hombre que parecía liderarlos, un cincuentón de rostro rojo y carnoso como un bife crudo y el cabello blanco como la grasa, lo tenía engrampado de un brazo y no lo soltaba– se abalanzaron sobre uno de los huelguistas que se arrastraba, herido, y cuando lo levantaron de los pelos Marroné reconoció a Trejo, uno de los líderes de casco blanco, que ahora de todos modos no portaba, quizá para que no lo identificaran, ardid que gracias a los buenos servicios de Baigorria le había dado poco resultado.
–¡Dónde está el Colorado, hijo de puta, dónde está el Colorado! –le gritaban todos juntos y seguramente su respuesta si la hubo no los satisfizo porque sin volver a preguntar le soltaron los pelos y antes de que tocara el suelo ya habían empezado a darle con los palos, las cadenas, los pedazos de manguera, las manoplas que relumbraban cada vez que levantaban las manos, y uno hasta con una pala que había encontrado.
–¡Ésta por Babirusa, zurdo de mierda! –dijo al fin el hombre de cabello blanco, y Marroné cerró los ojos y se tapó los oídos para ahogar lo más posible el escopetazo con que remató la frase.
Apenas se alejaron un poco Marroné arqueó las piernas para ver si era sangre lo que las mojaba. Tocó con la mano, se la miró, luego la olió. No, apenas era que se había hecho pis encima. Con menos vergüenza que una sorpresa algo ajena, como si le hubiera pasado a otro o se lo hubieran contado, comenzó a arrastrarse hacia el ábside, donde estaba la salida que llevaba al portón del frente o en su defecto a los montacargas que le permitirían subir a las oficinas y esconderse hasta que lo peor hubiera pasado; lamentaba ahora haberse desprendido del traje de James Smart y los zapatos, pues aun en el estado en que estaban le hubieran servido para hacerse pasar por uno de los rehenes –¿no lo era, acaso?– y minimizar, al entregarse, el riesgo de que lo bajaran de un balazo antes de dejarlo decir palabra.
Pero los atacantes parecían haberse concentrado justamente ahí, lo cual tenía sentido, si su primer objetivo había sido subir al Sector Celeste a liberar a los rehenes y poner en funcionamiento las aerosillas, y el ábside hervía de policías antimotines acorazados como cascarudos, matones del sindicato y algunos de traje que podían ser policías de civil o guardias privados, entre los cuales le pareció reconocer a dos o tres de los que habían caído como chorlitos el día que los obreros tomaron la fábrica. Ellos, especialmente, rodeaban como una guardia pretoriana al liberado Sansimón, que despeinado y calvo –debía haber llevado peluquín antes–, con el rostro tiznado, la camisa rota y descalzo de un zapato, gritaba a voz en cuello, desaforado:
–¡Encuentren a Macramé! ¡Lo quiero muerto! ¡No! ¡Lo quiero vivo, para torturarlo!
Había una sola cosa para hacer. En su huida del taller, al atravesar el Sector Amarillo, había alcanzado a entrever una de las enormes bateas llena hasta el borde de yeso fresco, listo para usar en la primera tanda de productos de la flamante yesería liberada que ya no existía. Una dotación de bomberos patrullaba los pasillos apagando con sus extinguidores las fogatas: al abrigo de las nubes blancas que levantaban pudo sortear los espacios entre máquina y máquina y alcanzar el borde del vasto piletón cuya superficie, debido a las cenizas y otros detritus, distaba mucho de ser blanca. Apenas una delgada costra sobre la superficie había fraguado, y quebrándola con la bota como una crème brûlée Marroné se fue deslizando hacia el interior de la masa chirle y fresca hasta quedar totalmente tapado. En el camino había recogido un caño hueco de media pulgada, y asiéndolo fuertemente con los dientes para que le hiciera de snorkel terminó de hundirse hasta quedar de espaldas en el fondo. Su plan era permanecer sumergido en el albo fango hasta que oscureciera, aunque cómo carajo podía medir la luz con los ojos cerrados y en el fondo de este pantano era un enigma cuya solución todavía no se había planteado. Quizá, contando los segundos, podía tener una noción aproximada del paso del tiempo. Pero a poco de empezar perdió la cuenta –había que enumerar vertiginoso los segundos por un lado, y por el otro acordarse de los minutos que se iban sumando– y además le resultaba cada vez más difícil respirar, fuera porque la densidad del yeso, mucho mayor que la del agua, aplastaba sus pulmones, fuera porque estuviera fraguando. Esta última probabilidad lo llenó de pánico. ¿Qué si cuando decidía salir ya era tarde y terminaba muriendo así, enterrado vivo en un sarcófago de sulfato de calcio? La claustrofobia lo inundó en oleada tras oleada de puro ahogo y pánico, y elevando las rodillas y haciendo palanca con los codos levantó la cabeza hasta que sintió ceder la costra y con cautela de anciano abandonando una resbalosa bañadera se descolgó de la batea y dio dos pasos chorreando como un pan de manteca al sol del verano. Escuchó voces que se acercaban. Así como estaba no podía correr, era un señuelo con flechas que decían “dispare”, apuntándolo, y perdido por perdido se congeló donde estaba, sacando pecho y tocándoselo con una mano, crispando la otra en un puño y elevando al futuro la frente bien alta y los ojos cerrados: si se aguantaba las ganas de abrirlos había un ínfima posibilidad de que lo tomaran, confundido entre la selva de ménsulas, ánforas y columnas que lo circundaba, por una maqueta del monumento al Descamisado.
El truco pareció dar resultado; la patrulla o lo que fuese que había oído acercarse siguió de largo sin verlo, apenas uno de ellos repetía jadeando el mantra “conchesumadre, conchesumadre” que no lo le dio ninguna pista de lo que buscaban. Entreabrió los ojos apenas: no había moros en la costa. En pocos minutos fraguó el yeso al contacto con el aire, lo cual mejoró sin duda su camuflaje; bastaba permanecer absolutamente inmóvil, como esas estatuas vivientes de las plazas, para que no se resquebrajara el revoque que lo cubría y cayendo lo delatara. La sangre, por suerte, había dejado de gotear de sus labios.
Fue entonces que los vio regresar, liderados por el hombre de cabello blanco cuyo rostro parecía un Arcimboldo de bifes crudos, y Marroné cerró los ojos con fuerza para que no lo descubrieran mientras pasaban. No lo hicieron: ahí mismo se detuvieron, jadeando y hablando todos a la vez, mascullando “tomá, jodeputa, conchetumadre, zurdo de mierda, Feliz Navidad” y a cada frase la acompañaba un siseo en el aire –apagado y apenas audible el que debía ser de los palos, vertiginoso y sibilante el de las cadenas– que culminaba indefectiblemente en un golpe y un gemido ahogados, un grito y a veces un crujido. “¡Dale, dale, matalo!”, arengaba una voz ronca por el odio o el cansancio, y otra “Pará, no te apurés que le queremos seguir pegando”.
Incapaz de contenerse Marroné empezó por aflojar los párpados primero, sin llegar a despegarlos, luego separándolos apenas, hasta que se insinuó por la ranura una filigrana de luz tenue, como cuando le da uno el primer tirón, para aflojarla, de mañana a la persiana. Respiraba cortito, desde el abdomen, para no mover el pecho, muy cortito y muy despacio; cada golpe y el gemido que lo seguía con regularidad monótona y casi automática lo sacudía por dentro, pero por fuera, tenía la esperanza, nada se notaba. Ya por la luz entre sus párpados percibía en una vaga neblina bultos que se desplazaban y las diferencias entre los colores. Para ver mejor tenía que abrirlos todavía más pero recordaba haber oído o leído que el ojo de un predador percibe instintivamente el movimiento, y cuando éste era lo suficientemente lento podía pasar por reposo; si se tomaba su tiempo en breve podría abrir la hendija lo suficiente como para ver sin riesgo. En el siguiente paso alcanzó a distinguir las caras de los matones, estaban rojas y sudadas y jadeaban por la falta de estado físico, escupían al putear pero por suerte estaban concentradas en su objeto, que no alcanzaba a ver porque en su impostación del monumento había levantado la frente y la mirada hacia el futuro y para bajarla al presente debió acompañar el movimiento de sus párpados con uno de cabeza igualmente lento, que por etapas fue abandonando las caras por los hombros, los pechos, los vientres, las rodillas hasta llegar a los pies y aquello que yacía entre ellos.
Estaba boca abajo, y el overol blanco parecía por la sangre un delantal de matarife; no lo hubiera reconocido si no fuera por el inconfundible tono cobre del cabello. Al hacerlo se le aflojaron las piernas y por un segundo creyó que no podrían sostenerlo, también sintió que se le escapaba un gemido de horror pero los matones por su ronca respiración no lo habrían escuchado, o quizá sólo había gemido por dentro. Paddy se movía todavía, sus brazos y piernas se encogían y estiraban como tratando de alejarlo del castigo, pero su cuerpo seguía en el mismo lugar, como clavado por los golpes al suelo. Lo estaban matando frente a sus ojos y él no podía moverse.
Lo hacían con cierta lentitud metódica, como un trabajo largo y pesado en el que es preciso economizar las fuerzas, y cada tanto alguno se incorporaba, arqueaba la espalda con las manos en los riñones y tras secarse la frente con el antebrazo o un pañuelo volvía a su tarea. Arcimboldo no pegaba: supervisaba la paliza con los brazos en jarra y cada tanto daba instrucciones lacónicas y consultaba un pesado reloj pulsera que parecía un Rolex. Un oficial de la policía se acercó a ver lo que hacían.
–¿Tienen para mucho?
–Cinco minutitos.
Fueron para Marroné como cinco siglos. Ahora debía mantener los ojos entreabiertos, pues si los cerraba las lágrimas indefectiblemente rodarían por su cara, trazando amplios surcos color piel sobre la blancura del yeso, y estaría perdido. Si en cambio los mantenía así, y concentraba todas las fuerzas de su ser en no llorar de más, podía contar con que gotearan hacia el interior de sus fosas nasales y luego, respirando consciente y deliberadamente, podía absorber y tragar los mocos líquidos sin mayor riesgo. Su mayor temor era empezar a sudar, por el calor y el esfuerzo de mantenerse inmóvil, y su mente (no él) pensó que cada minuto que Paddy tardaba en morirse aumentaba su riesgo de ser descubierto.
Arcimboldo volvió a consultar su reloj, y aunque el policía ya se había alejado, por no faltar a la palabra dada dio la voz de alto y se agachó para tomarle en el cuello el pulso al cuerpo, que había quedado boca arriba por las patadas. En cuclillas hizo un gesto de vaivén cruzando dos o tres veces las manos con las palmas hacia abajo, y luego estiró una para que lo ayudaran a incorporarse. Se alejaron conversando, sacándose las manoplas de los dedos hinchados, frotándose los nudillos llagados, buscando con la vista con qué limpiarse. Marroné permaneció inmóvil como una estatua, más inmóvil que nunca, como si fuera parte del monumento al mártir obrero que allí yacía, desfigurado el rostro, cerrado un ojo y el otro hundido en una masa sanguinolenta, abierta la boca sin dientes.
Crujiendo con cada paso, y descascarándose como revoque viejo, Marroné comenzó a moverse: se acercó a su amigo, le tocó el rostro con un dedo extendido. El ojo que le quedaba se abrió de golpe, y Marroné pegó un salto hacia atrás y apenas contuvo el grito. Miró en todas direcciones, desesperado: no había manera de sacarlo de ahí, ni de pedir ayuda, y también a él lo buscaban para matarlo. Pero había algo que le debía a su amigo, y si no lo hacía ahora ya no habría cuando.
–Paddy... –se agachó y le susurró al oído– ... lo de las tizas de colores... fui yo. ¿Sabés? Fui yo.
El ojo de Paddy, clavado en su rostro, se agrandó visiblemente, como tratando de absorber la enormidad de lo que había oído, y luego se cerró para siempre.
* * *
Agachado entre las ruinas humeantes, y congelándose en estatua un par de veces, Marroné logró llegar al transepto derecho, cuya entrada distaba pocos metros de la cerca perimetral en la que las tropas atacantes habían abierto varios boquetes. Avanzando con cautela entre las máquinas verdes y las murallas de bolsas apiladas que parecían trincheras bombardeadas, se topó con el Tuerto, que hizo la señal de la cruz al verlo.
–Estoy vivo, boludo –le susurró, entendiendo.
–La puta que te parió, Ernesto. Pensé que eras un espectro –dijo el Tuerto con la mano en el pecho.
–Lo mataron a Paddy.
–¿A quién?
–Al Colorado –se rectificó.
–Sí, ya sé. Y también a Trejo, y a Zenón. Y a dos más por lo menos.
–Che... ¿Y los muchachos de la... Tendencia?
–Ah. Los hicieron mierda.
El corazón le dio un vuelco.
–¿Las pibas también?
–A ésas primero.
–¿A las dos?
–Ojalá, porque a las que agarran vivas... Ya sabés. A todos se los llevaron. Quedamos vos y yo nomás.
–¿No convendría entregarnos? –preguntó Marroné.
–¿Me estás jodiendo? Nos van a hacer cagar. A vos primero.
Marroné tragó saliva. Era exactamente lo que temía escuchar.
–¿Y qué hacemos?
–En un rato va a oscurecer. Acá, del otro lado del arroyo, está el barrio donde vivo. Si conseguimos llegar sin que nos vean podemos escondernos.
Moviendo un par de bolsas lograron abrirse como una covacha cuya entrada taparon con las mismas una vez que se arrastraron dentro, y allí permanecieron sin animarse a hablar, hasta que la hendija de luz fue pasando por etapas del amarillo al malva y el violeta, momento en que las empujaron y asomaron las narices como peludos de su cueva. Había empezado a soplar un fuerte viento, que levantaba en puñados el polvo de yeso de las bolsas reventadas, cegándolos y haciéndolos toser pero al mismo tiempo velando sus desplazamientos. Por lo mismo, los jardines habían vuelto a cubrirse de blanco, como en los primeros días, y bajo la luz resplandeciente de los reflectores policiales habían recuperado su aspecto de paisaje nevado. Por suerte el muro de la fábrica proyectaba un ángulo de sombra que se intersectaba con el alambrado, y recorriéndolo un poco a tientas entre las nubes de polvo que los cegaban llegaron hasta un boquete bajo el cerco, lo suficientemente grande como para pasar reptando. El Tuerto lo hizo primero, atascándose por el ancho de su cintura, y Marroné tuvo que afianzarse con sus pies y empujarle el culo para hacerlo pasar al otro lado.
Tuvieron que vadear el arroyo, un sumidero industrial que parecía llevar más petróleo que agua y de cuyo pantanoso fondo se elevaban, con cada paso de sopapa, largos gorgoteos de burbujas de olor fétido. Treparon con dificultad el alto barranco de la orilla opuesta, formado íntegramente, descubrió al tacto y al olfato, por capas y capas de basura que se desmoronaban bajo sus pies mientras trataban de subir por ella. Había unas lucecitas titilantes un poco más allá, que no parecían eléctricas, sino más bien de ventanas trasluciendo llamas de velas, y agarrado de la mano de su acompañante para no perderse Marroné encaminó sus pasos hacia ellas.