Una infancia peronista

Apenas la primera penumbra del alba se filtró a través del velo de lagañas tendido entre sus párpados y adherido en costras granulosas a sus pestañas, el hombre despertó y se preguntó quién era. Las dos palabras que acudieron a su entendimiento, “Ernesto Marroné”, sin bastarle del todo, le permitieron al menos pasar a la pregunta siguiente: en qué clase de recipiente lo habían encerrado. Sentado como estaba, las estrechas paredes circulares le empujaban las rodillas contra el pecho; eran ásperas y acanaladas, y cuando sus nudillos las golpearon retumbaron metálicamente. En el techo, que era plano, había un orificio redondo del diámetro de una taza, por el que entraban la exigua luz y el aire; estirando el brazo alcanzó a sacar por él los dedos, que por un segundo de conciencia escindida imaginó debían verse, desde afuera, como lombrices escapando de una lata. Del fondo, en cambio, no quedaban sino bordes que se deshacían como hojaldre mojado entre sus dedos, y sus pies descansaban sobre las superficies blandas y ensopadas del suelo, que exhalaban al pisarlas vaharadas de un olor nauseabundo que volvían irrespirable el aire de adentro. No podía levantarlo, pero empujando las paredes con las manos descubrió que era posible moverlo hacia los lados, y bamboleándose en arcos cada vez más amplios consiguió al fin volcarlo y reculando salir al imprevisible lugar del planeta en que se encontraba. Ni el paisaje lunar horadado de baches y cráteres llenos de agua irisada, en la que la claridad del cielo apenas se reflejaba, ni las montañas que humeaban continuamente pese a la garúa arremolinada, parecían corresponder a geografía natural alguna. Sí, en cambio, a la humana: la vasta extensión de bolsas de polietileno, diarios agrisados, envases de plástico y botellas rotas, nevada de trozos de telgopor desgranado, le hizo comprender que debía hallarse en una quema de basura. Tendió la vista en todas direcciones: hasta donde dejaba la garúa neblinosa traslucir las formas no había ni una casa, ni un árbol; nada más que las escarpadas estribaciones del basural, que la lejanía y la llovizna volvían cada vez más vagas. Encaminó sus pasos hacia un barranco por el cual numerosas cascadas enlodadas caían en saltos blandos sobre despeñaderos de polietileno inflado. Le dolía todo el cuerpo, como si después de un partido de rugby particularmente violento los jugadores del equipo rival, no contentos con ganarles, hubieran invadido los vestuarios para pegarles con palos; e incapaz de recordar, trató al menos de imaginar como podría él, en alguno de los mundos posibles que su mente era capaz de abarcar, haber llegado a semejante estado. Ni siquiera reconocía como suya la ropa que llevaba puesta: el saco de sarga cruzado sin botones, que apenas le cerraba sobre la remera quemada de lavandina, los pantalones de gimnasia con elástico y una tirita que pasaba por debajo de sus plantas, tan cortos que dejaban al descubierto sus tobillos cortajeados, las alpargatas desflecadas cuyas suelas de soga, ablandadas por el agua, habían empezado a desenroscarse y como serpientes se arrastraban tras sus pasos. ¿No solía vestir trajes de los casimires más finos, corbatas de seda y zapatos italianos? No, eso había sido en otra vida. ¿Overol blanco, botines y casco? Tampoco, parecía. Las imágenes del recuerdo, como dibujadas en los remolinos iridiscentes de los charcos, se deshacían apenas intentaba aferrarlas, así como sus pies, ahora que había comenzado a escalar el barranco, daban pasos en el lugar, sin avanzar, sobre la basura que se desmoronaba. Lo único que podía hacer, por el momento, era seguir escalando; machaconamente repetido por sus músculos, el acto parecía recoger un eco de anteriores actos, y al llegar a la cumbre descubrió de cuáles: ya había llegado a la cima de este mismo barranco una vez, no hacía tanto; aunque sin llegar a contemplar, como ahora, porque había sido de noche, la sinuosa empalizada de ranchos destartalados, amuchados entre la llovizna gris y el vasto espejo de agua como ganado en un campo inundado; y fue recién entonces, cuando las costras de sus ojos se encontraron con las costras del paisaje, que reconoció el lugar en donde estaba y pudo empezar a recordar todo lo que le había pasado.

Paddy estaba muerto, los bustos perdidos, su propia vida salvada de milagro. Como un pelele, arrastrado de la mano (el caballero derrotado socorrido por su fiel escudero) lo había llevado el Tuerto por los pasillos indistintos del laberinto villero –ladraban a su paso los perros, se apartaban de su camino los niños, desde radios contrapuestas un chamamé y una cumbia se batían a duelo. “Por acá, Ernesto... agachá la cabeza... ¡Juira, perro!”, desgarraba el Tuerto jirones de frases, entrecortadas de jadeos. En un recodo cualquiera y sin previo aviso le dio un empujón y atravesaron juntos una puerta batiente de goznes de neumático.

La casa era a medias de ladrillo hueco, a medias de chapa y madera; la habitación principal, iluminada por la luz de un par de velas, contenía una cómoda que sostenía una televisión en blanco y negro cuya luminosidad, descubriría luego, provenía de un farol de querosén encendido en su interior hueco; una heladera de manija, entreabierta, una motocicleta Gilera con la rueda trasera y piezas sueltas por el suelo (el Tuerto, en la fábrica, trabajaba de mecánico), una mujer gruesa, con un batón estampado de flores color ratón que más que vestirla la envolvía como una encomienda mal hecha, y dos nenas de seis y diez años que jugaban en el suelo de tierra con bebés muertos (eran muñecas calvas, faltas de un brazo o una pierna, descubrió al mirar de cerca). La mujer se hallaba en trance de freír milanesas, en una sartén que hacía equilibrio precario sobre un Primus apoyado en el suelo, y apenas se dio vuelta cuando irrumpieron en escena los dos bultos agitados.

–Ah. Volviste. ¿Y? ¿Cómo les fue con la huelga? –preguntó, traicionando con un tonito malicioso su presunta inocencia, mientras sopapeaba una milanesa cruda vuelta y vuelta por el huevo y el pan rallado–. ¿Ya terminó? ¿Les dieron todo lo que pedían?

–Vos callate, Pipota, y asomate a ver si nos vienen siguiendo –le dio el Tuerto, empezando a desabotonarse el overol, la orden que Pipota decidió ignorar olímpicamente, prefiriendo abismarse en el chisporroteo de la milanesa–. ¿Y? ¿Qué esperás? ¡Ernesto! –gritó el Tuerto, y recién ahí Marroné con un respingo alarmado se dio cuenta de que le hablaban.

El Tuerto estaba en slip, que asomaba rojo bajo el grueso pliegue de panza con pelos, y terminaba de sacar las botas de los pliegues del overol caído en el suelo.

–Sacate eso. Si caen la cana o los del sindicato sos boleta.

Marroné obedeció presuroso, pero al llegar al cuarto botón (costaba desprenderlos, estaban soldados a los ojales por el yeso seco) se dio cuenta de un problema. Lo llamó al Tuerto aparte con un gesto y le dijo al oído:

–Eeeh. Do dedo dada dedajo –dijo, aludiendo con un gesto a las tres mujeres presentes.

–¿Eh? –contestó el Tuerto–. No te entendí un carajo.

–Do dengo galzón –ensayó, señalándose con insistencia la entrepierna. Sus palabras, se daba cuenta recién ahora, apenas adquirían forma aproximada en su lengua hinchada y sus labios tumefactos.

El Tuerto daba ahora saltos de carrera de embolsados para calzarse el jean ajustado por debajo de la remera de Huracán.

–Aaaah. Por estas dos no te calentés, no va a ser la primera vez que vean una verga. Mientras la sigan viendo afuera... Y la otra ya debe haber perdido la cuenta. ¿Eh, Pipota? –reía mientras revolvía en el cajón abierto de la cómoda y le arrojaba, sucesivamente, un slip de lycra celeste, el pantalón de gimnasia corte bombilla, el saco cruzado sin botones y la remera quemada–. Probate esto, debe ser tu talle. Tengo prendas mejores, pero no conviene que te vean muy emperifollado, viste. Se van a avivar que sos de afuera. Bueno, Ernesto, pasá a la pieza si te da tanta vergüenza.

La habitación a la que había pasado estaba del otro lado de una colcha de algodón clavada con chinches al marco de la puerta, y la ocupaban por entero una alta cama matrimonial cubierta por una flamante frazada suplesa, un placard de tres cuerpos con el enchapado saltado en los ángulos de las puertas, una mesa de luz sin ellas, con una vela encendida en el candelero, y un catre con un viejecillo diminuto dormido que de tan gastado y quieto más bien parecía muerto. Había escuchado, a través de la cortina, fragmentos de diálogo mientras se desvestía, tarea que le demandó un gran esfuerzo por estar la tela del overol tiesa como un yeso de médico; más que un hombre sacándose la ropa se sentía como un pollito saliendo del huevo.

–Así que otra vez sin laburo.

–Pero esta vez no me echaron, Pipota. Fue una huelga.

–¿Cuánto duraste esta vez? ¿Veinte días? ¿Qué te decía yo? A que no llegás a la segunda quincena.

–Vieja... Nos hicieron mierda. La palmaron varios compañeros. Yo me salvé de pedo.

–Bueno, no te preocupés. Si acá total nos arreglamos lo más bien con los sánguches de milanesa. Ya mismo me pongo a hacer otra tanda, ahora que te tengo de nuevo para cargar la canasta. ¿Y el pipiolo que trajiste quién es? ¿También le tengo que dar de morfar a ése?

Allí la voz del Tuerto había bajado a susurro, y su mujer debió quedar impresionada, ya que le contestó de igual manera. Recordaba también Marroné haber sentido un alivio algo mezquino al escuchar la conversación de sus anfitriones. Durante la huelga no había conocido más que abnegadas mujeres proletarias que ponían el hombro, apechugaban con lo que hubiere y apuntalaban, cuando no azuzaban, el coraje de sus maridos, y todo sin una queja. Claro, había conocido solamente a las que acudían a la fábrica. También estaban, se daba cuenta ahora, las que se quedaban en casa, mascullando maldiciones mientras freían sus envenenadas milanesas.

Tratándose con cuidado, pues se sentía frágil como un miembro recién salido del yeso, se había sentado para cambiarse en la cama tan alta (había tres ladrillos bajo cada pata) que sus pies no tocaban el suelo; su recuerdo siguiente era el de la mano que lo cacheteaba gentilmente para despertarlo del desmayo que debió haberlo acometido.

–Ernesto... Ernesto... Vino una gente que quiere verte –le decía el Tuerto.

Eran tres. El primero parecía tener entre cuarenta y cuarenta y cinco, era alto, moreno, cejijunto y de ojos hundidos; vestía un pantalón pata de elefante de la que apenas asomaba la punta del mocasín, una camisa safari de manga corta, y fumaba cigarrillos 120 mm que sacaba de uno de los innumerables bolsillos con hebillas que la abrumaban; lo secundaban un grandulón de pelo largo y bigote, polera color carne pegada al cuerpo y muñequera y vincha de toalla, como si viniera de jugar al tenis, y un muchacho de no más de veinte, blazer de pana marrón irisado, la raya de sus inmaculados pantalones blancos como una cuchilla de tan planchada, y una mota rebelde vuelta ondulado techo de cinc a fuerza de fijador y peine. Le dieron la mano muy formales: señor Gareca, Malito y el Bebe. El Tuerto había traído sillas para todos, sentándose él mismo en un cajón de frutas parado; les sirvió vino blanco a temperatura ambiente de una botella sin etiqueta y mandó a las nenas a la otra pieza; Pipota mientras tanto seguía con sus milanesas, ahogando el escaso aire disponible en una densa humareda de kerosén y aceite quemado.

Señor Gareca había empezado reconociéndoles el trabajo que venían haciendo en la villa, agradeciendo el reparto de sidra y pan dulce de la Nochebuena, pasando luego a explicar cómo ellos intentaban corresponder como podían, “favor con favor se paga”, aun cuando carecieran ciertamente de los medios necesarios. Pero bueno, más allá del “hoy por ti mañana por mí” una cosa estaba clara: tenían el mismo interés, sacar a la gente pobre de la miseria (acá la Pipota, que con bufidos y mímica exagerada comentaba cada cosa que escuchaba, dijo como para sí, pero alto para que todos la escucharan, “sí, claro, siempre y cuando la gente pobre sean ellos”, y su esposo la había fulminado con el ojo en blanco, que según su ánimo parecía cambiar de color como esos barómetros de vidrio morado que se venden en los balnearios), compartían el mismo enemigo y, lo más importante, eran todos peronistas. Ahí Malito había cuchicheado algo en su oído, y señor Gareca, fastidiado, entre dientes le había mascullado “ahora no, esperá un cacho”. Hasta ahora, retomó su introducción señor Gareca, se habían llevado lo más bien, “cada uno en lo suyo compartiendo lo nuestro”, como se decía; siempre que había hecho falta se habían dado una mano y si alguna vez había habido un roce, o tal vez un malentendido, con buena voluntad “y sobre todo respeto” lo habían solucionado. Hablaba con cuidado, eligiendo las palabras y construyendo con ellas laboriosamente las frases, que inevitablemente remataba con un “no sé si me expreso” al que Marroné contestaba siempre con gestos de vehemente asentimiento, aunque cada vez entendía menos. Complacido señor Gareca hacía una pausa, prendía un nuevo cigarrillo 120, largaba el humo y arrancaba con un “lo cierto es que...” que parecía prometer algo, antes de retomar su trabajoso avance por los rastrojos sin llegar nunca al grano: las cosas, le parecía, habían cambiado, ahora no podía cuidar cada uno su quintita, había llegado el momento de unir fuerzas y pensar en grande. “Quiere hacer negocios con la empresa”, se dijo Marroné, empezando a atar cabos; desde el secuestro del señor Tamerlán habían estado repartiendo comida en las villas a lo pavote, de hecho él mismo, en su calidad de jefe de compras, era el encargado de conseguir los productos más baratos, y no tenía nada de raro que los panes y las sidras que él había hecho comprar hubieran terminado en esta villa; lo raro era que hubiera en ella radicada una empresa que quisiera hacer negocios con ellos, y que alguien como señor Gareca fuera el ceo o propietario. Salvo, por supuesto, que fuera de cirujeo y basura para relleno sanitario, lo cual tendría bastante sentido, sobre todo si se trataba de comprar los terrenos por nada y luego erradicar la villa para valorizarlos; el señor Tamerlán había hecho muchas inversiones de esa clase. “Lo cierto es que nosotros tenemos la gente, tenemos el territorio y tenemos la experiencia; por no aburrirlo con lo de todos los días, acá en la zona sin ir más lejos hicimos dos fábricas, un policlínico y una maderera...” Ah, se trataba de otra constructora entonces, y era un merger, o directamente una absorción, lo que este hombre le proponía. Era verdad, entonces, lo que se rumoreaba en todos lados: lejos de ser vertederos de basura humana, oscuros pozos a los que iba a parar la resaca que el movimiento incesante de la gran ciudad dejaba en su estela, las villas eran pequeñas repúblicas en miniatura, la versión subdesarrollada de esos principados europeos que prosperan al reparo de las asfixiantes reglamentaciones que entorpecen las economías de las repúblicas grandes. Las villas, según estas versiones, constituían un vasto mercado negro, un archipiélago de free zones, como los paraísos fiscales del Caribe, en un océano de cemento y asfalto. De todo había en ellas, todo se vendía y se compraba, incluso lo que no se conseguía en otras partes, e hizo una nota mental de preguntar luego por los pañales descartables. En estos verdaderos parques industriales clandestinos había desde establecimientos textiles, fábricas de muebles y envasadoras que rellenaban con sustancias deleznables los envases de productos de marca que traían los botelleros en sus carros, hasta mataderos de animales contaminados y agencias de turismo que organizaban viajes a sus lugares de origen para los inmigrantes ilegales. Todo esto lo había escuchado antes, pero las más de las veces lo había descartado por fantasioso y exagerado. Y ahora tenía ante sus ojos la evidencia palpable: uno de esos empresarios que, por evadir controles e impuestos, salían al ruedo con los costos más bajos y hacían ganancias extraordinarias, se atrevía a hablar de igual a igual con uno de los gigantes del ramo.

“No se olvide de la farmacia”, había intervenido en algún momento el joven de blazer de pana, y señor Gareca la incluyó al punto en su conversado currículum. El Tuerto, servicial, iba llenando los vasos apenas se vaciaban, y su mujer seguía fritando sus milanesas, y con cada una que arrojaba a la cada vez más alta parva iba un comentario: “Ah. Ahora sí. Si se juntan los zurdos con los fiolos estamos salvados”.

“En pdincipio, me padece una pdopuesta indedesante”, había dicho Marroné en un punto, y enseguida se notó como una distensión en el ambiente, con los tres visitantes intercambiando medias sonrisas y miradas inteligentes, y el Tuerto un “¿No les dije yo? ¿No les dije?”. Señor Gareca prendió el primer cigarrillo de un nuevo paquete (parecía tener uno en cada bolsillo, y tenía bolsillos hasta en las mangas) y exhalando pasó a conversar los detalles. “Acá en el barrio estamos en condiciones de ofrecerles libre tránsito y alojamiento; afuera, contactos en los otros barrios. Hombres, no menos de cincuenta. ¿Contamos con vos, no Tuerto?” El Tuerto había asentido, y Pipota mascullado “sí, cuando todos salgan de raje cuenten con que sea el primero”. Los tres hombres ya no miraban a la mujer, sino al marido, como instándolo a que se hiciera cargo, y éste, comprendiendo que tal vez tendría que vérselas con un instrumento más afilado que la lengua de su mujer si no asumía el mudo encargo, recorrió los dos pasos que lo separaban de ella y se le paró al lado, esta vez sin decir nada.

“¿Te pasa algo? ¿Qué te me quedás mirando?”, había bravuconeado Pipota, su timbre de voz apenas cambiado. Sin contestarle el marido le había agarrado la mano derecha, que era la que más huevo chorreaba, y se la apoyó de palma sobre el pan rallado. Pero recién cuando le torció la muñeca para empanar también el dorso la Pipota se dio cuenta de lo que se traía entre manos, demasiado tarde para evitar que la nervuda del mecánico le hundiera la diestra así rebozada en el aceite hirviendo. Fue sólo un instante, y no llegó a freírse del todo: una doradita apenas, y más del pan y del huevo que de la carne, pero aun así fue bastante impresionante: la Pipota pegó unos alaridos que metían miedo y cuando su esposo la soltó volcando el Primus y el aceite salió corriendo del rancho. Señor Gareca y los suyos intercambiaron entre sí miradas aprobatorias, Malito yendo más lejos y dándole al Tuerto, que recogía los objetos caídos del suelo, una ligera palmada en la espalda. Retomando donde había dejado, señor Gareca siguió con su presentación empresarial. “Tenemos las ganas, tenemos la garra, tenemos la gente. Lo que nos falta, sobre todo, es la infraestructura, vio. El equipamiento.”

Le alargaba un papel doblado. Era cuadriculado, arrancado de un cuaderno espiralado, y en él había una lista escrita a máquina:


equipamiento requerido


10 pistolas Ballester-Molina 11,25; 20 cargadores   

cada.

10 pistola Browning 9 mm; cargadores ídem.

10 escopetas Itaka, cartuchos.

5 pistolas ametralladoras Halcón; 10 cargadores.

5 pistolas ametralladoras PAM; cargadores ídem.

20 fusiles FAL; 10 cargadores cada.

3 subametralladora UZI-PA3; 1000 tiros.

1 ametralladora pesada mag; 2000 tiros.

Gelinita 500 kg; 20 detonadores eléctricos.

50 granadas a elección.

1 batería antiaérea (modelo a designar).

20 minas antipersonal.

10 minas antitanque.

1 bazuka.


Mientras Marroné iba recorriendo la lista con ojos cada vez más desorbitados, señor Gareca se había sentido en la necesidad de seguir explicando: “Nosotros consideramos que en las actuales circunstancias estamos listos para dar el salto de las acciones individuales y aisladas al ataque coordinado en gran escala y en varios frentes simultáneos. No hacemos nada con cuetearnos con un cana en la calle: es necesario tomar la comisaría, incautar el arsenal y volarla. No les hacemos nada asaltando un almacenero o un quiosquero, que al final de cuentas son nuestros hermanos. Tenemos que golpearlos donde más duele: un supermercado, un banco, las multinacionales... Porque así ya no es robar, es recuperar lo que nos han quitado, como ustedes nos han enseñado. Al final más chorro es el que pone un banco que el que lo afana...”, prosiguió, soltando el lunfa a medida que se relajaba. “Por todo esto decidimos plegarnos a la lucha armada. Eso sí, vamos a necesitar también un par de instructores capacitados, porque tampoco es cuestión de poner artillería pesada en manos de cualquier gilastro.” Un par de veces Malito había vuelto a susurrar en su oído, hasta que señor Gareca, exasperado, terminó dándole el gusto: “Acá el compañero Malito quiere saber si continúa la campaña de ajusticiamiento de policías, que él querría sumarse, y si le pueden computar dos, uno del policlínico y otro del asalto al camión blindado de septiembre pasado”.

Marroné había levantado la vista del papel, que temblaba en sus manos, para encontrarse esta vez con un Malito que lo miraba con la sonrisa ancha y simpática del que quiere que lo pongan a toda costa en el equipo y trata de caerle bien al que está eligiendo. Volvió a la lista tras un “no hay pdoblema” apenas graznado.

“¿Pada qué quieden la bazuka y las minas?”, preguntó por deformación profesional Marroné, que a fin de cuentas era jefe de compras y por principio acostumbraba a considerar cualquier pedido como exorbitante.

Señor Gareca, Malito y el Bebe se habían mirado entre sí, algo extrañados, como si de golpe vacilara su confianza. “Es para defender el barrio, por si nos atacan con tanques. La idea... Bueno, si están de acuerdo, claro, es declararlo zona liberada. Poco a poco, con los otros barrios, podemos ir formando un cordón que deje aislada a la capital.”

“¿Y la antiaédea?”, insistió Marroné. “¿No les padece un poco exagedado?”

Nuevamente, el triple intercambio de miradas. Hubo en el tono de señor Gareca esta vez un leve acento de reproche:

“Cada vez que ustedes se mandan una grande, compañero, a los barrios de la zona les dan para que tengan. Hace dos días nomás, sin ir más lejos, al Iapi y al 25 de Mayo lo arrasaron con aviones caza y helicópteros artillados. De eso se trata, compañero. Ustedes hagan lo que tienen que hacer, pero después no nos dejen en banda”.

Después, la charla, más distendida, había seguido un rumbo previsible: Marroné, entumecido de cansancio y cabeceando, tiqueando la lista de compras, pidiendo precisiones innecesarias y formulando cada tanto, por un prurito de verosimilitud, algún reparo imaginario; en algún momento volvió la Pipota con la mano vendada con trapos y se fue para la pieza, donde las dos niñas dormían en la cama; en otro comenzó como un tamborileo insistente sobre sus cabezas y señor Gareca levantando la vista hacia el techo de chapa comentó que eso era bueno, porque con la lluvia y sus corolarios, la menor visibilidad, los fangales, las inundaciones acaso, era menos probable que la policía entrara al barrio; y no había terminado de decirlo que escucharon los ladridos de los perros, los gritos y los estampidos, y la luz blanca incandescente de los reflectores atravesó los intersticios de las paredes, atigrándolos en sus posiciones congeladas y anunciando el comienzo de la razia.

A empujones y ya con las armas desenfundadas lo hicieron pasar por encima de la cama, de la Pipota que gritaba con la frazada hasta el cuello y sus dos hijas que lloraban abrazadas; patearon una de las chapas terciadas de la pared, desfondándola, y salieron al pasillo que serpenteaba entre los ranchos. Empapado en segundos y a medias cegado por el agua que caía a chorros de los techos de chapa acanalada, se dejó arrastrar por idénticos pasadizos entreverados, con cambios bruscos de dirección y zambullidas obligadas cada vez que se topaban de frente con las luces blancas y los fogonazos (Malito, debía ser él por el peso, se le tiraba encima cada vez, para cubrirlo con su cuerpo de los disparos). Por vertiginosos túneles de sombra que a su paso parecían oscilar con el eje dislocado, ascendiendo a veces por rampas como enjabonadas y otras cayendo por toboganes líquidos que se empinaban en hondos pozos verticales, señor Gareca guiando, el Bebe a los tiros cubriendo la retirada y Malito remontándolo como un barrilete, salieron finalmente a cielo abierto y al borde de un barranco, momento en que señor Gareca lo agarró del brazo, le gritó en el oído por encima del fragor de la lluvia, los ladridos y los tiros “ahora escóndase que nosotros los distraemos” y le pegó un empujón que lo mandó rodando barranca abajo. Rebotando como pelota a veces sobre acolchonadas bolsas infladas y otras sobre bordes duros y vértices cortantes, llegó por fin al pie de la montaña, momento en que el compasivo destello de un relámpago le permitió vislumbrar la silueta rechoncha de un barril desfondado, en cuyo interior se acurrucó temblando; más luego, por sentirse poco protegido y porque la curvatura cerrada le hacía doler la espalda, lo fue ladeando hasta ponerlo vertical, el exiguo orificio superior haciendo las veces de respiradero y de mirilla por la cual, si las gotas de lluvia que acertaban a entrar no golpearan con tanta fuerza sus ojos, le hubiera sido dado observar la noche entera un pequeño disco de enrojecido cielo. Así que abandonando la posición erguida dobló las rodillas contra el pecho y se fue deslizando hacia abajo, como se hunde en su cucurucho al derretirse el helado, y en ese lugar y postura había encontrado, varias horas después al despertarse y mirar hacia arriba, el pequeño círculo blanco del alba.

Ahora hacía rato que deambulaba entre los amorfos ranchos agazapados, hundido hasta los tobillos en el barro chirle y hasta las rodillas en el agua, tiritando por la ropa empapada, sin cruzarse con otro ser humano. Frente a alguna casilla de material se animó a batir palmas, gritando “¡Ave María Purísima!” como en el campo. Pero nadie acudió a su llamado, ni siquiera cuando golpeó la puerta de metal con la palma abierta de la mano, gritando “¡Por favor, abran!”. Salió, eso sí, de una casilla vecina un chico de pantaloncito de color indistinto, remera tan corta que dejaba al descubierto su vientre hinchado, como una embarazada desinhibida, y pelo rubión descolorido más de desnutrición que de raza; sus piernas salían de botas de lluvia tan grandes que los bordes se hincaban en sus ingles y aun así apenas sobresalían del agua.

–Quedido... ¿Edtá tu mamá? –le preguntó Marroné, y el sonido de su voz lo asustó: parecía un sapo salido a croar con la lluvia.

El chico negó con la cabeza. Lo miraba raro. Espantándose un par de moscas que insistían en treparse a sus pestañas y sus labios.

Volvió a preguntarle:

–¿No edtás con nigún gdande?

Como invocada por alguna palabra mágica que Marroné hubiera involuntariamente pronunciado, y precedida por el oleaje que su cuerpo desplazaba, se asomó a la boca de la cueva una vieja india desdentada vestida con una remera de Pepsi y un jean de hombre varios números más grande. Un vistazo le bastó para sacarle la ficha.

–¡Fuera, vago! ¡Andate a pedir a otra parte! –le gritó antes de agarrar al niño de la mano y desaparecer en su gruta ribereña.

Un poco más allá, en cambio, desde un lanchón de colores encallado para siempre en el barro, lo chistaron.

–¡Psst! ¡Joven!

Una boliviana de bombín y trenzas, asomada al ojo de buey, le hacía gestos de alejarse con la mano.

–Escóndete, pues, joven. Todavía andan pescando.

–Disculpe –le dijo sin terminar de entender–. Estoy budcando la casa del Tuedto. ¿Lo conoce?

La chola negó con la cabeza, tanto que se agitaron sus trenzas como látigos.

–¿Bibota?

Tampoco.

–¿Señó Gadeca? ¿Malito? ¿El Bebe?

Esta vez cambió por un asentimiento enfático que le dejó el bombín ladeado, y una sonrisa en la que se destacaba un incisivo enfundado en oro que Marroné envidió por un segundo aciago.

–¿Dóde puedo encondalos?

El dedo de la chola señaló hacia lo alto, y él lo siguió con la mirada, como esperando verlos a los tres volando en el cielo encapotado. Cuando entendió, su estómago dio un vuelco y le costó encontrar la voz para preguntarle.

–¿Dé pasó?

La chola hizo la señal de pistola y dedo gatillando.

–¿A los tdes?

–Señor Gareca se movía todavía. Así –dijo, ilustrando con movimientos de sirena danzando en las ondas del agua–. El Bebe, sobrino de mi esposo era, no, bien muerto, el cuerpo lo vieron tirado. Defendiendo un hombre importante estaban, un comandante de la guerrilla era. A todos los llevaron.

Marroné le dio las gracias, como puede agradecerle el ternero al matarife que acaba de darle el mazazo, y se alejó haciendo eses y vadeando como podía la correntada en la que flotaban maderas, ratas ahogadas, archipiélagos de excremento y hasta un cadáver de hombre boca abajo. Tenía que encontrar la salida de este laberinto de agua, alejarse cuanto antes de esta Venecia de cartón y lata. Yo no soy de acá, éste no es mi país, se trata de un grave error, ayúdenme a volver a casa, suplicaba en su cabeza a poderosos interlocutores imaginarios. Habían robado, como en los cuentos, al niño de su cuna; hechizado lo habían llevado lejos, por los aires, para soltarlo finalmente en tierra de monstruos, en un mundo que era la negación minuciosa y puntual de todo lo que conocía y amaba; y de este mundo sin belleza ni luz debía salir por sus propios medios, o se ahogaría irremediablemente y boca abajo su cadáver se iría flotando tras el otro a unirse con las demás basuras al pie del barranco. No era tanto morir lo que le preocupaba, sino hacerlo en este lugar, en medio de la basura y el barro. Quería volver a los dorados campos de rugby de su juventud, sentir el sol en el rostro y en los pulmones el aroma de los tréboles pisados; que su sangre, si debía verse derramada, lo hiciera sobre una camiseta de Dodds flamante, fluyendo roja sobre amarillo como un límpido ocaso, en lugar de chupada por estas telas pringosas o mezclada en remolinos con las aguas servidas que lo rodeaban por todas partes. Si sólo pudiera sentarse un minuto a descansar, guarecerse de la lluvia y sacar los pies del agua, recuperar un mínimo de forma humana, quizá fuera capaz de pensar en algo.

Un cartel de naranja Mirinda oxidado clavado contra una pared de tablas, un polietileno azul apuntalado por dos palos que combado de lluvia acumulada simulaba un dosel elegante, y un banco de madera amarrado con un pedazo de soga para que la corriente no se lo llevara, apareciendo al asomarse a uno de los canales principales, le indicaron que por una vez sus ruegos habían sido escuchados. Exhausto enderezó el banco flotante y se sentó sobre él, quedando al hacerlo su culo por debajo de la línea del agua, y apenas logró un equilibrio decente descubrió el rostro achinado de un hombre que lo observaba detrás de la reja que cerraba la ventana.

–Quiero algo para tomar. Algo fuerte –pidió Marroné, reprimiendo un impulso de besarle las manos.

Desapareció en la penumbra y volvió con un vaso de líquido incoloro, mas cuando Marroné estiró la mano volvió a retirarlo hacia las profundidades. Comprendiendo, buscó en el bolsillo y extrajo una enorme piedra caliza blanca, de forma levemente cuadrada. Cascándola varias veces contra uno de los barrotes logró al fin rajarla y abrirla en bisagra, como una ostra: adentro estaba la plata, que el yeso había preservado de los estragos del agua. Extrajo un bloque de billetes blanqueados y con mucho cuidado, porque estaban húmedos y pegados, desprendió uno del resto, pasándoselo al hombre que ahora sí le entregó el vaso que Marroné se bajó de un trago. Era un aguardiente barato que quizá no fuera más que alcohol de quemar diluido en agua, pero junto con las lágrimas a los ojos y el escozor a su garganta sintió que acudía el calor a sus miembros ateridos, a su corazón la sangre y a su cuerpo el alma. Pidió otro, pagándolo con las monedas del vuelto; y enseguida algo de comer, porque había empezado a marearse, y asomó entre las rejas una empanada de carne que aunque fría y húmeda como un batracio le resultó deliciosa, entre otras cosas porque la había tragado sin mirarla. Pidió dos más, pagándolas siempre por anticipado, al hombre que nunca contestaba con palabras. Se sintió mejor después de comer, más optimista, menos derrotado. Esperaría la oscuridad y saldría de este lugar; al abrigo de las sombras le sería más fácil evadir a los que lo estaban buscando. Le dijo al hombre callado que necesitaba un lugar para descansar unas horas. Un gesto bastó para que Marroné entendiera que debía rodear el improvisado bar y entrar por la puerta trasera, un billete para comprarle el privilegio de una alta cama que parecía flotar como un bote sobre el agua (ahora entendía por qué les ponían ladrillos bajo las patas), unos minutos para sacarse toda la ropa y quedarse dormido bajo la seca frazada. Soñó que su equipo acababa de ganar el partido decisivo del campeonato, que el capitán del equipo rival, su cabello como una hoguera en el sol de la tarde, se acercaba sonriente a felicitarlo, y despertó con los ojos bañados en lágrimas y el sonido del llanto.

Las lágrimas eran suyas, pero el llanto provenía de una pieza vecina, aunque quizá fuera otra casa (como el territorio de un perro, los límites eran aquí invisibles a los ojos). Volvió a ponerse la ropa que apenas se había secado, notó con agrado que la inundación se había escurrido, dejando de recuerdo un sedimento de limo, como el del lecho de un lago, en el que sus alpargatas chapalearon adentro, luego afuera de la casa, mientras buscaba el origen del llanto que parecía coincidir con el de una lucecita que se adivinaba tras una ventana. Soplaba un viento fresco, y en el cielo, entre nubes azuladas, titilaban algunas escasas estrellas urbanas. Empujó una puerta de madera, bastante más chica que su marco, y avanzó hacia una cuna improvisada en una caja de cartón, con repasadores de sábanas, apenas iluminada por la luz de una vela que junto a un ramo de flores frescas –humildes margaritas y madreselvas– flanqueaba una estampa de Eva. Así que sus caminos volvían a cruzarse, así que seguía revoloteando, encandilado, alrededor de su luz, y aunque tratara de alejarse siempre terminaba volviendo a ella. ¿Qué es, ahora?, se atrevió a preguntarle. ¿Qué quieres de mí? ¿Para qué me has traído? Tomó la tapa de lata de pintura que hacía de candelero y acercó la llama al rostro de la criatura: un varoncito de apenas días, o semanas, casi cerrados los ojitos achinados, pringosas de mugre la boca y las mejillas, en su cabeza una cresta de cabello crinado. ¿Por qué estaba solo un niño tan pequeño? ¿Qué clase de gente era ésta, hasta qué punto la ignorancia y la miseria los había deshumanizado, que podían dejar a una criatura tan pequeña abandonada? Otra posibilidad acudió a su mente, y se llevó la mano a la boca, horrorizado. Quizá se los habían llevado. Se sintió, si no culpable, al menos implicado: y recordó las lúcidas palabras de señor Gareca, cuando le pedía que se hicieran responsables de sus actos. Le haría caso: alzó al bebé, acunándolo para que no llorara, como solía hacer con la pequeña Cynthia –la del moisés de mimbre blanco con volados, sábanas de Holanda y cobertor de raso rosado–, sintiendo contra el pecho su tibieza suave. Los ojos de Marroné se llenaron de lágrimas un segundo antes de que su mente entendiera lo que estaba pasando: el niño era él, se estaba mirando en un espejo del pasado. Así había venido al mundo, así había empezado a crecer, una vida igual a la que le esperaba a este niño debió haber sido la suya si el azar o el destino no lo hubieran arrebatado de la choza para llevarlo al palacio. No igual, se rectificó, mucho peor la de este niño, pues la vida comparativamente privilegiada de Ernesto Marroné (aunque no se hubiera llamado Marroné, claro) habría transcurrido bajo la protección de una Eva de carne y hueso, y no de mero papel como ésta. En fogonazos sucesivos fue recuperando los momentos de un pasado alternativo, de lo que pudo haber sido su infancia peronista bajo el permanente cuidado de Eva: un nacimiento higiénico y seguro en alguno de los flamantes policlínicos que llevaban el nombre de ella; los primeros años transcurridos junto a su mamá (el padre era por el momento una figura borrosa en su fantasía retrospectiva) en el Hogar de la Empleada, durmiendo bajo colchas de satén, jugando con otros niños como él (un niño peronista no conocía la infancia solitaria) en los amplios salones bajo arañas con lágrimas de cristal, tomando la leche sobre sillas Luis XIV tapizadas de brocado pálido –todo eso hasta el “día maravilloso”, en la vida de su madre al menos, en que le llegara la respuesta a la carta que le había escrito a Evita–. “¡Vamos a verla, Ernestito!”, le decía, alzándolo, bailando con él en el aire (¿lo habían adoptado con ese nombre sus padres, o se lo habían puesto ellos?). Llegado el “día maravilloso” –que sería el de la visita, no siendo el de la carta más que la antesala– su madre lo vestía con camisa de manga corta, corbata, pantalones cortos y zapatos abotinados, peinando con una prolija raya de tiralíneas y un jopo con forma de onda el negro cabello engominado; tomaban el tranvía en Avenida de Mayo y bajaban frente a las imponentes columnas de la Fundación, en Paseo Colón e Independencia. Ernestito tendría cuatro, cinco años. No, no podría ser, advirtió sacando cuentas, Eva ya estaría muerta. Tres, entonces, la edad a la que la conciencia nace burguesa o proletaria: la visita a Eva sería su recuerdo más temprano y marcaría a fuego su conciencia de clase. Les indicarían el camino hombres y mujeres sonrientes, atentos, de librea: secretarias y edecanes. “¿Tiene audiencia con la señora? Por aquí por favor.” Pasarían al lado de una larga fila de hombres de uniforme, sotana y traje, mujeres enjoyadas y elegantes, y casi inaudible bajando la cabeza su madre murmuraría “me parece que estos señores estaban antes”. “¿Estos?”, preguntaría la secretaria privada de Eva con un gesto despectivo. “No son más que embajadores, militares, empresarios, damas de alta sociedad y dignatarios eclesiásticos. Durante décadas han sido los primeros, mientras el pueblo esperaba. Ahora, que esperen ellos. Con Eva los últimos no deben esperar al cielo para ser los primeros”, concluyó abriendo de un empellón las puertas batientes que daban a su despacho. Estaba sentada detrás de su escritorio, con las piernas cruzadas, vestía un traje sastre de impecable corte con solapas de terciopelo, el pelo tirante recogido en un rodete como dos manos entrelazadas, y estaba radiante: la luz manaba de sus ojos, su frente, su boca y sus oídos y la rodeaba como un halo. Su mamá quiso agacharse para besarle las manos, indicándole con un tirón a Ernestito que la imitara: pero Eva la detuvo con un gesto, y fue ella la que se incorporó, rodeó su escritorio y se acercó a besarla. “¿Tu nombre es Eulalia, no?”, dijo Eva sin consultar papel alguno (¿Eulalia? ¿De dónde había sacado Marroné ese nombre?). “Te he visto varias veces en el Hogar de la Empleada. Así que quieres una casa. ¿Qué pasa, no te gusta donde estás? ¿Te tratan mal? ¿Te falta algo?” Balbuceando, su madre explicaría sus razones: el padre del niño trabajaba en la zafra en Tucumán, y no le alcanzaba el dinero para venir de visita; si tuviera dónde alojarse cuando viniera, tal vez... Eva Perón escuchaba, asentía sonriente; luego, dándose vuelta apenas, abrupta y expeditiva, a la corte de ministros y sindicalistas que recién ahora que se hacían necesarios la fantasía de Marroné había conjurado: “casa, muebles, enseres de cocina y heladera, y un trabajo para el marido en Buenos Aires. ¿Son casados?”, peguntó al momento en un afterthought, y la mamá de Marroné sacudió la cabeza gacha avergonzada. “Ajuar de novia, agregamos.”  Y al otro día ya estaban instalados en el barrio modelo, en el coqueto chalecito californiano con antejardín, dos cuartos amueblados y una heladera en el comedor, no una de esas modernas de agresivas aristas angulares, sino una Siam de formas femeninas y redondeadas, rebosante de alimentos como un seno materno, y sobre la heladera el altarcito con los retratos de Perón y Eva. El casamiento de sus padres, ella toda de blanco, él incómodo y feliz en su primer traje oscuro, atusándose el bigote achinado, tomados de la mano en una larga fila de parejas todas iguales como muñequitos de torta alineados, una multitudinaria boda proletaria presidida por Eva en persona que oficiaba de madrina de todos; luego la infancia feliz en una casa modesta pero limpia y confortable, los juegos con otros niños de su condición en el parque comunitario (nunca la soledad, sin otra compañía que la televisión o la mucama, en el sombrío piso de Belgrano, nunca los domingos de tedio interminable, nunca niños más blancos que él, en el St. Andrew’s, gritándole marrón caca). Y más: la escuela donde los maestros les leían La razón de mi vida sin muecas de sorna, las visitas a la Ciudad Infantil, con sus casitas, negocios, iglesias y piscinas a escala, y a la República de los Niños, en la que el propio Disney se había inspirado, tras visitarla, para crear Disneylandia; los Campeonatos Infantiles de Fútbol, en los que ella daba siempre el puntapié inicial y repartía luego las medallas (y Ernestito, que había marcado el gol del triunfo para su equipo, pues en esta vida sería crack de fútbol, el deporte nacional, en lugar de practicar el extranjerizante rugby, guardaría siempre como el mayor de sus trofeos la medalla de oro con su perfil que había recibido de sus manos); las Navidades peronistas con los juguetes de la Fundación al pie del árbol, la sidra y el pan dulce infaltables sobre el mantel a cuadros; los Planes de Turismo Infantil, el viaje en tren que sólo tiene primera clase, la estadía en Chapadmalal, en uno de los ocho complejos hoteleros que como fortalezas custodian la felicidad del pueblo sobre los acantilados, junto a otros niños que como él veían el mar por primera vez gracias a Evita. Sí, sí, esa infancia pudo haber sido suya, si la oligarquía no se la hubiera escamoteado, si no lo hubiera arrancado de los brazos de su madre una pareja entrada en años, incapaz, por egoísmo o pereza, de tener hijos propios hasta que fuera muy tarde, y luego encaprichándose y llevándoselo como quien compra un cachorro en una tienda. Y fue entonces, en la intensa emotividad de ese momento, que le fue dado a Marroné el ver por fin el verdadero rostro de su madre: no el de esa señora vagamente afectuosa y siempre distante que cada tanto aparecía para controlar el trabajo de las mucamas y darles instrucciones sobre cómo bañarlo, vestirlo y alimentarlo, sino la oscura y valiente mujer que lo había cargado durante nueve meses en su seno; quizá caminando largas distancias en su viaje del campo a la ciudad (se le había metido en la cabeza que eran tucumanos, estaba más convencido con cada minuto que pasaba) sosteniéndose el vientre con una mano, con la otra acariciándolo mientras le hablaba. Pero el sueño se hacía añicos apenas comenzaba: no tenía cómo mantenerlo, estaba sola, en la monstruosa ciudad no conocía a nadie. ¿Por qué no había acudido a Evita? ¿Por qué no había tomado la mano tendida para ayudarla? No había manera de saberlo. Sí, la había, se dijo, trocando en decisión su abatimiento, había llegado el momento de hacer las preguntas que nunca había hecho: encararía a sus padres; si ellos no hablaban, habría registros, documentos: partidas de nacimiento, actas de adopción. Si estaba viva la buscaría, iría a verla y le preguntaría. Porque si bien no conocía los motivos, tampoco podía dudar del sentimiento: la veía claramente, desgarrada por el llanto tras firmar sin mirarlos (no sabría leer acaso) los papeles que le alcanzaron, luego arrepintiéndose y tratando de volver por él, retenida primero por el fuerte brazo de una jefa de enfermeras, acompañada luego hasta la calle por otra más joven y amable que le repetía “es mejor así”, y a Marroné se le llenaron los ojos de lágrimas con la escena imaginaria. El bebé se había dormido ahora, acunado en el calor de su regazo, y Marroné, conmovido, le prometió que no lo dejaría crecer en la terrible orfandad de ella: si Evita no estaba, él se haría cargo –lo adoptaría, si no como hijo, al menos como ahijado: velaría por él, estaría al tanto, se ocuparía de que nada le faltara–. Porque él había sido educado como burgués, pero estaba lejos de ser un burgués de alma. Él era, se daba cuenta por fin, un peronista de la primera hora. Había llegado el momento de asumir su verdadera identidad, de que el gorila se depilara. Estaba claro, claro como el agua, el porqué de su presencia en este increíble lugar que en un principio le había resultado el colmo de lo hostil y ajeno y ahora se revelaba como la patria perdida de su infancia. Si sus pasos lo habían guiado hasta esta barriada y esta casa era porque estaba siguiendo un camino, y no porque fuera víctima de las circunstancias. Todo esto había sucedido (todo: el dedo del señor Tamerlán cercenado, su cautiverio en la toma de la fábrica, su conversión en dirigente obrero, la lucha contra las fuerzas del antipueblo, la muerte –sacrificio, ahora veía– de Paddy, María Eva, el Bebe y tantos otros, su huida a través del barro y el agua; la existencia misma del barrio de Olivos y de las villas miseria, del señor Tamerlán y el peronismo revolucionario) para que Marroné se pudiera encontrar con Marroné; porque sólo sabría quién era realmente cuando recuperara su oscuro pasado negado, las raíces que se hundían en la basura y el fango. Entendía, también, ahora, el sentido profundo de su misión (que quizá fuera también el de su vida): se trataba nada menos que de llevar el espíritu de Eva –hecho carne en sus bustos– hasta el corazón mismo de la empresa: y era él el elegido, el predestinado a hacerlo, porque no era ni de aquí ni de allá, participaba de los dos mundos: como Eva, él era un puente entre ambos. Llevar a Eva hasta la empresa, abrir la empresa a Eva: así el capital y el trabajo irían de la mano, en lugar de enfrentados, así terminaría esta guerra insensata que tantas víctimas había cobrado. Y fue entonces (como si la visión fuera una recompensa y garantía de verdad de todo lo que le había sido revelado) que la vio pasar por la ventana.