La ciudad de Eva

Se detuvo en el andén pelado un tren extrañamente silencioso, tan cubierto de pintadas que parecía un mural itinerante. Marroné se acurrucó como un perro en el extremo de uno de los últimos vagones, y notó que el interior estaba, como él, roto de distintos modos: la cuerina verde de los asientos cuarteada o tajeada, las argollas de los pasamanos arrancadas de sus bridas de cuero, las ventanas trabadas algunas y otras sin cristales, exhibiendo las marcas de las llamas que tras reventarlos las habían lamido también por dentro. Arrancó con una serie de estertores; era como viajar en una serpiente con el espinazo quebrado en varias partes. En dos estaciones más su vagón se había llenado de madrugadores hombres y mujeres que irían rumbo al trabajo, algún viejo, vendedores ambulantes, y notó con cierta curiosidad que, a pesar de viajar a pie varios de ellos, ninguno había querido ocupar los tres asientos libres que lo rodeaban; debía verse y oler peor de lo que había supuesto. De todos modos no necesitaba compañía, y volviéndose a su ventana trabada se dedicó a contemplar, a través del vidrio polvoriento que la lluvia había decorado en filigranas, el paisaje de casas chatas de ladrillo o cemento sin revocar, obras suspendidas en una eterna construcción que era como un encantamiento, talleres desbordados de autos, jardines delanteros, corralones, galpones, potreros, iglesias y comercios, barreras bajas con autos esperando, calles principales asaeteadas por intrusivos carteles perpendiculares. El rítmico ímpetu del tren hizo nacer en sus labios una olvidada plegaria de infancia: “Hada buena que ríes entre los ángeles: yo te prometo ser bueno como tú lo quieres, respetando a Dios; amando a mi patria; queriendo al General Perón; estudiando y siendo para todos el niño que soñaste: sano, alegre, educado y limpio de corazón”. En los puntos de mayor aceleración, equidistantes de una estación a otra, los contornos y los límites de lo que veía empezaban a superponerse y ceder, amagando fundirse un carro en un portón, una tapia en un baldío, el celeste de una casa en el del cielo. Enseguida aminoraba, y al apaciguarse su endemoniado traqueteo (se sentía, estando adentro, como si un Titán cautivo sacudiese a intervalos regulares sus cadenas) cada cosa volvía a su ser separado y primero; pero hubo un momento en que, alcanzado el pico que se había habituado a esperar, en lugar de aminorar la marcha siguió acelerando el maquinista enloquecido; sin parar pasaron una estación, luego otra y otra, y cada andén era más corto que el anterior; ya el ojo era incapaz de distinguir, salvo en las inmutables distancias de las nubes y el cielo, más que el flujo continuo, un trazo como de pincel ancho que pasando por encima de árboles, casas, jardines y letreros como si fueran discos de acuarela había empezado a dibujar un rostro que todo lo incluía, tan grande que Marroné temió que cuando estuviera terminado sus ojos no llegarían a abarcarlo.

Los abrió a un círculo de cielo orlado de cabezas, aunque más que un círculo lo que los rostros reunidos recortaban en el azul era un perfil que repetía la vasta figura entrevista en sueños. El anillo de personas que lo rodeaba, decepcionado porque no había sido más que desmayo lo que se le figurara muerte, se abrió al instante y el rostro querido desapareció como un pimpollo en la flor abierta, pero ese instante había bastado para que Marroné, con una sonrisa, lo reconociera. Era Eva, claro, seguía con él, estaba en todas partes, ya nunca lo abandonaba. Dos hombres, antes de alejarse, lo sentaron sujetándolo de los sobacos y lo sostuvieron hasta asegurarse de que no volvería a caer y desnucarse contra el cemento del andén, aconsejando “Bueno, amigazo, ahora a casa a dormir la mona”, y otras menudencias por el estilo. Tras murmurar con sonrisa extraviada sus ininteligibles gracias de borracho incoherente (había decidido actuar el personaje; si ya no estaba en condiciones de agradar a los demás –y todo indicaba que había perdido la capacidad de hacerlo– al menos todavía podía seguirles la corriente), levantó los ojos a un cartel de letras blancas sobre fondo negro para descubrir que, milagrosamente, lo habían bajado del tren en la estación correcta, la que le había indicado el hombre del teléfono, y decidió, porque le estaba haciendo mucha falta, tomarlo por una buena señal: no quizá de que los encantadores malignos que lo perseguían se hubieran dado por vencidos, pero sí al menos de que se habían tomado el día.

Las vías corrían en estas regiones a lo largo de un estrecho cañón hundido que no le permitía ver más que un trozo azul rabioso de cielo, la sempiterna estación inglesa, otro tren que con su gran ojo solar se acercaba tan silencioso como el que lo había traído, y el desaforado follaje veraniego de los paraísos, cuya sombra misericordiosa lo protegía del sol inclemente. Subió con cierta dificultad los peldaños torcidos de una escalera de cemento, y llegando a los últimos tendió la vista en torno suyo. Más allá del obligatorio parque con eucaliptos que flanqueaba las vías se extendía un ordenado paisaje de alargados chalecitos rectangulares, como panes de manteca con tejas españolas, columnitas y persianas de madera con rombitos calados; jardines con flores, algún auto estacionado y enanos de cemento; veredas arboladas que se iban curvando suave, suave, casi imperceptiblemente, a medida que caminaba por ellas. Se cruzó con varios niños que iban por el medio de la calle en sus bicicletas, una señora con su changuito, un camión de reparto de sifones, antes de animarse a preguntarle a un vecino que venía paseando a su perro.

–Ah sí. Eso está en la Circunscripción Primera. Más o menos para el lado del rodete. A ver... ¡Quieto, che! –le dijo al cocker que tironeaba de la correa–. Seguís derecho por ésta...

–¿Por ésa?

–No, por ahí te vas para la nariz. No, para el rodete seguís derecho por acá, y después... Vas a ver una plaza grande, que vendría a ser por la mejilla... Ahí doblás a la izquierda y le metés... En el centro del rodete hay un edificio bien grande, un monoblock de cinco pisos. La casa que buscás está enfrente. No te podés perder.

No se perdió, en efecto, pero fueron más de diez cuadras a pleno sol y un par de veces estuvo a punto de tirar la toalla. No hubiera sabido qué nombre darle a la fuerza que lo mantenía en movimiento, aunque por alguna extraña razón le parecía que no era él sino las casas las que se movían, desfilando a ambos lados como una procesión o un cortejo, exhibiendo los aportes individuales que el instinto de diferenciación de los habitantes había ido introduciendo en la tipología básica de chalecito peronista (en sus variantes apareada, dúplex y en tiras): verjas en lanza, revestimientos de laja, pizarra o machimbre, galerías, bay-windows y farolitos coloniales. La que buscaba resultó ser una de esquina, con la ochava redondeada en lugar de cortada a pico, y un como abanico de tejas abarcando la curvatura; un terraplén de césped llevaba hasta un cerco bajo de ligustrinas podadas tras el cual emergían, distribuidas en el prolijo antejardín, una gran variedad de estatuas y fuentes. Era la casa que buscaba, no cabía duda. Frente al portón de entrada, a la sombra de una chata roja con caja de madera, una nena y un nene, en mallita, jugaban con regaderas, baldecitos y una manguera.

–Buenos días, querido. Busco al señor Rogelio –dijo, dirigiéndose al nene con el tono más simpático que le fue posible, aunque cuando la nena se echó a llorar y el nene a gritar ¡Abuelo! ¡Abuelo! con alarma apenas contenida, decidió que muy bien no le había salido.

El hombre no salió de la casa, sino del taller o cobertizo anexo que era evidentemente un agregado al chalé original. Tendría entre sesenta y setenta, cabello blanco y tez oscura, y sus ojos eran negros y brillantes, como cantos rodados en una canasta de arrugas. Podría haber sido, sintió Marroné, su propio abuelo –el original, no el postizo–. Llevaba puesto sobre la ropa amplia un delantal de lona plastificada y traía en sus fuertes manos de escultor un cincel y un martillo. Sus nietos se le habían aferrado uno a cada pierna y desde atrás miraban protegidos.

–¿Sí? –preguntó tentativo, guardando el cincel en un bolsillo del delantal pero todavía aferrando el martillo–. ¿Busca a alguien?

–Hablamos por teléfono. Es... por los bustos.


* * *


Se había apoyado en el portón después, para no caerse, y su abuelo lo había ayudado a llegar hasta la cocina, donde bizcochos y mates mediante se repuso lo suficiente para explicar a qué había venido.

–Me llamo Ernesto y estoy... bueno, usted sabe, mltndoenlatndncia –dijo rápido y atropellado para ver si así pasaba, pero se le fue la mano en los cortes y viendo crecer en su interlocutor el azoramiento terminó aclarando, violento–: en Montoneros. Bueno, como parte del programa para zonas carenciadas justamente queremos llevar un busto de Eva a cada villa...

Don Rogelio lo escuchaba atentamente, fijos en él sus calmos ojos bondadosos, y empezando a avergonzarse de sus flagrantes mentiras Marroné decidió mechar con algo cierto.

–Soy un fugitivo, don Rogelio. En este momento me persiguen la patota, la Triple A y la policía. Usted me ve así porque estuve escondido en una quema de basura. Si me llegan a agarrar...

Rogelio apoyó sobre su mano una de las suyas, que la cubrió sin dejar nada a la vista.

–Quedate tranquilo, Ernesto. Acá no pueden alcanzarte. Eva te protege. Mirá. Estás adentro de ella.

Le indicaba un cuadro sobre la pared, que no era más que un mapa arrancado de una guía Filcar y pintado de colores y sobreescrito con cartelitos y números; un plano de la ciudad cuyas manzanas, plazas, calles, líneas férreas y autopistas trazaban contra el fondo de los descampados circundantes, con nitidez tajante, el contorno inconfundible de un busto de Eva. Su primera reacción fue pensar que volvía a alucinarlo, mas cuando empezó a orientarse en la fantástica cartografía (la base del busto sobre el Camino de Cintura, la espalda sobre la Autopista Ricchieri) recordó que estaba precisamente en Ciudad Evita, el barrio modelo que había acuñado su perfil indeleble sobre la llanura. Don Rogelio, mientras tanto, había empezado a avanzar su teoría sobre la inviolabilidad de esta Jerusalén peronista.

–Vos fijate que cuando La Libertadora, se ensañaron con las figuras del General y de Eva. Cuadros, carteles, bustos; no se salvó ninguna imagen de ellos... Salvo ésta, la más grande de todas, la que cobija en su interior a su pueblo, tan vasta que sólo puede verse desde el cielo. Viste, como las líneas de Nazca, en el Perú. Qué ironía, ¿no? En un momento hubo rumores, que venían con topadoras y cuadrillas de colimbas, o voluntarios radicales y socialistas, para modificar el trazado de las calles y cambiar su perfil por el de Belgrano o Sarmiento; y varias noches seguidas hicimos turnos de guardia preparados para resistirlos, acostándonos delante de las máquinas más no fuera; pero al final nunca vinieron. Una que se nos ocurrió más tarde era que podían construir nuevos barrios por fuera, ahogando sus facciones: pero además de costoso no hubiera servido de nada, porque el perfil de Eva habría permanecido, a la vez oculto y a la vista, como esas figuras que a veces podés descubrir escondidas en un cuadro de otro tema. Así que poco a poco nos fuimos dando cuenta. El contorno de Eva es como un círculo mágico, una empalizada que nos protege de los gorilas que acechan en la selva de afuera. Acá adentro, al menos, se preserva una isla de la Argentina que ella soñó para todos nosotros, y que nos fueron quitando después de su muerte.

La voz pausada y serena de don Rogelio lo iba arrullando como una canción de cuna: Eva te protege – Estás adentro de ella – La isla de Eva – Eva te ama – Eva te mima.

Se despertó con un respingo del adormilado cabeceo que ya llegaba hasta sus rodillas.

–Así que todo lo que esté en nuestras manos... –había seguido don Rogelio–. Las puertas de esta casa jamás estuvieron cerradas para un compañero perseguido. ¿Sabés las veces que tuve que esconderme, yo? ¿Y que me salvé de ir en cana por la ayuda de un vecino, o un desconocido? De hecho si necesitan casas, o esconder gente con alguna familia... Yo estoy un poco a cargo de los asuntos vecinales. Éste es un barrio de ley, acá somos peronistas en las buenas y en las malas, no como los que gritan viva Perón los diecisiete de octubre y los dieciséis de junio se quedan chitos. Bueno, vení que te muestro el taller, antes de que te me duermas en la silla.

Ya había tenido ocasión de advertir, en su fugaz paso por el jardín, que la obra de don Rogelio combinaba un delicado y puro amor por la materia con ese dudoso gusto plebeyo en el que se codean tan bien las aspiraciones a la alta cultura del David y la Venus de Milo con el criollismo telúrico del Don Segundo y Martín Fierro. Testimonio de lo primero eran sus mármoles, ónices y granitos, que parecían formados más a caricias de una mano amorosa que a golpes de martillo; y sus maderas pulidas, que se hubiera dicho moldeadas en un previo estado líquido. De lo segundo, en las piedras el pastiche de rococó neoclásico y Art Nouveau que había proliferado en pastorcillos y pastorcillas, ninfas desnudas y niños reos; y en las maderas los gauchos de rasgos cortados a cuchillo y los indómitos indios de gargantas tensas y dientes salidos. Marroné de todos modos apenas vio todo esto por encima y de chanfle, pues sus ojos se habían prendido como cepos sobre una frente con curvatura de caracola, un delicado cuello de cisne y un cabello suelto que corría hasta los hombros como un río. Era una pieza de alabastro casi traslúcido que se distinguía tanto de las otras que parecía que otras manos la hubieran esculpido.

–Es ella, ¿no? –preguntó en un reverente susurro.

Don Rogelio asintió, mudo y complacido. En ese momento entraron sus dos nietos, todavía ojeando al astroso y desorbitado Marroné con desconfianza, y se sentaron cada uno sobre una rodilla de su abuelo. Éste esperó a que estuvieran bien acomodados y en equilibrio antes de comenzar con su cuento.

–Una vez sola la vi de cerca. Vino a vernos para la inauguración del edificio del sindicato, y todos nos quedamos deslumbrados, hasta los que eran comunistas y socialistas y habían dicho que no iban a saludarla. Llevaba –dijo, dirigiéndose en especial a la nena– un vestidito ceñido al talle, de brocado carmesí de hilo de oro tirado, con mangas y pollera de seda y bordados de argentería; y el cabello suelto que parecía de hebras de oro fino, largo hasta la cintura.

–¿Era como una princesa, abuelo? –le preguntó ella.

–Sí, pero era una princesa del pueblo. Igual, lo que más nos deslumbró fue su blancura... Yo la oí comparar con la magnolia y el jazmín y la nieve, pero era diferente. Blanca y traslúcida, y a la vez como encendida por dentro. Como una antorcha en una lámpara de alabastro. Miren, para que se den una idea... Estábamos terminando el almuerzo, cuando llegó, y le ofrecimos vino tinto. Ella aceptó el vaso con una sonrisa y se lo tomó sedienta. Y su blancura era tan grande que por la garganta le veíamos pasar el vino, y todos los que ahí estábamos quedamos maravillados. Perón era opaco, siempre lo fue. La vez que lo esculpí, lo hice en granito negro. En cambio Eva era tan transparente... A través de su piel... se veía el pueblo –concluyó, mirando a Marroné con sus bondadosos ojos oscuros–. Traté de poner todo eso en esta escultura –dijo, volviéndose a la Eva de cuello esbelto–. Pero apenas lo logré a medias.

–¿Cuánto? –preguntó Marroné, atajándolo por si todo este cuento era un artilugio para subirle el precio.

–No pensaba venderla, Ernesto. No por ahora.

La mirada de Marroné se había vuelto dura y brillante como la obsidiana del puñal de un sacerdote azteca. El jefe de compras de Tamerlán e hijos, enjaulado durante días, bramaba adentro suyo como un tigre con el estómago vacío.

–Le pago lo que me pida. Y ya puede ir poniéndole precio a los otros noventa y uno –estaba sudando y temblaba de pies a cabeza como si tuviera calenturas.

Don Rogelio le indicó una silla de mimbre y Marroné se sentó agradecido.

–Son muy importantes para vos, ¿no?

Marroné asintió con ojos implorantes y la nuez subiendo y bajando como un pistón con cada trago de saliva.

–Los pobres niños de la villa... –comenzó.

–Pero no veo cómo puedo ayudarte. Yo soy un tallador, sólo hago piezas únicas. Vos los que necesitás es alguien que trabaje en serie.

Lo hubiera agarrado de las solapas para sacudirlo, si las hubiese tenido.

–¡Necesito esos bustos! ¡Como sea! ¡No me importa si son en papel maché, papel de aluminio o plastilina!

Los dos niños habían vuelto a refugiarse detrás de su abuelo. Marroné se dejó caer agitado en su silla.

–Perdón.

Don Rogelio mantenía fijos en los suyos sus ojos benévolos.

–A ver, chicos, vayan que me parece que la oigo a su mami –despidió a sus nietos con sendas palmadas en los traseros, y luego a él–: Ernesto... vos no sos montonero, ¿no? Ni siquiera sos peronista. ¿Me querés contar?

Marroné contuvo un irresistible impulso de caer de rodillas y besarle las manos.

–Soy un alto ejecutivo de una importante empresa constructora –comenzó su atribulada confesión–. Ya sé que viéndome así le puede resultar algo difícil creerme, pero mire –buceó el molusco bivalvo de su bolsillo y hurgando en su interior extrajo su licencia de conductor, su credencial de medicina prepaga, su carnet de socio del casi, que fue desplegando sobre la mesa de trabajo para suscitar si no la credulidad al menos la compasión de su interlocutor, que lo detuvo con un gesto.

–Está bien, Ernesto. No tengo por qué dudar de tu palabra. Si vos me lo decís, te creo.

Marroné sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas.

–Es que antes le mentí.

–Bueno, supongo que tendrías tus motivos.

Asintió mudo tragándose los mocos.

–Los montoneros tienen secuestrado al presidente de la empresa. Es un buen hombre, pero ha tenido... eh... mala prensa últimamente. Una de las condiciones para liberarlo es que coloquemos un busto de Eva en cada oficina. Son noventa y dos bustos en total. Hace semanas que los busco, pero se mueven en mi contra fuerzas muy poderosas –dijo, atropellada y entrecortadamente, porque ya no era el Marroné de siempre quien hablaba, sino el manojo de nervios paranoicos en que los acontecimientos de los últimos días lo habían convertido–. Ayúdeme, por favor, don Rogelio. Ya no sé a quién acudir. Si me hace aunque sea uno o dos bustitos de muestra, podemos ir ganando tiempo...

Don Rogelio había prendido con una carusita un cigarro a medio fumar que sacó del bolsillo de su camisa, un charuto barato y maloliente que mordisqueaba con evidente deleite.

–Te propongo lo siguiente. Te das un baño, te cambiás y te tirás un rato hasta la hora del almuerzo. Y después de comer, cuando estés más repuesto, la seguimos. ¿Qué te parece?

Marroné asintió, todavía más incrédulo que francamente agradecido, y siguió a don Rogelio a través del tramo de jardín, la cortina de flecos coloridos y la cocina, rumbo al dormitorio principal, que contenía una cama matrimonial, un armario, un crucifijo con una rama de olivo y una foto de don Rogelio de joven, abrazando a una mujer más joven aún, de vestido floreado y rostro sonriente. Del armario sacó un pantalón y una camisa limpios, un calzoncillo de algodón grueso y un par de hawaianas.

–Te doy ojotas porque cualquier zapato mío te va a quedar bailando. Y qué más... –Se estiró hasta el estante superior para alcanzar una toalla limpia–. Creo que ya estamos –dijo, depositándola en la pila sobre la cama.

Marroné lo dejaba hacer con el recelo del chico acostumbrado a que cada caricia no sea sino el preámbulo de un bife; pero tras la ducha con agua caliente y mucho jabón, y la ropa limpia, sintió renacer en su pecho, como el albor de una nueva era, el optimismo y la fe en sus semejantes. Se lo confirmaron los dos nietos de don Rogelio, cuando entraron al cuarto a despertarlo, y lo sacudieron con risitas y ya sin ningún miedo.

El sábado era día de almuerzo familiar en lo de don Rogelio, de hecho sus hijos eran tantos (nueve, contando sólo los vivos) que venían en dos tandas, una sábado y otra domingo, según sus ocupaciones y compromisos. La madre de los dos chicos había puesto a hervir agua en una olla gigante y cortaba los tomates para el tuco, al rato llegó una de sus hermanas con su numerosa prole y un marido cargado con las cajas de ravioles que le llegaban hasta la nariz. Marroné era presentado a cada uno que iba llegando y ayudó a armar bajo la sombra combinada de la higuera y de la parra la mesa de caballetes y tablones que las mujeres cubrieron con manteles vinílicos. Si bien los temas de conversación fueron sombríos –la represión en las fábricas, la creciente tanda de muertes cotidianas, la reciente chirinada de los milicos–, el clima era alegre y festivo: desde la cabecera de la mesa, moteado de luz verde y oro, don Rogelio era un sol alrededor del cual orbitaban como planetas sus hijos y como lunas sus nietos. A Marroné le vino por un momento a la mente el recuerdo de los tristes asados de domingo con sus suegros, en el fondo de la casa de Olivos, la condena de por vida al reiterado ritual de gratitud abyecta por sus aportes a la compra de la casa y la pileta, la cara de su suegro cada vez que probaba la carne y la encontraba ya muy seca o ya muy dura, las eternas confabulaciones de su suegra y su esposa que apenas terminaban de comer se retiraban a tratar cuestiones de crianza, abandonándolo a una interminable sobremesa de opiniones gorilas que no admitían ningún disenso.

En ese momento don Rogelio había golpeado un vaso con una cucharita para pedir silencio para el brindis.

–Por esto –dijo, abarcando con gesto ecuménico a la concurrencia–. No pedimos mucho, ¿no? Con esto nos alcanza. Pero tampoco nos conformamos con menos.

Era cierto, tan cierto, pensó Marroné, como si las palabras le hubieran estado especialmente dirigidas. ¿No era esto, acaso, la vida? ¿Había algo más que pudiera pedirse? Tuvo en ese momento una visión de sí mismo dentro de treinta años o tal vez cuarenta, en otra vida posible: un patriarca peronista en una casa como ésta, rodeado de hijos y nietos, alcanzando una longevidad serena y plena, comiendo en paz bajo su viña el fruto seguro de su cosecha. ¿Sería que proletarizarse era, al fin y al cabo, el camino? ¿Había tenido razón Paddy después de todo, y era esta escena la corporización de su mensaje póstumo? “Yo puedo darte una mano, si querés”, volvieron al recuerdo las sílabas queridas. Pero él las había echado en saco roto, había rechazado la mano tendida, se flageló mentalmente y poco le faltó para ponerse a lagrimear de nuevo. Se había convertido en un llorón en el último tiempo. Pero todavía no era tarde. No habría sido en vano la muerte de su amigo. Haría exactamente eso. Abandonaría esta insensata y monomaníaca busca de los bustos, abandonaría también la rat race del mundo de la empresa, lo dejaría todo. Todo: al señor Tamerlán, su mujer, sus suegros y la casa de Olivos, ya vería luego el régimen de visitas para sus hijos burgueses –porque planeaba tener otros, claro, en su nueva vida– y se vendría a vivir a Ciudad Evita. A fin de cuentas, a él no podía resultarle tan difícil como a Paddy. En pocos días, casi sin proponérselo, había avanzado tanto o más que su finado amigo en meses. O más bien retrocedido, pues en su caso no se trataba tanto de adentrarse en un mundo nuevo como de desandar el camino; no de torcer su destino sino de enmendar la torcedura que otros le habían infligido apenas había nacido... Volver a los orígenes, a sus raíces, escuchar los mensajes que latían en sus venas...

Don Rogelio lo había sentado a su diestra, y con un charuto nuevo humeando en la mano le daba charla, que Marroné, revivido con los ravioles y el tinto, escuchaba muy atento, pues había decidido que sería su guía y modelo en la nueva vida que estaba iniciando. En la sobremesa de abejas zumbando sobre las uvas verdes que colgaban del techo y chicharras incipientes y escarabajos de alas verde metalizado y antenas con borlas negras ahogándose en el vino del fondo de los vasos, don Rogelio se acercó a su oído y le dijo en tono de abuelo que le ha preparado a su nieto una sorpresa:

–Quiero que conozcas a un amigo.

Apenas hizo falta cruzar la calle, que bajo el sol de las tres reverberaba como una chapa golpeada con un martillo, y pasar entre las columnas y los escasos autos estacionados a la sombra del monoblock, para llegar a la entrada, que estaba del lado opuesto. Subieron por el único ascensor en funciones (los otros dos estaban no sólo descompuestos sino clausurados, selladas con soldadura sus puertas); el pozo de las escaleras estaba abierto al exterior y a medida que subían Marroné iba adquiriendo, a través de la doble puerta enrejada, ampliadas vistas panorámicas de la ciudad de Eva, una sucesión de tejados rojos y brillantes copas verdes que se extendía hasta la calle perimetral, la que trazaba su perfil sobre la tierra. El edificio se tugurizaba, y las venecitas gris verde del revestimiento iban raleando, a medida que subían: los departamentos de la planta baja parecían bastante decentes, el último piso era una sucesión de aguantaderos y las venecitas faltaban por completo. Llegando desde el corredor derecho inundó sus fosas nasales un aroma que combinaba el de la carne asada con los de la madera quemada y la brea: debía tratarse de uno de esos míticos asados de parquet, y como a pesar de los ravioles venía con hambre atrasada poco faltó para que agarrara del brazo a don Rogelio y le propusiera buscar con alguna excusa el convite, pero éste ya había agarrado hacia el corredor izquierdo, cerrado al lejano fondo por una pared de ladrillo de vidrio. En el violento contraluz que ésta generaba su guía quedó reducido a una silueta sobrenatural, y Marroné, siguiéndolo hacia la luz, se sintió en el túnel del que hablan los que vuelven de la muerte. Pasaron puertas cerradas con candado, reparadas con tablas, selladas con fajas de clausura, y en la última del lado derecho golpearon dos veces.

–¡Ya va! –contestó una voz cascada desde adentro, y al rato escucharon el descorrerse de cerrojos y la puerta se abrió del largo de la cadena que la trababa–. Ah, sos vos –dijo la voz al descubrir a don Rogelio–. ¿Por qué no me avisás? –Cerró y volvió a abrir, esta vez de par en par, la puerta.

La persiana estaba baja y la habitación en penumbra, lo cual era una suerte porque verla con claridad podría haber resultado una experiencia de lo más deprimente. El desorden competía con el desaseo y la disposición bizarra de los elementos: un televisor apoyado sobre la cama, una bicicleta haciendo de ténder para la ropa interior lavada, un traje rígido y polvoriento en una percha colgada de un clavo en la pared, a la manera de una instalación en un museo de arte moderno. Era la clase de hábitat que un hombre sólo puede alcanzar al cabo de muchos años de vida célibe. Éste debía tener la edad de don Rogelio, pero los mismos años parecían haber pasado por él no una sino varias veces, como un auto que avanza y retrocede sobre el mismo punto para rematar una alimaña que quedó viva tras el primer intento. Era más alto, pero encorvado como estaba daba más o menos el mismo nivel, flaco, el color de su piel no muy distinto al de la ceniza que desbordaba sus ceniceros, y tosía continuamente. Tras presentarlos y pegarle un par de retos amigables por no aceptar el ofrecimiento de la vecina que le hacía la limpieza, y contestarlos Rodolfo, que así se llamaba el dueño de casa, con un gruñido y un “quiere otra cosa, ésa”, don Rogelio fue al grano sin dejar de hacerse el misterioso al mismo tiempo.

–El compañero quiere verlos.

Rodolfo interrogó con una elevación de cejas que don Rogelio respondió agarrando el hombro de Marroné y descargando en él el peso de su brazo, como en un apoyo firme y confiable.

–Pongo la mano en el fuego.

La puerta estaba en el mismo corredor, pegada a los ascensores. Al cabo de una breve escaramuza de tirones y vaivenes Rodolfo logró extraer el candado de las dos argollas que abrazaba y empujó la puerta. Marroné, que esperaba un tugurio más o menos igual al primero, se encontró con una luz cegadora que entraba a raudales por los amplios ventanales de una enorme estancia, que debió haber sido en otro tiempo una confitería con vista panorámica a la ciudad de Eva. Un segundo después sus ojos lograron enfocar lo que había adentro, y supo lo que pudo haber sentido Alí Babá al encontrarse con los tesoros de su cueva. Desbordando repisas, mostradores, nichos, mesas, cajas de embalaje y sillas hasta extenderse por el suelo, había más bustos de Perón y de Eva de los que jamás hubiera visto o incluso imaginado en su vida. Venían en todos los tamaños y materiales: vaciados en yeso o cemento blanco, pintados de dorado, plateado o negro, fundidos en bronce a veces reluciente y otras chorreando cagadas de paloma y verde de intemperie; tallados en mármol, granito, ónix o madera; moldeados en arcilla o terracota; algunas cabezas del grandor de un puño y otras el doble del natural, de rasgos neoclásicos la mayor parte, pero a veces también románticos y aun precolombinos; más abundantes las piezas en serie pero sin que faltaran las únicas y de valor artístico. Eso era, de todos modos, lo de menos: lo importante era que había suficientes Evas en esta habitación como para llenar tres edificios de oficinas como el suyo, y al mirarlas Marroné sintió que sus pupilas se afilaban hasta volverse dos rayitas verticales; y su cola, de haberla tenido, habría azotado sus flancos en acompasados latigazos. Como el gato que no quita los ojos del canario pero sigue ronroneando para despistar, preguntó con voz que no era más que un afónico siseo:

–¿Dónde los consiguieron?

–Apenas se supo que Perón había tirado la toalla, agarramos con Rodolfo la chatita, la misma que todavía tengo, y nos pusimos a dar vueltas. Porque el gobierno todavía no, pero los comandos civiles no esperaron un día: donde veían un retrato, una estatua o un busto que tuviera que ver con ellos, lo tajeaban, lo volteaban, lo echaban rodando por el suelo. Ese mismo día, acá, en Ciudad Evita, salvamos todos los que pudimos: el de la escuela, el de la plaza, el del polideportivo. Después nos iban acercando datos: las obreras de una tejeduría la venían escondiendo desde hacía meses, un frigorífico, una biblioteca, los maleteros de Ezeiza... Cada una de estas Evas y estos Juanes tiene una historia, para que llegara hasta acá fueron necesarios actos de heroísmo grande o pequeño, vos sabés que estaba penado con meses de cárcel tener en tu casa más no fuera una foto o una imagen de ellos.

Marroné había comenzado a pasearse por la improvisada galería: ni en el Louvre o los Uffizi había sentido nada remotamente semejante. Los bustos estaban limpios, lustrados o pulidos, con polvo de uno o dos días como mucho: era evidente que toda la devoción por la limpieza y el orden que Rodolfo pudiera haber tenido la volcaba entera en su colección, no quedándole resto alguno para su propia vida. A todos los había puesto mirando hacia la ventana, para que se entretuvieran contemplando día y noche las bellezas de la ciudadela peronista. Y así habían estado, esperándolo, todo este tiempo, esperando que él reuniera las claves y resolviera el enigma. ¿Dónde más podrían haber estado? Acá, en el centro mismo del rodete. Debería haberlo adivinado desde un principio. Pero claro, no se puede llegar al centro del laberinto sin recorrer los pasillos que lo rodean.

–Diecinueve años estuvieron esperando a que el General volviera. Casi todas tienen anotada su procedencia –se ufanó Rodolfo.

Dio vuelta una pequeña Eva negra para que Marroné leyera el papel amarillento pegado en la base: unidad básica p. p. femenino – barrio p. perón. Luego, con las dos manos, una más grande, de cemento: barrio obrero berazategui – plaza. Y otra, de bronce: sindicato obreros gas – provincia. Y una más: policlínico avellaneda – entrada.

–La idea era devolver cada una a su lugar de origen –explicó don Rogelio.

–Y lo sigue siendo –sentenció Rodolfo terminante.

–De eso podemos hablar más tarde –dijo don Rogelio, guiñándole un ojo a Marroné.

Pero Rodolfo parecía decidido a recalcar su postura:

–Cuando al fin volvió, le escribí una carta. Después otra, por si la primera se había perdido. Y otra, y otra. Al final me di por vencido.

–Ya te dije, Rodolfo, el General nunca las recibió. Toda la correspondencia se la filtraban.

Rodolfo contempló a su amigo con ojeras de amargura.

–Yo creo que las leyó, y que se las pasó por el culo. Ese Perón que vino ya no era el nuestro. Algo le hicieron el Brujo y la Chabela. Bueh. Para el caso, lo mismo da. Ya está muerto. ¿A quién se los vamos a dar ahora? No queda nadie que los merezca.

Terminó de decir y cruzó una mirada con Marroné, la primera. Fue sólo un segundo, pero le quedó perfectamente claro. Había captado en los ojos de Rodolfo el destello del fanatismo, de la posesividad insana del coleccionista; y si Rodolfo había visto algo parecido en los suyos –es decir, si había logrado leer sus sentimientos– tenían tantas chances de llegar a un acuerdo sobre los bustos de Eva como Paris y Menelao sobre Helena.

Quedaron en un asadito de hombres para esa misma noche, en casa de don Rogelio. En la penumbra violeta, con la primera estrella brillando fija en el cielo y la primera polilla dándose de cabeza contra la bombita desnuda que colgaba frente a la parrilla, don Rogelio le fue contando la historia de su amigo mientras armaba una pira de papel abollado, maderita y carbón para encender el fuego: pero Marroné estaba distraído haciendo un relevamiento mental de los bustos que había visto, clasificándolos por color, material, estilo y tamaño –debía elegirlos con cuidado, tampoco era cuestión de que la oficina se volviera un cocoliche– y apenas escuchó palabras sueltas.

–Acto en la plaza... los milicos... Perón... bronca con la Iglesia... defender... varios fueron armados...

–¿Hm? ¿Para defender las iglesias?

–Las iglesias las quemamos nosotros, Ernesto.

–Ah. Perdón.

–Pero eso fue después. Te contaba del bombardeo de Plaza de Mayo. La mayoría fue como cualquier otro día, en diez años nos habíamos malacostumbrado y bajamos la guardia. Los aviones empezaron a pasar desde temprano. Rodolfo había ido con la mujer, y se la pasaron dando vueltas por el centro, que era un caos, sin saber qué hacer. Para la tarde, cuando se habían rendido los jefes de la sublevación, se acercaron hasta la plaza, para ver si podían ayudar en algo. Llegaron justo para el último ataque, que fue el peor. Él tuvo suerte, buena o mala según se mire: apenas lo hirieron en una pierna. Pero la mujer... Estaba con seis meses de embarazo. Quedó muy amargado. Mientras mi esposa vivió, no venía a casa. Nos encontrábamos afuera, en las casas en que nos reuníamos, cada vez que había algún laburito...

Marroné estaba exteriormente calmo, y expresó los convenientes signos de consternación o congoja, cada vez que los resortes del relato parecieran requerirlos; pero por dentro lo recorría un hurón que husmea y husmea, incapaz de estarse quieto ni por un momento, buscando la entrada de la madriguera llena de conejos. El relato de don Rogelio, si bien le proporcionaba información útil sobre su rival y sus potencialmente aprovechables debilidades, no había hecho más que confirmarlo en sus temores iniciales: el hombre era un obseso, un desquiciado encadenado a un trauma de por vida; iba a ser muy difícil, si no imposible, arrancar las Evas de sus garras. Diagnóstico que se confirmó en el primer tramo del asado, cuando entre mordisco y mordisco de chorizo y morcilla don Rogelio lo invitó a que contara a su amigo la verdad del caso. Marroné dio la versión más edulcorada que sus interlocutores pudieran tragarse, destacando la participación de “la empresa” (había decidido por si las moscas no nombrarla) en la construcción, durante el primer gobierno peronista, de escuelas, hospitales, hoteles sindicales, La República de los Niños (un golpe de efecto calculado) y el proyectado monumento al Descamisado.

–¿Es peronista tu jefe? –preguntó Rodolfo, frunciendo el ceño con suspicacia.

–De la primera hora –afirmó Marroné contundente–. Con decirle que llegó al país el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco, y fue el primero en meter las patas en la fuente. Su padre era asiduo del General y Eva, y él mismo los conoció de muy joven en la Residencia.

–¿Y entonces por qué lo tienen secuestrado los montoneros?

“Ésta es demasiado fácil”, pensó Marroné, “me la dio servida”.

–Perdón, ¿no? Pero tenía la impresión de que lo que mejor distinguía a los peronistas auténticos es cómo se mataban entre ellos.

Rodolfo y don Rogelio intercambiaron miradas de compañeros de truco a quienes les han sacado el ancho macho.

–¿Y cómo me dijiste que se llamaba?

No lo había hecho, a propósito por supuesto.

–Fa... Fausto Tamerlán –dijo, agarrándose en previsión del cimbronazo.

–¿Tamerlán? ¿El de la constructora? –saltó Rodolfo escandalizado–. Pero si ése es más gorila que King Kong. Mi sobrino era delegado en una obra y los de seguridad lo cagaron a palos.

–Eh... No... –intentó una débil línea de defensa–. Quizás haya sido el padre... O el socio... Ya están muertos –agregó con una sonrisa entradora.

–Rodolfo... –intervino don Rogelio en ese momento.

–Qué.

–Daselós. Que sirvan para salvar una vida al menos.

–Sí, la vida de uno de los hijos de puta que nos mandaron los aviones y ahora las patotas que nos están cazando de a uno.

–Ernesto dice que no, y yo le creo. Además, ¿quiénes somos nosotros para decidir quién vive y quién muere?

–Ellos deciden.

–Sí. Pero nosotros queremos ser mejores, ¿o no? Escuchame. Todo lo que perdimos... Todo lo que perdiste... No va a volver porque te aferres a unos ídolos. Son figuritas de piedra y madera. No son Perón y Eva. Dejá que se los lleve.

–¿Qué sabés vos de perder? –replicó rencoroso Rodolfo–. ¿Ahogado como estás de hijos y nietos?

–Todo lo mío es tuyo. Mi casa está abierta para vos día y noche.

–No quiero la limosna de tu familia –largó, y enseguida pareció arrepentirse–. Perdoname. No quise decir eso. –Y de rebote a Marroné, como si a él también lo hubiera ofendido–: Disculpame. Tengo que pensarlo.

“Pensá nomás, pensá tranquilo”, le dijo Marroné para sus adentros, mientras volvía a llenarle el vaso de vino.

Allá por la segunda botella se les dio por ponerse nostálgicos de la Resistencia.

–¿Y te acordás de la vuelta que estábamos con las pintadas en la vidriería y nos agarra el sargento...? ¿Cómo era que se llamaba?

–¿Merlo?

–¡Ése! Y se nos viene con el silbato y éste –dijo don Rogelio, palmeando el hombro de Rodolfo– no va y le echa el balde de pintura encima.

–Quedó haciendo burbujas con el pitito –agregó cuando las carcajadas le dieron un respiro–. ¡Ffff! ¡Ffff!

–A los dos o tres días nos agarraron –completó la anécdota don Rogelio–. ¡Qué biaba nos comimos! Submarino seco, mojado y semilíquido.

–Con mierda –aclaró Rodolfo el eufemismo–. ¿Cuántos meses fueron aquella vuelta?

–Qué sé yo. Como cinco habrán sido.

Marroné escuchaba con la sonrisa pintada, las manos entrelazadas bajo la mesa, haciendo girar los pulgares en lento molinillo. Cuando se acabó el vino se ofreció a comprar más en el almacén del edificio.

–¡Epa, Ernesto! –exclamaron cuando lo vieron venir con las dos botellas de Chateau Vieux–. ¡Te jugaste! ¿Qué nos viste, pinta de bacanes?

En realidad había comprado la marca más cara que la pobre despensa ofrecía en un intento de aplacar, o más bien sobornar, a los encantadores que lo perseguían con el encarnizamiento de bulldogs en riña, pero disimuló con el gesto magnánimo de “es lo menos, para mis nuevos amigos” y no descuidó en ningún momento los vasos, que llenaba más rápido de lo que podían vaciarse –menos el suyo, claro, en el que se mojaba sin beber los labios tras cada brindis–.

–... carbón, potasio y ácido sulfúrico. Y no empieza a echar un humito y antes de que podamos rajar... ¡Fah!

–¿Hubo muchos heridos? –preguntó Marroné solícito.

–¡Qué! Si lo había armado éste. Se llenó todo de un humo negro que se veía a veinte cuadras. Así nos agarraron de nuevo. Y como dice el guitarrero... –vaivén de mano– ¡adentro!

–Y de la Teresa, che. ¿Le contaste?

–¡La Teresa! En qué andará ésa.

–Muerta, capaz. Ya no vamos quedando tantos.

–Una vuelta en la unidad básica estábamos discutiendo del Hortelano, viste...

–Contale quién es, que no sabe.

–Ah tenés razón. Qué boludo. Es que ya lo hago uno de los nuestros –le dijo Rodolfo con una sonrisa de camaradería borracha que Marroné le devolvió con interés compuesto–. Era un capataz de la textil que se metía con las obreras y a las delegadas les hacía la vida imposible. Entonces hace dos horas que estamos discutiendo qué hacerle que pun que pan y la Teresa podrida pega un chiflido y cuando todos la miramos se levanta la pollera hasta acá –era famoso que no llevaba nada debajo– y nos manda: “Ésta es para el que lo haga cagar fuego”.

–Fuimos todos a buscarlo a la casa y le dimos para que tenga. Hacían cola para pegarle los vagos. Un mes estuvo después la Teresa para saldar su deuda.

–Mujer de palabra, la Teresa.

–Y de pelo en pecho. Una compañera.

Bajaban por un río de vino rumbo al pasado.

–Y después quién nos iba a tomar. Tallercitos, pica-pica, changas...

–Le agregamos una garrafa... ¡Pum! Antes que los yanquis llegó a la Luna Sarmiento.

–¡Ocho meses!

–“Vino un señor”, gritó mi nene el más chiquito cuando me le aparezco en la puerta.

–Cuando hay hambre no hay pan duro.

–Vos querrás decir... ¡Carne’e chancho!

–¡Sí, pero chancho peronista!

–Y mientras se quemaba yo pensaba... ¡Si me viera el General!

Procedió con premeditado sigilo apenas los ronquidos de ambos le dieron la señal de largada. Extrajo un manojo de llaves del cinturón de Rodolfo y manoteó el otro de la mesada de la cocina; y antes de abrir el portoncito lubricó los goznes con la aceitera de vidrio. Como la entrada de autos estaba en declive le bastó sacar el cambio y soltar el freno para que la chata se deslizara de culata hasta el asfalto, donde tuvo que apearse y empujarla unos cincuenta metros, echando los bofes y sudando a mares, hasta la entrada del monoblock. Apenas por unos pocos segundos estuvo a punto de abandonarse al impulso de sentarse a llorar en el suelo, cuando vio que el tercer ascensor, el que de tarde habían tomado, estaba fuera de servicio y clausurado; enseguida se había repuesto y con una determinación feroz acometió el ascenso de los cinco pisos, mascullando “peronistas de mierda, no se merecen lo que tienen. Les entregan una ciudad modelo y enseguida la rompen”.

En el primer viaje agarró dos de los más grandes y bajó con uno bajo cada brazo; tuvo que hacer tres paradas de descanso y al terminar de acomodarlos en el fondo de la caja de la chatita le faltaba el aliento y le temblaban las rodillas; un rápido cálculo mental le indicó que a este ritmo necesitaría cuarenta y seis viajes más, para los cuales no tenía fuerzas, ni tiempo antes de que se hiciera de día; así que en el siguiente buscó los más pequeños y llenó con ellos una de las cajas de madera, que apenas logró cargar hasta el rellano antes de caer rendido. Vaciándola hasta la mitad pudo con ella y ya había aprendido, para los viajes siguientes, cuál era su límite, que iba cambiando con cada bajada y subida; además vacilaba todo el tiempo entre cargar menos y hacer más viajes (lo que le drenaba de energía las piernas) o menos viajes cargado como una mula con la espalda que se le partía; al final dejó de lado todo cálculo y se abandonó a una tozudez descerebrada y mecánica que bordeaba en la insanía. Una vez tropezó en la bajada y los bustos rodaron escaleras abajo, en fragmentos cada vez más pequeños; otra, una vieja madrugadora de las que nunca faltan abrió la puerta cuando bajaba con una Eva incaica en granito y una toba en quebracho (las piezas pequeñas o livianas ya estaban todas en la chatita) y quiso saber qué hacía.

–¿No escuchó que se viene el golpe, señora? –desenfundó raudo como sheriff de spaghetti western–. A los peronistas nos van a cazar como si fuéramos liebres. Si nos agarran con esto, de este edificio no van a quedar ni los ladrillos.

Se le había ido la mano con el retruque, y poco faltó para que la despavorida vecina despertara a todo el edificio para que le dieran una mano. La frenó arguyendo que tenía llena la chata y le aceptaba la oferta para el próximo viaje. Había decidido pasarse de los noventa y dos por si algunos se le rompían por el camino, y paró cuando andaba por los cien, porque calculó que quedaría cubierto, y además ya no tenía resto físico. Además había empezado a clarear, y pronto el edificio sería una colmena de peronistas despiertos.

La chata respondió al arranque con un intermitente carraspeo afónico; recién al quinto intento y cuando Marroné le hubo rezado como nunca lo había hecho en su vida a Dios o santo alguno, dio dos o tres sacudones displicentes y se puso en movimiento. Cortando en línea recta hacia la base del rodete desembocó en el acceso que como un tiro de ballesta lo sacó de Ciudad Evita y lo clavó en la Autopista Ricchieri: no dormía hacía días, estaba parcialmente deshidratado y agotado hasta un punto que jamás hubiera imaginado posible; pero tenía los bustos en su poder y nada, fuera de una barricada con vehículos blindados, podía detener la trompa de la traqueteante chatita colorada que apuntaba como un misil directo a las puertas del edificio de Paseo Colón al 300. Ni los tanques soviéticos en la Segunda Guerra, ni los castristas en la Revolución Cubana, habían jamás avanzado sobre Berlín o La Habana con ímpetu tan arrollador como la chatita de Marroné sobre la Ciudad de Buenos Aires.