# # # Cotillástico # # #

 

Parece que la soltera más codiciada de Hollywood está disfrutando del mejor cumpleaños de su vida. Disponemos de miles de fotos de chicas, chicas, chicas disfrutando de la celebración, ¡y eso que la fiesta apenas ha empezado! ¡Hyde Butler las ha vuelto locas! Nos preguntamos qué hace aquí Selena Ryan cuando ella juega en el equipo contrario. ¿Será que, si H.B. es la iglesia, S.R. piensa cambiar de religión?

Iremos publicando fotos durante toda la noche, ¡y mañana haremos un resumen sobre quién no le quitaba los ojos de encima a quién!

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

En Hollywood hay tres tipos de fiestas: salvajes, benéficas y llenas de focos. Por lo general, si las tres coincidían en una misma velada, Selena Ryan asistía a ellas en ese mismo orden. Tras una educada aparición en una fiesta salvaje, conseguía marcharse antes de que fuese necesaria la intervención de la policía, mantenerse despierta durante los discursos que loaban la causa benéfica más popular de la velada y llegar al turno de posturitas y pavoneos cuando ya los paparazzi estaban hartos de los más famosos.

Mostró su invitación al guardia de seguridad que había al pie del largo sendero de entrada y protegió la vista del sol mientras su Prius sorteaba los automóviles estacionados a ambos lados del camino privado. Después de haberse pasado todo el día bajo techo, el ardiente y anaranjado ocaso hacía que le lloraran los ojos. Durante su cauteloso avance, la adelantaron unos aparcacoches de chaleco azul que trotaban colina arriba, hacia la rotonda, en busca del siguiente Mercedes o deportivo abandonado de cualquier manera por los ansiosos invitados. Además del atasco, había varias limusinas vomitando famosos, que entraban de inmediato en el edificio, y famosillos, que se quedaban un rato en la entrada con cara de bobos.

Rodó hasta detenerse tras la fila de vehículos, y un joven intentó abrirle la puerta de inmediato. Volvió a intentarlo; sin duda no estaba acostumbrado a encontrarlas bloqueadas.

—Bienvenida, señora —le dijo de forma rutinaria en cuanto bajó la ventanilla.

—Yo misma aparcaré el coche —replicó ella con firmeza; al ver que el hombre no retiraba la palma extendida—. ¿Podría indicarme dónde se encuentra el área reservada?

Aquel vocabulario excedía los conocimientos de inglés del aparcacoches, pero una figura familiar baja y fornida, que blandía una tablilla portapapeles, le hizo un gesto para que se alejase.

—Buenas tardes, señora Ryan. Si se espera un minuto, la conduciremos hacia la entrada del garaje posterior.

—Gracias, señor Garcia, se lo agradezco mucho. ¿Cómo acabó la fiesta de Perkins la semana pasada?

—Creí que iban a tener que acudir los paramédicos, pero la abuela del joven la canceló a medianoche cerrando el bar.

—Eso siempre funciona.

El coche que estaba delante avanzó y ella giró hacia el estrecho acceso en cuanto el servicial Garcia desenganchó la cadena y le hizo un gesto para que pasara. Todos los que frecuentaban las fiestas de famosos acababan conociendo a los de seguridad. Garcia-Zimmer Security estaba en lo más alto de la lista de Selena en cuanto a servicio eficiente y discreto. Kim no había tenido ni que llamar antes: el nombre de Selena Ryan en la lista de invitados implicaba para él que debía asignarle una plaza en la parte de atrás.

Cuando descendió del Prius, Selena oyó el zumbido de encendido de la iluminación nocturna de seguridad por encima de su cabeza. Las sombras eran alargadas en la parte trasera de la casa. Para cuando hubo cerrado el coche y subido las escaleras que conducían al jardín, las polillas ya habían revoloteado hacia el refulgente cristal. Aquellos insectos siempre la habían perturbado un poco; había estudiado lengua en la UCLA los años suficientes para saber señalar la clara analogía entre las polillas y las jóvenes aspirantes a estrella que se reunían junto al borde de la piscina, brillantemente iluminada. Tras ellas, la larga curva de la playa, hacia el sur, no había adquirido todavía sus colores nocturnos, pero en menos de una hora no se distinguiría más que un negro aterciopelado y tachonado de joyas de luz hasta donde alcanzase la vista. Al mirar hacia el oeste, desde el nivel de la piscina, el Pacífico iba adquiriendo ya un color índigo.

Optó por el camino más largo, alrededor de la piscina, subiendo otro tramo de escaleras hasta el nivel principal de la casa. Pensaba localizar a su anfitrión, felicitarlo por su cumpleaños, decirle que seguía interesada en añadir su nombre al reparto de Barcelona y mezclarse después con los invitados durante quince minutos exactos, antes de regresar a su coche.

Aprovechando la estratégica situación de la piscina, recorrió con la vista a los invitados sin localizar al principio a Hyde Butler. Sin embargo, había un montón de preciosidades. Más de una aspirante a estrella, bronceada y perfectamente en forma, había decidido ya que su regalo de cumpleaños para Hyde sería una contemplación sin obstáculos de su cuerpo. Si se quitaban los bañadores antes de la puesta de sol, aquella iba a ser sin duda una fiesta salvaje. Alrededor de las desnudas starlettes había un círculo de machos marcando músculo. A Selena no le molestaba la desnudez, pero sí el que utilizasen el vientre plano de una mujer en posición supina para esnifar rayas de coca.

Más todavía le molestaba que aquella celebración en particular, durante una velada anormalmente húmeda para Malibú, estuviese a punto de convertirse en una fiesta salvaje. Hyde Butler era una estrella en ascenso, destacable por su tosca apostura, que vendía revistas y entradas. Dos anomalías habían llamado la atención de Selena: Hyde tenía ya treinta y ocho años, algo maduro para empezar a abrirse paso en el cine; y, lo que era más sorprendente, sabía actuar. Poseía el tipo de rostro y el talento que le proporcionarían papeles durante los siguientes cuarenta años... aunque antes tendría que sobrevivir a sus tres primeros años en Hollywood. Todo el mundo, desde los viejos amigos a su agente y a quienquiera que fuese el productor de su siguiente peli de acción, apostaba por aquel caballo ganador, de modo que los deseos de Hyde Butler eran órdenes. Cabezas más jóvenes habían sucumbido a las muchas tentaciones del estrellato recién adquirido, pero Selena esperaba que Hyde fuese lo bastante maduro para haber valorado en su justa medida la cara y la cruz de estas.

Mientras sus tacones repicaban sobre las losetas de terracota, aún calientes, del enorme patio cubierto, Selena era consciente de las miradas que le dirigían. Algunas de ellas pasaban de largo, sin conceder valor alguno al sencillo traje negro, a pesar de tratarse de un Dior, ni a su melena corta, recogida tras las orejas. Otras miradas sí se detenían en ella y la seguían sabiendo quién era. Selena evitaba mirarlos directamente aunque por el rabillo del ojo se fijaba en los animados grupos de hombres y mujeres, y sus oídos clasificaban las distintas voces en las sencillas categorías de «a evitar» y «estos sí». Escogió el camino con menos grupos a evitar.

Viendo a aquellos invitados ya no estaba segura de que Hyde fuese tan sensato como ella esperaba. Había acudido allí para animarlo a unirse al rodaje de Barcelona, pero ninguna estrella era tan importante como para que valiese la pena lidiar con sus adicciones, al menos para ella. Tal vez otros productores lo aceptasen, o incluso lo animasen, pero a ella nunca le había parecido sencillo, y después de lo de Jennifer sería imposible. Sin embargo, odiaba tener que descartar a Hyde. Habían hablado tres o cuatro veces, y Selena esperaba que la buena compenetración que había sentido no se debiese solo al magnetismo del actor.

—¡Querida Selena!

Componiendo su mejor gesto festivo se volvió hacia la voz, le ofreció la mejilla a Bertram Glassier —demasiado viejo e inteligente para quedarse por mucho tiempo en una fiesta salvaje— y después a su esposa, joven bonita que lucía una piedra del tamaño de una pelota de golf en el dedo corazón. Ella sí que hubiera querido quedarse, sin duda.

—Tenemos que comer juntos, Bertie, en serio. El contrato de distribución ha expirado y hemos de poner al día las cláusulas.

Él le guiñó el ojo, un gesto que siempre la desarmaba.

—Reservaré una mesa en Spago el fin de semana.

—Déjate de tonterías —replicó Selena dándole un amistoso golpe en el brazo—. Mejor unos perritos con chile en The Pantry. ¿Qué tal el viernes?

El hombre fingió un ataque al corazón.

Siempre sabes cómo seducirme, Lena.

La cuarta señora Glassier rodeó con el brazo a su marido. Selena hubiera querido decirle que no constituía ninguna amenaza para ella, al menos en el dormitorio. A Bertie le encantaban las mujeres inteligentes, pero no se casaba con ellas.

—Recuerda tu colesterol, cariño.

El hombre le dedicó una sonrisa indulgente, y a Selena otro guiño mientras confirmaba.

—El viernes.

—Llevaré zanahorias —anunció Selena por encima del hombro.

Sonrió mientras se alejaba. En solo dos de los quince minutos previstos había tachado ya una de las tareas de su lista. Si localizaba a Hyde habría empleado bien el tiempo.

Sin embargo, en lugar de Hyde se encontró con BeBe La Tour.

—¡Selena, no me digas que pensabas largarte sin decirme hola!

—Está bien —contestó ella añadiendo para sus adentros un «Pues no te lo diré».

Los agentes le parecían tan necesarios en la industria como los productores. Lo habitual era que ambos se viesen respectivamente como la encarnación del demonio. En su opinión, la mayoría de los agentes no hacían más que buscar trabajo para sus clientes, pero en el historial de BeBe las únicas búsquedas exitosas eran las que hacía para sí misma. Además, Selena apostaría a que en el lindo bolsito de mano de la agente había algo más que una dosis individual de polvo blanco.

—Sé que te mueres de ganas por que Hyde esté en tu peliculita, pero el mundo entero le está pidiendo a gritos que primero lo libre de los malos.

En Barcelona no hay ningún tiroteo —contestó atrapando de nuevo un mechón rebelde detrás de la oreja.

—Ya, de hecho esa es una de las cosas que nos hacen dudar que deba participar.

Selena lo intentó por última vez.

—Podría llegar a ser el nuevo Henry Fonda, y lo sabes. Un actor capaz de hacer un western, una historia de amor, teatro...

—¡Teatro! —BeBe echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada exhibiendo con ello su garganta, suave como la seda, y el escote perfectamente esculpido—. ¡No hay dinero en el teatro, cariño, y lo sabes!

—Si le proporcionas a Hyde el dinero suficiente luchando con los malos, tal vez unos papeles en los que no esté encasillado pudiesen hacerlo... no sé... ¿cuál es la palabra? —Selena hizo una pausa sin molestarse en ocultar su sarcasmo—. ¿Feliz?

BeBe le dedicó una relampagueante sonrisa, de esas que significan «Menuda cabrona estás hecha» y contestó:

—Eres toda una soñadora.

—Eso intento —replicó Selena mientras se alejaba murmurando para sí «Una soñadora con dos nominaciones para el Oscar, parásito».

Consiguió abrirse paso a contracorriente hasta el bar, ya en el interior de la casa. Mientras cruzaba el abovedado vestíbulo iba dando patadas a los globos, imaginándose que cada uno de ellos era la cabeza de BeBe. Afortunadamente, Hollywood no era todo BeBes, y algunos de los besos en la mejilla y de las breves conversaciones durante su recorrido no fueron tan difíciles de llevar.

—Creo que está en la biblioteca exhibiendo algún cacharro nuevo —le dijo alguien, y Selena calculó que, en aquel tipo de mansión, una habitación clasificada como biblioteca debía de estar en el segundo piso.

Las escaleras estaban llenas de gente con copas en la mano observando a la multitud. En el rellano sorteó a un guitarrista de piel lechosa y gesto torturado que cantaba ante un grupo de guapas jovencitas, la mayoría de las cuales, supuso ella, estaban convencidas de que el músico había escrito Blowin’ in the Wind sin más ayuda que su alma sensible.

«Los años te están volviendo una amargada, cariño», se dijo a sí misma con el musical tono que empleaba BeBe. Llevaba todo el día sintiéndose vieja, lo cual no era nada bueno a dos meses de convertirse en cuarentona. ¿Cómo se sentiría entonces? No era actriz, pero, en aquella ciudad, el culto a la juventud abarcaba a todas las mujeres. Su renovado voto de ser tan elegante como Lauren Bacall y tan competente como Edith Head se vio interrumpido ante la incógnita que representaban las muchas puertas cerradas del pasillo.

No le entusiasmaba la perspectiva de ir abriéndolas una a una para buscar a su anfitrión; en aquel tipo de fiesta, estaba segura de no querer contemplar lo que algunas de ellas escondían. Por fortuna, una carcajada la condujo hasta la segunda puerta de la derecha, y allí encontró la biblioteca, dotada de una chimenea y de estanterías que incluso llegaban a contener libros. Probablemente el ajuar de la mansión había sido adquirido junto con el edificio, de forma que las novelas allí reunidas no servían como pista de la personalidad o los gustos de Hyde. Tampoco las reproducciones de cuadros cubistas que adornaban las paneladas paredes, a pesar de subrayar su masculinidad.

En la estancia había una media docena de hermosas mujeres tendidas en los sofás o en las sillas, pero Selena no miró a ninguna de ellas. Su vista se dirigió de inmediato hacia Hyde, y allí se quedó.

Hyde Butler tenía un rostro muy norteamericano, de facciones puras y definidas, enmarcado por cabellos de color arena con un toque gris que sugería cierto desdén por el mundo. En la pantalla resultaba fascinante e inconfundible entre la multitud. Sin embargo, no era así tras las cámaras, al menos por lo que Selena había visto. Se había casado muy joven, cuando no era más que un comercial de sistemas de calefacción y aire acondicionado en Virginia Occidental y, aunque en las revistas de cine siempre le estaban entrevistando, ella no tenía la sensación de conocerle de verdad, como persona. ¿Sabría él cómo desconectar aquel magnetismo que hacía que el estómago se te encogiese y el pulso se acelerase? Selena pensó en su propio refugio, donde podía maldecir si se golpeaba el dedo gordo del pie, dejar la ropa tirada por el suelo sin que nadie se enterase, llorar de frustración o, más recientemente, tan solo por tener un corazón estúpido y destrozado.

Desde la esquina del sofá de piel en la que estaba tendido, el actor volvió la cabeza hacia ella al verla aproximarse al grupo de asientos, y sus miradas se encontraron. Los ojos castaños con irisaciones verdes que habían adornado decenas de portadas de revistas en los dos últimos años destellaron de placer, y ella no pudo negar la punzada en el vientre que le causó aquella mirada.

—¡Selena, preciosa! Justo la persona que quería ver.

Desconcertada y divertida al tiempo ante la reacción de su cuerpo frente a aquel hombre, contestó:

—Feliz cumpleaños, adorable sinvergüenza.

A pesar de que el polo de cuello abierto y los vaqueros ajustados eran el vivo retrato del estilo masculino norteamericano, a ella no le interesaba nada de lo que hubiera bajo aquellas ropas por muy visceral que fuese su atractivo sexual. Lo que había por encima de su cuello era muchísimo más fascinante.

El hombre se puso en pie al tiempo que decía:

—Venga, todas fuera, pobres idiotas, que quiero tirarme a Selena.

El surtido de aspirantes a estrella salió rezongando mientras dirigía miradas de curiosidad a la recién llegada. Sin duda estaban repasando su base de datos, y habían descubierto ya cuál era el apellido correspondiente. La palabra «lesbiana» que apareció en el MySpace de sus cerebros no se correspondía con el efusivo y juguetón abrazo de Hyde. Deseaban odiarla por monopolizar al actor aunque, por otro lado, Selena era un billete todavía más seguro que el actor para conseguir un papel. Las persistentes miraditas de las muchachas iban dedicadas a ambos.

Selena le devolvió el abrazo mientras intentaba averiguar si Hyde estaba colocado. El fingido acento británico era bastante bueno, pero nada propio de él, dado que estaba orgulloso de su deje sureño y no lo disimulaba más que cuando se lo exigía el guion. Cuando por fin la soltó, cerró la puerta de la biblioteca con el pie y volvió a tenderse con elegancia sobre uno de los sofás.

—Ayúdame, Obi-Wan Kenobi —le rogó él—. Eres mi única esperanza.

Selena escogió un sillón de mullidos cojines, frente a él, y se arrellanó cómodamente cruzando las piernas. Con falda y tacones no pensaba dejarse caer de cualquier manera.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Haz uno de tus trucos mentales de Jedi con BeBe. Está completamente en contra de que trabaje en Barcelona, pero a mí me ha encantado el guion. Un malo encantador que muere al final.

Creo que el problema está en tus honorarios. No vamos a sacar millones en el mercado mundial de DVD.

Él se enderezó ligeramente sin que Selena detectase el menor rastro de colocón.

—Hasta ahora BeBe ha sabido cuidarme.

—Mira, Hyde —replicó Selena escogiendo cuidadosamente las palabras—. En este proceso, BeBe y yo somos enemigas naturales, pero no pienso hacer labores de zapa contra ella. Eso no te proporcionaría lo que quieres, y tampoco me lo proporcionaría a mí.

—¿Y qué es lo que quieres tú?

Se había tendido de nuevo, pero su pregunta no era nada superficial.

—Hacer una buena película, y mostrarle al mundo que Hyde Butler no es una cara bonita que solo sabe hacer un tipo de papeles. Eso me hace aparecer como un genio de la intuición. Estoy convencida, y el director también lo está, de que puedes interpretar perfectamente a Elgin. En lugar de seis meses de tu vida te pido seis semanas, como mucho. Se rueda aquí en Los Ángeles, en el Carlisle, y dos semanas de exteriores en España. Es una peliculita modesta, como suele decirse.

Al responder, el deje del actor se hizo notorio, y Selena deseó que eso significase que se estaba sintiendo a gusto.

—Pero podría ser buena, de esas que me proporcionarían papeles en superproducciones de las que tienen algo más que «tronco, corre, apunta, dispara».

—Deseo que disfrutes de una larga carrera —añadió Selena sorprendiéndose a sí misma.

—Lo que me estás pidiendo en realidad es que confíe más en ti que en mi agente.

—Sí, supongo que sí.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—No estoy en esto por el dinero.

Era la respuesta que solía dar a aquella pregunta durante las negociaciones. Sorprendiéndose de nuevo a sí misma, añadió:

—Y tampoco estoy en esto por tu cuerpo, por darme pisto o hacerme autobombo a tu cuenta en el mundillo.

—En otras palabras, en realidad tú no encajas en Hollywood —resumió él con su fuerte acento al tiempo que volvía a enderezarse y se giraba para mirarla a los ojos.

Dios santo, qué rostro tan increíble, pensó ella. Por su mente desfilaron una decena de estrellas masculinas, pero ninguna de ellas poseía aquellos rasgos esculpidos a cincel combinados con unos ojos que rebosaban sentimiento. Ahora mismo expresaban incertidumbre con un toque de sospecha. Es actor, se recordó a sí misma, puede que nada de lo que leo en sus ojos sea real.

—Me lo han dicho más de una vez —respondió—. Pero es en Hollywood donde puedo encontrar actores ociosos durante uno o dos meses gracias a un hueco en sus agendas, y encajar mis modestas películas en sus vidas —concluyó tendiéndose en el sofá al tiempo que se desabrochaba la chaqueta.

—¿Por qué no te la quitas y te tomas una copa?

La ceja levantada del actor y el ángulo provocador de su pierna, forrada de vaquero, hizo que Selena dejase escapar una risita por lo bajo antes de contestarle:

—¿Está usted intentando seducirme, señor Butler?

—Chica lista —replicó él poniéndose en pie—. Lo de la copa iba en serio, si te apetece.

Selena se quitó la chaqueta mientras le veía abrir un armarito que contenía un pequeño bar. El aire de la habitación se estaba cargando; su blusa de seda color rosa iba a perder el apresto antes de que pudiese llegar a la siguiente fiesta.

Lo de la película también va en serio... Una soda solamente.

—¿Estás dejándolo?

Selena se fijó en que él también se servía soda.

—No, pero va a ser una noche muy larga. ¿Y tú?

—Por solidaridad. Tengo un hermano pequeño que ha pillado todos los vicios. Le prometí que yo me aguantaría las ganas si él lo hacía también. Me gusta el whisky tanto como a él, pero no nos afecta igual.

—Si él ha pillado los vicios, ¿tú te has llevado las virtudes?

El actor le entregó el vaso largo lleno de hielo y chispeante soda antes de volver a su posición semitendida en el sofá de enfrente, que le permitía posar su propio vaso sobre el pecho en grácil equilibrio.

—Depende de lo que consideres virtud.

—Justicia, prudencia, esperanza, caridad, templanza, fortaleza, fe...

—Entonces no, no me he llevado todas las virtudes. Hay unas cuantas cosas sobre las que no tengo templanza alguna. Selena, cariño, ¿qué tal si vamos al grano de una vez?

Solía ser lo que ella prefería la mayor parte de las veces.

—Es cierto que va a ser una noche muy larga, así que dime qué es lo que opinas del tema.

—Quiero fiarme de ti. Quiero creer que si le doy una oportunidad a esta peliculita no me harás aparecer como un estúpido que se extralimitó en un papel que le venía grande.

Ella asintió para mostrarle su comprensión.

—He contratado al mejor director que pude, Eddie Lynch.

Hyde asintió.

—Ganó un premio Indie Spirit, ¿verdad? Por Royal Candide.

Selena hizo un gesto afirmativo.

—Ni Eddie ni yo, ni nadie relacionado con Ryan Productions, tenemos interés alguno en llevar a cabo un proyecto que acabe avergonzando a su estrella. Si te hago quedar mal, pierdo toda opción frente al próximo Hyde Butler que se cruce en mi camino. Siempre me aseguro de que mis actores y mi equipo estén orgullosos de nuestro trabajo —la productora hizo una pausa para tomar un refrescante sorbo de su copa y atenuar la pasión que reflejaba su voz—. No soporto a los que van de divos, pero te prometo que estaré disponible para ti, en persona, si tienes cualquier duda. Te doy mi palabra si eso sigue significando algo en esta ciudad.

—¿Igual que diste tu palabra a Jennifer Lamont?

Selena estuvo a punto de dejar caer su vaso. Se contuvo aunque sabía que no podría evitar el rubor de ira que le subía cuello arriba desde los hombros. Tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para destensar la mandíbula y responder.

—Estoy segura de que llevas en esta ciudad el tiempo suficiente para saber que los rumores tienen vida propia. Y que pocas veces reflejan la verdad.

—Así es. Pero todos los periódicos concuerdan en que la echaste de una película y cancelaste el contrato. Las protestas sindicales se acallaron misteriosamente.

Le había costado un dineral, pero mereció la pena. Ni Hyde ni los que extendieron el rumor sabían qué otra cosa hubo de pagar.

—¿Están de acuerdo todos los periódicos en que yo nunca he hecho declaraciones sobre el tema?

—Sí.

—Pues eso no va a cambiar hoy. No tengo nada que declarar. Si eso acaba con esta negociación, que así sea.

Relaja la postura, se dijo a sí misma. Respira hondo. Sacúdetelo de encima o empezará a dolerte la cabeza.

—Los periódicos dicen que Lamont y tú erais pareja.

Selena se encogió de hombros y recogió su chaqueta.

—Si eso también arruina las negociaciones, que así sea.

—¿Por qué iba a arruinarlas? No creo que tú y yo acabemos en la cama algún día y discutamos a la mañana siguiente por ese tema. Y a ella ni siquiera la conozco.

—Entonces, ¿qué te preocupa, Hyde? ¿Qué parte de mi capacidad de cumplir el contrato que firme contigo y de ser fiel a mi palabra te preocupa?

Selena bebió un buen trago de soda helada antes de doblar la chaqueta sobre el brazo.

—Los blogs de cotilleo dicen que ella firmó un acuerdo para varias películas en el que se sobreentendía que dependían de su aprobación previa, y que tu abogado le dijo que no se lo habías dicho en serio y que las tenía que hacer, le gustase o no. Cuando ella se opuso y te abandonó, hiciste que el montador de la última película eliminase la mitad de sus escenas.

Incapaz de evitar que su voz adquiriese un tono afilado, Selena replicó:

—Te has dejado lo del soborno a los miles de miembros de la Academia para boicotearla en los Oscar.

Él se encogió perezosamente de hombros, pero de pronto Selena se fijó en los músculos de su cuello. Estaba tan tenso como ella. Una cosa era dejar de lado a su agente para aceptar un proyecto, pero asumir algo que ponía en riesgo su imagen pública, algo que tanto podía ser brillante como hacerle parecer un idiota y un incapaz, eso era muy distinto.

Aquel hombre quería ser un Henry Fonda, comprendió de pronto. Si la cago, arruinaré su sueño. El tono de Selena se suavizó.

Si algo he aprendido es que no se puede decir ni hacer nada cuando nadie tiene mayor interés en averiguar la verdad. Así que escojo callar siempre que puedo —sonrió y se puso en pie—. Cuanto más vieja me hago más tiempo tardo en maquillarme, así que no necesito razones para evitar mirarme en el espejo.

La sonrisa de medio lado de Hyde derretía los corazones.

—Haz lo que las celebridades, contrata a alguien para que te maquille, y nunca tendrás que contemplar en qué te has convertido.

La siguió hasta la puerta, donde ambos se detuvieron. Selena no necesitaba advertirle de que probablemente habría una decena de teléfonos con cámara apuntando hacia allí en espera de que saliesen.

—En fin, gracias, Selena. Gracias por razonar conmigo en lugar de decirme que no ocupe mi linda cabecita en darle vueltas a esos asuntos y que, por supuesto, nada de lo que yo haga podría salir mal porque tengo demasiado talento para eso.

Conocía al dedillo el estilo de BeBe. Selena le miró a los ojos y le dijo:

—Sobre eso no tengo que decir más que una palabra: Isthar. Te prometo, Hyde, que no permitiré que hagas la peor película de tu vida en la cumbre de tu carrera.

El actor asintió. Con su acento más presente que nunca, contestó:

—Creo saber con quién me la estoy jugando, mi querida Selena.

Podría estar oyéndole pronunciar su nombre durante todo el día.

—Qué sureño tan encantador eres.

Él rio cortésmente y abrió la puerta. Las páginas de descarga instantánea de cotilleos recibirían fotos de ambos riendo juntos, nada escandalosas, anodinas, si no fuese porque cualquier imagen de Hyde sonriendo era un tesoro en la blogosfera.

Selena se alejó de allí con la cabeza alta impidiendo tercamente que sus labios dejasen ver una mueca de amargura. Tan dedicada estaba a aplacar su rabia por la mención a Jennifer Lamont que se encontró dando marcha atrás con el coche hacia la entrada cuando ni siquiera era consciente de haberse montado en él. Cálmate, se advirtió a sí misma. No permitas que ella vuelva a vencer, déjalo...

Al oír un fuerte golpe y un grito en la puerta del copiloto dejó escapar un chillido ahogado y pisó a fondo los frenos. Pudo ver fugazmente un rostro pálido, una abundante cabellera dorada, un vestidito negro con el cuello arrancado. La mujer comenzó a dar golpes en la ventanilla.

—Por favor, por favor, necesito ayuda. ¿Podría llevarme? Tengo que salir de aquí. Por favor, por favor.

Selena se quedó un momento con la mano sobre el cierre de la puerta. Sus instructores de seguridad habían repasado muchas veces una escena así. Deets la abofetearía por tonta si abría la puerta. Tenía mucho dinero, y su propia empresa le había firmado un generoso seguro, lo que la convertía en objetivo de los secuestradores.

Bajó la ventanilla del copiloto solo unos centímetros.

—¿Ocurre algo?

La mujer aplastó el rostro contra la abertura.

—Sáqueme de aquí, por favor. Él... él... Tengo que salir de aquí. No quiero problemas, pero tengo que salir de aquí. No sabía que él era así. Por favor, ayúdeme.

—¿Quién?

Su mano volvió a vacilar sobre el botón de apertura. Por fin recuperó la sensatez. Si daba tres toques de bocina, Garcia acudiría corriendo.

Pediré ayuda.

—¡No! Solo sáqueme de aquí. No quiero que nadie me vea así.

—Llamaré a la policía —dijo Selena alzando su móvil.

—¡No! No lo haga, yo... él, él me dio algo... No quiero que los polis me hagan análisis.

Todas eran razones plausibles, por eso aquella escena era la favorita de los secuestradores. Pero, ¿quién haría algo tan audaz ante las narices de los de seguridad? Un secuestro comenzaría con mejor pie en la carretera, al otro lado de la verja de entrada. Fiándose de su criterio, aunque seguía lista para tocar la bocina pidiendo ayuda, dejó el cambio automático en posición de estacionamiento, comprobó en los retrovisores si había alguien al acecho, abrió su puerta y sacó un pie fuera para poder erguirse y hablar con la mujer por encima del capó.

—¿De quién hablas?

—De él. De la Gran Estrella en persona. ¡Mire lo que ha hecho con mi vestido! Y lo que me hizo a mí fue... Le habría dicho que sí. Pero él no quería un sí.

—¿Te refieres a Hyde? —Selena se sonrojó de ira por segunda vez aquella noche—. ¿Qué hizo exactamente? —preguntó en tono helado.

—Estaba... ¡Quién me mandaría a mí venir a una fiesta así! Mi madre me lo advirtió, pero creí que sabría protegerme. Me pilló con la guardia baja.

La mujer se apartó el pelo dejando ver por fin su rostro con claridad.

—¿Quién eres?

A Selena le pareció una cara familiar aunque no de haberla visto en persona. Probablemente la había visto en alguna colección de fotografías rebuscando entre las enviadas para una reciente convocatoria de casting que decía: «Mujer de veinte a veinticinco años, escena de multitud, con diálogo».

—Bueno, me hago llamar Vivienne Weston. ¿Podríamos irnos ya? No quiero causarle problemas a Butler.

Weston había esperado a pronunciar su nombre con claridad antes de retomar su entrecortado y tembloroso discurso. Selena notó que la pierna en la que apoyaba el peso se estremecía sacudida por una descarga de pura rabia. También su voz temblaba cuando le preguntó:

—¿Cuándo ha sucedido eso?

—Ahora mismo. El... yo salí corriendo... solo necesito que me ayude un momentito. Que me acerque a una parada de autobús, o a un hotel desde donde pueda pedir un taxi.

Lentamente, entre dientes, Selena replicó:

—Pero, Vivienne, para ser justos, deberíamos saber su versión. Cuéntame lo que te hizo.

Weston no lo captó al momento. Con los ojos llenos de lágrimas, adoptó un gesto avergonzado, tímido y ofendido que casi daba el pego.

—¿De verdad tengo que decirlo en voz alta?

—Pues lo cierto es que sí. Quiero saber exactamente qué mentiras piensas propagar sobre Hyde para poder darle la base sobre la que pueda demandarte por difamación.

Selena tuvo el placer de contemplar cómo Vivienne pegaba un brinco y se quedaba pálida al verla tocar tres veces el claxon. A la muy perra le daba igual qué reputación arruinaba. Era igual que Jennifer, otra...

—¿Hay algún problema, señora Ryan? —se oyó decir a Garcia.

—Sí, lo hay. La señora Weston, aquí presente, acaba de acusar de abuso sexual al señor Butler. Asegura que acaba de suceder ahora mismo cuando yo he visto con mis propios ojos que el señor Butler ha estado rodeado de invitados o en mi compañía desde hace un buen rato. Lo que no sé es si esta mujer solo esperaba que su nombre empezase a sonar en los cotilleos o si deseaba hacerme sentir tanta lástima por ella como para concederle un papel.

Weston intentó responder con altivez, pero no le salió bien.

—No dije que me hubiese violado.

—No, es cierto, tan solo has hablado de drogas y de sexo contra tu voluntad. Hacerse la inocente y jugar a eso de «yo que no quería dar a entender nada de eso» no te valdrá conmigo porque yo no soy ningún tribunal de justicia. Yo no tengo por qué darte la oportunidad de explicarme tu versión ni que plantearme el ser compasiva contigo —en su interior empezaron a sonar unas alarmas que le decían que cerrase la boca de una vez, pero siguió hablando a toda velocidad—. Pienso aplastarte como a la termita que eres. Has estropeado tu vestido de fiesta para nada.

Era obvio que Weston estaba completamente atónita al ver que su plan no había funcionado. También se notaba que ni se le había ocurrido que pudiese tener algún punto flaco.

—Pero... oh, vamos. Conozco a un montón de chicas que han hecho lo mismo y todas consiguieron trabajo gracias a eso. ¿Por qué se pone así? ¡Tan solo era una broma!

—No tengo sentido del humor. La gente como tú ha acabado con él. Mañana, hacia las nueve, tú ya no tendrás agente. Y, si sigues viviendo en los alrededores al mediodía, te quedarás sin carné del sindicato de actores.

—¡No puedes hacerme eso, cabrona!

—Sí que puedo.

En realidad, Selena no sabía si era cierto que tenía tanta influencia sobre el sindicato de actores. Probablemente no, pero Weston era una niñata estúpida y peligrosa.

Puedo hacerte, y haré, lo que tú has intentado con Hyde Butler —concluyó.

Garcia había rodeado el automóvil hasta colocarse junto a la puerta del copiloto. Dos miembros más de su equipo estaban junto a la parte de atrás bloqueando las vías de escape más probables.

—Va usted a marcharse de aquí, señorita, y con escolta. Si no nos acompaña voluntariamente, llamaré a la policía y se irá usted con ellos.

—¡Vete a la mierda!

«¿Es que nadie de esta ciudad sabe hablar como es debido?» De repente, Selena se sintió débil y volvió a acomodarse en el asiento del conductor. Cuando puso el coche marcha atrás, todos se apartaron de su camino.

 

***

 

El placer que solía sentir ante el paisaje que se divisaba desde la cima de las colinas de Malibú se perdió entre un torrente de imprecaciones. Se desahogó a gusto hasta que no se le ocurrieron más, y después intentó que las parpadeantes luces de la lejana noria del muelle de Santa Mónica se llevasen su ira. Hacer películas era algo que tenía que ver con la fantasía y con la magia... ¡se suponía que era divertido! Pero también hacía aflorar en demasiada gente lo peor que llevaba dentro, su lado más malvado, manipulador y egoísta, y a la mayor parte de ellos les daba igual a quién herían. Pensaban que lo único importante era lo que acababa quedando a la vista del público. Selena habría querido sentir lástima por ellos porque estaban convencidos de que solo valían lo que sus últimos resultados de taquilla. La inseguridad de la mayoría de los artistas era inconmensurable. El problema era que no solo lo pensaban de sí mismos. Estaban convencidos de que el mundo funcionaba según las cifras de taquilla y la lista de las películas de mayor recaudación. Alguien como ella podría explicarles que había mucho más que eso, pero no la escucharían. Seguirían cavando un agujero del que nunca serían capaces de salir. Y después querían que alguien como ella los rescatase.

Cuando se hubo calmado lo suficiente para hablar con sosiego, dejó un mensaje para Kim diciéndole primero que confirmase un desayuno con Bertram Glassier para el viernes, y detallándole seguidamente el incidente con Weston. Kim la incluiría en la lista de los que no había que contratar. Todas las productoras tenían una, por sus propias razones. «Chantajista» era una palabra muy fea, pero esa era la que aparecería en su lista junto al nombre de aquella mujer. Los eufemismos no tenían mucho sentido. Aquel intento de apartar a todas las Weston del proceso era una tremenda distracción que la apartaba de su objetivo, producir películas.

Algo más calmada ya, giró hacia el este esperando, sin base alguna, que el tráfico fuese fluido. Su navegador de a bordo escogió una ruta para ella basándose en informes de circulación. Mientras avanzaba con lentitud se pasó los treinta y cinco minutos siguientes escuchando mensajes de Kim y Alan y contestando sus mensajes de voz. Por fin, apagó el micrófono inalámbrico y dejó escapar un suspiro de alivio mientras abandonaba la 405 y el tráfico se hizo más fluido por Beverly Hills. Al estar de nuevo por encima de la bahía, apagó el navegador porque conocía el camino hasta la casa de Spelman. Agradeció el silencio que se hizo en el interior del automóvil.

En la entrada de la comunidad pasó la inspección y aparcó de nuevo aunque esta vez no había insistentes empleados, tan solo la discreta presencia del personal de seguridad. La avenida estaba poblada de árboles a ambos lados, y entre las casas había zonas boscosas. Aunque eran demasiado antiguas para lo que actualmente se consideran mansiones, para ella esa seguía siendo la palabra que las definía. Con sus columnas y sus balcones en el primer piso, de un blanco reluciente que contrastaba con las boscosas colinas que tenían detrás, elegantes y serenas. Antes que ella, una poderosa y bien conocida pareja, abogados ambos, había aparcado ya y se dirigía pausadamente hacia la puerta, como haría cualquier pareja normal de camino a la fiesta de algún amigo.

Selena se permitió relajarse. Ellen y Alex Spelman acogían a un grupo de personas compatibles entre sí con las que mantener una agradable conversación y disfrutar de una maravillosa cena. Después de los postres les dirían a sus amigos lo mucho que los querían... Selena sacó una gran bolsa de plástico de cierre hermético del compartimento que había en el suelo, al pie del asiento del copiloto. Kim había escrito con rotulador «Spelman», la fecha y la hora. Podía ver la invitación a través del plástico. Tras los postres, sin duda, Ellen y Alex les hablarían del Movimiento a favor del empoderamiento de las chicas de África Occidental.

En la bolsa había también una cajita de joyería en la que Kim había metido una radiante gargantilla, con pulsera y pendientes a juego, para dar un toque de distinción al atuendo de Selena, más propio de un día de oficina. No había tenido tiempo para cambiarse. Se abrió el cuello de la blusa para lucir la gargantilla, deslizó el brazalete en la muñeca, cambió de pendientes y metió el móvil y las llaves dentro de lo último que contenía la bolsa, un elegante bolsito de mano de ante. Allí no iba a haber fotógrafos, de modo que salió con sus sencillos tacones de diario. Para la última fiesta pensaba cambiarse de la cabeza a los pies, pero al menos en esta podía ir cómoda.

Se alegró de haberse esforzado un poco ya que, como siempre, había olvidado que el buen gusto de Ellen Spelman superaba el talento de la mayoría de los decoradores. Su anfitriona no había adoptado un estilo mediterráneo que ahogase a los visitantes con elegantes adornos; en lugar de eso, los sencillos muros encalados y empapelados con fotos familiares, las pequeñas alfombras sobre losetas de arenisca y las ventanas abiertas a la brisa nocturna le dieron la sensación de estar visitando un lugar donde vivía gente feliz. Cuando era niña, su padre los llevaba a pasear frente a casas como aquella, y le prometía que algún día ellos serían también una familia así.

Servida en una larga mesa de madera cepillada, con una decoración central de vides con sus racimos de uvas, la cena fue elegante, sabrosa y sencilla, con un postre de crêpes de naranja y un noble pinot grigio que mejoraron mucho su estado de ánimo. Aunque no podía decirse que estuviera entre amigos, no era del tipo de personas de las que debía recelar. Ella era la única representante de la industria del cine, al igual que la pareja de abogados eran los únicos de su profesión. No había razón alguna para hablar de negocios ni para echar un pulso con sus rivales. La conversación, agradable e interesante, esquivaba la política y la religión escogiendo temas como el arte, el teatro, la economía, historias sobre viajes, anécdotas divertidas... Era todo un alivio, y le recordó que fuera de Hollywood existía un mundo enorme y magnífico lleno de gente encantadora, todos los cuales tenían sus propias vidas, con sus agobios y preocupaciones.

Tan solo por el placer de aquellas escasas horas de diversión ya habría firmado un generoso cheque para los Spelman, pero, además, la historia que contaron sobre los animosos misioneros que aprendían poco a poco a sortear a los contrabandistas y a los mercenarios era realmente conmovedora. Con las semillas e instrucciones de siembra que les enviaban clandestinamente, las niñas recibían la posibilidad de plantar un pequeño jardín, que daba lugar a trueques y a comida. ¿Cómo no iba a poder ella permitirse financiar mil paquetes de semillas?

Cuando ya se iba, Ellen Spelman le dio un cálido beso en la mejilla.

—Has vuelto a perder peso, Lena, y no te sienta nada bien.

—Si comiese aquí todas las noches seguro que no me pasaría —contestó apretándole cariñosamente la mano; su trabajo en común para recaudar fondos para el Getty Museum había consolidado una relación de amistad aunque no llegaba a ser íntima.

—¿Qué tal va... Madrid? No se llama así, ¿verdad?

La gran estatura de Ellen le daba un aire regio que ella sabía utilizar para frenar a cualquiera en plena marcha, pero cuando sonreía se convertía en la abuela favorita de todo el mundo.

—La película se llama Barcelona. Y va bien. Espero conseguir un reparto que es pura dinamita.

Mencionó brevemente los otros dos proyectos gestionados por sus dos socios y concluyó:

—... Así que Todd seguirá en Hong Kong por un tiempo.

—Disfruté acogiendo aquella fiesta para buscar inversores para Royal Candide. Y además tuvimos mucho éxito.

—Con esta podría ocurrir lo mismo... si me decido serás la primera en saberlo.

—Espléndido —contestó volviendo a besar a Selena en la mejilla—. Danos otra razón a todos para ir a los Oscar.

 

***

 

Con el optimismo de Ellen levantándole el ánimo, no le fue tan difícil hallar la energía para llegar hasta West Hollywood. El tráfico se había moderado considerablemente aunque todavía se atascaba en los lugares más frecuentados en una cálida noche de viernes, de modo que evitó los centros comerciales y los conglomerados de cines y bares especializados en retransmisiones deportivas.

Justo en la entrada de WeHo detuvo el coche en Betty’s Dinner. Era un restaurante de barrio en donde nadie esperaba encontrarse con famosos aunque sucediese en ocasiones. Cogió la bolsa para trajes que Kim había colgado en el asiento trasero del Prius y se dirigió al baño, que sabía espartano, pero limpio.

La dueña, acostumbrada a sus rápidos cambios de vestuario, no parecía estar trabajando, y Selena recibió una mirada de extrañeza de la joven que cargaba platos para sus clientes. Daba igual. Fue directamente hacia los servicios, bajó la cremallera de la bolsa y se encontró un sedoso vestido de cóctel azul eléctrico con volantes, un discreto modelo de Donna Karan que no provocaría comentarios de los paparazzi, ni para bien ni para mal. Las joyas que llevaba puestas le iban bien —para esas cosas podía confiar en el gusto de Kim—, y ya solo faltaban los zapatos de ante, de corte salón, a juego con el bolso de mano. Tras retocarse el maquillaje y pasarse rápidamente un peine por el pelo, se sintió segura de que no iba a aparecer en ninguna lista de las peor o mejor vestidas.

Pellizcó varios centímetros de tela de la parte de atrás del vestido para ajustar la cintura. Ellen tenía razón, tendría que volver a tomar batidos de proteínas como le había sugerido Kim la semana anterior. Al principio de sus dos años con Jennifer había ganado unos kilitos. Al parecer era lo que hacía la felicidad. Esos kilos habían desaparecido, y no le hacía gracia la expresión que se dibujaba en su rostro cuando pensaba en Jennifer. Pasó el dedo por el pliegue que le rodeaba la comisura de la boca. No parecía una arruga producida por la risa. Esa se la debía a Jennifer, desde luego.

Al salir del baño se detuvo ante la barra el tiempo suficiente para pedirle a la sorprendida camarera un té helado para llevar. A juzgar por la torpe forma en que le encajó la tapa al vaso, hacía mucho tiempo que no realizaba aquella tarea. Mientras tanto, Selena pensaba que ojalá estuviesen los empleados habituales la siguiente vez que se le antojasen unos gofres de última hora. Pagó el té, dejó el cambio y volvió al coche a toda prisa.

En aquella fiesta no había necesidad de lidiar con los aparcacoches. Poseía un pase de aparcamiento para el vecino Centro de Diseño; ser una de sus principales patrocinadores tenía sus ventajas. No era un paseo muy largo hasta The Joint, una discoteca y lugar de moda de dos pisos, estilo almacén, que se había hecho popular por sus fiestas de presentación de álbumes de rock. Como esperaba, habían acordonado la acera frente a la entrada, y tanto los paparazzi como los cazadores de estrellas se amontonaban tras los cordones para ver si llegaba alguien interesante.

Una mujer madura que llegaba sola, y tan tarde, nunca era interesante; Selena sonrió para sí al ver que apenas se disparaban unos cuantos flashes. Se detuvo para responder una pregunta sobre cómo se sentía en general respecto a su próximo proyecto. Le dio la habitual respuesta simplona y se adentró en la sobrecalentada cacofonía de la fiesta.

Lo primero que le chocó fue el olor del local. El del comedor de Ellen Spelman, un fragante aroma a albahaca y naranja que persistía en su memoria, quedó borrado al momento. Dada la escasa ventilación, la mezcla se componía de demasiados cuerpos para tan poco espacio, junto con demasiada colonia, todo ello revuelto en una base de alcohol. En algunas ocasiones el olor era embriagador, perfecto, y otras, repugnante. Aquella noche era algo intermedio aunque, a medida que el ambiente se iba enrareciendo, se volvía cada vez más nauseabundo.

Despidió con un gesto a la primera camarera que la descubrió sin una copa en la mano. Fue en parte por testarudez y en parte por sentido práctico; las bebidas goteaban, y su vestido era de seda. Además, una soda aguada costaba veinte dólares en una noche así, propina incluida. Acababa de firmar un cheque por valor de cien sodas sin inmutarse lo más mínimo, pero la idea de pagar tanto por tan poco se le atragantaba. Una cosa era la generosidad y otra muy distinta la estupidez, y ella no había amasado su fortuna gastando descuidadamente el dinero. Durante su infancia, los ingresos de su propio padre, también productor, entraban tan rápido como salían, y ella recordaba vívidamente las épocas de vacas flacas. Seguramente nunca sería capaz de actuar como si el dinero creciese en los árboles. Además, proclamar la necesidad de ir a buscar una copa era una forma muy socorrida de dar por finalizada una conversación.

Las mesas con comida no suponían tentación alguna. Una cosa era que te hiciesen una foto con una copa en la mano, pero raro era el día en que no aparecía en Internet una foto nada favorecedora de una celebridad con un tenedor a medio camino hacia la boca, o en plena masticación. Por toda la sala había cámaras de móviles apuntando hacia el bufé, y ella no quería formar parte de aquello.

La atronadora música no le permitió guiarse por las voces para atravesar la discoteca, pero seguramente Levi Hodges estaría en la zona de reservados, en la parte de atrás del piso superior, escoltado por su séquito. Las estrechas escaleras estaban pobladas de fotógrafos de agencias sometidas a investigación, todos haciendo fotos sin parar. Una vez más, una mujer sin fama alguna ligada a su imagen, y sin compañía, tenía poco interés. Se abrió camino rodeando el montón de gente que había en el rellano superior y cruzando por entre los aspirantes hasta el inicio de la improvisada cola. Todos intentaban que cualquier miembro de la banda los mirase para intercambiar unas palabras aunque la mayoría preferiría contactar con Levi, al igual que ella.

Dio su nombre a uno de los que vigilaban la puerta y aguardó. No tenía por qué lanzar bravatas ni abrirse paso a la fuerza. El mundo del cine y el del rock no se entrecruzaban tanto, y Selena tampoco estaba segura de poder reconocer el nombre de todos los que manejaban el cotarro en la industria musical. Levi había sabido de ella por su agente, y la estaba esperando.

Vio cómo el músico inclinaba la cabeza para oír lo que le estaban susurrando, y cómo miraba brevemente hacia donde ella aguardaba sin impacientarse. Un momento después, el hombre abandonó a su pequeño grupo y se acercó para estrecharle la mano mientras ella se acercaba con él al círculo de sillas y sofás de dos plazas. Comenzaron a dispararse los flashes. Ellos se besaron ligeramente las mejillas bajo las luces parpadeantes.

—Aquí mismo —indicó él—. Siento no haber podido escaparme esta tarde para verte. Salimos mañana hacia España para nuestra primera actuación.

—Lo comprendo —le tranquilizó ella sentándose junto a él en uno de los sofás que una pareja de groupies se había apresurado a dejar libre—. Tu agente me ha dicho que eres libre de dar tu aprobación o no a mi idea.

—Sí. Greg me ha dicho que, si yo estaba dispuesto, tú me propondrías un acuerdo decente. Pero yo no soy de esos compositores de bandas sonoras.

Cómodo con su ceñida camiseta de promoción de la nueva gira, unos vaqueros desteñidos que se llamaban como él y gastadas botas de cuero, el músico estiró las largas y huesudas piernas.

—Ya tengo un compositor para la banda sonora. Lo que necesito es una inspiración —contestó ella acercándose más al ver que la música subía el volumen—. Barcelona trata de un fascinante estafador que intenta batir todas sus marcas. Aunque la película cuenta su historia, y cómo intenta timar tanto a su última novia como a su mujer para que ambas crean que él va a darles lo que ellas quieren, también habla de Barcelona. La leyenda cuenta que la ciudad fue fundada por Hércules. Es antigua, muy antigua. Además es la capital del gobierno catalán, y el chico está intentando estafar a unas personas que están reuniendo fondos para crear una nación independiente de España. A la vez es una ciudad nueva, que acoge un renacimiento de artistas y de músicos... los patinadores la adoran. No hay nada igual en ese continente.

Los ojos del hombre le confirmaron que estaba atendiendo, pero Selena solo disponía de unos segundos más para atraerlo.

—Necesito un Bruce Springsteen.

El músico alzó una ceja. Su sonrisa de medio lado le recordó a Selena la de Hyde Butler. No recordaba una velada semejante, en la que se hubiese encontrado con tanto atractivo masculino. La seductora y grave voz del hombre adoptó un tono burlón.

—Me halagas, pero no creo que nadie me compare con el Boss.

—La primera actuación de tu gira es en Barcelona. Estoy buscando una canción que diga algo acerca de sobrevivir porque nuestro héroe es como la ciudad, todavía en pie a pesar de su historia. Desgastada, orgullosa aún, aferrada a su sentido del humor, sorprendente, renacida, no del todo a salvo, una cultura dentro de otra. Un lugar nada corriente y maravilloso, eso es Barcelona.

—¿Y en qué me hace eso parecerme a Springsteen?

—Su canción Philadelphia fijó el tono de toda la película. El film tenía una maravillosa banda sonora, hecha por el tipo de compositor que yo no puedo permitirme aunque el que tengo es sólido y con talento. Necesitamos algo que apuntale su trabajo. Encuéntranos un ritmo, un sonido que le dé un toque más joven, algo profundo. Lo que un forastero siente en esa ciudad, algunas palabras. Y después, escucha lo que él está componiendo y mira si eso te inspira una canción.

El músico se frotó la mandíbula, cubierta por una barba de varios días, con sus largos dedos.

—¿Una de esas que suenan en los créditos del final?

—O en los del principio, como ocurrió con Philadelphia. Eso lo decide el director.

Selena le vio echarse hacia atrás sus largos cabellos rubios mientras se lo pensaba. Los dos últimos álbumes de su banda habían sido holgados discos de platino. Sus conciertos agotaban las entradas el mismo día en que salían a la venta. No le faltaba nada, y no tenía por qué asumir un nuevo reto. Excepto, tal vez, por la misma razón que lo había asumido Hyde Butler; porque él era algo más de lo que sus actuales conciertos le permitían ser.

—Te diré qué haremos. Cuando estemos allí, si ocurre algo, ocurre. Te mantendré al tanto.

—No esperaba nada más —contestó ella.

Bueno, un compromiso firme habría sido lo ideal, pero por la forma en que su agente la había dejado probar suerte por su cuenta y riesgo la había hecho ser realista en cuanto a sus posibilidades de éxito. Deseaba el firme apoyo del dieciocho o el veinticinco por ciento de la población que representaban sus seguidores, y su instinto le decía que el músico añadiría un giro al sonido que elevaría la calidad del trabajo de su compositor.

Hubo más fotografías cuando se despidieron, y Selena oyó que Levile decía a un reportero que tal vez trabajarían juntos en una película. Sin duda, al día siguiente el músico sería ya el protagonista o algo así según los fidedignos informes de la blogosfera, recogidos después por los medios impresos. Para cuando lanzasen la película podría haber ya un rumor en la calle de esos que mantienen a los futuros espectadores esperando la fecha de estreno.

Y todos se preguntaban cuál era la tarea del productor. Volvió a bajar a pequeños saltos las escaleras del centro y concluyó que, después de todo, la velada había sido lo bastante productiva para merecerse una copa de verdad. Un vistazo al mar de cabezas le reveló unos cuantos rostros conocidos. Al pie de las escaleras buscó un camarero, y después se encaminó hacia el bar.

A pesar del ruido, su oído la salvó. Oyó aquella voz, la que no quería volver a oír y que se había pasado demasiadas horas esperando escuchar. Sin dudarlo, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Por favor, rogó, que nadie haga una foto de Selena Ryan largándose muy digna de una discoteca en cuanto descubre que Jennifer Lamont, su ex y supuestamente antigua promesa fallida, está en el local.

Sintió que le flaqueaba la sonrisa, como si su cara fuese a romperse en pedazos en cualquier momento. Esbozó un coqueto saludo hacia un grupo de rostros, como si hubiese visto a alguien conocido; la detuvieron unos segundos para intercambiar besos en la mejilla con una mujer que solo le sonaba por haber sido nominada a mejor actriz de reparto años atrás, y por fin consiguió salir de allí. No deseaba volver para averiguar si Jennifer estaba con una nueva pareja, ni tenía la menor curiosidad sobre si habían vuelto a gustarle las mujeres. Fue contando sus firmes pasos durante todo el camino hasta el coche mientras volvía a repasar la lista de tareas pendientes, cómo había pasado el día, todas sus conversaciones, decisiones, lo que había tomado a la hora de comer. Detalle a detalle, fue enterrando la ira bajo capas de trabajo hasta que Jennifer Lamont dejó de existir. Nunca la había amado, nunca había confiado en ella, ni tampoco había sentido los diez centímetros del tacón de aquella mujer clavados en su espalda.

 

***

 

Tras un nebuloso viaje de vuelta a Beverly Hills marcó su código personal en el portal de entrada y, en cuanto las puertas de hierro forjado se hubieron abierto, condujo el auto hasta el interior. Como muchos de sus vecinos, las altas verjas poseían un sistema de seguridad de alta tecnología por toda la parte superior y en cada acceso. Cuando las puertas se cerraron tras ella con un chasquido, sintió que desaparecía la necesidad de ser Selena Ryan. Ahora solo tenía que estar cansada y hambrienta. Había conseguido llegar a casa sin llorar y sin abroncarse tanto a sí misma que acabaría pasándose horas sin poder dormir.

Los faros iluminaron la planta baja de la casa, y Selena concentró en ella toda su atención. La antigua y espectacular mansión de estilo español había sido construida por un ejecutivo de estudio de los años veinte, pero era pequeña para los estándares actuales. Su verdadera belleza estaba en un acre de tierra salpicado de naranjos. Los despachos de producción ocupaban siete de los ocho dormitorios, y las zonas comunes servían para celebrar desde fiestas a pequeñas ruedas de prensa. El gran salón central se había diseñado para el visionado de películas, y ella seguía dándole ese uso aunque con un equipo completamente modernizado. Le encantaba el lugar donde vivía y trabajaba, y el hecho de que ya estuviese pagado. Nadie podría arrebatárselo nunca, por lo que se consideraba enormemente afortunada.

Dio la vuelta hasta la parte de atrás y metió el coche en el garaje. Lo dejó abierto para que por la mañana Kim pudiese recoger fácilmente la bolsa de trajes, el netbook y sus papeles. Reunió sus pertenencias personales asegurándose de coger la Blackberry. Dios, de pronto se sentía completamente exhausta.

La piscina se veía invitadora a la luz de la luna, pero no la tentó. Rodeó su perímetro hasta la caseta de la misma; abrió la puerta con su llave y entró en el fresco interior. Cuando la puerta se cerró tras ella dejó que todo lo que llevaba se deslizase de sus manos hasta la silla de mimbre que había a su lado. Unos pasos más tarde ya se había deshecho de los zapatos de ante y del vestido. Por la mañana se lo llevaría a Kim para que lo limpiase y lo guardase de nuevo en su «dormitorio» de la casa principal, una habitación en la que nunca dormía.

En su lugar tenía la caseta de la piscina, la cual era toda suya. Ampliada al triple de su tamaño original, el techo bajo, los travesaños al aire y las losetas de barro cocido ayudaban a mantenerla fresca en verano. Con solo apretar un botón se calentaba el suelo, lo que la volvía rápidamente acogedora si bajaba la temperatura los días en que estaba en casa. Una cuidadosa distribución del espacio le había permitido añadir todos los complementos que podía necesitar. Lo que más le gustaba era que ninguna otra persona entraba allí regularmente, ni siquiera un servicio de limpieza. Era su espacio y, cuando estaba en él, la única forma de contactar con ella era por teléfono; nadie de su equipo la molestaría por ningún motivo. En cuanto desconectaba el teléfono estaba fuera de alcance aunque solo fuese durante unas cuantas horas cada noche.

Nadie sabía que a veces dejaba la ropa en el suelo, ni que no lavaba los platos durante días. Nadie criticaba su mullido diván en el que las manchas de café, un revoltijo de lápices y proyectos de guion y los deslucidos cojines dejaban claro que era un lugar donde alguien leía mucho. Las últimas personas, además de ella, que habían estado allí fueron un fontanero y, antes de él, Jennifer. No había nadie que pudiese comentar que Selena Ryan cantaba en la ducha y soltaba tacos mientras hacía sus ejercicios de yoga por la mañana. Nadie que informase de que tal vez su café favorito no fuera holísticamente orgánico ni de comercio justo, ni de que tenía debilidad por las barritas de chocolate Snickers. En ese mismo momento no había nadie que pudiese ver cómo le temblaban las manos, ni lo mucho que le seguía costando no revivir cada amargo momento con Jennifer, especialmente aquel en el que comprendió que no tenía remedio. Le había dado todo lo que pudo, pero resultó no ser suficiente. Porque, para entonces, Jennifer ya quería algo distinto. Jennifer siempre querría algo distinto, y en mayor cantidad.

Se dio una ducha rápida borrando con el champú el olor a discoteca. Tal vez su cabello fuese de un aburrido color castaño, pero al menos no le daba problemas. No pudo darse más que una somera capa de hidratante en el rostro antes de retirar las suaves mantas color azul claro y meterse en la cama. Encendió el calientapiés y se arrimó una almohada de cuerpo entero, amoldando a ella brazos y caderas. La somnolencia fue cayendo sobre ella a medida que las sábanas le caldeaban el cuerpo. Con los ojos cerrados, dejó la mente en blanco. En aquellos momentos lo único que tenía que hacer era dormir para poder enfrentarse al día siguiente.

Calentita. En casa. Un último tiento al despertador para asegurarse de que estaba puesta la alarma. Todo estaba en su lugar. A salvo. No sentía nada, nada. No faltaba nada, no necesitaba nada...