# # # Cotillástico # # #

 

¡Tripita de embarazada... huuy! Últimamente, esa monja tan popular que aparece todos los martes por la noche para echarse unas risas se asemeja cada vez más a un pingüino, y se dice que los productores están que trinan al ver que la estrella en cuestión estaba convencida de que los telespectadores no iban a darse cuenta. ¿Estamos oyendo cómo se congela el futuro de nuestro pingüino?

Mientras tanto, tenemos todas las fotos más recientes de los días postreros de nuestra querida estrella de telenovela. Rodeada al final por su familia, con dos de sus cuatro exmaridos e incluso su infame hijo varón... ¿lo recordáis? Testamos todos desolados. ¡Pinchad aquí para ver los primeros planos del funeral!

Nos ha deslumbrado la glamurosa Vivienne Weston. Las apuestas se centran en con quién saldrá ahora y cuánto tardará en llegar la gran ruptura. Los especialistas en números están averiguando si existe alguna relación entre la duración y la cantidad de tamaños de copa. Nosotros ya conocemos la respuesta: ¡Sí!

 

 

 

Capítulo 3

 

 

 

Ya era bastante fastidio el tener que coger el autobús hacia casa a las diez de la noche; pero además era una hora en la que todo el mundo estaba cansado y hambriento, y Gail Welles sabía que olía como una hamburguesa con un toque de pollo. Habitualmente no llevaba encima más que un aroma a grasa.

El oficio de camarera no estaba bien pagado aunque sí eran unos ingresos suficientes y regulares. Betty’s Diner había sido un buen cambio respecto a la cadena de cafeterías en la que trabajaba antes porque la comida gratis suponía una gran ventaja. Llevaba sobre el regazo la comida del día siguiente, ensalada y fruta fresca, además de una machacada porción de pastel de melocotón y un poco de pechuga de pollo a la plancha. Todo ello acabaría en la diminuta nevera de su enanísima cocina. La audición de la mañana siguiente era demasiado temprana después de una noche en el restaurante, pero sus dos últimos y minúsculos contratos de actuación habían salido de audiciones parecidas. Iba consiguiendo papeles de medio pelo en telecomedias, y tal vez en una media docena de anuncios. Estos últimos eran más duros de preparar, pero cuando llegase a casa repasaría las frases que le habían tocado —no muchas— un par de veces más y después lo consultaría con la almohada.

Sin embargo, ante todo disfrutó pensando en la ducha caliente que tanto necesitaba. Aunque su ducha fuese tan pequeña que apenas podía darse la vuelta dentro de ella, el agua era bien caliente y no tenía que compartirla con nadie. Se encaminó resuelta hacia su edificio pasando junto a numerosos mendigos y a las cada vez más abundantes chicas de la calle. Había sido una madama quien había vendido el Lorelei Arms —o eso se contaba en los cotilleos de la lavandería de enfrente— a los inversores de un grupo religioso. Las habitaciones, antes alquiladas por horas, habían sido convertidas en apartamentos añadiéndoles aquellas supuestas cocinas. Gail ascendió por los recios peldaños, recientemente lavados, recordándose a sí misma que eso era todo lo que podía permitirse una famélica actriz de Iowa. Al menos disponía del generoso regalo de su tía Charlie, unas sábanas y almohadas de excelente calidad, además de un cubrecolchón suave como una pluma, que hacían que el dormir fuese un placer. Su regalo de navidad, igualmente generoso, consistente en una cafetera exprés de dos tazas, le hacía soportables las mañanas.

Cuando por fin su cabello volvió a oler a su champú favorito, de vainilla y lavanda, Gail se envolvió en la bata y se sentó a la pequeña mesa que le servía de escritorio. Las frases para telecomedias y anuncios eran muy cortas, y a su ego no le hacía ninguna gracia la descripción del casting. Rubia corriente para Secretaria 3. «Tú eres perfecta», se había entusiasmado su agente.

Su trabajo en el restaurante, prácticamente los siete días de la semana, había aumentado sus cuidadosos ahorros hasta permitirle intentar por tercer año consecutivo hacerse un hueco en el mundo de la televisión o del cine. Había llegado allí el día en que cumplía los veintinueve, realista pero todavía con esperanzas de que los elogios recibidos en el teatro comunitario de su localidad hubiesen sido sinceros. No obstante, si no conseguía algo sólido hacia el otoño, tendría que empezar a pensar en volver a Iowa y decepcionar así a la tía Charlie, que todavía estaba convencida de que lo único que Gail necesitaba era un golpe de suerte.

Era una pena que no se hubiese caído encima de alguien famoso. ¿Por qué no había sido su víctima Lindsay Lohan o Mark Wahlberg? Sería la comidilla de la prensa amarilla... tal vez hasta Kathy Griffin haría algún chiste sobre ella. No, tuvo que ser una estirada mujer de negocios. Gail se cepilló los dientes y se dijo que debía tener mucho cuidado con lo que deseaba. Fue Errol Flynn o alguien así quien dijo que el problema no era lo que la gente dijese de ti, sino lo que susurraban.

Nada de aquello le importaba ya cuando se dejó caer, agradecida, en su cómodo lecho. Ni cuando apagó la alarma, muy pocas horas después. El programador de su maravillosa cafetera había hecho su tarea, y ya podía oler la cafeína. Media hora después sacó el coche marcha atrás de su estrecha plaza de aparcamiento. El autobús era un transporte más económico que el aparcamiento de pago que había junto al restaurante, pero la audición era en un estudio de Culver City donde podía aparcar gratuitamente en la calle a solo unas manzanas de distancia.

Acababa de conseguir introducirlo en un pequeño hueco cuando alguien le dijo:

—¿Eres tú, Gail?

—Hola, Regine —contestó girándose encantada para encontrarse la linda sonrisa de la mujer.

Como Gail, Regine no llevaba más maquillaje que una buena capa base aunque su exuberante melena afro estaba a buen recaudo bajo una cinta negra. Los finos rizos de Gail no necesitaban tal restricción.

Regine saludó con un gesto a alguien que estaba a la izquierda de Gail; un vistazo le descubrió a otra actriz que ambas conocían, vestida de punta en blanco con un elegante traje de diseño. La recién llegada no les hizo ni caso aunque Gail sabía que debía de haber visto cómo la miraban.

—Si fuese más simpática, le diría que está metiendo la pata con esas pintas.

Bajó la vista hacia sus sencillos Dockers color caqui y su práctica camiseta de cuello en uve. El objetivo de la mayoría de las actrices que iban a cosas así era ser un lienzo en blanco, ya que una apariencia demasiado elaborada haría pensar al director de casting que no podría cambiarla. Tal vez la otra actriz buscaba solamente papeles glamurosos mientras que Gail sería feliz con un anuncio de líquido lavavajillas en el que el producto pareciese más atractivo que ella.

—Consolémonos pensando que nosotras somos guapas por naturaleza; sin embargo, ella tiene que trabajárselo.

Regine puso los ojos en blanco.

—Si tú lo dices... Oye, he conseguido invitaciones para una fiesta en las colinas, el viernes.

Tengo trabajo.

—¿No puedes venir aunque sea unas horas? Empieza temprano, a las cinco. Es una de esas en plan gourmet, con barra libre.

Buena comida, y gratis: sonaba maravillosamente.

—Deja que vea si puedo arreglarlo.

Tras dar sus nombres en el puesto de guardia, las separaron rápidamente. Regine fue hacia los papeles de «chica negra extravagante» mientras que Gail fue hacia «rubia corriente».

Su primera parada fue una nueva telecomedia en la que podría ser la prima que visitaba de vez en cuando al vecino de al lado. Pudo ver cómo salían varias chicas de la habitación con gesto alicaído. Cuando llegó su turno, se encontró con tres rostros soñolientos con la cabeza todavía inclinada sobre sus cafés. Ni siquiera había un cartel con el nombre del programa, que normalmente incluían a la estrella que lo iba a protagonizar. Genial, no dispondría de datos adicionales para personalizar más el papel.

—¿Nombre? —preguntó la mujer de la izquierda sin alzar la vista.

—Gail Welles.

—Entendido. Entonces, Valerie, ¿cuánto tiempo piensas quedarte en la ciudad?

Gail tardó un momento en comprender que le estaban dando su pie. Respondió de forma chapucera, pero después volvió a empezar dándole a su voz un tono grave y susurrante de gatita en celo.

—Eso depende de cuánto quieras que esté.

—Lo siento, no es lo que estamos buscando.

Unos segundos después Gail estaba al otro lado de la puerta con ganas de soltarles un «¿Qué? ¿No ha sido lo bastante corriente?». Ninguno de ellos la había mirado siquiera. No iban a encontrar a nadie interesante hasta media mañana después de dos tazas más de café. Tal vez ella no fuera nadie, pero eso no quería decir que tuviesen derecho a hacerle perder el tiempo.

La voz de su sentido práctico —que tanto le disgustaba la mayoría de las veces— le recordó que eran ellos los que tenían los trabajos, de modo que, sí, podían hacerle perder el tiempo.

Avanzó por el pasillo hacia la siguiente convocatoria de su lista, para un anuncio. Esperó junto a más de una decena de actrices, y tardó casi una hora en entrar.

Al menos estos sí la estaban mirando. Le hicieron caminar hacia delante, hacia atrás, apoyarse en la pared y después quedarse de pie frente a un brillante escenario mientras hablaban de su pelo, ojos, vientre, altura y tono de piel como si ella no estuviese allí. Mientras hablaban, ella estudió el texto de sus frases, escritas pulcramente sobre una pizarra blanca. No tenía ni idea de qué producto era, pero al parecer a ella le encantaba. Por fin le explicaron que el anuncio era para una cadena de cafeterías en pleno crecimiento.

Gail se relajó un poco.

—Entonces, ¿quieren que tenga aspecto saludable mientras me premio con un café, o que parezca al límite de mis fuerzas mientras me tomo el café que me hará recuperarme?

Una de las mujeres sonrió ligeramente.

—Prueba con la idea del premio.

Gail le dedicó su actuación más chispeante:

—En mi jornada diaria, tan agitada y llena de obligaciones, estoy deseando que lleguen los diez minutos en los que puedo olvidarlo todo y disfrutar de ser yo misma, sencillamente.

El resto del texto apenas lo balbuceó, entre tanto pensaba que aquello parecía un anuncio de un sándwich de atún o de un spa.

La mujer que había hablado antes frunció el ceño y dijo:

—Inténtalo de la otra forma.

Gail se sacudió ligeramente y empezó de nuevo con un tono de voz algo monótono y los hombros hundidos. Al acabar buscó alguna señal de que había acertado.

—Ha sido interesante lo que has hecho... —la mujer miró un momento a los otros dos miembros de la mesa; a juzgar por su inmovilidad, Gail podría pensar que eran maniquíes—... Pero no veo que funcione.

Gail dio las gracias y salió de allí.

Iba a ser un día largo, muy largo.

Regine le confirmó los resultados de su mañana, igualmente estresantes, mientras se intercambiaban trozos de la comida que habían llevado consigo.

—Room 312... ¿es una cafetería, entonces?

—Sí. Probé un estilo «orgánico porque yo me lo merezco» y un «esto es casi para yonquis» y ninguno de ellos funcionó.

—¿Será que necesitan algo más racial, del tipo «¡Mi niña, esto tienes que probarlo!»? ¿Tú qué crees?

—Yo diría que eso es demasiado exagerado, pero ¿qué sé yo? Una lo hace lo mejor que puede.

Dos anuncios más tarde, Gail esperaba su turno para la segunda telecomedia. Esta vez había un cartel de la serie, y pudo reconocer a un popular cómico especializado en hacer chistes sobres su cateto padre y su hippie madre. El papel era el de la hija de un amigo de la comuna en la que se había criado la madre, del que hacía tiempo que no sabían nada. Dedujo que se basarían sobre todo en los celos de la mujer del protagonista ante una visitante que, en principio, debía creer en el amor libre. Teniendo muy en cuenta el tema de la serie, repasó mentalmente sus frases y después, al responder a sus pies, las pronunció con una confusa mezcla de inocencia y sensualidad.

«Gracias, pero no» fue en resumen la respuesta que obtuvo, aunque la animó escuchar una voz que decía «Hasta ahora ha sido una de las mejores, y lo sabes». Sus esperanzas de que tal vez la volviesen a llamar se vieron defraudadas al momento por la respuesta en tono de aburrimiento: «Tiene tanto ritmo para la comedia como una plaga de peste bubónica».

Genial, la estaba juzgando una gente que creía ser de lo más ingenioso que parió madre. Gail no sabía de dónde iba a sacar fuerzas para un anuncio más. Eran más de las tres, tenía que estar en el restaurante dos horas después, y su incapacidad para vender comida de perros o lo que quiera que fuese sería como un clavo más en el ataúd de sus sueños de actriz.

Lo que de verdad querría era escaquearse de la última audición del día y pegarse una buena llorera, pero, si hacía eso y su agente se enteraba, pondría en peligro el número de pruebas que le ofreciesen de allí en adelante. Se obligó a ir consiguiendo apenas murmurar «Gail Welles, uve doble, e, ele, ele» en lugar de «Rubia corriente 477».

Un champú de hierbas, qué guay. Le dejaron olerlo, menos mal, porque de otro modo habría reculado mientras leía sus frases. Apestaba a menta y a algo parecido al hinojo, un olor que no era precisamente el que ella querría llevar en el pelo. La etiqueta de la botella proclamaba «Energía para tu pelo, energía para TI».

Le dieron sus frases en una hoja de papel; les echó un rápido vistazo. En general era lo que ella esperaba. Se sentía demasiado agotada para poder invocar una actitud chispeante, y se preguntó si bebiendo un poco de champú conseguiría la vitalidad que el guion prometía, por no mencionar el sensual atractivo que toda mujer deseaba para pescar al hombre ideal. Si el olor no le había repugnado, la idea de usar aquello como cebo para atraer hombres sí lo haría.

Comenzó con buen pie:

—Siempre me viene bien un poco de energía extra, y no solo para sobrevivir al día a día. Herbal Attractions es mi modo de seguir estando atractiva y centrada cuando termina la jornada laboral.

Aquello era una chorrada tan grande que no pudo evitar añadir una imitación de Marilyn Monroe.

—Con la mezcla de Herbal Attractions, clínicamente testada y que utiliza los extractos más frescos, mi melena todavía... —Gail dejó escapar una risita—... todavía consigue atraer la atención cuando salgo con mis amigas. ¿Quién sabe lo que ocurrirá?

Ya no había quién la parase. Adelantó un hombro al tiempo que movía seductoramente las caderas y añadía con un guiño:

—Los hombres se fijan en las mujeres que pisan fuerte, y Herbal Attractions me ayuda a tener el mejor aspecto y el mejor olor posible —aspiró el aroma de la botella sin inmutarse, y aguantó la respiración como si estuviese intentando exprimir al máximo una calada de marihuana—. Hace que cada ducha se llene del fresco y poderoso aroma de la naturaleza.

A la mierda con todo, pensó echando un vistazo a las cuatro personas que componían su público. Parecían un rebaño de ciervos deslumbrados por los focos. Gail se salió por completo del guion.

—Algunas veces me lavo el pelo dos o tres veces al día buscando más, oh, y más, ooh, y más sensaciones intensas que me hacen oh, oh, oh, explotar de... oh... —tragó saliva, se agarró la cabeza y dejó escapar un gritito orgásmico a la vez que encogía el vientre y los hombros—... ¡placeeer! ¡Oh, nena!

Cuando acabó, la sala quedó en silencio. Uno de los hombres y las dos mujeres parecían asombrados y ofendidos. El segundo hombre apoyó la cabeza sobre la mesa y rio sin poder evitarlo.

Bueno, al menos alguien lo ha pillado, pensó Gail.

—Creo que no soy lo que buscan —anunció abandonando la sala a tiempo de escuchar cómo una de las mujeres exclamaba «¡Desde luego que no!».

Recorrió el pasillo hasta la mitad pasando junto a una fila de miradas agotadas, pero curiosas pertenecientes a otras actrices, tan hambrientas como ella, que se preguntaban si su rubor significaba que le habían dado el papel. Gail no sabía qué habrían pensado cuando empezó a reír a carcajadas atragantándose mientras se derrumbaba contra la pared. No tenía ni la menor posibilidad de que le diesen aquel papel, por eso había disfrutado tanto representándolo sin preocuparse por lo que pensarían sus espectadores.

Cuando se encaminaba hacia su automóvil, no vio a Regine por ninguna parte. «La glamurosa vida hollywoodiense», se dijo a sí misma mientras regresaba al Lorelei Arms, llena de rechazos, con un uniforme que no le sentaba bien y una noche más ante sí para arrojar comida sobre el regazo de los clientes.

 

***

 

Ningún día comenzaba bien cuando a Selena la despertaba el timbre del teléfono. Pocas personas tenían aquel número, y sus empleados preferirían morir antes que marcarlo. Contestó medio dormida suponiendo que sería su hermano, un escritor de libros de viajes que llamaba desde cualquier parte del mundo sin reparar en la hora local de los demás. En lugar de eso sonó una voz grave y demasiado familiar.

—Siempre me encantaba despertarte.

Selena se incorporó de un salto y se esforzó por utilizar un tono despreocupado.

—¿Qué quieres, Jennifer?

—Tan directa como siempre.

—¿Cómo querías que fuese?

—Esperaba tal vez un «¿Cómo te va?» o un «¡Cuánto tiempo!».

—¿Qué quieres, Jennifer? —preguntó de nuevo reprimiendo la pregunta de si Jennifer recordaba algún día en el que se hubiese levantado antes que ella.

—Yo solo... me lo pones difícil, ¿eh? Me preguntaba si podríamos charlar.

—Eso es lo que estamos haciendo.

Si dejaba que Jennifer «pasase por allí», Kim la mataría, y después Alan bailaría sobre su cadáver. Quería seguir viva al final del día.

—Deberías decirme ya lo que quieres y acabar de una vez. Prefiero saltarme las evasivas y la incertidumbre.

El tono de Jennifer se hizo más afilado.

—Solo quería... No nos despedimos en muy buenos términos.

Cierto. Que te digan, ante un puñado de empleados de un centro de rehabilitación, que cojas tu culo engreído y criticón y se lo regales a los mormones no había sido la mejor de las despedidas.

—Vale, volvemos a ser amigas. Tengo que irme.

—¿Podemos comer juntas? ¿Un café?

Selena respiró hondo mientras se pasaba el índice por la vena que le latía en la sien.

—No. Limítate a decirme lo que quieres.

Quiero verte.

Setena decidió en ese mismo momento que su taco del día sería «¡y una mierda!».

—Llama a Kim y ella te dará una cita. Eso es todo lo que vas a sacar de mí.

—Lena, te juro que parece que me tienes miedo.

—No, solo me aburres.

—Vale, entonces, llamaré a Kimberly. Pero si ella pasa de mí volveré a llamarte.

La línea se cortó y Selena tardó apenas unos segundos en enviarle a Kim el mensaje «JLamont cinco min o menos». Kim encajaría a Jennifer en un hueco que se vería apretujado por ambos lados. Si tenía suerte, Jennifer no obtendría más de tres minutos para pedirle lo que fuera que quisiese. Solo había algo seguro, el objeto del deseo de Jennifer no era ella. Y tampoco quería serlo.

No ayudó mucho que durante sus ejercicios de yoga resonara todo el tiempo su taco del día por encima de aquella negación: ¡Y una mierda!

 

***

 

Una semana muy atareada le brindó a Selena cierto equilibrio. En el fondo de su mente sabía que el viernes a la una y media volvería a ver a Jennifer. Había procurado prepararse, releyó los consejos para familiares de Alcohólicos Anónimos, se obligó a revivir la indescriptible pena de ver cómo Jennifer le arrojaba a la cara sus intentos de sacarla del tremendo lío en que estaba metida, intentos que habían incluido heridas para su orgullo y autoestima. De no haber sido por ella, Jennifer tendría cargos por posesión de coca en su historial de chismorreos. De no haber sido por ella, Jennifer hubiese faltado al primer día de rodaje de su siguiente proyecto, lo que le costaría una penalización de decenas de miles de dólares. En lugar de cumplir un período de servicios al condado, Jennifer había entrado en una clínica de rehabilitación porque Selena lo había dejado todo para alquilar un helicóptero hacia Desert Backwater, California, con un abogado defensor a su lado.

Después de una pregunta sobre la causa más probable de que anduviese tras su monedero y una promesa de buscar tratamiento, Jennifer se había ido. En ningún momento de su programa de doce pasos llegó a pronunciar siquiera unas huecas disculpas ante Selena.

El período de rehabilitación de Jennifer había cimentado su creciente fama... Bienvenida a Hollywood. Incluso había participado en programas de entrevistas sobre sus problemas de adicción, donde recibió aplausos y solidaridad. Nadie le ofrece una ovación en pie a una persona que nunca haya llegado a tocar el alcohol, a pesar de que en las fiestas de Hollywood corriese como el agua. ¿Por qué es más heroico y alabado el recuperar la sobriedad que ser abstemia? Maldita sea, ella sabía bien lo difícil que era volverse sobrio porque su padre ni siquiera lo había intentado, pero Jennifer había exprimido aquel hecho hasta llegar al Tonight Show. Con un gesto amargo, Selena se probó otro vestido intentando encontrar algo que gritase «¡Cómo se te ocurrió dejarme escapar!».

Lo que necesitaba en realidad eran cinco docenas de rosas y un «Gracias por lo de anoche» en una tarjeta bien visible, firmada por algún bombón de veintipocos años. Seguro que aquella tontita de Weston estaría dispuesta a hacerlo al momento. Era mortificante comprobar cómo su nombre empezaba a asomar por los blogs. No iba a tardar en aparecer en la edición impresa del Variety.

Kim hizo esperar a Jennifer en la sala grande dos minutos más de la hora prevista. Selena oyó cómo ambas se aproximaban hasta su puerta, la voz de Kim despojada de su habitual calidez, mientras que Jennifer rezumaba familiaridad con sus preguntas sobre qué tal le iba a la hija de Kim en su instituto privado. Cuando le indicó que se sentase con un gesto crispado, Jennifer se instaló cómodamente en el sofá de piel cruzando sus piernas de un millón de dólares, que Selena se negó a mirar siquiera. Eso hizo que tuviese que mirar al rostro de un millón de dólares y a aquellos ojos color bronce oscuro, gracias a unas lentillas de tono magenta.

Kim dio unos toquecitos con el bolígrafo sobre su cuaderno de notas.

—Bitterman ya está aquí —dijo saliendo con aire ofendido.

—¿Es por algo que he dicho?

Jennifer sacudió la cabellera probablemente muy consciente de que la luz del sol que entraba por las altas ventanas la favorecía mucho. Que Selena supiese, aquella abundante melena no llevaba más que dos extensiones, y era consciente de que la suya castaña, sin aumentos, mechas ni rizos, no tenía siquiera un corte muy exclusivo. Generalmente, eso la hacía sentir orgullosa. Su esperanza era llegar a conseguir la simplicidad de Isabella Rossellini.

—¿Qué era lo que querías?

Selena reprimió la débil esperanza de que viniese, casi un año después, a pedirle disculpas. De que Jennifer dijese «Te dejé porque necesitaba a aquel hombre. Le conté algunos secretitos sobre ti para asegurarme de que supiese que ya te había olvidado. Ahora que lo he dejado admito que fue él quien se lo chivó a la prensa amarilla. Te hice daño a propósito, acepto toda la responsabilidad por mis acciones y por mi adicción, y tal vez podríamos...».

—Decirte que lamento que nos hayamos peleado. Me he sentido mal desde entonces, y, en fin, nunca tuve la oportunidad de decirte lo que estaba pasando.

Participaste en una sesión amañada de rehabilitación en grupo, y yo fui la invitada de honor sin saberlo. Me humillaste sin dudarlo para conseguir tu propósito, hiciste que pareciese que yo solo estaba allí para conseguir el dinero que me debías sabiendo que era mentira.

Jennifer inclinó pensativamente a un lado la cabeza.

—¿Y por qué estabas allí?

—Para ver cómo estabas, por supuesto. En un tiempo muy remoto, durante un cuento de hadas, yo me preocupaba por ti.

—Pero yo estaba bien —protestó con un gesto de confusión que parecía sincero—. Deseaba hablar contigo, pero te pusiste tan... furiosa...

Selena revivió la escena por un instante.

—Lo único que hiciste fue ponerme en ridículo ante tus compañeros de adicción.

—¡Cariño! —Jennifer echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada—. Nunca has sabido distinguir cuándo estaba actuando.

«Ahora lo estás haciendo», pensó Selena. Jennifer buscaba algo. Por eso había montado aquella escenita.

—¿Qué era exactamente lo que fingías?

—Representaba mi papel de adicta. Nunca he sido adicta a nada. Solo quería que Cary pensase que yo era lo que buscaba. ¿No te habías fijado en que prefiere que sus estrellas tengan problemas de drogas? Cree que así son más controlables. Y ahora mismo estoy empezando a recibir los últimos ingresos de la película; el DVD ha sido mucho más rentable que la taquilla, como ya suponíamos. Es el más vendido del verano.

Selena notó que le latían las sienes.

—¿Intentas decirme que todo fue fingido? Entonces, ¿por qué tuve que engatusar a aquel sheriff para que te soltase?

Cierto, por eso sobre todo deseaba pedirte perdón. El material era de Cary, pero nunca pensó que me fueran a arrestar con todo aquello. Nos sacaste a los dos de un buen lío.

—¿Y aun así le dijo a la prensa amarilla que sacase a la luz la historia de mi padre?

—Es un adicto —dijo Jennifer encogiéndose de hombros—. Para entenderlo tienes que pensar como ellos.

—No, gracias.

Selena se puso en pie sintiéndose mareada. Jennifer era una farsante. Llevaba la mentira escrita en su ADN, y las actrices son unas mentirosas particularmente dotadas. Mentirosas profesionales. Selena podría trabajar con ellas debido al contrato que todos tenían que cumplir, pero nunca más volvería a salir con ninguna. Nunca.

—Te has disculpado... aunque no sé muy bien de qué. Estupendo. Hemos acabado.

Jennifer se puso en pie de mala gana justo cuando Kim aparecía en el umbral dando golpecitos en su cuaderno.

—No me di cuenta de que todo este tiempo habías creído que yo era una adicta. Entiendo que no vieses los indicios de que estaba yendo a por Cary, pero... ¡Caray! Creíste que estaba comportándome como tu padre, y me demostraste tu Amor a prueba de balas. Ahora lo entiendo.

—Jennifer, hazme un favor, si puedo pedirte algo.

La aludida se colgó su Vuitton al hombro, elegante e impasible, si una podía hacer caso omiso a sus venenosos tentáculos.

—¿Sí, preciosa?

—Deja de intentar atraparme. No sacarás nada en limpio.

—Si tú lo dices...

Le hizo un gesto de despedida mientras seguía a Kim; Selena entendió que aquello significaba que Jennifer haría lo que le viniera en gana, como siempre.

Del cajón del escritorio sacó un pequeño espray antiolor. Lo tenía allí para las raras ocasiones en que permitía fumar a algún visitante. Esta vez lo utilizó para eliminar el aroma de Jennifer Lamont deseando que hubiese algo igual de efectivo para su cerebro. Imaginó que sus estúpidas, infantiles y locas esperanzas eran Janet Leigh, y a continuación las metió en una de las duchas del Bates Motel. Dejó que la música, aguda como una cuchillada, invadiese su mente, pero la sonrisa de Jennifer, como la del gato de Cheshire, seguía allí.

Entonces, ¿Jennifer nunca había sido adicta? ¿Fue todo actuación y, por tanto, no había nada por lo que disculparse? ¿Había llegado a amarla en algún momento? Por su parte sí la había amado, de eso estaba segura. Ella sabía querer. Lo había entregado todo a La Relación, con mayúsculas. No se había contenido y... Arrojó con violencia el espray dentro del cajón. Y nada. Acabado, fuera, finito, fundido en negro. Fin.

Murmurando entre dientes el taco del día, atendió a su siguiente cita. Estuvo de acuerdo en empaquetar los DVD en contenedores más ecológicos, siempre que también dificultasen su robo en las tiendas y la piratería; después consiguió llevar a buen puerto una serie de llamadas sobre enmarañadas minucias, que aun así eran de extrema y urgentísima trascendencia para aquellos a los que les afectaban.

Con una jaqueca que se resistía a desaparecer, consiguió por fin salir casi a rastras hacia su coche pensando en el cóctel que la aguardaba, seguido por una cena benéfica, con la misma alegría que habría sentido si fuesen a practicarle una endodoncia y a continuación una colonoscopia.

 

***

 

Siento no poder quedarme más tiempo —le dijo Gail a Regine—. Has estado genial consiguiendo estas invitaciones, pero la noche del viernes es la de mayores propinas de toda la semana. Aun así, conseguí que me dejasen entrar a trabajar una hora más tarde.

Cuando el autobús las dejó en su última parada, en Mulholland Highway, Regina abrió la marcha por la empinada escalera que empezaba allí mismo. La colina estaba plagada de serpenteantes entradas privadas y giros en zigzag. Al menos la escalera era la ruta más corta.

—Lo entiendo, no tienes por qué seguir disculpándote.

—Perdona —Gail hizo una pausa para abanicarse con la mano esperando no llegar arriba demasiado hecha polvo—. Supongo que sigo repitiéndolo para recordarme a mí misma que he de marcharme.

—Ya casi estamos. Oigo la fiesta desde aquí.

Fue la promesa de un espectáculo animado y comida y bebida gratis lo que había convencido a Gail de buscar un hueco para aquella fiesta. Habían estacionado el coche en el aparcamiento más cercano para ahorrarse la propina de los aparcacoches. Además, no era el tipo de fiesta al que se puede llegar en un viejo Corolla de doce años. Regina se había enterado, porque se lo había dicho una amiga de una amiga, de que acudirían varios directores de casting y personalidades de la industria del cine a pesar de que no era una fiesta del sector. Afortunadamente, sus nombres estaban en la lista, y ambas entraron alegremente tras consultarse la una a la otra sobre su aspecto.

Con un perfecto margarita en la mano, ácido y a medio derretir, Gail entabló educada conversación con tantos grupos como pudo, pero nadie mostró verdadero interés por ella. Era tal vez demasiado anodina de cara y plana de pecho. Siempre había sido así y siempre lo sería, de esas a las que nadie mira por segunda vez, y menos junto a Regine, una belleza espectacular con un culito de impresión. Si alguien le daba la oportunidad de conversar, sin embargo, sabía desenvolverse. Leía todo lo que podía sobre las últimas novedades cinematográficas, estaba al día sobre todo lo que se cocía, estudiaba los libros de Ophrah. Se aseguró de comer varios pinchos de salmón a la brasa para evitar que se le subiese el margarita, y acabó disfrutando de una breve conversación precisamente a cuenta de la calidad de ese pescado.

Mientras tomaba un nuevo pincho oyó que un hombre se había detenido a preguntarle si le parecía que valían la pena.

—Yo creo que está bastante bueno aunque le vendría bien un poquitín de chispa. Un toque ácido, quiero decir, de lima o limón.

—En aquella zona hay tarjetas para hacer comentarios sobre la comida. Deberías rellenar una de ellas —le contestó el hombre señalando con una gamba en la mano— porque hablas como una gourmet.

—La verdad es que no lo soy. Cuando no estoy actuando, trabajo en un restaurante de comida rápida. ¿Tarjetas para comentarios?

—Se trata de un programa de comidas o algo así. Buscan talentos potenciales.

—¡Ah, suena divertido! —exclamó volviéndose de nuevo hacia él con una sonrisa.

Debía de ser unos cinco años mayor que ella, de modo que tendría treintaymuchos, y a Gail le pareció notar un leve pitido de su detector de gays. Era difícil saberlo en Hollywood, donde la mayoría de los hombres eran metrosexualmente elegantes hasta la punta de las bien cuidadas uñas.

—Y tú, ¿eres gourmet? —quiso saber.

No, simplemente me gusta comer. Bueno, esto va a sonar algo raro —el hombre se comió otra media gamba y, tras una apreciativa pausa, añadió—. Tu cara me suena. De veras, no es una frase para ligar.

Gail frunció el ceño pensativa.

—Ahora que lo dices... Pero no consigo ubicarte —dijo negando con la cabeza.

Estaba repasando las últimas semanas —porque tenía la impresión de que había sido algo reciente— cuando de pronto el hombre sonrió.

—Ya lo tengo. Estuviste en las pruebas para Herbal Attractions.

Gail notó cómo el rubor le invadía las mejillas.

—Ah... así que lo viste.

Era el hombre que se había reído. La sala de audiciones hacía que todas las caras pareciesen desvaídas, pero ahora podía distinguir en él rasgos de origen latino. Estaba segura de que aquellos ojos castaños debían de ser muy efectivos para conseguir lo que su dueño se propusiera.

—Sí... fue lo mejor que vi en todo el día. ¿Estás dudando entre ser actriz o seguir sirviendo mesas?

—Todavía no he tenido que escoger entre ambas, no —contestó ella imitando su cómico gesto.

—Sujeta esto.

El hombre le entregó su copa y su plato sin más ceremonia y comenzó a rebuscarse en los bolsillos. Gail tuvo que hacer malabarismos para sujetar su copa y la de él, y acabó salpicando de margarita su brazo desnudo. Al menos no había caído sobre los zapatos. Eran de imitación de unos de diseño, pero también las mejores falsificaciones que ella podía permitirse.

El resto de las gambas —Gail se preguntó dónde había encontrado tantas y si quedarían más— se iban cayendo hacia el borde del plato, de modo que intentó inclinarlo del lado contrario. Magnífico, ahora tenía martini acompañando al margarita.

—Se me va a derramar tu copa.

—Lo siento —se disculpó él cogiéndola de nuevo al tiempo que le ofrecía una tarjeta.

Gail le devolvió el plato intentando no fijarse en que el hombre acababa de verterse un poco de martini en la corbata. Trevor Barden, Socio, MLT Productions. No supo qué decir.

—Qué bien.

—Tenemos una audición para una telecomedia aunque no puedo decirte para cuál. Es un personaje de repuesto porque a uno de los que hay lo van a eliminar; esto es supersecreto. Probablemente aparecerá en uno de cada tres episodios. ¿Saben lo tuyo?

Ella pestañeó sin comprender.

—Lo tuyo... ¿Sabe tu agente que eres lesbiana y todo eso?

—Ah. Sí, sí. No doy mucho el tipo de actriz principal de comedia romántica, así que no fue muy difícil.

Estaba claro que el radar de aquel hombre funcionaba mucho mejor que el suyo. ¿Sería por el pelo?

—Tendrías que añadirte tres tallas de sujetador para igualar a Brad Pitt.

—¿De veras? ¿Tú crees que será por eso que Playboy no me devuelve las llamadas? —replicó con gesto angelical.

—Me pareces una persona realista —Trevor siguió mordisqueando sus gambas—. No para ardientes escenas de tocador, pero creo que serías una estupenda tocapelotas. Y, después de esa improvisación que hiciste con el champú, creo que tienes un toque para la comedia que crearía un tipo totalmente distinto de escena de tocador. Así que ve a la audición...

—Welles, Gail Welles —completó ella reaccionando por fin.

—Sé dónde hay más gambas, Gail Welles. Sígueme.

Le siguió a toda prisa mientras él rodeaba macetas con palmeras y la piscina. Tras doblar una esquina llegaron junto a una mesa de bufé más pequeña. A Gail se le iluminaron los ojos al verla montaña de gambas peladas sobre un lecho de hielo y más pinchos de salmón a la barbacoa, además de verduras asadas con vinagre balsámico sobre pan chapati. Su estómago rugió. Se preguntó cuánto podría caberle en el bolso, y deseó haber traído una bolsa de plástico.

—Trevor no es tu verdadero nombre, ¿verdad?

—No, pero si conservaba el de Thaddeus todos habrían sabido que soy gay.

Gail soltó una carcajada e intentó no parecer una actriz muerta de hambre mientras se llenaba el plato. Piña fresca, clavada en espetones y a la brasa... las glándulas que había bajo su mandíbula vibraron solo con pensar en aquel sabor agridulce.

—Eres muy amable al ofrecerme una audición.

—No hay suficientes de los nuestros frente a las cámaras. Ellen es magnífica. Rosie arrasa con todo, pero al mirar alrededor descubres que somos muy pocos bajo los focos cuando ambos sabemos que Hollywood no funcionaría sin los chicos gays para darle estilo y las bolleras para construir cosas.

Gail rio de nuevo, pero cuando descubrió lo que había en un extremo de la mesa se le olvidó lo que iba a replicarle.

—¡Fresas bañadas en chocolate!

Resultó que a Trevor también le gustaba el chocolate, y Gail se quedó junto a él durante más tiempo del que debería. Cuando el hombre se vio envuelto en una conversación con otras personas, Regine y ella colaboraron discretamente en hacer importantes incursiones en aquel festín.

Tuvo que quitarse los tacones para poder bajar los escalones de la ladera de la colina con rapidez y seguridad. No podía permitirse que se le estropeasen las medias, de modo que también se las quitó esperando que nadie la viese. Se pasó todo el descenso estudiando alternativamente las escaleras de cemento y la uve doble del letrero de Hollywood, que se podía distinguir entre los árboles. La uve doble era de Welles, decía siempre la tía Charlie. O también de wishes, deseos, o de wonder, asombro, pensó Gail. Últimamente, casi siempre que la veía significaba wistful, melancólica, porque ya no estaba segura de poder abrirse camino en aquella ciudad. El ofrecimiento de una audición por parte de Trevor había sido con mucho su mejor oportunidad, y esperaba darlo todo en ella.

 

***

 

La bronca de Betty, al volver de su escapada, mereció la pena. La perdonó enseguida, en cuanto empezó a repartir platos de comida a los clientes tan pronto salían de la cocina. En algún recóndito lugar de su mente sabía que era una buena camarera, pero no estaba preparada para reconocerlo. Era un trabajo duro y una forma honrada de ganarse la vida, pero no su último recurso. Si lo de actriz no salía bien, intentaría utilizar su título en comunicaciones para algo relacionado con las artes. Probablemente ganaría más como camarera, especialmente si trabajase en un restaurante de lujo, pero para ella ser feliz era una de las razones para vivir. Los que no sabían actuar aprendían administración, recaudaban fondos o se dedicaban al marketing... cualquier cosa que oliese aunque fuese remotamente a maquillaje de teatro.

Pollo a la brasa, menestra de verduras, sin puré de patatas. ¿Algo más?

Alzó la vista de su bloc de notas sin sorprenderse del pedido de aquella mujer que cenaba sola. Algunas veces, tras una comida intachable, al cliente se le antojaba una copa de helado de vainilla con chocolate caliente. Aunque aquella no parecía de ese tipo.

—Esta vez lo preferiría sobre el plato, no sobre mí.

Gail reaccionó un poco tarde, pero reconoció en ella su episodio más humillante desde que trabajaba en el restaurante. Notó cómo le ascendía el rubor por el cuello.

—Oh, siento tantísimo aquello... —consiguió decir—. A esta invito yo.

—Olvídalo.

—Insisto.

Gail se alejó antes de que la mujer pudiese añadir nada más. ¿Por qué iba a olvidarlo? Estaba claro que la clienta no lo había hecho. Garabateó «VIP» en la parte de arriba del pedido, el código que usaban cuando el cliente era un familiar o buen amigo de alguien de allí. Cuando volvió para recoger la comida, el pollo era rollizo y jugoso, y la menestra de verduras parecía recién cosechada. Añadió un toque de limón, una porción empaquetada de margarina, y cogió un cestito de condimentos asegurándose de no llevar más comandas a la vez.

—Aquí estamos —anunció alegremente—. Pollo, verduras y todas las salsas y mayonesas que seguramente no querrá, pero esta vez sobre la mesa.

Le pareció ver un atisbo de sonrisa en aquellos ojos oscuros de párpados cansados.

—Se agradece.

—Algunas veces me sale bien.

Cuando se relajaba y sonreía la mujer era atractiva, pensó Gail. Sintió una leve punzada, lo que le recordó que no había tenido ninguna cita mínimamente en serio desde que se mudó a Los Ángeles.

—Vuelvo ahora mismo con el té helado —añadió.

Regresó al momento con un vaso alto y una cestita de edulcorantes. Su cliente le añadió sin demora el contenido de una bolsita amarilla, lo revolvió y le dijo «Gracias» en voz baja.

—Me llamo Gail, por si desea algo.

Solo obtuvo un gesto de asentimiento, que era lo único que quería, se recordó a sí misma. Escribió «comp» en el pedido, se lo dio a Betty, la de la caja registradora y siguió con su tarea. La otra camarera de noche, Angel, había llamado para avisar de que estaba enferma, de modo que iba a ser una noche muy ajetreada. Volvió por allí varias veces, pero la mujer no quería nada más; por fin comprendió que Gail no pensaba llevarle la cuenta, y dejó un billete de cinco sobre la mesa al marcharse. Fue muy generosa; tal vez la había perdonado después de todo.

Si lo pensaba bien, sin embargo, Gail tenía que reconocer que el estilo de vida de aquella mujer no era el tipo de éxito que ella anhelaba. El traje de diseño era magnífico, pero en su opinión no compensaba la soledad. La desconocida siempre estaba sola a pesar de poseer una sonrisa que denotaba que sabía disfrutar de la vida. Aquellos zapatos podrían pagar el alquiler semanal de Gail, pero los hombros caídos revelaban un día estresante, seguramente uno de tantos, y no parecía haber esperanzas de que aquello fuese a cambiar a corto plazo. Sin embargo, su pelo lucía un corte descuidadamente sofisticado que Gail envidió, y pudo ver que la mujer cruzaba imprudentemente la calle con un paso seguro que Gail intentó grabar en la memoria. Todo en ella proclamaba que se trataba de una mujer de categoría, y no solamente por la ropa. Los codos ligeramente hacia afuera, ni prepotente ni intimidada, y la zancada ancha. Si se añadían a eso los hombros caídos, era el vivo retrato de la soledad del éxito en cualquier profesión. ¿Marchante de arte? ¿Altas finanzas?

Sus clientes esperaban que les sirviese otra bebida o la cuenta, de modo que Gail renunció a darle vueltas a su propia carrera profesional, inexistente por el momento. Lo que sí tenía era una audición, el cielo sea loado, y por un momento los platos no le parecieron tan pesados.