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no podemos estar lejos del camino de ladrillos amarillos —indicó el Espantapájaros, de pie junto a la niña—, porque casi hemos llegado al sitio donde el río nos arrastró.

Iba a responderle el Leñador de Hojalata cuando oyó un profundo gruñido y, al volver la cabeza (cuyos goznes funcionaban ahora perfectamente), vio que un extraño animal se aproximaba saltando por la hierba. Era un gran gato montés amarillo, y el Leñador de Hojalata pensó que estaría cazando algo, ya que tenía las orejas pegadas a la cabeza y su boca, abierta, enseñaba dos hileras de espantosos dientes, mientras que los ojos le brillaban como dos rojas bolas de fuego. Cuando estuvo más cerca, el Leñador se fijó en que delante de la fiera iba un pequeño ratoncito de campo corriendo desesperadamente, y pese a no tener corazón pensó que no era justo que el gato montés intentara dar muerte a una criatura tan bonita e indefensa.

Así pues, el Leñador de Hojalata alzó su hacha y, cuando la fiera estuvo a su altura, le atizó tal golpe que la cabeza quedó separada limpiamente del cuerpo, que rodó hasta sus pies partido en dos.

El ratón de campo se detuvo en seco al verse libre de su enemigo y se dirigió lentamente hacia el Leñador de Hojalata, diciendo con su vocecilla chillona:

—¡Gracias, muchas gracias por haberme salvado la vida!

—¡Ni lo menciones, por favor! —protestó el Leñador—.Yo no tengo corazón, ¿sabes?, de modo que procuro ayudar a todos los seres que necesitan un amigo, aunque se trate solo de un ratón.

—¿Solo de un ratón? —chilló el roedor, lleno de indignación—. ¡Yo soy una reina! ¡La Reina de todos los ratones de campo!

—Oh, lo siento —dijo el Leñador de Hojalata, con una reverencia.

—Por lo tanto, al salvar mi vida has realizado una gran hazaña y un gran acto de valentía —añadió la Reina.

En aquel instante aparecieron varios ratones corriendo tan rápido como se lo permitían sus patitas y, al ver a su Reina, exclamaron:

—¡Ay, Majestad, creíamos que ibais a morir! ¿Cómo habéis logrado escapar de las garras de semejante fiera?

E hicieron unas reverencias tan profundas a su pequeña Reina que casi quedaron cabeza abajo.

—Este sorprendente hombre de hojalata ha matado al gato montés y me ha salvado la vida —contestó la Reina—. Por favor, en adelante deberéis servirle todos y obedecer hasta sus más mínimos deseos.

—¡Lo haremos! —exclamaron todos los ratones, formando un estridente coro.

Y luego escaparon en todas direcciones, por lo que Toto despertó de su sueño y, al ver tanto ratón a su alrededor, lanzó un ladrido de entusiasmo y saltó en medio del grupo. Al perro siempre le había gustado cazar ratones cuando vivía en Kansas, y no veía mal alguno en ello.

Pero el Leñador lo agarró a tiempo y lo sostuvo con fuerza, a la vez que llamaba a los ratones y les decía:

—¡Volved, volved tranquilos! Toto no os hará ningún daño.

La Reina de los ratones de campo asomó la cabeza entre una mata de hierba y preguntó con voz tímida:

—¿Estás seguro de que no nos morderá?

—No le dejaré —dijo el Leñador de Hojalata—, de manera que no os asustéis.

Los ratones regresaron uno tras otro, temerosos, y Toto no volvió a ladrar, aunque trataba de soltarse de los brazos del Leñador. Le habría dado un buen mordisco si no fuera porque era de hojalata. Por último, habló uno de los ratones mayores:

—¿Hay algo que podamos hacer para pagarte lo que has hecho por nuestra Reina?

—Nada, que yo sepa —repuso el Leñador de Hojalata.

Pero el Espantapájaros, que había estado intentando reflexionar sin conseguirlo, por tener la cabeza rellena de paja, dijo a toda prisa:

—¡Sí! Podéis salvar a nuestro amigo el León Cobarde, que está dormido en el campo de amapolas.

—¡Un león! —exclamó la pequeña Reina—. ¡Nos comería a todos!

—Oh, no —contestó el Espantapájaros—. Es un cobarde.

—¿De veras? —preguntó la Reina.

—Él mismo lo reconoce —dijo el Espantapájaros—. Además, sería incapaz de hacer daño a nuestros amigos. Si nos ayudáis a salvarle, os prometo que os tratará con la máxima delicadeza.

—Está bien —dijo la Reina—. Confiamos en ti. ¿Qué tenemos que hacer?

—¿Son muchos los ratones que te consideran su Reina y están dispuestos a obedecer tus órdenes?

—¡Miles! —respondió la ratona.

—Entonces ordénales venir a todos lo antes posible, cada cual con un trozo largo de cordel.

La Reina se dirigió a los ratones que la rodeaban y les encargó que fuesen de inmediato en busca de todo su pueblo. En cuanto los pequeños roedores oyeron sus órdenes, partieron como flechas en todas direcciones.

—Ahora —dijo entonces el Espantapájaros al Leñador de Hojalata—, tú debes cortar algunos de esos árboles que crecen junto al río y construir una carreta para transportar a nuestro amigo el León.

El Leñador comenzó su trabajo en el acto. Pronto terminó de construir una carreta con los troncos, de los que había podado ramas y hojas. Los sujetó luego con clavos de madera e hizo las cuatro ruedas con cortes de un tronco muy ancho. Trabajó tan rápido y tan bien que cuando empezaron a llegar los ratones la carreta ya estaba lista.

Llegaron de todas las direcciones y a millares: ratones grandes, ratones pequeños y de tamaño mediano, y cada uno llevaba un cordel en la boca. Fue más o menos entonces cuando Dorothy despertó de su largo sueño y abrió los ojos. Quedó asombrada al hallarse tendida sobre la hierba y rodeada de miles de ratoncitos que la observaban con timidez. Pero el Espantapájaros se lo explicó todo y agregó, mirando a la digna Reina:

—Permitidme que os presente a Dorothy, Majestad.

La niña saludó muy seria, con una inclinación de cabeza, y la Reina le devolvió la cortesía, después de lo cual hizo mucha amistad con la chiquilla.

El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata empezaron a sujetar los ratones a la carreta mediante los cordeles que habían traído. Ataron un extremo al cuello de cada ratón y el otro extremo a la carreta. Desde luego, la carreta era mil veces mayor que cualquiera de los roedores que iban a arrastrarla, pero en cuanto estuvieron todos enganchados, pudieron tirar de ella sin dificultad. Hasta el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se subieron arriba, siendo rápidamente conducidos por sus inusuales caballitos al lugar donde aún dormía el León.

Tras no pocos esfuerzos, porque el León pesaba mucho, consiguieron subirlo a la carreta. Entonces, la Reina dio orden de partir de allí enseguida, pues temía que también los ratones cayesen dormidos si permanecían demasiado rato entre las amapolas.

Al principio, y aunque eran muchos, los ratones no podían tirar de la carreta, pero el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se pusieron a empujar desde atrás y así todo fue mejor. Pronto sacaron al León del mortífero campo de amapolas y, ya en los verdes prados, el felino pudo respirar de nuevo aquel aire fresco y sano, en lugar del venenoso perfume de las flores rojas.

Dorothy salió a su encuentro y dio calurosamente las gracias a los ratones por haber salvado de una muerte segura a su compañero. Le tenía tanto cariño al León que estaba feliz de que lo hubieran rescatado.

Por fin, los ratones fueron desenganchados de la carreta y salieron corriendo por la hierba camino de sus madrigueras. La Reina fue la última en partir.

—Si alguna vez volvéis a necesitarnos —dijo—, venid al campo y llamadnos, que enseguida acudiremos en vuestro auxilio. ¡Adiós!

—¡Adiós! —respondieron todos, y la Reina echó a correr mientras Dorothy mantenía fuertemente agarrado a Toto para que no se le ocurriera saltar y dar un susto terrible a la ratona.

Después todos se quedaron sentados junto al León en espera de que despertara, y el Espantapájaros le trajo a Dorothy fruta de un árbol cercano que ella tomó para cenar.