Capítulo 7

 

 

 

 

 

No fue sencillo alegrar a Will durante los días que siguieron a su exclusión en la visita a Ashcroft Pond. Rose sabía que no se mostraba taciturno y ausente tan solo porque lamentara el no haber podido asistir a un evento que le inspiraba tanta ilusión, sino que no lograba asimilar el hecho de que su padre se hubiera mostrado tan indiferente a sus sentimientos. Por mucho que Rose se esforzaba en asegurarle que la decisión de su padre no carecía de razón y que no estaba relacionada con el fin de privarlo de una alegría, Will se mostraba convencido de que ese había sido precisamente su fin.

Rose se encontraba dividida entre el profundo amor que sentía por su hermano y la indignación que le producía el comportamiento de su padre. Creía haber conseguido algunos avances en las últimas semanas al transmitir a su padre los progresos de Will en sus clases con el señor Lascelles, pero ahora veía que estaba equivocada. Y la idea era desoladora.

Empezaba a comprender que debía abandonar su utópica esperanza de despertar el amor que su padre debía sentir de forma natural por su hijo, y volcar todos sus esfuerzos en hacer la vida de Will tan feliz como le fuera posible. De esa forma, quizá lograría evitarle algunas decepciones, y ella dejaría de experimentar una frustración tras otra.

Al llegar a esa conclusión, se sintió lo bastante tranquila para disfrutar de su paseo por el jardín tras calcular que contaba con un poco de tiempo antes del almuerzo, cuando planeaba retar a Will a jugar una partida de ajedrez. Su hermano pequeño empezaba a desarrollar su instinto competitivo, y se esforzaba tanto por ganar que ella disfrutaba enormemente presentar batalla para sopesar sus reacciones.

Llevaba pocos minutos de serena reflexión cuando escuchó unos pasos sigilosos acercarse, y al dar media vuelta se encontró con la figura del señor Lascelles, que la observaba a escasa distancia con mal disimulado interés. Las palabras de nana Thompson respecto a las atenciones del señor Lascelles para con ella continuaban rondando en su mente, pero procuraba restarles importancia, en espera de que fueran solo suposiciones de la siempre inquieta mente de su vieja niñera.

—Buen día, señorita Henley.

No encontró necesario señalar que se habían saludado ya durante el desayuno; en su lugar, le sonrió con amabilidad.

—Buen día, señor Lascelles.

—Espero no importunarla…

—No, desde luego que no. Lamento si le he dado esa impresión, estaba un poco distraída.

—Espero que no considere un atrevimiento si le digo que lo he notado.

Rose se mostró un poco sorprendida ante sus palabras y lo observó con una ceja alzada, signo inequívoco de que esperaba escuchar una explicación al respecto.

—La observé por la ventana. —Señaló la casa tras ellos y Rose comprendió que debió de verla desde el salón de clases—. Estaba preparando la lección de mañana.

—Comprendo.

—No pude evitar reparar en que se la veía un poco ausente, perdida en sus pensamientos… —Él hizo un gesto de incomodidad y sacudió la cabeza, obviamente avergonzado—. Lamento ser indiscreto.

Rose hizo un sencillo gesto para restarle importancia a sus palabras y sonrió a fin de tranquilizarlo.

—No se preocupe, señor Lascelles, sé que no ha sido esa su intención. —Cambió de tema con rapidez—. ¿Cómo ha ido la lección de esta mañana?

El tutor pareció agradecido por su amabilidad y correspondió a su sonrisa.

—Muy bien. Es un placer enseñarle a un muchacho tan brillante como su hermano. Tendrá mucho éxito cuando empiece su educación formal.

—Y parte de él se lo deberá a usted.

—Solo hago lo mejor que puedo. Créame, le sorprendería saber cuán pocos estudiantes muestran interés en aprender. —Hizo un gesto que Rose consideró cargado de cierta amargura, algo que le sorprendió—. Pero, como he dicho, alumnos como su hermano me devuelven la fe en la humanidad.

Rose rio ante el comentario hecho con tanto fervor.

—Estoy segura de que Will estaría encantado de oírlo.

—No lo dudo, pero preferiría que no le comentara mis palabras. Procuro inculcarle modestia, no me gustaría que se confiara y por ello dejara de esforzarse en sus estudios.

—Estoy de acuerdo, señor —Rose asintió sin abandonar la sonrisa—. Will es un muchacho humilde y me gustaría que continuara así.

—Por supuesto.

Rose esperó a que dijera algo más, pero el señor Lascelles parecía muy entretenido en inspeccionar el césped que crecía bajo sus pies, y cuando se preguntaba si sería un buen momento para despedirse sin ser descortés, le sorprendió que levantara la mirada de pronto y la observara con algo parecido al anhelo, una impresión que no le agradó en absoluto.

—Señorita Henley, hay algo acerca de lo que me gustaría hablarle, pero no deseo parecer un entrometido.

—No pensaría tal cosa de usted, señor. Por favor, hable con honestidad.

Ante esas palabras de aliento, Rose observó cómo el tutor aspiraba con fuerza y enderezaba los hombros antes de hablar.

—Se trata de su vecino, el señor Ashcroft.

Rose sintió cómo su cuerpo se tensaba ante la mención de ese nombre, pero procuró mantener el semblante inmutable.

—¿Qué ocurre con él?

—Bueno, nada en especial… —El señor Lascelles pareció dudar acerca de si debía continuar, su voz era tenue y se veía incómodo—. Es solo que he notado que se trata de un hombre muy particular y me preocupa el hecho de que pueda significar una influencia negativa para el señor Henley.

Al escuchar expresar en palabras lo que se había repetido con tanta frecuencia durante las últimas semanas, Rose no sintió la satisfacción que hubiera podido suponer. Habría sido sencillo decir al señor Lascelles que compartía su preocupación, pero comprendió que no hubiera sido del todo sincera. Aún tenía ciertas reservas acerca de lo que podría surgir de la curiosa amistad entre su hermano pequeño y su vecino, pero si era sincera consigo misma y dejaba los prejuicios de lado, debía reconocer que empezaba a reconocer ciertos aspectos positivos en el carácter del señor Ashcroft, o al menos lo eran para Will, por quien parecía sentir un sincero afecto. Desde luego, este no se extendía al resto de los habitantes de Ryefield, pero Rose no deseaba gozar de la estima de su vecino, solo quería que su hermano fuera feliz, y si lo era visitando Ashcroft Pond e interactuado con su peculiar anfitrión, ella no pensaba detenerlo.

Al volver al presente comprendió que había guardado silencio por demasiado tiempo, perdida en sus pensamientos, y que el señor Lascelles la comprobaba con inquietud.

—Agradezco su preocupación, señor. Pero, si bien concuerdo en que nuestro vecino muestra un carácter ciertamente… peculiar, creo que su aprecio por Will es sincero y me alegra que mi hermano pueda contar con su amistad.

El tutor no pareció convencido con sus palabras y se encogió de hombros con ademán ligeramente irritado.

—No pretendía insinuar que no fuera así. Es muy posible que el afecto del señor Ashcroft sea sincero, pero creo que su interés por esta familia puede perjudicarles, y lamentaría que se vieran en esa desagradable situación.

—Necesito que sea usted un poco más claro, señor Lascelles; me temo que no lo comprendo.

Rose se sorprendió al oír su propia voz, cortante y fría, pero no se detuvo a pensar en el motivo de su malestar. Obviamente, su reacción impresionó al señor Lascelles, que bajó la mirada y sacudió la cabeza, como si se arrepintiera de haber expresado su opinión.

—He sido indiscreto, lo siento.

—Eso no tiene importancia ahora. Lo que deseo es que aclare sus palabras. —Rose lo miró con el ceño fruncido, decidida a insistir—. Por favor, señor, si hay algo importante que considera que necesito saber, apreciaría que lo dijera.

El señor Lascelles asintió tras un instante de duda, tras el cual la miró a los ojos con seriedad.

—Es posible que no lo sepa, pero el señor Ashcroft tiene una terrible reputación.

—Se equivoca, estoy enterada de lo que se dice del señor Ashcroft. —Sintió un extraño alivio al suponer que conocía el motivo de las reservas del maestro de Will, aunque se cuidó de reconocer que en realidad desconocía los detalles relacionados con la mala reputación de su vecino—. Pero no creo que ello afecte en absoluto su amistad con mi hermano.

—No comprende. —El señor Lascelles hizo un leve gesto de frustración—. Lo que quiero decir es que no puedo creer que sea usted consciente de la gravedad de lo que se dice de él.

Rose lo observó sin variar su expresión ceñuda.

—Es posible que no conozca los hechos al detalle, es verdad, pero puedo hacerme una idea general…

Le sorprendió el resoplido exhalado por el tutor, que la miraba con cierta sorpresa.

—Me niego a creer que tenga siquiera la más ligera sospecha acerca de los actos de ese hombre. Es más, una dama como usted no debería oírlos jamás.

—Bueno, me temo que llegados a este punto es del todo imperativo que me hable al respecto. Ya veremos qué es lo que una dama como yo opinará al respecto una vez que los conozca. —Rose elevó el mentón e hizo un gesto para instarlo a continuar—. Hable con sinceridad, señor Lascelles, no aceptaré nada menos.

Sabía que usaba la ascendencia que tenía sobre él para obtener lo que quería, y que no era del todo justa, pero se sentía demasiado ofuscada y al mismo tiempo intrigada para contenerse. Esperó con mal disimulada impaciencia a que se decidiera a hablar y, cuando lo hizo, escuchó sin perder una sola de sus palabras.

—El señor Ashcroft ha hundido a su familia en la vergüenza —dijo, con tono cargado de desprecio—. No es un secreto que su padre, lord Ashcroft, lo repudiaría de no ser porque es su único hijo y porque se encuentra demasiado enfermo para tomar una decisión tan drástica. Aun así, me atrevo a decir que el señor Ashcroft jamás estará a la altura de lo que se espera de un futuro lord. No detallaré los actos que ha cometido por consideración a usted, y nada de lo que diga podrá convencerme de lo contrario, pero le aseguro que ese hombre es un canalla disoluto capaz de las peores infamias y…

Rose escuchó su diatriba con semblante imperturbable y las manos aferradas a las faldas de su vestido en espera de que continuara, lo que hizo al cabo de todo un minuto que le pareció eterno.

—No he sido del todo sincero al decir que estoy preocupado por la mala influencia que pueda significar para su hermano el mantener una amistad con ese hombre; no he visto mayores signos de ello en el señor Henley. En realidad, temo por usted.

Dijo lo último en voz tan baja que por un momento Rose creyó que le había oído mal. Pero no, escuchó perfectamente. La forma en que la miraba indicaba a las claras una inquietud y devoción de las que hubiera preferido no ser receptora.

—Teme por mí —repitió al cabo de un momento.

—Sí, por usted. La forma en que la observa… —El señor Lascelles evitó su mirada—. No importa lo que le haga creer, señorita Henley, no es un buen hombre, y cualquier interés que pueda mostrar hacia usted no tiene ningún fin honorable. Debería alejarse de él y no permitir que la engañe con falsas muestras de amabilidad.

—¿Y cómo podría saberlo?

La pregunta de Rose, hecha con tono gélido y falto de emoción, pareció desconcertarlo, porque dejó sus reservas de lado y la miró a los ojos, inseguro.

—No comprendo —dijo.

—¿Cómo sabe que el señor Ashcroft pretende engañarme con falsas muestras de amabilidad?

—Un hombre como él…

—He comprendido perfectamente lo que opina del señor Ashcroft y qué clase de hombre considera que es. Pero solo puedo decirle que respeto su opinión y agradezco la preocupación que muestra por mi familia. —Hizo hincapié en esa última frase—. Sin embargo, puedo asegurarle que tengo criterio propio y me considero capaz de formarme una opinión por mis propios medios. Me otorga cualidades que no poseo al suponer que soy demasiado frágil o inocente para no conocer lo que ocurre en el mundo. No hablaré en favor del señor Ashcroft, no lo conozco lo suficiente para ello, e ignoro aún si merece esa consideración, pero también diré que me niego a juzgar sus actos sin conocer los motivos que puedan haberlo orillado a cometerlos.

—No pretenderá excusarlo.

El tono del señor Lascelles era una mezcla de incredulidad e indignación, pero Rose no se amedrentó.

—Desde luego que no, es posible que no lo merezca, y aun cuando así fuera, no tengo mayor interés en hacerlo. —Rose se encogió de hombros—. Pero deseo decirle algo, señor Lascelles, y no lo hago con el fin de disculpar o proteger de cualquier forma al señor Ashcroft. Como acabo de asegurar, no tengo motivos para ello. Le ruego que sea muy cauto al exponer sus opiniones respecto a él o cualquier otra persona; debe considerar que el honor de un ser humano es su posesión más preciada y no tenemos ningún derecho a enlodarlo llevados por sentimientos poco dignos.

—Señorita Henley, esas no eran mis intenciones…

—Quiero pensar que me dice la verdad; es más, estoy convencida de que es así, que actúa llevado por su interés en el bienestar de esta familia. —Rose, en realidad, no lo creía, pero no deseaba embarcarse en una discusión que podría poner en riesgo la permanencia en Ryefield de ese tutor que tanto bien hacía por la educación de Will—. Su intención le honra, señor Lascelles, y no olvidaré su preocupación, pero le pido que usted tampoco olvide lo que acabo de decir. El señor Ashcroft merece nuestro respeto, y mientras no haga nada que nos lleve a pensar lo contrario, asumiremos que no obra con malicia. Las habladurías que haya podido escuchar respecto a él… Si hay algo de verdad en ellas, es posible que lo sepamos tarde o temprano.

—Pero entonces podría ser muy tarde. El daño causado…

Rose suspiró, sintiendo cómo se esfumaba toda la indignación que la había embargado hasta ese momento. Ahora solo sentía un profundo cansancio motivado por ese agotador intercambio de palabras acerca de las que aún necesitaba reflexionar. A solas.

—Señor Lascelles, confíe en mí cuando le digo que el señor Ashcroft no tiene el poder para dañar a ningún miembro de esta familia. —Rose se obligó a esbozar una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora—. De nuevo, gracias por su preocupación, y le ruego que no tratemos este tema nunca más.

Él pareció luchar consigo mismo, desesperado por decir algo más. Pero, al cabo de un momento de indecisión, asintió de mala gana.

—Está bien, señorita Henley. Pero no puedo asegurarle que no estaré atento a cualquier acto que considere poco apropiado.

—Confío en que actúe con justicia y llevado por su buena conciencia, señor Lascelles. Ahora, si me disculpa, me gustaría regresar a la casa; tengo algunas tareas de las cuales encargarme. —Sonrió una vez más, ahora con mayor calidez—. ¿Por qué no da un paseo? Le ayudará a aclarar sus ideas.

El tutor movió la cabeza de un lado a otro, sin dar muestras de pensar en seguir su consejo, pero Rose no deseaba insistir.

—Lo veré en la cena, señor.

Se alejó con paso firme, la postura muy recta y un aire despreocupado que distaba mucho de lo que sentía en su interior. No podía creer que hubiera defendido a Daniel Ashcroft con tanta seguridad y, aún más, que desafiara toda lógica al suponer que podría haber una explicación razonable para cualquier acto innoble que hubiera podido cometer. Sin embargo, estaba convencida de que las palabras del señor Lascelles fueron motivadas por la profunda antipatía que su vecino le inspiraba, y aunque no podía culparlo por ello, encontró su acto mezquino e injusto.

En ese momento, sin embargo, más allá de la irritación, la embargaba una extraña sensación de desasosiego derivada de la inquietud provocada por las palabras del señor Lascelles. ¿Qué era exactamente lo que el señor Ashcroft había hecho para ganarse una reputación de naturaleza tan negativa? Y aún más importante… ¿Deseaba saberlo?

 

—¿Cree que si logro dar toda una vuelta al ruedo estaré listo para dar un paseo a campo traviesa?

Daniel estaba tan abstraído en sus propios pensamientos que debió pedirle a Will que repitiera su pregunta, y cuando lo hizo, esbozó una media sonrisa dirigida al niño, que lo observaba desde lo alto del caballo. Habían decidido que todo su entrenamiento se haría en el pequeño ruedo que Daniel había ordenado construir tras las caballerizas, una zona despoblada y que con frecuencia se utilizaba para la doma de los nuevos caballos que lord Ashcroft enviaba con el fin de prepararlos para formar parte de la cuadra familiar.

Ya veremos.

—Habla como Rose. —El niño exhaló un suspiro al emitir esa sentencia.

—Asumo que es una clase de ofensa.

—Claro que no; Rose casi siempre tiene razón. Pero solo quiero cabalgar un poco a campo traviesa para probar lo que he aprendido.

Daniel asintió al tiempo que se apoyaba sobre una de las vallas que rodeaban el ruedo, con la luz del sol dando de golpe sobre su rostro, por lo que debió entrecerrar los ojos para observar al niño con mayor atención.

—Y lo harás a su debido tiempo. Has hecho un buen trabajo, Will, pero aún no estás listo.

—¿Y cuándo será eso?

—Si dejas de hablar y entrenas como te he ordenado, antes de lo que imaginas —dijo con voz amenazante.

El niño comprendió la orden velada y cabeceó en señal de entendimiento, volviendo su atención al caballo y dando un suave trote alrededor del ruedo bajo la atenta mirada del palafrenero al que Daniel había ordenado que sirviera como ayudante durante las prácticas.

Cuando Daniel comprobó que el niño obedecía sus órdenes, volvió su atención a la sombra de los árboles que se perdían en la lejanía, más allá de los límites de su propiedad, y dio unos pasos para alejarse. La línea de su pensamiento se encontraba muy lejos de allí, y no era particularmente agradable.

Recibió dos cartas en el correo de la mañana, y ninguna de ellas era portadora de buenas noticias. Por una parte, su abuela anunciaba que la salud de su padre había sufrido una alarmante recaída, al grado que lo instaba a regresar a Londres para permanecer a su lado en espera de recibir noticias, cualesquiera que estas fueran. Daniel aún no tomaba una decisión al respecto; estaba seguro de que las palabras de su abuela tenían por fin obligarlo a dejar Ashcroft Pond y asegurar su presencia en la casa familiar de Londres. Ni siquiera estaba del todo convencido de ese supuesto resquebrajamiento en la salud de su padre. De cualquier forma, tenía en mente hacer un corto viaje para comprobar si había algo de verdad en las alarmantes palabras de su abuela; solo necesitaba encontrar el momento propicio para ello.

Lo que le llevaba a reflexionar en la segunda carta recibida. Isabella anunciaba su inminente llegada en unas cuantas líneas cargadas de emoción, velados reproches por el poco interés mostrado por Daniel, al grado de no responder sus últimas cartas, y la seguridad de que sería bien recibida en ese pequeño rincón apartado del mundo civilizado, como se refería a la campiña inglesa.

La posibilidad de escribirle para rechazar su presencia impuesta sin pizca de cortesía pasó por su mente, pero, aunque la idea no le resultaba del todo descabellada, parte de él se sentía responsable del entusiasmo mostrado por Isabella. Sabía que tarde o temprano tendría que poner fin a esas vanas esperanzas que ella insistía en mantener, y era lo bastante honesto consigo mismo para reconocer que si esperó durante tanto tiempo fue debido a la lástima que le inspiraba. Tenía a pocas personas en consideración, podría contarlas con los dedos de una mano, e Isabella era una de ellas. A pesar de su difícil carácter y lo poco considerado de sus actos, no podía olvidar que fue la única persona que le ofreció consuelo cuando más lo necesitó, y quien, para bien o para mal, había influido en el hombre que era.

De modo que se veía atrapado en Surrey en tanto esperaba el arribo de Isabella de un momento a otro, lo que significaba que no podría viajar a Londres para comprobar el estado de salud de su padre. La idea de no ser dueño de sus actos y tener que plegar sus deseos por factores externos le indignaba. Estaba tan acostumbrado a hacer lo que deseaba que verse acorralado de tal forma lo sumía en el mal humor y agotaba su escasa paciencia.

Lo único que le confería cierto consuelo era saber que podía pasar parte de su tiempo volcado al entrenamiento de Will, así como también la posibilidad de tratar una vez más con Rose Henley. Porque, aunque le costaba reconocerlo, era innegable que disfrutaba de su compañía y que cada vez que la veía y compartían una charla cargada de ironía y bromas sentía como si asomara parte de ese antiguo Daniel que encontraba divertido el entablar una charla sin rastros de malicia o desconfianza. Era curioso, pensaba que había muerto hacía mucho tiempo…

Un estruendo proveniente del cerco atrajo su atención, y sus ojos se abrieron al máximo cuando comprobó el motivo del ruido. Will apenas lograba mantenerse firme sobre su montura mientras Phillips, el palafrenero, escasamente atinaba a hacer unos tímidos movimientos a fin de calmar al caballo, guardando distancia para evitar que el animal se descontrolara del todo. El niño lucía aterrado, sus manos temblaban sobre las riendas y se aferraba con fuerza al cuerpo del caballo.

Daniel actuó en segundos. Aunque luego, al pensar en ello, sintiera como si hubieran pasado horas. Corrió de vuelta al ruedo, saltó sobre la valla y se mantuvo a cierta distancia al tiempo que daba de gritos para obtener la atención de Will.

—Will, déjate caer como te enseñé.

El pequeño apenas levantó la cabeza y lo observó con el horror reflejado en el rostro.

—¡No puedo!

—Sí, sí puedes. Hazlo ahora. —Miró al palafrenero para dar otra orden—. Aleja al caballo, yo me encargo del niño. ¡Will! ¡Déjate caer ahora!

Por fortuna, el niño pareció reunir el escaso valor que le quedaba e hizo lo que le ordenó. Soltó las riendas, sacó los pies del estribo y se dejó caer de lado, al tiempo que rodaba sobre la hierba. Daniel corrió hacia él, pero no se detuvo a examinar cómo se encontraba, lo tomó en sus brazos y logró sacarlo del ruedo en tanto el palafrenero, con mayor libertad de acción, conseguía dominar al caballo y llevarlo en dirección contraria.

Daniel corrió hasta la casa, y no se detuvo hasta llegar al vestíbulo, donde un desconcertado mayordomo observaba la escena.

—Que traigan un doctor de inmediato.

Una vez que llegó al salón, mientras el sirviente se apresuraba a obedecer su orden, dejó al pequeño sobre un canapé al pie de la ventana y lo observó con preocupación. Will mantenía los ojos cerrados, aunque por el temblor que sacudía su cuerpo era obvio que se encontraba consciente. Un hilo de sangre bajaba de la sien hasta el mentón, y Daniel exhaló un suspiro de alivio al acercarse y comprobar que provenía de un rasguño hecho bajo la línea de la frente. Era una fea herida, pero según su experiencia siempre era preferible que los golpes fueran exteriorizados.

Con cuidado, posó una mano sobre su hombro.

—Will, abre los ojos, ¿puedes hacer eso por mí?

Aguardó durante todo un minuto a que el niño respondiera a su petición, pero cuando lo hizo y fijó la mirada en sus ojos, no pudo evitar una sonrisa aliviada.

—Vas a estar bien, el médico llegará en cualquier momento.

Will suspiró y cerró los ojos una vez más, asintiendo suavemente, no sin antes hacer un pedido que Daniel apenas logró escuchar.

—Quiero a Rose.

 

 

Tras consultar el reloj sobre la chimenea por quinta vez en diez minutos, Rose dejó el libro al que apenas había logrado prestar atención, y se asomó fuera del saloncito que acostumbraba usar por las tardes. Por suerte, vio a uno de los lacayos que parecía regresar de las caballerizas, y se apresuró a darle el encuentro.

—Jonathan, ¿has visto a mi hermano?

El joven sacudió la cabeza con las orejas enrojecidas. Era muy tímido y acababa de entrar al servicio gracias a la recomendación de la cocinera, una vieja amiga de su madre. Aún no se acostumbraba del todo a su nuevo empleo y mucho menos al hecho de que la señorita Rose, por quien sentía una gran admiración, se dirigiera a él con tanta amabilidad.

—No, señorita, lo siento —negó con expresión afligida.

—Es extraño, acordamos que estaría a tiempo para la merienda… —hablaba más consigo misma que con el lacayo—. Solo espero que no lo olvidara de nuevo.

No pudo evitar que una mueca de irritación se dibujara en su rostro. Aunque había decidido no cuestionar la amistad de su hermano y el señor Ashcroft, no dejaba de desagradarle el hecho de que Will se hubiera vuelto tan despistado respecto a sus obligaciones.

Estaba a punto de dar media vuelta y regresar al salón para continuar rumiando su descontento, cuando un ligero alboroto en la puerta principal llamó su atención, así como la del lacayo, que continuaba a su lado en estricto silencio. Con paso rápido, se dirigió hacia el origen del extraño sonido, y elevó las cejas al ver a un palafrenero que acababa de apearse del caballo. Era un hombre de mediana edad, con el rostro curtido y de semblante risueño, o eso supuso por sus ojos chispeantes, si bien en ese momento mostraba una expresión afligida.

—Señorita Henley, este es Phillips, uno de los palafreneros de Ashcroft Pond —el mayordomo se apresuró a informarle de la situación, al parecer, tan desconcertado como ella—. Trae una nota para usted.

Rose asintió en dirección al hombre y extendió la mano para tomar el pequeño papel que este le tendió con cierto temblor. No había terminado de leer las pocas líneas que constituían el corto mensaje cuando sintió que sus manos empezaban a temblar y un escalofrío le recorría la columna.

—Jenkins, prepara el carruaje. Ahora.

No se detuvo a esperar que el mayordomo cumpliera su orden, solo salió corriendo en dirección a la casa y no se detuvo hasta llegar al despacho de su padre. Él la observó sorprendido por su interrupción, pero Rose no le dio tiempo de hacer un comentario al respecto.

—Padre, es Will.

 

 

Cuando Daniel escuchó los pasos apresurados que se dirigían al salón, cerró los ojos por un segundo, consciente de que estaba a punto de enfrentarse a una situación que tendría muy poco de agradable. Al abrirlos, se encontró con la mirada de Rose Henley, que se había quedado de pie en el umbral de la puerta; una mano temblorosa aferraba el picaporte. Lo observaba con una mezcla de angustia e indignación tan poderosas que sintió como si lo hubiera abofeteado. Por primera vez en mucho tiempo no atinó a decir nada, estaba demasiado consternado para hilar una frase ocurrente que restara seriedad a ese momento.

Un apurado lacayo llegó tras ella, con seguridad, inquieto por no haber podido anunciarla como era habitual. Daniel dudaba de que Rose le haya dado siquiera la oportunidad de intentar seguirle el paso una vez que llegó.

—¿Dónde está?

Daniel hizo un gesto al lacayo para que los dejara a solas; luego, se acercó a ella.

—Will está bien.

Rose no hizo ademán de escucharlo; continuaba con la mirada fija en su rostro.

—¿Dónde está? —repitió.

Daniel asintió al cabo de un instante y señaló la puerta.

—Sígame.

La escoltó fuera del salón, cruzando el vestíbulo hasta internarse en un discreto pasillo flanqueado por varias puertas. Se detuvo ante una de ellas, pero antes de abrirla miró a la joven, que era obvio que hacía un esfuerzo por mantener la compostura, pero bastaba ver el temblor de sus manos para saber en qué estado se encontraba en realidad.

—Señorita Henley, necesito que me escuche un momento. Le juro que su hermano se encuentra bien; un médico lo ha examinado antes de que usted llegara y diagnosticó un ligero golpe en la cabeza, pero nada de cuidado. Will está consciente, solo un poco somnoliento por un tónico que le dieron a beber para evitar el dolor. El médico está a la espera para examinarlo una vez más y si lo encuentra oportuno permitirá que vuelva a Ryefield cuando usted lo estime conveniente.

Rose sacudió la cabeza en señal de asentimiento y Daniel pudo ver que sus palabras le habían procurado cierta tranquilidad.

—Abra la puerta, por favor —dijo.

Su tono fue un poco más sereno que el usado hasta ese momento, pero la frialdad no había desaparecido.

Daniel giró el picaporte y se hizo a un lado, inseguro acerca de cuál sería la reacción de Rose al ver a su hermano. La habitación a la que había ordenado que fuera llevado se ubicaba contigua a la biblioteca; recordaba que su padre acostumbraba ocuparla cuando él era pequeño y pasaba varias horas trabajando con su administrador, de modo que dio instrucciones para que fuera implementada con un gran diván que a Daniel siempre le pareció muy similar a una cama. Ante sus dudas respecto a si debía o no subir al niño, ignorante aún de su condición, prefirió moverlo tan poco como fuera posible y consideró que esa era la mejor alternativa.

Will se encontraba recostado sobre el diván, con varios cojines bajo su cabeza, y a excepción de su palidez y el vendaje que le rodeaba la frente, lucía del todo normal. Al ver a su hermana, una gran sonrisa se dibujó en sus labios y unas lágrimas silenciosas empezaron a caer por sus mejillas. Daniel observó con curiosidad la reacción de Rose, preguntándose si se echaría a llorar, o empezaría a culparlo por lo sucedido, pero no hizo nada de ello. Se acercó con pasos medidos hasta donde se hallaba su hermano, se arrodilló sobre la alfombra con movimientos cuidados y posó una mano sobre su frente.

—Hola.

Daniel se adelantó unos pasos para observar su rostro y le sorprendió ver que esbozaba una sonrisa calmada. Sabía que lo más apropiado hubiera sido que los dejara a solas, pero por alguna razón que no alcanzó a comprender en ese momento, sintió que debía ser testigo de esa charla.

—Hola —la voz de Will sonaba muy tenue, pero clara—. Lo siento.

—Está bien, no tienes por qué disculparte.

—Fue mi culpa. El señor Ashcroft dijo que no estaba preparado para alentar al caballo a saltar, pero quise intentarlo y perdí el control…

Rose sacudió la cabeza de un lado a otro e hizo un gesto para que callara.

—Cometiste un error, eso es todo; lo importante es que te encuentras bien. —Su semblante se ensombreció, pero tan solo por un instante; recuperó la sonrisa con rapidez—. Nos provocaste un buen susto.

—Lo lamento…

—No te disculpes más. —Rose miró sobre su hombro y su mirada se encontró con la de Daniel, pero la retiró de inmediato—. El señor Ashcroft acaba de informarme que según el doctor podrás ir a casa tan pronto como te haya examinado una vez más.

El niño hizo amago de sonreír, pero debió de recordar algo, porque le dirigió a su hermana una mirada ansiosa.

—¿Padre…?

Rose pareció adivinar de inmediato la razón de sus miedos, porque se encogió de hombros al tiempo que le sonreía a fin de infundirle tranquilidad.

—Padre está preocupado, por supuesto, pero le prometí que, si no era posible llevarte de vuelta a casa pronto, le enviaría una nota. Ahora sé que no será necesario.

—¿No está disgustado conmigo?

—No, por supuesto que no. Te lo prometo.

Su respuesta pareció calmar al niño, que se recostó contra los cojines como si de pronto se sintiera agotado. Rose lo observaba atenta a cada uno de sus movimientos y pasó una mano por su mejilla con suavidad.

—¿Tienes sueño?

—Solo un poco.

Daniel intervino en ese momento, adelantándose unos pasos para que los hermanos pudieran verlo.

—Si están de acuerdo, creo que podríamos llamar al doctor para que reconozca a Will y así podrá dormir tranquilo.

Rose asintió, sin mirarlo.

—Claro, me parece una buena idea. Luego podremos ir a casa —sonrió a su hermano—. ¿Estás de acuerdo?

Will asintió por toda respuesta y Daniel se acercó a la puerta para hacer unas señas al lacayo, que se mantenía fuera de la habitación en posición expectante.

—Llama al doctor Flint.

El sirviente se alejó con rapidez para cumplir su orden, y tan solo unos minutos después regresó escoltando a un caballero mayor de rostro agradable y andar alegre.

—¿Cómo se siente el pequeño caballero?

Daniel sonrió a medias ante el tono amable del doctor, a quien recordaba haber conocido durante toda su vida. Era una de las pocas personas en la zona por quien sentía una sincera simpatía, y por la sonrisa de los hermanos Henley, era obvio que compartían su opinión.

—Doctor Flint —Rose se apresuró a saludarlo con una leve inclinación de cabeza—. Diría que me alegra verlo, pero…

—No se preocupe, señorita Henley, un doctor pocas veces es recibido con entusiasmo —rio celebrando su propia broma y se dirigió a Will—: ¿Cómo va esa cabeza?

—Casi no me duele.

—¡Un muchacho valiente! Permíteme pensar que mi tónico ha ayudado un poco o el señor Ashcroft pensará que no hacía falta llamarme.

Fue el turno de Daniel para reír.

—Estoy seguro de que sus conocimientos han surtido efecto, doctor; no recuerdo una ocasión en la que no fuera así.

—Y yo no puedo pensar en una en la que usted no supiera qué decir. —Lo miró con intención y volvió su atención al niño—: Vamos a revisar ese vendaje…

Rose se mantenía callada, atenta a los movimientos del doctor mientras sujetaba la mano de Will sobre el diván. Su rostro era inexpresivo, pero cada vez que su hermano hacía un gesto de dolor, o el médico usaba sus instrumentos para examinarlo, Daniel podía notar que todo su cuerpo se tensaba como si estuviera a punto de quebrarse.

Una vez que el doctor terminó con el reconocimiento, y tras instar al niño a beber un poco más de su tónico con la indicación de que repitiera la dosis cada vez que sintiera dolor, se dirigió a Rose con una amplia sonrisa.

—Perfecto, señorita Henley, no podría encontrarse mejor. Aconsejo que le permita dormir al menos una hora antes de llevarlo a Ryefield —dijo—. Supongo que eso es lo que desea hacer.

—Por supuesto, lo cuidaré allí tal y como ha indicado.

—No hace falta decir que deberá mantenerlo apartado de los caballos por un tiempo…

Rose asintió con fervor ante su recomendación.

—Desde luego. Iremos a casa en carruaje y descansará tanto como lo necesite.

El doctor pareció satisfecho con su respuesta y tomó su maletín para marcharse.

—Pasaré por Ryefield mañana por la tarde para examinarlo; si hiciera falta, no dude en enviar a alguien a por mí a cualquier hora.

—Gracias, es muy amable por su parte.

Cuando el doctor se retiró, Rose volvió su atención a su hermano, pero este ya se había quedado dormido. En ese momento, ante su falta de movimiento, la palidez se hizo más evidente.

—No se preocupe, solo está cansado, es un chico fuerte.

Rose se sobresaltó al oír la voz de Daniel a escasa distancia; no lo sintió acercarse.

—Lo sé.

—Lamento que se asustara; quizá debí dirigir la nota a su padre.

Ella negó con la cabeza y giró para observarlo.

—No, hizo bien al enviármela a mí; padre no habría sabido cómo actuar…

—Pero usted siempre lo sabe, ¿cierto?

Recibió una mirada ceñuda por única respuesta.

—Sí, la señorita Henley siempre sabe qué hacer. —Daniel habló entre dientes con una pequeña sonrisa burlona, pero Rose no dio señales de haberlo oído.

Permanecieron en silencio durante unos minutos, observando al niño. Cada vez que se movía, Rose daba un pequeño paso en su dirección, con las manos cruzadas sobre el pecho y la respiración contenida. Daniel, que no dejó de mirarla por un segundo, comprendió que estaba a punto de romper a llorar.

—Señorita Henley, ¿por qué no sale un momento a tomar un poco de aire? Puedo acompañarla.

Rose sacudió la cabeza en señal de negación, indecisa.

—No quiero que se quede solo.

—Está durmiendo y ya oyó al doctor Flint, debe continuar así al menos por otra hora; un lacayo se quedará con él. —Daniel hizo amago de tocarla, pero bajó la mano antes de hacerlo—. Rose…

Era la primera vez que la llamaba por su nombre y eso pareció ser suficiente para que terminara por agotar su ya escaso autocontrol.

—No hace falta que me acompañe, solo necesito un minuto.

Tras una última mirada a su hermano, comprobando que seguía dormido, dio media vuelta y abandonó la habitación, dejando a Daniel inseguro acerca de qué hacer, lo que no era nada habitual. Se debatió entre quedarse allí acompañando a Will o seguirla. Y, tras un momento de duda, se decantó por lo segundo.

No le costó encontrarla. En realidad, solo debió seguir sus instintos para dar con ella. Había tomado un sendero alejado de la casa principal, entre el lago y la cabaña que le mostrara durante su última visita.

Al verla en medio de la nada, con las manos a los lados y la misma postura rígida mostrada desde su llegada, no pudo evitar que le asaltara un extraño sentimiento de compasión. No, quizá esa no fuera la palabra correcta. Rose Henley no le inspiraba lástima, dudaba que pudiera hacerlo alguna vez, pero deseaba hacer algo para ayudarle a borrar esa expresión de tristeza.

Se acercó con paso seguro hasta quedar a su lado. Por la forma en que sus hombros se enderezaron, ella debió sentir su presencia, pero no hizo gesto alguno y encontró esa reacción casi divertida. La buena y siempre correcta señorita Henley era poseedora de una admirable capacidad para contener sus emociones, pero incluso ella necesitaba liberar todo lo que sentía o corría el serio riesgo de estallar.

—¿Por qué no lloras? Te ves como si lo necesitaras.

No pretendió tutearla, las palabras escaparon de sus labios antes de que pensara siquiera en ellas. Esperaba que Rose hiciera algún comentario para reprenderlo por esa actitud, pero tan solo se encogió de hombros, con la vista fija al frente.

No quiero —dijo al cabo de un momento con voz tenue.

—Deberías.

—No voy a llorar frente a usted.

—¿Orgullo? Una razón muy estúpida para contener el llanto.

Rose mantuvo su postura, no giró ni siquiera para mirarlo sobre su hombro; parecía que hacía un gran esfuerzo por contener sus sentimientos, y Daniel lo notó de inmediato. Antes de que fuera consciente de ello, dio unos pasos hasta quedar frente a ella, con la mirada fija en sus ojos, como retándola a contradecirlo, y aunque Rose logró mantener su mirada por unos instantes, de pronto sus hombros empezaron a estremecerse en contra de su voluntad y sintió cómo una horrible sensación de ahogo empezó a trepar por su garganta. Puso una mano sobre sus labios para ahogar los sollozos que empezaron a sacudirla, apenas consciente de las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Y Daniel continuaba allí, de pie, sin hacer un solo movimiento, con la mirada fija en su rostro.

Pudieron pasar minutos u horas, nunca hubiera podido decirlo, pero el llanto cesó y sintió que un profundo cansancio se adueñada de su cuerpo. No sabía qué hacer, si salir corriendo o quedarse allí para continuar siendo un objeto de análisis de ese hombre que continuaba observándola como si quisiera saber todo lo que ocurría en su interior. La tensión se hizo casi insoportable y estaba a punto de optar por su primera alternativa y correr, cuando Daniel dio unos pasos hacia ella, hasta quedar a escasos centímetros de distancia. Con un movimiento lento, elevó una mano y posó las yemas de los dedos sobre sus mejillas húmedas, provocándole un sobresalto.

—Lo siento, no tengo un pañuelo; soy un pésimo caballero.

—No es un caballero en absoluto —la respuesta fue automática, dicha con voz ronca, extraña aún a sus oídos, pero él pareció encontrarla divertida.

—Ya lo he oído antes.

—No estoy sorprendida.

Daniel le dirigió una sonrisa carente de burla, la misma que parecía reservar solo para Will o los caballos que tanto parecía amar, y continuó con su extraña tarea, secando los rastros de lágrimas con los dedos. Y cuando hubo terminado de hacerlo, deslizó los dedos de las mejillas a su frente, subiendo con lentitud y borrando en el proceso su ceño fruncido. Continuó con su perturbador recorrido bajando por el puente de su nariz y deteniéndose al fin sobre sus labios. Rose sintió que su rostro ardía y su corazón empezaba a latir con rapidez, sus manos sudaban y apenas conseguía mantenerse en pie. Cuando Daniel empezó a delinear sus labios con un dedo, intentó alejarlo con un movimiento carente de voluntad.

—No debe… —Su aliento provocó un agradable hormigueo en Daniel, el mismo que le arrancó otra sonrisa.

Con seguridad, tomó a Rose por la cintura con un movimiento delicado para que se inclinara hasta que sus rostros quedaron a milímetros, una frente apoyada sobre la otra, y habló sobre sus labios.

—Quizá. Pero quiero.

Si Rose se hubiera preguntado alguna vez cómo sería ser besada por un hombre como Daniel Ashcroft, quizá habría llegado a la conclusión de que sería tal y como se mostraba en cada aspecto de su vida, impasible y desapasionado. Y hubiera estado del todo equivocada.

No había nada de frialdad en la forma en que Daniel deslizaba la mano alrededor de su cintura, mientras con la otra sujetaba su rostro, en tanto la besaba con una delicadeza enloquecedora. Jugueteó con sus labios como si contara con todo el tiempo del mundo, arrancándole un pequeño jadeo que aprovechó para deslizar su lengua en el interior de su boca, iniciando un movimiento rítmico que le hizo pensar en una suerte de danza. La saboreó, mordisqueó el interior de sus labios con suavidad y recorrió las comisuras con la punta de la lengua. Rose no era consciente de lo que hacía, solo se dejaba llevar por las sensaciones que le provocaba y se abandonó por completo al beso, correspondiendo con una pasión que opacaba su torpeza.

De pronto, Daniel se detuvo y la alejó solo lo suficiente para interrumpir el beso y hablar sobre sus labios. Rose sabía que sonreía, aun cuando no pudiera verlo.

—Lo sabía.

La sencilla frase consiguió que Rose despertara de esa suerte de trance al que se había entregado y lo observó con los ojos entrecerrados y la respiración agitada.

—¿El qué?

—No eres un ángel. Un ángel jamás podría besar de esa forma.

Ante esas palabras, Rose sintió como si acabaran de arrojarle un cubo de agua fría e hizo lo primero que pasó por su mente. En realidad, no se detuvo a pensar, solo elevó una mano y cruzó el rostro de Daniel con una bofetada cargada de furia. Él apenas pestañeó, como si hubiera sido un movimiento esperado.

—¿De eso se trató? ¿Solo intentaba probar una estúpida teoría?

—¿Quieres la verdad?

—Es lo mínimo que merezco.

Daniel asintió y retrocedió unos pasos, sin dejar de observarla con intensidad.

—En ese caso, sí, te besé porque deseaba confirmar algo. Pero no me odies, o al menos no por eso, Rose, ni te sientas ofendida. —Sonrió con un ligero toque de amargura—. Puedo asegurarte que he descubierto muchas cosas al besarte, cosas en las que no había pensado.

Fue el turno de Rose para forzar una sonrisa, en su caso, cargada de desprecio e ira.

—¿Eso debe servirme de satisfacción?

—No lo sé, no soy yo quien debe juzgarlo.

Rose elevó ambas manos en el aire, sobre su cabeza, mostrando un semblante exasperado.

—¡Todo lo que dice suena a acertijos!

Daniel asintió al cabo de un instante con la mirada fija en sus labios.

—Es posible, pero si te sirve de consuelo, debo confesar que eres el más fascinante con el que me he topado en toda mi vida y no me creo capaz de resolverte.

—Preferiría que no lo intentara.

Daniel extendió una mano para acariciar la curva de su cuello y sonrió ante su reacción de sobresalto.

—Yo también, pero ¿sabes qué? No creo que pueda resistir la tentación de hacerlo.

Una sensación de inquietud se apoderó de Rose e hizo un gran esfuerzo por recuperar el sentido común. Sacudió la cabeza con un movimiento brusco para liberarse del agarre de Daniel, dio media vuelta, y se perdió en el interior de la casa.

Él no la siguió, al revés, tomó la dirección contraria y se perdió entre los amplios jardines de la propiedad. Solo se detuvo al llegar a la vieja casa restaurada que tanto parecía atraerlo, y dio una vuelta hasta llegar a la parte trasera, donde unos árboles procuraban una gran sombra. Se dejó caer bajo uno de ellos y apoyó la cabeza contra el tronco. Luego, arrancó un puñado de hierba fresca que crecía bajo sus pies y la sostuvo en lo alto, dejándola caer con suavidad, mirando cómo las hebras se deslizaban entre sus dedos, de la misma forma en que había sostenido el cabello de Rose mientras la besaba.

Solo regresó a la casa pasada una hora y no le sorprendió saber que Rose se había marchado con su hermano tan pronto como este despertó y comprobaron que podía viajar en el carruaje, por lo que se vio a solas en medio del gran salón, escuchando con semblante inexpresivo el informe del mayordomo, que se apresuró a dejarlo a solas en cuanto advirtió lo oscuro de su humor.

Por primera vez desde su llegada, Daniel se sintió asaltado por la desagradable sensación de encontrarse en un lugar vacío, carente de vida y falto de calor. Se dirigió al piano y probó a tocar alguna melodía, pero pronto se dio cuenta de que aporreaba el teclado sin piedad, como si pudiera desahogar todas sus frustraciones en el instrumento. Al comprender el alcance de una acción tan absurda, se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, desde donde tenía una vista lejana de los alrededores de Ryefield.

Permaneció inmóvil en ese lugar durante horas.