XXVI

El obispado de Tánger

Pueden creerme, no tengo complejo de víctima, pero desde mi conversión a Cristo en octubre de 1950 he sentido sobre mi espalda el látigo de la persecución, de una forma o de otra. Al leer en el Evangelio de Mateo que son bienaventurados los que padecen persecución, bienaventurado me considero yo. De que la persecución nos llega por causa de la Palabra, como advirtió Jesucristo, no tengo dudas. Por las experiencias vividas puedo decir que soy del color de los perseguidos. Pero dejo la persecución y paso a la escritura.

La verdadera facilidad para escribir deriva del nacimiento, no de los estudios. El talento por sí solo no basta para hacer un escritor. Es preciso que tras la escritura haya una persona de auténtica vocación.

Yo nací escritor, como nací varón y gordito.

Mi primer intento de un periódico evangélico —lo he contado en otras ocasiones— fue estando en el servicio militar en Santa Cruz de Tenerife. Solo salió el primer número. Aquella España gobernada por el nacionalcatolicismo no estaba para permitir la publicación de semejante literatura «herética», menos aún escrita por un soldado llegado del extranjero, a quien se suponía espía, y además protestante.

En cuanto me reincorporé a la vida civil, ya en tierras por entonces más tolerantes, inicié en Tánger la publicación de un periódico llamado Luz y Vida, que poco después se transformó en Luz y Verdad, formato revista. Puesto que estaba destinada a los evangélicos españoles, la administración de la misma se llevaba desde España. Este trabajo lo hacía gratis Lorenzo López Estors, que entonces vivía en la calle Horno del Cabañal, en Valencia.

La distribución en España de Luz y Verdad no era fácil. Recibía muchos paquetes devueltos, otros no llegaban a sus destinatarios. Opté por introducir yo mismo las ediciones enteras por distintos puestos fronterizos y repartir los ejemplares desde España. Pero el sistema funcionó poco tiempo. Me tenían fichado. El último número publicado, el de abril de 1959, me lo requisaron en la Aduana de Algeciras, como se recordará.

Entonces decidí hacer un paréntesis en mi vida. En 1961 me fui a Londres en busca de nuevos aires y de nuevas ideas. Estuve allí desde enero hasta diciembre. En enero de 1962 volví a la carga con otro periódico mensual, La Verdad. La Verdad de Tánger, como se la conocía, se hizo muy pronto popular entre evangélicos de España, españoles en Europa e hispanos de Estados Unidos.

Los artículos de La Verdad eran pura dinamita. José Cardona me enviaba noticias de los problemas que afectaban a los evangélicos españoles y yo redactaba los temas rasgándome las vestiduras y poniendo el grito en las nubes. En La Verdad analizaba los conflictos que se daban entre la Iglesia católica y el Gobierno del general Franco con un atrevimiento desconocido en la prensa diaria española. Escribí largas cartas al nuncio del Vaticano en España, al teniente general Alfredo Erquiza, gobernador de Ceuta y Melilla, al entonces director del diario Pueblo, Emilio Romero, al ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, y a otros personajes de la política y la cultura en España.

La redacción de La Verdad estaba en la calle Delacroix; la ventana de mi despacho daba frente al Hotel Tánger. Un día, a finales de 1963, llegaron varios policías marroquíes a mi despacho. Lo pusieron patas arriba. Me retiraron el pasaporte y se llevaron todos los ejemplares de La Verdad que encontraron.

Posteriormente recibí una citación del juez del Tribunal marroquí. Fui acompañado por un abogado cuyo nombre no recuerdo; era francés de origen judío. Sentado frente al juez, joven, delgado, bajito, educado en la zona francesa de Marruecos, comprendí enseguida que él mismo ignoraba el nombre concreto de quien había puesto la denuncia contra mí y contra el periódico. Y las causas que la motivaron. La orden de registro y de detención domiciliaria le había llegado de Rabat, la capital del país. Con ayuda del abogado comprobé que la denuncia había partido del Obispado de Tánger. El juez, ignorante del tema, creía que se trataba de cuestiones políticas. Cuando se hizo interpretar y leyó algunos de los artículos de La Verdad, empezó a comprender. Yo medí las posibilidades y pedí al abogado que me dejara hablar a mí.

—Me han denunciado por escribir que las imágenes religiosas constituyen una ofensa contra Dios.

—Yo también lo creo —dijo el juez.

—Y por decir que un hombre no puede perdonar los pecados a otro hombre.

—Es verdad —contestó el juez.

—Y por publicar que el papa no es el representante de Dios en la tierra…

—Cierto.

Fui enumerando al juez una serie de puntos doctrinales y dogmáticos que, por su condición de mahometano, yo estaba seguro que compartía conmigo.

En la puerta, el abogado me dijo:

—Usted no me necesita. Ha convencido al juez hablándole de religión.

Fui nuevamente convocado un mes más tarde. En la mesa del juez estaba mi pasaporte. Me lo devolvió y dijo que podía salir del país cuando quisiera. No me abrió los brazos, pero intimamos un poco. Más cuando le dije que había nacido en Rabat, al igual que él, y le hablé en árabe. Entonces me contó la historia. El Obispado de Tánger había presentado una denuncia contra el periódico y contra mí a las autoridades centrales. De Rabat ordenaron al juez que investigara y me retiraran el pasaporte. En mi primera comparecencia el propio juez desconocía de qué se me acusaba. Obedecía órdenes de Rabat. Creía que se trataba de oposición política al régimen de España. Tánger siempre estuvo lleno de partidarios y opositores a todos los regímenes.

No pude hacer nada contra el Obispado. Carecía de pruebas. Tampoco hoy las tengo. Todo lo que tenía era la información confidencial del juez árabe en una conversación informal. Citarlo a él habría sido difícil y peligroso.

Aquel incidente y las continuas llamadas de José Cardona, que me pedía que abandonara Marruecos y me instalara en Madrid para trabajar juntos a favor de la libertad religiosa, me llevaron a decidirme. Vendí la imprenta sueco-americana, de la que era propietario, y toda la familia nos trasladamos a la capital de España. Para mí no era un mundo nuevo, porque desde 1956, fecha en la que fui nombrado director de la Misión Cristiana Española, hacía frecuentes viajes de Marruecos a España, como ya he comentado.

Un año después del incidente de Tánger, en mayo de 1964, me fui a Estados Unidos. Allí estuve hasta diciembre. Regresé con nuevas fuerzas, con un saco lleno de proyectos, con renovadas energías. En enero de 1966 reaparecí en Madrid con la publicación de una nueva revista, Restauración. Pude haber escrito una carta al obispado de Tánger repitiendo lo que dijo José a sus hermanos: «No os entristezcáis ni os pese haberme vendido». Dios me tenía reservado un destino más alto.