IX

Me queman en Efigie

Una vez concluido el servicio militar regresé a Tánger. En el plano espiritual yo era otra persona. En la isla de Tenerife existían por aquel entonces dos iglesias evangélicas, una en Santa Cruz y otra en La Orotava, a 33 kilómetros de la capital. Las dos estaban atendidas por el pastor Emiliano Acosta. Emiliano nació en Cuba de padres canarios. Convertido a la fe de Cristo ingresó a un Instituto Bíblico Los Pinos Nuevos en la provincia de Villa Clara. Una vez graduado se embarcó como misionero a la isla de Tenerife. Tenía muchos familiares allí y quería predicarles las buenas noticias de salvación. Cuando llegó, en Santa Cruz se reunía un grupo de creyentes. Emiliano fue aceptado como pastor. Más tarde inició viajes a La Orotava, donde vivían familiares de sus padres. Venciendo la oposición de aquellos círculos católicos fanatizados y la intolerancia religiosa que entonces imponían las autoridades civiles, Emiliano fundó una iglesia que llegó a contar con unos sesenta miembros.

Emiliano Acosta era el hombre más humilde que yo he conocido. Sabio en la Biblia, evangelista incansable, moderado, prudente, enérgico en la exposición del mensaje. Llegué a querer mucho a Emiliano. La iglesia en Santa Cruz se componía de unas cien personas. No tenía local de culto. Las reuniones se hacían en casas particulares. La ley de entonces no permitía reuniones en una casa de más de veinte personas. Emiliano cumplía escrupulosamente con lo prohibido y lo autorizado. Esto hacía que quienes sabíamos predicar tuviéramos que multiplicarnos. Emiliano predicaba en dos casas, a diferentes horas. Yo lo hacía en una cada domingo. Además de esto, organicé la Escuela Dominical para niños. Me los llevaba a un pequeño cerro en las afueras de la ciudad conocido como Los Campitos y allí pasábamos las mañanas de los domingos. También organicé el grupo de jóvenes. Nos reuníamos en la casa de Clara Gutiérrez, en el número 7 de la calle Prosperidad. Además, Emiliano me invitaba de vez en cuando a predicar en La Orotava.

Esta actividad evangelística contribuyó a que adquiriera una experiencia y una formación como predicador de las que carecía cuando salí de Tánger con destino al Ejército de Franco. Por todo lo anterior siempre creí que Dios me había guiado correctamente en la decisión que tomé de ir a la «mili» voluntariamente. El que Todo lo Sabe estaba formando al líder.

Regresé a Tánger. Rubén Lores, pastor en la iglesia Bíblica, me cedió el púlpito inmediatamente. Decía que a la gente le gustaba mi forma de predicar. Aun así yo no estaba conforme. Quería adquirir mayores conocimientos de la Biblia. Supe de un Instituto Bíblico en Jemisset, en el sur de Marruecos. Escribí solicitando ingresar y me contestaron inmediatamente. En la carta decían que el Instituto era para árabes convertidos, que antes de estudiar la Biblia debía aprender la lengua árabe. Se ofrecían a ponerme un profesor. No era necesario. Yo dominaba los dos idiomas que se hablaban en aquella zona de Marruecos, el francés y el árabe.

El curso completo para obtener la graduación era de tres años. Solo llevaba cuatro meses cuando recibo una carta de Emiliano Acosta. Decía que él regresaba a Cuba, que las iglesias quedaban sin pastor, que tanto la de Santa Cruz como la de La Orotava deseaban que fuera yo a sustituirle. Aquella noche no dormí. Era consciente de lo que se me pedía. No me asustaba la responsabilidad, pero quería estar muy seguro. Hablé por teléfono con el pastor de mi iglesia, Rubén Lores. Le expuse el tema. Contestó que no podía aconsejarme. Que orara. Él también oraría.

Tres días después me llegó otra carta de Emiliano Acosta. Insistía en lo mismo. Decía que era urgente. Ahora me hablaba del salario que podían pagarme: 150 pesetas al mes cada iglesia, 300 en total. Estábamos en 1953. El dinero nunca me preocupó. Acepté. Dije al director, un americano llamado Schneider, que me iba del Instituto. Le expliqué el porqué. De ninguna manera quería dejarme ir. Me dijo que yo no estaba preparado para ser pastor de dos iglesias. Solo tenía 24 años. Y no conocía suficientemente la Biblia.

Abandoné el Instituto y me fui a Canarias. Siempre he sido un hombre de acción más que de contemplación. Dejé los estudios dirigidos, pero he continuado estudiando a lo largo de toda mi vida. Amo los libros con un amor superior. En mi biblioteca particular tengo seis mil volúmenes en inglés, francés y español.

El regreso a Canarias fue distinto al de mi primer viaje. Ahora yo iba a servir a otro ejército, el ejército del Señor. A dedicar mis energías a una milicia que no era carnal.

Me establecí en La Orotava, en la Florida Alta, con doña Inocencia, tía de Emiliano Acosta. Desde allí viajaba a Santa Cruz para atender la otra iglesia. En Santa Cruz me hospedaba en la casa de doña Guadalupe. Estuve en la isla poco menos de dos años. Aunque mi salario era corto, nunca me faltó la comida ni un traje nuevo.

¡Qué feliz fue el tiempo que pasé allí! Nos reuníamos en casas distintas y distanciadas entre ellas. De noche, en La Orotava, caminábamos por senderos escabrosos, entre excrementos de animales. Íbamos en fila india, iluminados por antorchas que nosotros mismos preparábamos. Nadie tenía paraguas. Cuando llovía nos empapábamos. Protegíamos la Biblia contra el cuerpo o bajo la ropa. Nunca dejábamos de asistir a una reunión a causa de la lluvia. No conocíamos el cansancio. La fe y la alegría eran nuestro estímulo constante.

Había por aquella época en la Florida Alta un cura rabiosamente antiprotestante y enemigo público y declarado de Monroy. Este cura soliviantaba a su feligresía todos los domingos en contra de los protestantes. Un miembro de su parroquia acechó una noche a Emiliano Acosta en un camino de plataneras dispuesto a matarlo. La serenidad de Emiliano y la protección de Dios evitaron el crimen. A mí, el cura me declaró una guerra psicológica que de haber sido más débil pudo haberme afectado. Jóvenes católicos, enviados por él, me insultaban cada vez que me veían por la calle. Grupos de niños me perseguían casi a diario, me tiraban piedras y gritaban que me marchara a Marruecos con los moros, que ellos eran católicos y creían en la Virgen. El cura mandaba confeccionar monigotes de mi estatura, les ponía un cartel al pecho con el nombre de Monroy y los quemaba en público. «Un día te quema a ti», me decía Baltasar Pacheco, quien vivía no lejos de allí y quien todavía sirve fielmente al Señor predicando por esos pueblos.

No me quemó, pero sí me confesó las intenciones de hacerlo. Poco antes de abandonar La Orotava, cuando andaba despidiéndome de la gente, topé con él cerca de la escuela del barrio.

—No haga usted más muñecos. Me voy de La Orotava —le dije.

—Lástima —respondió sin apenas mirarme y hablándome de tú—. Tenía la esperanza de que te enterraran aquí y dejaras en paz a los católicos.

Muy tierno el hombre.

Juan Antonio Llorente, que fue secretario del mal llamado Santo Oficio y posteriormente colaborador de Napoleón para la disolución del tribunal de la Inquisición, dice en su obra de 1880 Historia crítica de la Inquisición en España que el número de víctimas causadas por la Inquisición en nuestro país ascendió a 341.021. De estas, 31.912 fueron quemadas a fuego, 291.450 fueron castigadas con penas graves y 17.659 quemadas en efigie.

Conmigo sumaban 17.660. Yo también fui quemado en efigie por la Inquisición católica que nunca acaba. Ni acabará.