XVII

Multas a mansalva

¡La cantidad de pesetas que ingresó la Hacienda de Franco en multas a los protestantes! ¡Debió agradecer la colaboración de la Iglesia católica, puesto que todas las sanciones obedecían a denuncias de sacerdotes!

Yo, que de nada me libraba, tampoco me libré de pagar multas por predicar el Evangelio y escribir cosas que no gustaban al nacionalcatolicismo.

Por la proximidad geográfica y porque me gustaba el grupo de creyentes que allí se reunía, mis viajes y campañas evangelísticas en Melilla eran frecuentes.

Ya he escrito sobre el encarcelamiento y la multa impuesta al pastor de Melilla, Alfonso López, en julio de 1957. Dos años después, agosto de 1959, acepté hablar a la iglesia en Melilla durante cinco días. El segundo se presentó en la iglesia un marinero de Águilas. Había asistido a reuniones evangélicas, pero aún no era convertido. Me contó que trabajaba en un barco pesquero anclado en el puerto de Melilla. Preguntó si quería ir al día siguiente y predicar en el barco. Fui, claro. A la una de la tarde, a pie firme sobre la cubierta del barco, acompañado por miembros de la iglesia, abrí la Biblia y expliqué el sentido y el significado de la conversión. Cantamos, oramos, en lo que constituía un desafío a la intolerancia.

Esta vez fui el único multado. Al descender del barco me esperaban dos policías. Fui trasladado a comisaría. Allí se me amonestó por predicar al aire libre y se me impuso una multa de 3.000 pesetas. Las pagué sin rechistar, en evitación de algo peor.

No dejaron en paz a los integrantes de la iglesia en Melilla. En mayo de 1962 la policía irrumpió en el domicilio de Pedro Echevarne, donde se estaba celebrando un pequeño culto. Al dueño de la casa le notificaron una multa de 1.000 pesetas. También fueron multados con 250 pesetas cada uno de los miembros de la iglesia, José García, Juan Ruiz, David Leyva, Francisco Fernández, Manuel Fernández, Francisco Montero, José Martín y Alfonso Calatayud. Puesto que se trataba de personas con escasos recursos económicos, se les permitió que abonaran la multa en cuatro plazos de 62 pesetas y 50 céntimos. «Y no abráis la boca, que puede ser peor», se les dijo.

A mí también se me recomendó silencio cuando fui castigado con otra multa de 25.000 pesetas.

En septiembre de 1970 publiqué en la revista Restauración, que dirigía en Madrid, un artículo sobre Judas. Citando al semanario francés France Dimanche, especulaba sobre la posibilidad de que Judas hubiera sido un confidente de la policía introducido intencionadamente entre los apóstoles para espiar los movimientos del Maestro.

Al sacerdote encargado de la censura religiosa en el Ministerio de Información y Turismo, que solía leer los artículos de Restauración con lupa, no le gustó el escrito o se dio por aludido. Me denunció. Días después fui convocado al Ministerio de Justicia por el subsecretario del departamento, Alfredo López. Este hombre, miembro del Opus Dei, era una gran persona. Tolerante, humano, servicial. Siempre le profesé respeto. En julio de 1967 fue nombrado presidente de la Comisión de Libertad Religiosa, que tenía como función regular el ejercicio del derecho civil en materia de libertad religiosa. Alfredo López, que volvería a llamarme a su despacho para echarme una bronca monumental por la conferencia que pronuncié en Ginebra sobre el Vaticano y los obreros, me dijo que el artículo sobre Judas no había gustado ni en Información y Turismo ni en Justicia. Que por esta vez no me suspendían la publicación, pero sería multado con 25.000 pesetas. Al despedirme me advirtió: «Ahora no se haga usted el mártir, no escriba sobre la multa en un próximo número».

No lo hice. Amaba mucho aquel trabajo periodístico para arriesgarme a perderlo.

Las multas a los protestantes proliferaron durante años. En Valencia, el gobernador civil condenó con multas de 1.000 pesetas a Antonio Sanchís y otras 1.000 a su esposa Joaquina Garrido por permitir una reunión de menos de 20 personas en su casa el 12 de mayo de 1962. En julio de ese año el joven de 17 años Juan Llobregat Canut, miembro de una iglesia protestante en Sevilla, se trasladó a un pequeño pueblo en la provincia de Jaén, Chilluevar. Allí tenía un amigo que simpatizaba con la fe cristiana. Este amigo invitó a otros jóvenes del pueblo para que escucharan a Llobregat. Denunciado por el sacerdote del lugar, Juan Llobregat fue condenado a pagar una multa de 10.000 pesetas, casi el equivalente a un año del sueldo que le pagaban donde trabajaba. El joven protestante argumentó que no tenía dinero, que él no era pastor, ni ocupaba cargo alguno en su iglesia. Confesó que ni palabra dijo contra la doctrina católica, que se había limitado a explicar lo que él creía. No le hicieron caso. Tuvo que pagar.

José Cardona, por entonces secretario ejecutivo de la Comisión de Defensa Evangélica, me dijo en una ocasión que había tenido que ir a Málaga para defender en un juzgado a miembros de una iglesia protestante de la ciudad, condenados a multas elevadas por reunirse en una casa particular para leer y comentar la Biblia.

Hechos análogos se dieron en otros lugares de España, tanto en la Península como en las islas. Su narración llenaría las páginas de un volumen. Estas barbaridades de intolerancia religiosa y de palos al otro ocurren cuando la Iglesia católica aparece ligada al poder político, como sucedió en España desde 1939 hasta los cercanos años 70. Este predominio eclesiástico en el orden político convertía a la iglesia en legitimadora de cualquier acción contra los protestantes y contra quienes, en definitiva, se le opusieran. Así se explica, en gran parte, la persecución contra la iglesia en el bando republicano durante la contienda 1936-1939 y el laicismo y la total indiferencia religiosa que se está viviendo hoy.